Enrique Congrains Martín
Por alguna desconocida razón, Esteban
había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no sería más bien
que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía
el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.
¿Por qué, por qué él?
Su madre se había encogido
de hombros al pedirle él autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió
que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro
hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría
paralelamente a la pista.
Vacilante, incrédulo,
se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles,
un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales,
cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades
y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que
decía “diez” por sus dos lados.
Siguió por el sendero,
rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas.
Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete del bolsillo para comprobar
su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él –se preguntaba– o
era él el que había ido hacia el billete?
Cruzó la pista y se
internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de albañilería y excrementos;
llegó a una calle y desde allí divisó el famoso mercado, el mayorista, del que tanto
había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?… La palabra le sonaba a hueco. Recordó:
su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían
un millón de personas.
¿La bestia con un millón
de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia
con un millón de cabezas. Y ahora él, con cada paso que daba, iba internándose dentro
de la bestia…
Se detuvo, miró y meditó:
la ciudad, el mercado mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos,
la infinidad de gentes –algunas como él, otras no como él– y el billete anaranjado,
quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos
lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro y
en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo
hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los
hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No,
desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá
ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando vueltas,
atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón
de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección,
otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro
de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la
vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir
de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras
y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado
a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo
contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los
chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano
dentro del bolsillo acariciaba el billete.
–¡Hola, hombre!
–Hola… –respondió Esteban,
susurrando casi.
El chico era más o menos
de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser
caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos
e indefinibles.
–¿Eres de por acá? –le
preguntó a Esteban.
–Sí, este… –se aturdió
y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba de viaje de exploración
a través de la bestia de un millón de cabezas.
–¿De dónde, ah? –se
había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos, inquietos, le
recorrían de arriba abajo–. ¿De dónde, ah? –volvió a preguntar.
–De allá, del cerro
–y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
–¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza
negativamente.
–¿Del Agustino?
–¡Sí, de ahí! –exclamó
sonriendo. Ése era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se
enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas
de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande tal vez;
que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países;
que había lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima!… Su tío
había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa.
“¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días
corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima!…
¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro
nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo.
Y Esteban era el único que lo sabía.
–Yo no tengo casa… –dijo
el chico, después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó–: ¡Caray,
no tengo!
–¿Dónde vives, entonces?
–se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la
bola, la frotó en su mano y luego respondió:
–En el mercado; cuido
la fruta, duermo a ratos… –amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de
Esteban y le preguntó–: ¿Cómo te llamas tú?
–Esteban…
–Yo me llamo Pedro –tiró
la bola al aire y la recibió en la palma de su mano–. Te juego, ¿ya, Esteban?
Las bolas rodaron sobre
la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres
juntos a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego
había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro.
Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿Adónde ahora?
Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que
estando solo.
Dieron algunas vueltas.
Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete
anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
–¡Mira lo que me encontré!
–lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.
–¡Caray! –exclamó Pedro
y lo tomó, examinándolo al detalle–. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?
–Junto a la pista, cerca
del cerro –explicó Esteban.
Pedro le devolvió el
billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
–¿Qué piensas hacer,
Esteban?
–No sé, guardarlo, seguro…
–y sonrió tímidamente.
–¡Caray, yo con una
libra haría negocios, palabra que sí!
–¿Cómo?
Pedro hizo un gesto
impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía
interpretarse como una total despreocupación por el asunto –los negocios– o como
una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió.
–¿Qué clase de negocios,
ah?
–¡Cualquier clase, hombre!
–pateó una cáscara de naranja, que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente
pasó un ómnibus que la aplastó contra el pavimento–. Negocios hay de sobra, palabra
que sí. Y en unos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
–¿Una libra más? –preguntó
Esteban, asombrándose.
–¡Pero, claro; claro
que sí!… –volvió a examinar a Esteban y le preguntó–: ¿Tú eres de Lima?
Esteban se ruborizó.
No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento
áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día.
–No, no soy de acá,
soy de Tarma; llegué ayer…
–¡Ah! –exclamó Pedro,
observándolo fugazmente–. ¿De Tarma, no?
–Sí, de Tarma…
Habían dejado atrás
el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba
el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje,
en Tarma, se había preguntado: “¿Iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro,
a Chorrillos; en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío?” Habían tomado
el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje arribaban a Lima.
¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿Adónde, Esteban, adónde? Su tío
había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. “Debe
ser algún barrio nuevo”, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles.
Todas diferentes, pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó
al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la
cumbre del cerro.
Habían subido, y una
vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la
bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo
la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía
alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima
de todo –o tan abajo quizá–, que había pensado que estaba en el barrio de Junto
al Cielo.
–Oye, ¿quisieras entrar
en algún negocio conmigo? –Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
–¿Yo?… –titubeando,
preguntó–: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana?
–¡Claro que sí, por
supuesto! –afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició
el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más y muchos más. Muchísimos
billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había
soñado.
–¿Qué clase de negocios
se puede, ah? –preguntó Esteban.
Pedro se sonrió y explicó:
–Negocios hay muchos…
Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes…
–hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose–: Mira, compramos
diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince
soles, palabra.
–¿Quince soles?
–¡Claro, quince soles!
¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mi! ¿Qué te parece, ah?
Convinieron en reunirse
al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni
a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra
de Esteban saldrían muchísimas cosas.
Esteban había almorzado apresuradamente
y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba
con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como
había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante,
saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar
en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció
Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón
de cabezas.
–Vas a ver qué fácil
es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y,
listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle
el nombre de las revistas, y así vienen más rápido… ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer
negocios!…
–¿Queda muy lejos el
sitio? –preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el
infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta
hace unos días había sido habitual para él.
–No, ya no. Ahora estamos
cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.
–¿Cuánto cuesta el tranvía?
–¡Nada, hombre! –y se
rio de buena gana–. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir
hasta la Plaza de San Martín.
Más y más cuadras. Y
los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces,
rumbo sabe Dios dónde.
–¿Adónde va toda esa
gente en auto?
Pedro sonrió y observó
a Esteban. Pero, ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria
y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó
la calle y llegaron a una especie de parque.
–¡Corre! –le gritó Pedro,
de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos
saltos la pista y se encaramaron al estribo.
Una vez arriba, se miraron
sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía
siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa
como había soñado, y ya no le importaba estar allí siempre, aquí o allá, en el centro
mismo, en el ombligo mismo de la bestia.
Parecía que el tranvía se había detenido
definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había
levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.
–Vamos, ¿qué esperas?
–¿Aquí es?
–Claro, baja.
Descendieron y otra
vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y la veía
marchar –sabe Dios dónde– con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos,
suaves, con gusto, como la gente de Tarma?
–Después volvemos y
por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
–Bueno –asintió Esteban.
El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que
la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante.
–¿Tú tampoco tienes
papá? –le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los
rieles del tranvía.
–No, no tengo… –y bajó
la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó–: ¿Y tú?
–Tampoco, ni papá ni
mamá –Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente–:
¿Y al que le dices “tío”?
–Ah… él vive con mi
mamá; ha venido a Lima de chofer… –calló, pero en seguida dijo–: Mi papá murió cuando
yo era chico…
–¡Ah, caray!… ¿Y tu
“tío”, qué tal te trata?
–Bien; no se mete conmigo
para nada.
–¡Ah!
Habían llegado al lugar.
Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas y dos letreros
que anunciaban revistas al por mayor.
–Ven, entra –le ordenó
Pedro.
Estaban adentro. Desde
el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos; dos mujeres
y un hombre seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y
fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.
–Paga.
Esteban vaciló un momento.
Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto.
Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera
necesario.
–Paga –repitió Pedro,
mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.
–¿Es justo una libra?
–Sí, justo. Diez revistas
a un sol cada una.
Oprimió el billete con
desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó
rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
–Vamos –dijo, jalándolo.
Se instalaron en la Plaza San Martín y
alinearon las diez revistas en uno de los muros que circundan el jardín. “Revistas,
revistas, revistas, señor; revistas, señora, revistas, revistas.” Cada vez que una
de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban
seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
–¿Qué te parece, ah?
–preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.
–Está bueno, está bueno…
–y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.
–Revistas, revistas;
¿no quiere un chiste, señor?
El hombre se detuvo
y examinó las carátulas.
–¿Cuánto?
–Un sol cincuenta, no
más…
La mano del hombre quedó
indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.
–Cóbrese.
Y las monedas cayeron,
tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar; meditaba y sacaba
sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón
de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo
y paladeando con fruición la vida. Él era el socio capitalista y el negocio marchaba
estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista
más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto!”, exclamaba el
comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente. “¿Adónde van, que se apuran
tanto?”, pensaba Esteban.
Bueno, bueno, la bestia
era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba;
seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba
permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más
que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos
e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta,
chistes…” Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las
cuatro y media.
–¡Caray, me muero de
hambre, no he almorzado!… –prorrumpió luego.
–¿No has almorzado?
–No, no he almorzado…
–observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió–:
¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho?
–Bueno –aceptó Esteban
inmediatamente.
Pedro sacó un sol del
bolsillo y explicó:
–Esto es de los dos
cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
–Sí, ya sé.
–¿Ves ese cine? –preguntó
Pedro, señalando a uno que quedaba en esquina. Esteban asintió–. Bueno, sigues por
esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un
pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya Esteban?
–Ya.
Recibió el sol, cruzó
la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado
Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
–Deme un pan con jamón
–pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina,
lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.
–Vale un sol veinte
–advirtió la muchacha.
–¡Un sol veinte!… –devolvió
el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió–: Dame un sol de galletas
entonces.
Tenía el paquete de
galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar
los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido
Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara
a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el
paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda.
Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque
ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ninguno otro. Llegó al sitio preciso y nada,
ni Pedro ni revista, ni quince soles, ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse?
Pero ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró
a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El
papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron,
hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince
soles, y la revista?
“Bueno, no era necesario
asustarse”, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Eso
tenía que haber sucedido obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había
ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador
a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro
no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso de ser así. ¿Entonces?…
–Señor, ¿tiene hora?
–le preguntó a un joven que pasaba.
–Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista,
hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo,
terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran
ocho ni nueve. ¡Eran diez años!
–¿Tiene hora, señorita?
–Sí –sonrió y dijo con
una voz linda–: Las seis y diez –y se alejó, presurosa.
¿Y Pedro, y los quince
soles, y la revista?… ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de
cabezas estaban?… Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de
esperar y seguir esperando…
–¿Tiene hora, señor?
–Un cuarto para las
siete.
–Gracias.
¿Entonces?… Entonces,
¿ya Pedro no iba a regresar?… ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban
a regresar entonces?… Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros
luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel
de la bestia. Y la gente caminaba más aprisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más
rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más… Y Esteban permanecía
inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas
en el bolsillo de Pedro… Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo
había engañado?… ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O no
sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… Y ¿acaso
no era Pedro parte integrante de la bestia?…
Sí y no. Pero ya nada
importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar
el tranvía.