Thomas Mann
1
Una de las calles que llevan desde la
Quaigasse, con una pendiente bastante empinada, a la parte media de la ciudad, se
llama el Camino Gris. Hacia la mitad de esa calle y a mano derecha según se llega
del río, está la casa número 47, un edificio estrecho y de color turbio, que no
se distingue en nada de sus vecinos. En los bajos hay una mercería, donde puede
comprarse lo mismo chanclas de goma que aceite de ricino. Si se entra en el portal,
después de ver un patio en el que vagabundean los gatos, se encuentra una escalera
de madera estrecha y desgastada (en la que se respira un olor indescriptible a humedad
y pobreza) que conduce a los pisos. En el primero a la izquierda vive un carpintero,
a la derecha una comadrona. En el segundo a la izquierda vive un zapatero remendón,
a la derecha una señora que se pone a cantar en voz alta en cuanto oye pasos en
la escalera. En el tercero izquierda el piso está vacío, y a la derecha vive un
hombre llamado Mindernickel, cuyo nombre, para colmo, es Tobías. Sobre este hombre
hay una historia que debe ser contada, pues es misteriosa y vergonzosa en demasía.
El aspecto exterior de Mindernickel es llamativo, extraño y ridículo. Si se le ve,
por ejemplo, cuando sale a dar un paseo, subiendo con su delgada figura por la calle,
apoyándose en un bastón, nos daremos cuenta de que va vestido de negro de pies a
cabeza. Lleva un sombrero de copa pasado de moda, campanudo y afieltrado, un gabán
estrecho y rozado por el uso y pantalones igualmente miserables, desflecados por
abajo y tan cortos que se ve el forro de goma de los botines. Por lo demás, debe
decirse que esta indumentaria está cepillada con el mayor cuidado. Su cuello esquelético
parece mucho más largo, por cuanto emerge de un cuello bajo y vuelto de la ropa.
El canoso cabello es liso y está peinado sobre las sienes; la ancha ala del sombrero
de copa sombrea un rostro afeitado y pálido de mejillas hundidas, ojos irritados
que raras veces se alzan del suelo, y dos profundas arrugas que descienden desde
la nariz hasta ambas comisuras de la boca, amargamente dirigidas hacia abajo.
Mindernickel sale muy
pocas veces de casa, y tiene sus motivos, porque en seguida que aparece en la calle
se reúnen muchos niños, lo persiguen durante un buen trecho y ríen, se burlan y
cantan: “¡Jo, jo, Tobías!”, le tiran del gabán, y la gente sale a la puerta y se
divierte. Mas él camina sin defenderse y mirando temerosamente a su alrededor, con
los hombros encogidos y la cabeza gacha, como una persona que camina bajo un aguacero
sin paraguas; y aunque se le ríen en la cara, de vez en cuando saluda con una humilde
cortesía a algunas de las personas que están a la puerta de sus casas. Más tarde,
cuando los mitos quedan atrás y nadie más lo conoce, y son pocos los que se vuelven
a mirarlo, sigue sin modificar esencialmente su conducta: continúa mirando temerosamente
y caminando encogido, como si sintiera sobre sí mil miradas irónicas. Y cuando alza
la vista del suelo, vacilante y apocado, puede observarse el hecho extraño de que
es incapaz de mirar con fijeza a persona o cosa alguna. Parece, aunque suene raro,
que le falte aquella superioridad natural de la contemplación con que todo ser individual
mira las cosas del mundo; parece que se siente inferior a todas esas cosas, y sus
ojos inestables han de arrastrarse por el suelo frente a cualquier persona o cosa…
¿Qué ocurre con este
hombre, que siempre está solo y parece ser desgraciado en un grado extraordinario?
Su indumentaria que quiere ser burguesa, así como un cierto movimiento cuidadoso
al pasarse la mano por la barbilla, parecen indicar que no pertenece en modo alguno
a la clase social en cuyo seno vive. Dios sabe qué habrán hecho con él. Su rostro
tiene un aspecto, como si la vida, con una risotada de desprecio, lo hubiera golpeado
en él con el puño cerrado… Por otra parte, es muy posible que, sin haber recibido
duros golpes del destino, no haya sido capaz de enfrentarse a la existencia; y la
enfermiza inferioridad y estupidez de su aspecto produce la penosa impresión de
que la naturaleza le hubiera negado la medida de equilibrio, fuerza y aguante necesarios
para existir con la cabeza erguida.
Cuando, apoyado en su
negro bastón, ha dado una vuelta por la ciudad, vuelve –recibido en el Camino Gris
por los aullidos de los niños– a su vivienda; sube por la maloliente escalera a
su habitación, que es pobre y está desprovista de adornos. Sólo la cómoda, un sólido
mueble estilo Imperio con pesadas asas de metal, tiene belleza y valor. Ante su
ventana, cuya vista está irremediablemente tapada por la gris pared posterior de
la casa vecina, hay una maceta llena de tierra, en la que no crece nada; aun así,
Tobías Mindernickel se acerca a veces a ella, contempla la maceta y huele la tierra.
Junto a esta habitación
hay una pequeña alcoba.
Cuando entra, Tobías
coloca el sombrero y el bastón sobre la mesa, se sienta sobre el sofá tapizado de
verde, que huele a polvo, apoya la barbilla en la mano y contempla el suelo ante
sí, con las cejas alzadas. Parece que no tenga otra cosa que hacer en el mundo.
Por lo que se refiere
al carácter de Mindernickel, es muy difícil emitir una opinión; el siguiente incidente
parece hablar en su favor. Cuando aquel hombre extraño salió cierto día de su casa
y, como siempre, se reunió una pandilla de niños que lo perseguía con exclamaciones
de burla y risas, un niño de unos diez años tropezó con el pie de un compañero y
se cayó al suelo con tanta violencia, que le brotó la sangre de la nariz y de la
frente y se quedó caído, llorando. Entonces Tobías se volvió, corrió hacia el niño
caído, e inclinándose sobre él empezó a compadecerle con voz suave y temblorosa.
–Pobre niño –decía–,
¿te has hecho daño? ¡Estás sangrando! ¡Miren, le corre sangre por la frente! Sí,
sí, has tenido una caída muy mala. Claro, duele tanto, y por eso llora, pobre niño.
¡Cuánta compasión te tengo! Ha sido culpa tuya, pero te voy a vendar la frente con
mi pañuelo… así. Bueno, ahora tranquilízate; voy a levantarte…
Y con estas palabras,
después de haber vendado efectivamente al pequeño con su propio pañuelo, lo puso
en pie con cuidado y se alejó. Mas su actitud y su rostro mostraban en este instante
una expresión muy distinta de la corriente. Caminaba con firmeza y erguido, y su
pecho respiraba con fuerza bajo el estrecho gabán; sus ojos parecían haberse hecho
más grandes, tenían brillo y se fijaban con firmeza en las personas y las cosas,
mientras que en su boca había un gesto de dolorosa felicidad…
Este incidente tuvo
como consecuencia que disminuyeran las burlas de la gente del Camino Gris durante
unos días. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, se había olvidado su sorprendente
conducta, y una multitud de gargantas sanas, alegres y crueles volvió a cantar detrás
del hombre encogido y abúlico: “¡Jo, jo, Tobías!”
2
Una mañana soleada, a las once, Tobías
abandonó la casa y cruzó toda la ciudad hasta el Lerchenberg, aquella colina alargada
que durante las horas de la tarde constituía el paseo más distinguido de la ciudad,
pero que, dada la excelente primavera que reinaba, también a aquella hora estaba
concurrida por algunos coches y peatones. Bajo un árbol de la gran avenida principal
había un hombre con un perro de caza de poca edad, sujeto por una correa, que aquél
mostraba a los paseantes con la evidente intención de venderlo; era un animal pequeño
y musculoso, de pelo amarillo, tendría unos cuatro meses, con un anillo negro en
un ojo y una oreja negra.
Cuando Tobías observó
esto, a una distancia de unos diez pasos, se detuvo, se pasó la mano varias veces
por la barbilla y contempló pensativamente al vendedor y al pequeño can, que movía
el rabo, alerta. Luego siguió caminando; dio tres vueltas al árbol, apretándose
la boca con el puño del bastón, y finalmente se acercó al hombre y le dijo, mientras
contemplaba fijamente al animal.
–¿Cuánto vale este perro?
–Son diez marcos –respondió
el hombre.
Tobías permaneció silencioso
durante un momento y dijo luego, indeciso:
–¿Diez marcos?
–Sí –dijo el hombre.
Entonces Tobías saco
una bolsa de cuero negro del bolsillo, extrajo de la misma un billete de cinco marcos,
una moneda de tres y una de dos, entregó rápidamente este dinero al vendedor, cogió
la correa y tiró de ella rápidamente, encogido y mirando con temor a su alrededor,
ya que algunas personas habían observado la compra y se reían, llevándose al animal,
que chillaba y se resistía. Se resistió durante todo el camino, apoyando las patas
delanteras en el suelo y contemplando con una temerosa interrogación a su nuevo
dueño; pero éste siguió tirando con energía y en silencio, y cruzó con fortuna la
ciudad.
Entre la juventud callejera
del Camino Gris se produjo un enorme tumulto cuando apareció Tobías con el perro;
pero él lo cogió en brazos, se inclinó sobre él y se apresuró a ganar las escaleras
y su habitación, perseguido por los gritos burlones y las risotadas. Al llegar puso
al perro, que lloriqueaba sin parar, en el suelo, lo acarició satisfecho y dijo
luego, condescendiente:
–Bueno, bueno; ya ves
que no tienes por qué tenerme miedo, perro.
A continuación sacó
de un estante de la cómoda un plato con carne cocida y patatas, y lanzó al animal
una parte, con lo que éste cesó en sus quejas y devoró la comida entre señales de
satisfacción.
–Te llamarás Esaú –dijo
Tobías–. ¿Me entiendes? Esaú. Te será fácil recordar un sonido tan sencillo…
Y, señalando el suelo
a sus pies, exclamó en tono imperioso:
–¡Esaú!
El perro, esperando
quizá recibir algo más de comida, se acercó y Tobías le palmeó el costado, satisfecho,
mientras comentaba:
–Así es, amigo mío.
Te estás portando bien.
Luego retrocedió unos
pasos, señaló el suelo y repitió de nuevo:
–¡Esaú!
Y el animal, que se
había animado, se acercó de un salto y lamió las botas de su amo.
Con la satisfacción
de dar órdenes y verlas realizadas, Tobías repitió este ejercicio incansablemente,
hasta doce o catorce veces; finalmente el perro pareció cansarse y tener ganas de
descansar y hacer la digestión, y se echó en el suelo en la pose graciosa e inteligente
de los perros de caza, estirando ante sí las dos patas delanteras, largas y de fina
nerviación.
–¡Otra vez! –dijo Tobías–.
¡Esaú!
Pero Esaú volvió la
cabeza a un lado y continuó en su lugar.
–¡Esaú! –exclamó Tobías
con la voz alzada imperiosamente–. ¡Debes venir aunque estés cansado!
Pero Esaú apoyó la cabeza
sobre sus patas, sin pensar siquiera en levantarse.
–Oye –dijo Tobías, y
su voz estaba cargada de una sorda y terrible amenaza– ¡obedece o sabrás que no
es bueno provocarme!
El animal se limitó
a mover un poco el rabo.
Ahora se apoderó de
Tobías una rabia infinita, injustificada y loca. Cogió su bastón negro, levantó
a Esaú por la piel de la nuca y comenzó a apalear al animal sin hacer caso de sus
aullidos, mientras repetía una y otra vez, fuera de sí y con voz terriblemente silbante:
–¿Cómo? ¿No obedeces?
¿Te atreves a desobedecerme?
Por fin arrojó el bastón
a un lado, puso en el suelo al perro, que temblaba, y comenzó a pasearse arriba
y abajo ante él, con las manos a la espalda y respirando hondamente, mientras que
de vez en cuando dirigía al perro una mirada iracunda y orgullosa. Después de haberse
paseado así durante algún tiempo, se detuvo junto al animal, que se volvió de espaldas
al suelo y movía las patas implorante, cruzó las manos sobre el pecho y habló con
la mirada terriblemente dura y fría y el tono con que Napoleón se dirigía a la compañía
que perdía su bandera en la batalla:
–¿Cómo te has portado,
si puede saberse?
El perro, agradecido
sólo por esta aproximación, se acercó aún más a rastras, se apretó contra la pierna
de su dueño y miró hacia arriba con sus ojos humildes. Durante un buen rato, Tobías
contempló al humillado ser desde su altura y en silencio; mas luego, cuando sintió
aquel calor conmovedor en su pierna, recogió a Esaú y lo levantó.
–Está bien, voy a tener
compasión de ti –dijo, pero cuando el buen animal comenzó a lamerle la cara, su
estado de ánimo se transformó en emoción y melancolía. Oprimió al perro contra sí
con doloroso cariño, sus ojos se llenaron de lágrimas, y sin articular bien las
frases comenzó a repetir con voz ahogada:
–Mira, eres mi único…
mi único…
Luego acostó a Esaú
con todo cuidado en el sofá, se sentó junto a él, apoyó la barbilla en la mano y
lo contempló con gran dulzura y recogimiento.
3
Desde entonces Tobías Mindernickel abandonaba
su casa aun menos que antes, pues no se sentía inclinado a mostrarse en público
con Esaú. Dedicó toda su atención al perro; más aún, de la mañana a la noche no
se ocupaba en otra cosa sino darle de comer, limpiarle los ojos, darle órdenes,
reñirle y hablar con él como si de un ser humano se tratase. La cosa era que no
siempre Esaú se portaba a su gusto. Cuando se echaba en el sofá, soñoliento por
falta de aire y de libertad, y lo miraba con ojos melancólicos, Tobías se sentía
lleno de contento; se sentaba en actitud recogida y satisfecha y acariciaba compasivamente
el pelo de Esaú, diciéndole:
–¿Me miras dolorosamente,
amigo mío? Sí, sí; la vida es triste, y así has de verlo, aunque seas tan joven…
Pero cuando el animal,
enloquecido por el instinto de la caza y del juego, corría por la habitación, se
peleaba con una zapatilla, saltaba a las sillas y daba vueltas de campana en su
exceso de vitalidad, Tobías seguía sus movimientos de lejos, con una mirada de desorientación,
disgusto e inseguridad, y una sonrisa desagradable y rabiosa, hasta que lo llamaba
en tono iracundo, gritándole:
–Deja de hacer el loco.
No hay motivo para danzar por ahí.
Una vez ocurrió incluso
que Esaú se escapó de la habitación y bajó la escalera hasta la calle, donde empezó
en seguida a perseguir un gato, devorar excrementos de caballo, a pelearse y jugar
con los niños, ebrio de felicidad. Cuando apareció Tobías, entre el aplauso y las
risas de toda la calle, con el rostro dolorosamente desencajado, ocurrió lo triste:
que el perro huyó de su dueño a grandes saltos… Este día Tobías le pegó durante
largo rato y con encarnizamiento.
Cierto día –el perro
le pertenecía desde hacía algunas semanas– Tobías sacó un pan de la cómoda para
dar de comer a Esaú, y comenzó a cortarlo en pequeños trozos –que dejaba caer al
suelo–, por medio de un cuchillo de gran tamaño, con mango de hueso, que solía utilizar
para este fin. El animal, loco de apetito y ganas de jugar, saltó hacia él a ciegas,
clavándose el cuchillo torpemente manejado en la paletilla, y cayó al suelo, retorciéndose
y sangrando.
Asustado, Tobías dejó
todo de lado y se inclinó sobre el herido; pero de repente se transformó la expresión
de su rostro, y es cierto que hubo en él un reflejo de alivio y alegría. Cuidadosamente
llevó al perro a su sofá, y nadie podría imaginar con qué entrega comenzó a cuidar
al enfermo. Durante el día no se separaba de él; por la noche lo dejaba dormir en
su propia cama, lo lavaba y vendaba, y lo acariciaba, consolaba y compadecía con
incansable afán y cuidado.
–¿Duele mucho? –decía–.
Sí, sí; sufres amargamente, pobre animal. Pero calla, hemos de soportarlo.
Su rostro se veía sereno,
melancólico y feliz al pronunciar tales palabras.
Mas en el mismo grado
que Esaú fue recuperando fuerzas, volviéndose más alegre y curándose, el comportamiento
de Tobías fue haciéndose inquieto y descontento. Ahora no consideraba necesario
ocuparse de la herida, sino que se limitaba a expresar su compasión mediante palabras
y caricias. Sólo que la curación fue progresando; Esaú tenía una buena naturaleza,
y ya comenzaba a moverse por la habitación; cierto día, después de haber vaciado
un plato de leche y gachas, saltó del sofá sintiéndose completamente sano y se puso
a correr con alegres ladridos y el antiguo entusiasmo por las dos habitaciones,
comenzando a tirar de las mantas, a cazar zapatillas y a dar alegres vueltas de
campana.
Tobías estaba de pie
ante la ventana, junto a la maceta, y mientras una de sus manos, que salía de las
deshilachadas mangas larga y delgada, torcía un mechón del cabello peinado sobre
las sienes, su figura se destacaba negra y extraña del muro gris de la casa vecina.
Su rostro estaba pálido y desfigurado por la amargura, y seguía con la mirada rabiosa,
confusa y llena de envidia y maldad las piruetas de Esaú. De súbito se dio un impulso,
caminó hacia él y lo detuvo, tornándolo lentamente en sus brazos.
–Mi pobre animal –comenzó
con voz lastimera; pero Esaú, lleno de ánimos y poco inclinado a seguir permitiendo
aquel trato, cogió la mano que quería acariciarlo, se escapó de los brazos, saltó
al suelo haciendo una alegre finta y con un ladrido salió corriendo. Lo que ocurrió
entonces es algo tan incomprensible e infame, que me niego a relatarlo con detalle.
Tobías Mindernickel se quedó de pie, adelantando un poco los brazos colgantes a
lo largo del cuerpo. Sus labios estaban apretados y los ojos se movían de un modo
terrible en sus órbitas. Y luego, repentinamente, en una especie de ataque de locura,
cogió al animal; en su mano brilló un gran objeto metálico, y con un corte que llegaba
desde el hombro derecho hasta muy hondo en el pecho el perro cayó al suelo sin proferir
sonido alguno. Quedó caído de lado, tembloroso y sangrando… En el mismo instante
fue depositado sobre el sofá, y Tobías estuvo arrodillado ante él, oprimiendo una
tela contra la herida y balbuciendo:
–¡Mi pobre animal! ¡Mi
pobre animal! ¡Qué triste es todo esto! ¡Qué tristes somos los dos! ¿Sufres? Sí,
sí, sé que sufres… ¡qué lamentable estado el tuyo! Pero yo, yo estoy contigo. ¡Yo
te consolaré! Mi mejor pañuelo…
Pero Esaú permanecía
echado, con un estertor. Sus ojos, turbios e interrogantes, se volvían hacia su
amo sin comprender, llenos de inocencia y de queja… y luego estiró un poco sus patas
y murió.
Tobías permaneció inmóvil.
Tenía la cabeza apoyada en el cuerpo de Esaú y lloraba amargamente.
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