Alfredo Bryce Echenique
Mediados de diciembre. El sol se ríe a
carcajadas en los avisos de publicidad. ¡El sol! Durante algunos meses, algunos
sectores de Lima tendrán la suerte de parecerse a Chaclacayo, Santa Inés, Los Ángeles,
y Chosica. Pronto, los ternos de verano recién sacados del ropero dejarán de oler
a humedad. El sol brilla sobre la ciudad, sobre las calles, sobre las casas. Brilla
en todas partes menos en el interior de las viejas iglesias coloniales. Los grandes
almacenes ponen a la venta las últimas novedades de la moda veraniega. Los almacenes
de segunda categoría ponen a la venta las novedades de la moda del año pasado. “Pruébate
la ropa de baño, amorcito.” (¡Cuántos matrimonios dependerán de esa prueba!) Amada,
la secretaria del doctor Ascencio, abogado de nota, casado, tres hijos, y automóvil
más grande que el del vecino, ha dejado hoy, por primera vez, la chompita en casa.
Ha entrado a la oficina, y el doctor ha bajado la mirada: es la moda del escote
ecran, un escote que parece un frutero. “Qué linda su Medallita, Amada (el doctor
lo ha oído decir por la calle). Tengo mucho, mucho que dictarle, y tengo tantos,
tantos deseos de echarme una siestecita.”
Por las calles, las
limeñas lucen unos brazos de gimnasio. Parece que fueran ellas las que cargaran
las andas en las procesiones, y que lo hicieran diariamente. Te dan la mano, y piensas
en el tejido adiposo. No sabes bien lo que es, pero te suena a piel, a brazo, al
brazo que tienes delante tuyo, y a ese hombro moreno que te decide a invitarla al
cine. El doctor Risque pasa impecablemente vestido de blanco. Dos comentarios: “Maricón”
(un muchacho de dieciocho años), y “exagera. No estamos en Casablanca” (el ingeniero
Torres Pérez, cuarenta y tres años, empleado del Ministerio de Fomento). Pasa también
Félix Arnolfi, escritor, autor de Tres veranos en Lima, y Amor y calor
en la ciudad. Viste de invierno. Pero el sol brilla en Lima. Brilla a mediados
de diciembre, y no cierre usted su persiana, señora Anunciata, aunque su lugar no
esté en la playa, y su moral sea la del desencanto, la edad y los kilos…
El sol molestaba a los alumnos que estaban
sentados cerca de la ventana. Acababan de darles el rol de exámenes y la cosa no
era para reírse. Cada dos días, un examen. Matemáticas y química seguidos. ¿Qué
es lo que pretenden? ¿Jalarse a todo el mundo? Empezaban el lunes próximo, y la
tensión era grande. Hay cuatro cosas que se pueden hacer frente a un examen: estudiar,
hacer comprimidos, darse por vencido antes del examen, y hacerse recomendar al jurado.
Los exámenes llegaron.
Los primeros tenían sabor a miedo, y los últimos sabor a Navidad. Manolo aprobó
invicto (había estudiado, había hecho comprimidos, se había dado por vencido antes
de cada examen y un tío lo había recomendado, sin que él se lo pidiera). Repartición
de premios: un alumno de quinto año de secundaria lloró al leer el discurso de Adiós
al colegio, los primeros de cada clase recibieron sus premios, y luego, terminada
la ceremonia, muchos fueron los que destrozaron sus libros y cuadernos: hay que
aprender a desprenderse de las cosas. Manolo estaba libre.
En su casa, una de sus
hermanas se había encargado del Nacimiento. El árbol de Navidad, cada año más pelado
(al armarlo, siempre se rompía un adorno, y nadie lo reponía), y siempre cubierto
de algodón, contrastaba con el calor sofocante del día. Manolo no haría nada hasta
después del Año Nuevo. Permanecería encerrado en su casa, como si quisiera comprobar
que su libertad era verdadera, y que realmente podía disponer del verano a sus anchas.
Nada le gustaba tanto como despertarse diariamente a la hora de ir al colegio, comprobar
que no tenía que levantarse, y volverse a dormir. Era su pequeño triunfo matinal.
–¡Manolo! –llamó su
hermana–. Ven a ver el Nacimiento. Ya está listo.
–Voy –respondió Manolo,
desde su cama.
Bajó en pijama hasta
la sala, y se encontró con la Navidad en casa. Era veinticuatro de diciembre, y
esa noche era Nochebuena. Manolo sintió un escalofrío, y luego se dio cuenta de
que un extraño malestar se estaba apoderando de él. Recordó que siempre en Navidad
le sucedía lo mismo, pero este año, ese mismo malestar parecía volver con mayor
intensidad. Miraba hacia el Nacimiento, y luego hacia el árbol cubierto de algodón.
“Está muy bonito”, dijo. Dio media vuelta, y subió nuevamente a su dormitorio.
Hacia el mediodía, Manolo
salió a caminar. Contaba los automóviles que encontraba, las ventanas de las casas,
los árboles en los jardines, y trataba de recordar el nombre de cada planta, de
cada flor. Esos paseos que uno hace para no pensar eran cada día más frecuentes.
Algo no marchaba bien. Se crispó al recordar que una mañana había aparecido en un
mercado, confundido entre placeras y vendedores ambulantes. Aquel día había caminado
mucho, y casi sin darse cuenta. Decidió regresar, pues pronto sería la hora del
almuerzo.
Almorzaban. Había decidido
que esa noche irían juntos a la misa de Gallo, y que luego volverían para cenar.
Su padre se encargaría de comprar el panetón, y su madre de preparar el chocolate.
Sus hermanos prometían estar listos a tiempo para ir a la iglesia y encontrar asientos,
mientras Manolo pensaba que él no había nacido para esas celebraciones. ¡Y aún faltaba
el Año Nuevo! El Año Nuevo y sus cohetones, que parecían indicarle que su lugar
estaba entre los atemorizados perros del barrio. Mientras almorzaba, iba recordando
muchas cosas. Demasiadas. Recordaba el día en que entró al Estadio Nacional, y se
desmayó al escuchar que se había batido el récord de asistencia. Recordaba también,
cómo en los desfiles militares, le flaqueaban las piernas cuando pasaban delante
suyo las bandas de música y los húsares de Junín. Las retretas, con las marchas
que ejecutaba la banda de la Guardia Republicana, eran como la atracción al vacío.
Almorzaban: comer, para que no le dijeran que comiera, era una de las pequeñas torturas
a las que ya se había acostumbrado.
Hacia las tres de la
tarde, su padre y sus hermanos se habían retirado del comedor. Quedaba tan sólo
su madre, que leía el periódico, de espaldas a la ventana que daba al patio. La
plenitud de ese día de verano era insoportable. A través de la ventana, Manolo veía
cómo todo estaba inmóvil en el jardín. Ni siquiera el vuelo de una mosca, de esas
moscas que se estrellan contra los vidrios, venía a interrumpir tanta inmovilidad.
Sobre la mesa, delante de él, una taza de café se enfriaba sin que pudiera hacer
nada por traerla hasta sus labios. En una de las paredes (Manolo calculaba cuántos
metros tendría), el retrato de un antepasado se estaba burlando de él, y las dos
puertas del comedor que llevaban a la otra habitación eran como la puerta de un
calabozo, que da siempre al interior de la prisión.
–Es terrible –dijo su
madre, de pronto, dejando caer el periódico sobre la mesa–. Las tres de la tarde.
La plenitud del día. Es una hora terrible.
–Dura hasta las cinco,
más o menos.
–Deberías buscar a tus
amigos, Manolo.
–Sabes, mamá, si yo
fuera poeta, diría: “Eran las tres de la tarde en la boca del estómago”.
–En los vasos, y en
las ventanas.
–Las tres de la tarde
en las tres de la tarde. Hay que moverse.
“Ante todo, no debo
sentarme”, pensaba Manolo al pasar del comedor a la sala, y ver cómo los sillones
lo invitaban a darse por vencido. Tenía miedo de esos sillones cuyos brazos parecían
querer tragárselo. Caminó lentamente hacia la escalera, y subió como un hombre que
sube al cadalso. Pasó por delante del dormitorio de su madre, y allí estaba, tirada
sobre la cama, pero él sabía que no dormía, y que tenía los ojos abiertos, inmensos.
Avanzó hasta su dormitorio, y se dejó caer pesadamente sobre la cama: “La próxima
vez que me levante”, pensó, “será para ir al centro”.
A través de una de las ventanas del ómnibus,
Manolo veía cómo las ramas de los árboles se movían lentamente. Disminuía ya la
intensidad del sol, y cuando llegara al centro de la ciudad, empezaría a oscurecer.
Durante los últimos meses, sus viajes al centro habían sido casi una necesidad.
Recordaba que, muchas veces, se iba directamente desde el colegio, sin pasar por
su casa, y abandonando a sus amigos que partían a ver la salida de algún colegio
de mujeres. Detestaba esos grupos de muchachos que hablan de las mujeres como de
un producto alimenticio: “Es muy rica. Es un lomo”. Creía ver algo distinto en aquellas
colegialas con los dedos manchados de tinta, y sus uniformes de virtud. Había visto
cómo uno de sus amigos se había trompeado por una chica que le gustaba, y luego,
cuando le dejó de gustar, hablaba de ella como si fuera una puta. “Son terribles
cuando están en grupo”, pensaba, “y yo no soy un héroe para dedicarme a darles la
contra”.
El centro de Lima estaba
lleno de colegios de mujeres, pero Manolo tenía sus preferencias. Casi todos los
días, se paraba en la esquina del mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas
como un acusado espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía
que el pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más una tortura que
un placer, pero no podía vivir sin ello. Esperaba esos uniformes azules, esos cuellos
blancos y almidonados, donde para él, se concentraba toda la bondad humana. Esos
zapatos, casi de hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo hacían sentirse
muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a todas, pero no sabía
cómo. Esas colegialas que ocultaban sus cabellos bajo un gracioso gorro azul, eran
dueñas de su destino. Se moría de frío: ya iba a sonar el timbre. Y cuando sonara,
sería como siempre: se quedaría estático, casi paralizado, perdería la voz, las
vería aparecer sin poder hacer nada por detener todo eso, y luego, en un supremo
esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con la mirada fija en la próxima esquina, el
cuello tieso, un grito ahogado en la garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente
para no ver más, para no sentir más, para descansar, casi para morir. Los pocos
días en que no asistía a la salida de ese colegio, las cosas eran aún peor.
El ómnibus se acercaba
al jirón de la Unión, y Manolo, de pie, se preparaba para bajar. (Le había cedido
el asiento a una señora, y la había odiado: temió, por un momento, que hablara de
lo raro que es encontrar un joven bien educado en estos días, que todos los miraran,
etc. Había decidido no volver a viajar sentado para evitar esos riesgos.) El ómnibus
se detuvo, y Manolo descendió.
Empezaba a oscurecer.
Miles de personas caminaban lentamente por el jirón de la Unión. Se detenían en
cada tienda, cada vidriera, mientras Manolo avanzaba perdido entre esa muchedumbre.
Su única preocupación era que nadie lo rozara al pasar, y que nadie le fuera a dar
un codazo. Le pareció cruzarse con alguien que conocía, pero ya era demasiado tarde
para voltear a saludarlo. “De la que me libré”, pensó. “¿Y si me encuentro con Salas?”
Salas era un compañero de colegio. Estaba en un año superior, y nunca se habían
hablado. Prácticamente no se conocían, y sería demasiada coincidencia que se encontraran
entre ese tumulto, pero a Manolo le espantaba la idea. Avanzaba. Oscurecía cada
vez más, y las luces de neón empezaban a brillar en los avisos luminosos. Quería
llegar hasta la Plaza San Martín, para dar media vuelta y caminar hasta la Plaza
de Armas. Se detuvo a la altura de las Galerías Boza, y miró hacia su reloj: “Las
siete de la noche”. Continuó hasta llegar a la Plaza San Martín, y allí sintió repugnancia
al ver que un grupo de hombres miraba groseramente a una mujer, y luego se reían
a carcajadas. Los colectivos y los ómnibus llegaban repletos de gente. “Las tiendas
permanecerán abiertas hasta las nueve de la noche”, pensó. “La Plaza de Armas.”
Dio media vuelta, y se echó a andar. Una extraña e impresionante palidez en el rostro
de la gente era efecto de los avisos luminosos. “Una tristeza eléctrica”, pensaba
Manolo, tratando de definir el sentimiento que se había apoderado de él. La noche
caía sobre la gente, y las luces de neón le daban un aspecto fantasmagórico. Cargados
de paquetes, hombres y mujeres pasaban a su lado, mientras avanzaba hacia la Plaza
de Armas, como un bañista nadando hacia una boya. No sabía si era odio o amor lo
que sentía, ni sabía tampoco si quería continuar esa extraña sumersión, o correr
hacia un despoblado. Sólo sabía que estaba preso, que era el prisionero de todo
lo que lo rodeaba. Una mujer lo rozó al pasar, y estuvo a punto de soltar un grito,
pero en ese instante hubo ante sus ojos una muchacha. Una pálida chiquilla lo había
mirado caminando. Vestía íntegramente de blanco. Manolo se detuvo. Ella sentiría
que la estaba mirando, y él estaba seguro de haberle comunicado algo. No sabía qué.
Sabía que esos ojos tan negros y tan grandes eran como una voz, y que también le
hablan dicho algo. Le pareció que las luces de neón se estaban apoderando de esa
cara. Esa cara se estaba electrizando, y era preciso sacarla de allí antes de que
se muriera. La muchacha se alejaba, y Manolo la contemplaba calculando que tenía
catorce años. “Pobre de ti, noche, si la tocas”, pensó.
Se había detenido al
llegar a la puerta de la iglesia de la Merced. Veía cómo la gente entraba y salía
del templo, y pensaba que entraban más para descansar que para rezar, tan cargados
venían de paquetes. Serían las ocho de la noche, cuando Manolo, parado ahora de
espaldas a la iglesia, observaba una larga cola de compradores, ante la tienda Monterrey.
Todos llevaban paquetes en las manos, pero todos tenían aún algo más que comprar.
De pronto, distinguió a una mujer que llevaba un balde de playa y una pequeña lampa
de lata. Vestía un horroroso traje floreado, y con la basta descosida. Era un traje
muy viejo, y le quedaba demasiado grande. Le faltaban varios dientes, y le veía
las piernas chuecas, muy chuecas. El balde y la pequeña lampa de lata estaban mal
envueltos en papel de periódico, y él podía ver que eran de pésima calidad. “Los
llevará un domingo, en tranvía, a la playa más inmunda. Cargada de hijos llorando.
Se bañará en fustán”, pensó. Esa mujer, fuera de lugar en esa cola, con la boca
sin dientes abierta de fatiga como si fuera idiota, y chueca, chueca, lo conmovió
hasta sentir que sus ojos estaban bañados en lágrimas. Era preciso marcharse. Largarse.
“Yo me largo.” Era preciso desaparecer. Y, sobre todo, no encontrar a ninguno de
sus odiados conocidos.
Desde su cama, con la
habitación a oscuras, Manolo escuchaba a sus hermanas conversar mientras se preparaban
para la misa de Gallo, y sentía un ligero temblor en la boca del estómago. Su único
deseo era que todo aquello comenzara pronto para que terminara de una vez por todas.
Se incorporó al escuchar la voz de su padre que los llamaba para partir.
“Voy”, respondió al
oír su nombre, y bajó lentamente las escaleras. Partieron.
Conocía a casi todos
los que estaban en la iglesia. Eran los mismos de los domingos, los mismos de siempre.
Familias enteras ocupaban las bancas, y el calor era muy fuerte. Manolo, parado
entre sus padres y hermanos, buscaba con la mirada a alguien a quien cederle el
asiento. Tendría que hacerlo, pues la iglesia se iba llenando de gente, y quería
salir de eso lo antes posible. Vio que una amiga de su madre se acercaba, y le dejó
su lugar, a pesar de que aún quedaban espacios libres en otras bancas.
Estaba recostado contra
una columna de mármol, y desde allí paseaba la mirada por toda la iglesia. Muchos
de los asistentes, bronceados por el sol, habían empezado a ir a la playa. Las muchachas
le impresionaban con sus pañuelos de seda en la cabeza. Esos pañuelos de seda, que
ocultando una parte del rostro, hacen resaltar los ojos, lo impresionaban al punto
de encontrarse con las manos pegadas a la columna; fuertemente apoyadas, como si
quisiera hacerla retroceder. “Sansón”, pensó.
Había detenido la mirada
en el pálido rostro de una muchacha que llevaba un pañuelo de seda en la cabeza,
y cuyos ojos resaltaban de una manera extraña. Miraban hacia el altar con tal intensidad,
que parecían estar viendo a Dios. La contemplaba. Imposible dejar de contemplarla.
Manolo empezaba a sentir que todo alrededor suyo iba desapareciendo, y que en la
iglesia sólo quedaba aquel rostro tan desconocido y lejano. Temía que ella lo descubriera
mirándola, y no poder continuar con ese placer. ¿Placer? “Debe hacer calor en la
iglesia”, pensó, mientras comprobaba que sus manos estaban más frías que el mármol
de la columna.
La música del órgano
resonaba por toda la iglesia, y Manolo sentía como si algo fuera a estallar. “Los
ojos. Es peor que bonita.” En las bancas, los hombres caían sobre sus rodillas,
como si esa música que venía desde el fondo del templo, los golpeara sobre los hombros,
haciéndolos caer prosternados ante un Dios recién descubierto y obligatorio. Esa
música parecía que iba a derrumbar las paredes, hasta que, de pronto, un profundo
y negro silencio se apoderó del templo, y era como si hubieran matado al organista.
“Tan negros y tan brillantes.” Un sacerdote subió al púlpito, y anunció que Jesús
había nacido, y el órgano resonó nuevamente sobre los hombros de los fieles, y Manolo
sintió que se moría de amor, y la gente ya quería salir para desearse “feliz Navidad”.
Terminada la ceremonia, si alguien le hubiera dicho que se había desmayado, él lo
hubiera creído. Salían. El mundo andaba muy bien aquella noche en la puerta de la
iglesia, mientras Manolo no encontraba a la muchacha que parecía haber visto a Dios.
Al llegar a su casa,
sin pensarlo, Manolo se dirigió a un pequeño baño que había en el primer piso. Cerró
la puerta, y se dio cuenta de que no era necesario que estuviera allí. Se miró en
el espejo, sobre el lavatorio, y recordó que tenía que besar a sus padres y hermanos:
era la costumbre, antes de la cena. ¡Feliz Navidad con besos y abrazos! Trató de
orinar. Inútil. Desde el comedor, su madre lo estaba llamando. Abrió la puerta,
y encontró a su perro que lo miraba como si quisiera enterarse de lo que estaba
pasando. Se agachó para acariciarlo, y avanzó hasta llegar al comedor. Al entrar,
continuaba siempre agachado y acariciando al perro que caminaba a su lado. Avanzaba
hacia los zapatos blancos de una de sus hermanas, hasta que, torpemente, se lanzó
sobre ella para abrazarla. No logró besarla. “Feliz Navidad”, iba repitiendo mientras
cumplía con las reglas del juego. Los regalos.
Cenaban. “Esos besos
y abrazos que uno tiene que dar…”, pensaba. “Esos cariños.” Daría la vida por cada
uno de sus hermanos. “Pero uno no da la vida en un día establecido…” Recordaba aquel
cumpleaños de su hermana preferida: se había marchado a la casa de un amigo para
no tener que saludarla, pero luego había sentido remordimientos, y la había llamado
por teléfono: “Qué loco soy”. Cenaban. El chocolate estaba demasiado caliente, y
con tanto sueño era difícil encontrar algo de qué hablar mientras se enfriaba. “No
es el mejor panetón del mundo, pero es el único que quedaba”, comentó su padre.
Manolo sentía que su madre lo estaba mirando, y no se atrevía a levantar los ojos
de la mesa. A lo lejos, se escuchaban los estallidos de los cohetes, y pensaba que
su perro debía estar aterrorizado. Bebían el chocolate. “Tengo que ir a ver al perro.
Debe estar muerto de miedo.” En ese momento, uno de sus hermanos bostezó, y se disculpó
diciendo que se había levantado muy temprano esa mañana. Permanecían en silencio,
y Manolo esperaba que llegara el momento de ir a ver a su perro. De pronto, uno
de sus hermanos se puso de pie: “Creo que me voy a acostar”, dijo dirigiéndose lentamente
hacia la puerta del comedor. Desapareció. Los demás siguieron el ejemplo.
En el patio, Manolo
acariciaba a su perro. Había algo en la atmósfera que lo hacía sentirse nuevamente
como en la iglesia. Le parecía que tenía algo que decir. Algo que decirle a alguna
persona que no conocía; a muchas personas que no conocía. Escuchaba el estallido
de los cohetes, y sentía deseos de salir a caminar.
Hacia las tres de la
madrugada, Manolo continuaba su extraño paseo. Hacia las cuatro de la madrugada,
un hombre quedó sorprendido, al cruzarse con un muchacho de unos quince años, que
caminaba con el rostro bañado en lágrimas.
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