martes, 31 de mayo de 2022

El culturista

Slawomir Mrozek

 

Me enamoré. Pero no tuve valor para declararme, porque soy enclenque y les parezco poco atractivo a las mujeres. Por eso decidí desarrollar primero mi cuerpo y luego declararme.

Trabajamos el cuerpo haciendo ejercicios que consisten en levantar pesas. Sujetamos la pesa con el pulgar y el índice, la levantamos y, mediante una contracción del bíceps, la elevamos hasta la altura de la laringe. La última fase del ejercicio consiste en inclinar el cuerpo hacia atrás, lo cual aumenta la elasticidad de la columna vertebral, concretamente de las vértebras cervicales. Si el ejercicio se realiza correctamente, debe oírse un leve gorgoteo.

Unos cuantos ejercicios como estos bastan para que la sangre circule más deprisa por las venas y los ojos brillen.

Cuando todavía era novato, empecé con pesas de cincuenta gramos. En poco tiempo, mis bíceps aumentaron de volumen y me pasé a las pesas de cien. Al mirarme en el espejo, noté también cambios beneficiosos en la nariz, que había crecido y adquirido un saludable color rosado. Trabajé mi cuerpo con perseverancia, aunque de vez en cuando acusaba el cansancio, en particular la mañana siguiente de la sesión de gimnasia.

Finalmente llegó el día en que podía declarármele sin complejos a mi amada. Primero ensayé mucho con un colega del club y, al rayar el alba, fui a casa de la chica. Me desnudé delante de la puerta, tensé los músculos y llamé al timbre.

¡Quién es el guapo que comprende a las mujeres! Se negó a recibirme. Tal vez me equivoqué de puerta.

 

El Cristo amonestado

Jules Renard

 

Al pasar junto a la cruz situada en las afueras del pueblo al que parece proteger de alguna sorpresa desagradable, Tiennette, la loca, vio que el Cristo se había caído.

Durante la noche el viento lo había desclavado y arrojado al suelo, sin duda.

Tiennette se santigua y levanta el Cristo con todas las precauciones, como si se tratara de una persona aún viva.

No puede volver a colocarlo en la cruz que está demasiado alta; pero tampoco puede dejarlo solo, al borde de la carretera.

Además, se ha estropeado al caer y le faltan varios dedos.

–Voy a llevar el Cristo al carpintero para que lo repare –se dice.

Lo agarra piadosamente por la cintura y se lo lleva, sin correr. Pero es tan pesado que se desliza entre sus brazos y, con frecuencia, se ve obligada a subirlo con una violenta sacudida.

Y cada vez, les clavos que antes sujetaban los pies del Cristo agarran la falda de Tiennette, la levantan un poco y dejan ver sus piernas.

–¡Quiere estarse quieto, Señor! –le dice.

Y con toda sencillez, Tiennette da unos suaves cachetes en las mejillas del Cristo, con delicadeza, con respeto.

 

lunes, 30 de mayo de 2022

El niño de Junto al Cielo

Enrique Congrains Martín

 

Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar… Pero ¿no sería más bien que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.

¿Por qué, por qué él?

Su madre se había encogido de hombros al pedirle él autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.

Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados.

Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete del bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él –se preguntaba– o era él el que había ido hacia el billete?

Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó el famoso mercado, el mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?… La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas.

¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia…

Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el mercado mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes –algunas como él, otras no como él– y el billete anaranjado, quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.

Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.

 

Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.

¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete.

–¡Hola, hombre!

–Hola… –respondió Esteban, susurrando casi.

El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.

–¿Eres de por acá? –le preguntó a Esteban.

–Sí, este… –se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba de viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.

–¿De dónde, ah? –se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos, inquietos, le recorrían de arriba abajo–. ¿De dónde, ah? –volvió a preguntar.

–De allá, del cerro –y Esteban señaló en la dirección en que había venido.

–¿San Cosme?

Esteban meneó la cabeza negativamente.

–¿Del Agustino?

–¡Sí, de ahí! –exclamó sonriendo. Ése era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que había lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas… ¡Lima!… Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. “¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima!… ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.

–Yo no tengo casa… –dijo el chico, después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó–: ¡Caray, no tengo!

–¿Dónde vives, entonces? –se animó a inquirir Esteban.

El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:

–En el mercado; cuido la fruta, duermo a ratos… –amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó–: ¿Cómo te llamas tú?

–Esteban…

–Yo me llamo Pedro –tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano–. Te juego, ¿ya, Esteban?

Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres juntos a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿Adónde ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo.

Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.

–¡Mira lo que me encontré! –lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.

–¡Caray! –exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle–. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?

–Junto a la pista, cerca del cerro –explicó Esteban.

Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:

–¿Qué piensas hacer, Esteban?

–No sé, guardarlo, seguro… –y sonrió tímidamente.

–¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!

–¿Cómo?

Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto –los negocios– o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió.

–¿Qué clase de negocios, ah?

–¡Cualquier clase, hombre! –pateó una cáscara de naranja, que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplastó contra el pavimento–. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.

–¿Una libra más? –preguntó Esteban, asombrándose.

–¡Pero, claro; claro que sí!… –volvió a examinar a Esteban y le preguntó–: ¿Tú eres de Lima?

Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día.

–No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…

–¡Ah! –exclamó Pedro, observándolo fugazmente–. ¿De Tarma, no?

–Sí, de Tarma…

Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: “¿Iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos; en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío?” Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿Adónde, Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. “Debe ser algún barrio nuevo”, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes, pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro.

Habían subido, y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo –o tan abajo quizá–, que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.

–Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? –Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.

–¿Yo?… –titubeando, preguntó–: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana?

–¡Claro que sí, por supuesto! –afirmó resueltamente.

La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.

–¿Qué clase de negocios se puede, ah? –preguntó Esteban.

Pedro se sonrió y explicó:

–Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes… –hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose–: Mira, compramos diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra.

–¿Quince soles?

–¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mi! ¿Qué te parece, ah?

Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas cosas.

 

Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas.

–Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido… ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!…

–¿Queda muy lejos el sitio? –preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta hace unos días había sido habitual para él.

–No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.

–¿Cuánto cuesta el tranvía?

–¡Nada, hombre! –y se rio de buena gana–. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.

Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.

–¿Adónde va toda esa gente en auto?

Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.

–¡Corre! –le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.

Una vez arriba, se miraron sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar allí siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia.

 

Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.

–Vamos, ¿qué esperas?

–¿Aquí es?

–Claro, baja.

Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y la veía marchar –sabe Dios dónde– con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma?

–Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.

–Bueno –asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante.

–¿Tú tampoco tienes papá? –le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.

–No, no tengo… –y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó–: ¿Y tú?

–Tampoco, ni papá ni mamá –Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente–: ¿Y al que le dices “tío”?

–Ah… él vive con mi mamá; ha venido a Lima de chofer… –calló, pero en seguida dijo–: Mi papá murió cuando yo era chico…

–¡Ah, caray!… ¿Y tu “tío”, qué tal te trata?

–Bien; no se mete conmigo para nada.

–¡Ah!

Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.

–Ven, entra –le ordenó Pedro.

Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos; dos mujeres y un hombre seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.

–Paga.

Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.

–Paga –repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.

–¿Es justo una libra?

–Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.

Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.

–Vamos –dijo, jalándolo.

 

Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circundan el jardín. “Revistas, revistas, revistas, señor; revistas, señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.

–¿Qué te parece, ah? –preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.

–Está bueno, está bueno… –y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.

–Revistas, revistas; ¿no quiere un chiste, señor?

El hombre se detuvo y examinó las carátulas.

–¿Cuánto?

–Un sol cincuenta, no más…

La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.

–Cóbrese.

Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar; meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida. Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto!”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente. “¿Adónde van, que se apuran tanto?”, pensaba Esteban.

Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes…” Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.

–¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!… –prorrumpió luego.

–¿No has almorzado?

–No, no he almorzado… –observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió–: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho?

–Bueno –aceptó Esteban inmediatamente.

Pedro sacó un sol del bolsillo y explicó:

–Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?

–Sí, ya sé.

–¿Ves ese cine? –preguntó Pedro, señalando a uno que quedaba en esquina. Esteban asintió–. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya Esteban?

–Ya.

Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.

–Deme un pan con jamón –pidió a la muchacha que atendía.

Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.

–Vale un sol veinte –advirtió la muchacha.

–¡Un sol veinte!… –devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió–: Dame un sol de galletas entonces.

Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?

Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ninguno otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro ni revista, ni quince soles, ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?

“Bueno, no era necesario asustarse”, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que haber sucedido obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso de ser así. ¿Entonces?…

–Señor, ¿tiene hora? –le preguntó a un joven que pasaba.

–Sí, las cinco en punto.

Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ocho ni nueve. ¡Eran diez años!

–¿Tiene hora, señorita?

–Sí –sonrió y dijo con una voz linda–: Las seis y diez –y se alejó, presurosa.

¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?… ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?… Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando…

–¿Tiene hora, señor?

–Un cuarto para las siete.

–Gracias.

¿Entonces?… Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?… ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces?… Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba más aprisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más… Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro… Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.

Entonces, ¿Pedro lo había engañado?… ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?… ¿O no sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?… Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?…

Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.

 

Licantropía

Enrique Anderson Imbert

 

Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al banquero que vive en el departamento contiguo al mío.

Me sonrió (“¡qué dientes!”, diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le sonreí, aunque si lo hice fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se reducía a saludarnos cuando por casualidad nos encontrábamos en la puerta del edificio o tomábamos juntos el ascensor. Yo no podía ignorar que él se dedicaba a los negocios porque una vez, después de felicitarme por el cuento fantástico que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome una tarjeta:

Rómulo Genovesi, doctor en ciencias económicas

y me ofreció sus servicios en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.

–Usted –me dijo– vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil…

En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos, Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas, bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el asiento.

Yo hubiera querido olvidar mi pobreza, pero la sola presencia de ese especulador me la recordaba. Me había dispuesto a descansar durante el resto del viaje y de golpe me veía obligado a ser cortés. Si en la jaula del ascensor yo respetaba el talento práctico de mi vecino, ahora, en el vagón de ferrocarril, temía que ese talento, justamente por adaptarse a la realidad ordinaria –realidad que rechazo cada vez que invento una historia– me resultara fastidioso. Mala suerte. El viaje horizontal en tren más largo que el viaje vertical en ascensor, iba a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito que Genovesi obtenía en sus operaciones económicas no se reflejaba en un rostro satisfecho, feliz. Al contrario, su aspecto era tétrico.

Teníamos la misma edad, pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más viejo que yo. ¿Más viejo? No, no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso. No sé explicarlo. Parecía ¡qué sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado, hubiera sobrevivido a varias vidas. Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin embargo, la suya era la flacura del gordo que ha perdido carnes. Más, más que eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera recurrido varias veces y de tanto engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes bajo la piel para luego sacarlas, su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía mantenía erguidas las orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo la demás se aflojaba y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos, las bolsas de las ojeras…

Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia, y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre me aburre.

¡Ni que hubiera adivinado mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la economía, y arrimó la conversación al tema mío: la literatura fantástica. Y del mismo modo que en el ascensor me había dado consejos para ganar dinero, ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para que yo escribiese sobre ellas “y me hiciera famoso…”

¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo, fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.

Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central, exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso “rigurosamente verídico” de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.

Desde luego que semejante truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni siquiera me asombré demasiado de que un doctor en ciencias económicas recontara en serio la atrocidad que le oyó a la cuñada del primo de la enfermera –después de todo la curación por acupuntura, hipnosis y parapsicología, aunque no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos– pero sí me asombré bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi dejó atrás a curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de brujos, chamanes, nigromantes y espiritistas.

Por rara coincidencia, a medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la obscuridad del anochecer iba borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía cuando, en otra expansión de su fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y de la astrología a la metempsicosis. No paró allí. En las siguientes espiras de su monólogo Genovesi se alejó hacia lo que está oculto en el más allá.

Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y la levitación, el tabú y el vudú…

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana “la razón es antivital”, tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase orteguiana: “El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a bestializarse”.

Gracias a que todavía no habían encendido las luces del vagón, la noche del campo, una noche sin Luna y sin estrellas, penetró por las ventanillas y reinó adentro tanto como afuera. De no ser por la voz, yo no habría estado seguro de que ese bulto enfrente de mí seguía siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó a aquella ciudad perdida en la pampa y faroles a los lados de las vías empezaron a perforar la obscuridad. Cada destello alumbraba a Genovesi por un instante. Mientras el discurso continuaba desenvolviendo la espiral de supersticiones, su rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía ya no era igual. Genovesi se transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde los costados del tren en marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos que la voz daba de una creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban como en el cine, y el filme era una pesadilla.

En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a contarme que hay hombres que se convierten en lobos.

–Bah, el cuentito del licántropo –le dije–. Lo contó Petronio en el Satiricón.

–No, no –y su voz salió de la tiniebla misma–. Déjese de licántropos griegos. En la provincia de Corrientes los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan en las noches sin Luna, como ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia. Créame. Matan…

Entonces sucedió algo espeluznante. Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de punta cuando al salir del túnel y entrar en la estación, los focos iluminaron de lleno la cara de Genovesi.

Espantado, noté que mientras repetía “créame, lo sé, el lobizón existe”, se metamorfoseaba. Y cuando terminó de metamorfosearse vi que allí, acurrucado en su cubil, el genio de las finanzas se había convertido en un grandísimo tonto.

 

Al buen callar…

Emilia Pardo Bazán

 

No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar “¡Quién te verá a los veinte!”, y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.

Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.

–Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma –advertía a su hijo el duque–. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe –solía añadir.

Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:

–Hijo Sancho, mira que lo que haces… La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás.

Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.

–Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho… Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.

–Antes pienso, padre –replicó el precoz don Sancho–, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta o reservada.

Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento:

–No, hijo –exclamó por fin–, no es así como tú supones… Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora sólo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.

Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.

–Yo sé el remedio –afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.

Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.

Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías, fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte): “A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi puñal te corto y te echo a los canes.”

Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin otra explicación plausible: “Al buen callar llaman Sancho.”

 

De las hermanas

Eliseo Diego

 

Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenían en la sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijésemos el esqueleto del tapiz. Y con sus pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando alguno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese. El señor Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza de café con ellas y les recetaba esta loción o la otra. “¿Qué hace mi vieja?”, preguntaba el doctísimo señor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba de pronto acercándose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. “Ay –contestaba una de las otras– qué ha de hacer, sino que le llegó la hora al pobre Obispo de Valencia”.

Porque las tres viejitas tenían la ilusión de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes reía gustosamente de tanta inocencia.

Pero un viernes las viejecitas lo atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que nunca, y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse. “No puedo”, suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó: “Tendrás que ser tú, Ana María”.

Y la mayor. mirando tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela y con las pulcras tijeras cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó enseguida al pecho, como un peso muerto.

Después dijeron que las viejecitas en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a otro pueblo antes que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.