domingo, 22 de mayo de 2022

La muerte

Enrique Anderson Imbert

 

La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.

–¿Me llevas? Hasta el pueblo no más –dijo la muchacha.

–Sube –dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.

–Muchas gracias –dijo la muchacha con un gracioso mohín– pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!

–No, no tengo miedo.

–¿Y si levantaras a alguien que te atraca?

–No tengo miedo.

–¿Y si te matan?

–No tengo miedo.

–¿No? Permíteme presentarme –dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa–. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente.

En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.

 

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