Manuel Rojas
Afirmado
en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en
la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias
partes. Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones
apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó
después caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos,
distraído o pensando.
Cuando pasó frente al barco, el marinero
le gritó en inglés:
–I say; look here! (Oiga usted,
mire.)
El joven levantó la cabeza y, sin
detenerse, contestó en el mismo idioma:
–Hello! What? (¡Hola! ¿Qué?)
–Are you hungry? (¿Tiene usted
hambre?)
Hubo un silencio breve, durante el cual el
joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los demás, como
para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al marinero una sonrisa
triste:
–No. I am not hungry. Thank you, sailor.
(No. No tengo hambre. Muchas gracias, marinero.)
–Very well. (Muy bien.)
Sacóse la pipa de la boca el marinero,
escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado. El joven,
avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de caridad, pareció
apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.
Un instante después, un magnífico
vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga
barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin llamarlo
previamente, le gritó:
–Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta, cuando
el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en
sus manos, contestó apresuradamente:
–Yes, sir. I am very much hungry!
(Sí, señor, yo tengo harta hambre.)
Sonrió el marinero. El paquete voló en el
aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las
gracias y abriendo el envoltorio calientito aún, sentóse en el suelo,
restregándose las manos alegremente, al contemplar su contenido. Un atorrante
de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el
suficiente como para pedir de comer a uno que hable ese idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado
a corta distancia de allí, presenció la escena.
Él tenía hambre. Hacía tres días justos
que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza que por orgullo,
se resistía a pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de
comida, esperando de la generosidad de los marineros algún paquete que
contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría
hacerlo nunca. Y cuando, como en el caso reciente, alguno le ofrecía sus
sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa le aumentara su
hambre.
Seis días hacía que vagaba por las
callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés
procedente de Punta Arenas, puerto en que había desertado de un vapor en que
servía como muchacho de un capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus
ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó
hacia el Norte embarcóse ocultamente.
Lo descubrieron al día siguiente de zarpar
y enviáronlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el
vapor lo desembarcaron, y allí quedó, como un fardo sin dirección ni
destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber
trabajar en oficio alguno.
Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer,
pero después… La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas
llenas de tabernas y posadas pobres, no le atraía: parecía un lugar de
esclavitud, sin aire, oscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas
altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un tráfago
angustioso.
Estaba poseído por la obsesión terrible
del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una
delgada varilla. Aunque era muy joven, había hecho ya varios viajes por las
costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos trabajos
y faenas, faenas y trabajos que en tierra no tenían casi aplicación.
Después que se fue el vapor, anduvo y
anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras tornaba
a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía poco
movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.
Ambulaban por allí infinidad de vagabundos
de profesión; marineros sin contrata como él, desertados de un vapor o prófugos
de algún delito; atorrantes abandonados al ocio, que se mantenían de no se sabe
qué, mendigando o robando, pasando los días como las cuentas de un rosario
mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o no esperando
nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de
aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar vivo.
Al
día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir
a cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor
que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de hombres
marchaba dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde los vagones,
atravesando una planchada, hasta la escotilla de las bodegas, donde los
estibadores recibían la carga.
Estuvo un rato mirando hasta que atrevióse
a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte
de la larga fila de cargadores.
Durante el primer tiempo de la jornada
trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos,
vacilando en la planchada, cuando marchaba con la carga al hombro, viendo a sus
pies la abertura vertiginosa formada por el costado del vapor y el murallón del
muelle, en el fondo del cual el mar, manchado de aceite y cubierto de
desperdicios, glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve
descanso, y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros
comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando
su hambre.
Terminó la jornada completamente agotado,
cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los trabajadores se
retiraban, se sentó en unas bolsas, acechando al capataz, y cuando se hubo
marchado el último, acercóse a él confuso y titubeante, aunque sin contarle lo
que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible
conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.
Contestóle el capataz que la costumbre era
pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el día
siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro lado, no
adelantaban un centavo.
–Pero –le dijo–, si usted necesita, yo
podría prestarle unos cuarenta centavos… No tengo más.
Le agradeció el ofrecimiento con una
sonrisa angustiosa y se fue.
Le acometió entonces una desesperación
aguda. ¡Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un
latigazo pesado y ancho; veía todo a través de una niebla azul y al andar
vacilaba como un borracho. Sin embargo, no habría podido quejarse ni gritar,
pues su sufrimiento no era oscuro ni fatigante; no era dolor, sino angustia
sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso.
Sintió de pronto como una quemadura en la
entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente
como una barra de hierro, y creyó que iba a caer. En ese instante, como si una
ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde
ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba
apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga… Después, poco a
poco, cesó el desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se
enfriaba suavemente. Por fin se irguió, respirando profundamente. Una hora más
y caería sin sentido al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo
mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin pagar,
dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo mandaran preso, a
todo, lo importante era comer, comer comer. Cien veces repitió mentalmente esta
palabra: comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido, dejándole
una impresión de vacío caliente en la cabeza.
No pensaba huir; le diría al dueño: “Señor, tenía
hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar… Haga
lo que quiera.”
Llegó
hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería.
Era un negocio muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubierta de mármol. Detrás
de un mostrador estaba de pie una señora rubia, con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco transitada.
Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero
continuamente se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.
En la lechería no había sino un cliente. Era
un vejete de anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de un periódico,
leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre la mesita había un
vaso de leche a medio consumir.
Esperó que se retirara, paseando por la
acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la quemadura de
antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y paróse a un lado
de la puerta, desde donde lanzaba al viejo unas miradas que parecían pedradas.
¡Qué diablos leería con tanta atención! Llegó
a imaginarse que era un enemigo suyo, el cual, sabiendo sus intenciones, se
hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte
que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara que no tenía
derecho a permanecer uno sentado y leyendo por un gasto tan reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o
por lo menos la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche que contenía
el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigióse a la puerta. Salió; era un
vejete corcovado, con trazas de carpintero o barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmóse los
anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se fue, caminando
despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un momento
estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde sentarse; por fin eligió
una mesa y dirigióse hacia ella; pero a mitad de camino se arrepintió,
retrocedió, tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la
cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de acento español,
le preguntó:
–¿Qué se va usted a servir?
Sin mirarla, le contestó:
–Un vaso de leche.
–¿Grande?
–Sí, grande.
–¿Sólo?
–¿Hay bizcochos?
–No; vainillas.
–Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se
restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a
beber algo caliente.
Volvió la señora y colocó ante él un gran
vaso de leche y un platillo lleno de vainillas, dirigiéndose después a su
puesto detrás del mostrador.
Su primer impulso fue el de beberse la
leche de un trago y comerse después las vainillas, pero en seguida se
arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad y
detención. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, ella conocería
su estado de ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.
Pausadamente tomó
una vainilla, humedeciéndola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y
sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su
situación desesperada surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su
corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a
gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni
deshacer aquel nudo ardiente que se estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistía
comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera
comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas, se le nublaron los ojos y
algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo
sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en las manos y durante
mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca
hubiese llorado.
Inclinado estaba y llorando, cuando sintió
que una mano le acariciaba la cansada cabeza y una voz de mujer, con un dulce
acento español, le decía:
–Llore, hijo, llore…
Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos
y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente,
sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso caliente
que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba, parecióle que su vida
y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando
la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto se limpió
con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la
señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y
su rostro estaba triste.
En la mesita, ante él, había un nuevo vaso
de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en
nada, como si nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre
fuera esa mujer que estaba detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el
negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado,
pensando en lo que diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele nada
oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
–Muchas gracias, señora; adiós…
–Adiós, hijo… –le contestó ella.
Salió. El viento que venía del mar refrescó
su cara, caliente aún por el llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando
después por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y
grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan generosamente
se había conducido con él, haciendo propósitos de pagarle y recompensarle de
una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud se
desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedó ninguno, y el
hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en
voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado
para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas interiores,
antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a
subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sentó sobre un montón de
bolsas.
Miró al mar. Las luces del muelle y las de
los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando
suavemente. Se tendió de espaldas, mirando al cielo largo rato. No tenía ganas
de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro
vuelto hacia el mar.
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