Arkadi y Boris Strugatski
El inspector dejó la agenda a un lado
y dijo:
–Es un asunto complicado,
camarada Leman. Un asunto muy extraño.
–No lo creo así –dijo
el director del instituto.
–¿No?
–No. Para mí todo está
claro.
El director hablaba
con sequedad, observando atentamente la plaza vacía, cubierta de asfalto e inundada
de un sol que se extendía hasta la ventana. Sentía ya desde hacía mucho tiempo un
dolor en el cuello. En la plaza no sucedía nada interesante, pero seguía obstinadamente
sentado hacia ella. Expresaba así su desaprobación. El director era joven y muy
susceptible. Comprendía perfectamente a qué se refería el inspector, pero opinaba
que éste no tenía derecho a inmiscuirse en aquel asunto. La tranquila insistencia
del inspector lo irritaba.
–Va hasta el fondo –se
dijo con rabia–. Todo está claro como la luz del sol, pero él pretende llegar hasta
el fondo…
–Pues para mí no todo
está claro –insistió el inspector.
El director se encogió
de hombros, echó una ojeada al reloj y se puso de pie.
–Perdóneme, camarada
Ribnikov –dijo–. Dentro de cinco minutos tengo una clase. Si no me necesita…
–Haga lo que guste,
camarada Leman. Una última cosa, desearía hablar con ese… “ayudante personal”… ¿Gorcinski,
se llama?
–Gorcinski. Aún no ha
regresado. Pero en cuanto vuelva se lo enviaré.
El director hizo una
inclinación de cabeza y salió. El inspector lo siguió con la mirada, entrecerrando
los ojos.
–Eres un poco remolón,
amigo –se dijo–. No importa. Ya llegará tu turno.
Pero el turno del director
aún no había llegado. Antes había que aclarar el asunto principal. Efectivamente,
al primer golpe de vista todo parecía claro. El inspector Ribnikov del Servicio
para la Protección del Trabajo, podía empezar ya su “informe sobre el asunto Andrés
Komlin, director del laboratorio de física del Instituto Central del Cerebro”. Andrés
Andreevic Komlin ha realizado experimentos peligrosos en su propia persona y lleva
cuatro días en el hospital, en un estado intermedio entre el sueño y el delirio,
con la cabeza redonda y cerdosa inclinada hacia atrás y cubierta por extraños anillos
blancos. No puede hablar, los médicos inyectan en su organismo sustancias reconstituyentes
y, durante sus consultas, resuenan frecuentemente palabras siniestras: agotamiento
nervioso agudo, lesión en los centros de la memoria, lesión en los centros orales
y auditivos…
Según el inspector,
el asunto Komlin había dejado de ser interesante para el Servicio de Protección
del Trabajo. Estaba comprobado que un fallo en la preparación, la falta de cuidado
y, por último, la incompetencia del personal, fueron irrelevantes. Estaba comprobado
que tampoco se infringieron las normas de seguridad, por lo menos en su sentido
habitual. Estaba comprobado, en fin, que Komlin realizaba los experimentos sobre
su persona con el mayor secreto, y que nadie en el instituto lo sabía. Ni siquiera
Alejandro Gorcinski, “ayudante personal de Komlin”, aunque algunos asistentes del
laboratorio tuviesen una opinión distinta.
El inspector tenía otros
intereses, porque no era únicamente inspector. Su olfato de viejo científico le
insinuaba que detrás de las informaciones fragmentarias sobre el trabajo de Komlin,
detrás de la extraña desgracia que éste había padecido, se ocultaba la historia
de algún descubrimiento asombroso. Al barajar en su memoria las informaciones proporcionadas
por los asistentes del laboratorio, el inspector se convencía cada vez más.
Tres meses antes de
que ocurriese la desgracia, el laboratorio había recibido un nuevo aparato. Se trataba
de un generador neutrínico, es decir, una instalación para la formación y encendido
de haces de neutrinos. Fue justamente con la llegada de dicho generador al laboratorio
de física cuando se inició una serie de incidentes que, desdeñados por las personas
directamente complicadas, terminaron por provocar una gran desgracia.
En aquella época, Komlin
aplazó con visible satisfacción todos los trabajos no terminados, confiándolos con
una excusa a su sustituto, se encerró en la habitación donde había sido instalado
el generador neutrínico y empezó, según propia declaración, los trabajos preparatorios
para una serie de experimentos preliminares. Esto requirió algunos días. Luego,
inesperadamente, Komlin abandonó su celda, hizo, como de costumbre, una visita general
al laboratorio, con tres lavados de cerebro públicos a sus colaboradores, firmó
algunas cartas y encargó a su sustituto que se ocupara del informe mensual. Al día
siguiente se encerró de nuevo con el generador esta vez en compañía de su ayudante
Alejandro Gorcinski.
Su labor no fue conocida
hasta más tarde, o sea dos días antes de la desgracia, cuando Komlin y Gorcinski
presentaron un extraordinario informe, “que sacudió las bases de la medicina”, sobre
la agopunción neutrínica. Pero durante aquellos tres meses de trabajo, Komlin atrajo
en tres ocasiones la atención de sus colaboradores.
La primera vez, un buen
día, Andrés Andreevic apareció en el laboratorio con la cabeza afeitada y cubierta
por una papelina negra. Este hecho, por sí mismo, no hubiese llamado la atención
si, una hora después, Gorcinski no hubiese saltado del “neutrínico”, pálido y desencajado,
para precipitarse –volcando los armarios– hacia el botiquín del laboratorio. Sacando
rápidamente algunas cajas de curas de urgencia, volvió con la misma celeridad al
“neutrínico”, cerrando la puerta tras él. En aquel momento, uno de los colaboradores
tuvo tiempo de ver a Andrés Andreevic de pie ante la ventana con el cráneo desnudo
y brillante, sujetándose el brazo izquierdo con la mano derecha. Su mano izquierda
estaba manchada de algo oscuro, probablemente sangre. Aquella tarde, Komlin y Gorcinski,
salieron en silencio del “neutrínico” y, sin mirar a nadie, abandonaran el laboratorio.
Ambos parecían pálidos y la mano izquierda de Komlin estaba envuelta en una venda
sucia.
Pero esto no fue todo.
Un mes después de este incidente, el colaborador científico adjunto Vedeneev encontró
a Komlin una tarde en un paseo solitario del Parque Azul.
El director del laboratorio
estaba sentado en un banco con un grueso volumen sobre las rodillas, murmurando
algo en voz baja con la mirada fija ante él. Vedeneev lo saludó y se dispuso a sentarse
a su lado. Komlin detuvo al punto sus murmullos, y se volvió hacia él, alargando
el cuello de modo extraño. Sus ojos estaban “como enmohecidos” y Vedeneev sintió
un urgente deseo de marcharse. Pero no le pareció correcto y preguntó:
–¿Está leyendo, Andrés
Andreevic?
–Leo Las curvas del
río de Sci Nai-anj –contestó Komlin–. Muy interesante. Mire, por ejemplo…
Dada su juventud, Vedeneev
desconocía los clásicos chinos y se sintió aún más incómodo. Komlin cerró el libro
de improviso, lo puso en las manos de Vedeneev y le rogó que lo abriese al azar.
Un poco embarazado, Vedeneev obedeció. Tras lanzar una rápida mirada –una sola vez,
y de pasada–, Komlin asintió con la cabeza y dijo:
–Siga el texto.
Y entonces con su acostumbrada
voz clara y sonora empezó a contar como un tal Khu Jan-gio, levantando látigos de
acero, se precipitó contra cierto Khe Dgen y Se Bao, y como un tal Van In, llamado
Tigre de las Garras Cortas y su consorte Verde… Sólo entonces descubrió
Vedeneev que Komlin leía la página de memoria. El director del laboratorio no se
saltó ninguna línea, no confundió el menor nombre, repitiendo el texto palabra por
palabra, letra por letra. Al terminar, preguntó:
–¿He cometido errores?
Vedeneev, estupefacto,
sólo pudo negar con la cabeza. Komlin soltó una carcajada, cogió el libro y se marchó.
Vedeneev no sabía qué pensar. Contó el caso a algunos de sus colegas y éstos le
aconsejaron que pidiese una explicación al propio Komlin. Pero Komlin acogió con
un asombro tan sincero la alusión de Vedeneev a su encuentro, que éste último se
confundió y cambió de tema.
Pero lo más extraño
tuvo lugar precisamente unas horas antes de la desgracia.
Aquella tarde, Komlin,
alegre, ocurrente y simpático como nunca, hacía juegos de manos. Los espectadores
eran cuatro: Alejandro Gorcinski, con su larga barba, enamorado como una muchachita
de su maestro, y tres jóvenes adjuntas del laboratorio, Lena, Dussia y Katia. Las
muchachas se habían quedado para completar la preparación del trabajo del día siguiente.
Los juegos eran divertidos.
Komlin propuso hipnotizar
a alguien, pero todos se negaron, y Andrés Andreevic contó entonces un chiste sobre
un hipnotizador y un cirujano. Después de lo cual dijo:
–Lenochka, ahora adivinaré
lo que vas a esconder en el cajoncito de la mesa.
Adivinó dos cosas de
las tres, pero Dussia afirmó que él había mirado a escondidas. Al protestar Komlin,
las muchachas empezaron a burlarse de él. Entonces declaró que podía apagar una
llama con la mirada. Dussia cogió una caja de cerillos, corrió a una esquina de
la habitación y encendió uno. Un segundo después, éste se apagó. Todos quedaron
asombrados mirando a Komlin, que se hallaba de pie con las manos cruzadas sobre
el pecho y con las cejas fruncidas en la actitud de un ilusionista profesional.
–¡Vaya pulmones! –exclamó
Dussia con respeto. Entre ella y Komlin no había menos de diez pasos. Entonces éste
propuso que lo amordazaran con un pañuelo. Cuando ya estuvo hecho, Dussia encendió
de nuevo un cerillo, el cual de nuevo se apagó.
–¿Es posible que pueda
soplar tan fuerte con la nariz? –se asombró Dussia, mientras Komlin, arrancándose
el pañuelo de la boca, se echaba a reír. Abrazando a Dussia, dio con ella algunos
pasos de vals.
Luego hizo otros dos
trucos: dejaba caer un cerillo, el cual, en vez de caer en línea recta se desviaba
hacia un lado, alejándose de la vertical hacia la derecha con un ángulo bastante
grande.
–Vuelva a soplar… –pidió,
dudosa, Dussia.
Komlin apoyó sobre la
mesa una pequeña espiral de wolframio que, con vibraciones grotescas, empezó a arrastrarse
lentamente sobre el cristal hasta caer al suelo. Como es lógico, todos quedaron
muy maravillados y Gorcinski empezó a insistir para que Komlin explicase cómo conseguía
hacerlo. Pero el director se puso serio de pronto y propuso hacer mentalmente la
multiplicación de algunos números compuestos de muchas cifras.
–Seiscientos cincuenta
y cuatro por doscientos treinta y uno y por dieciséis –dijo tímidamente Katia.
–Escriba –ordenó Komlin
con voz extraña y tensa. Empezó a dictar:
–Cuatro, ocho, uno…
–y en aquel momento su voz se hizo un murmullo y terminó ahogadamente– …siete… uno…
cuatro… dos… de derecha a izquierda.
Se volvió y las muchachas
se impresionaron al verle repentinamente abatido, encogido, como si hubiese disminuido
de estatura. Arrastrando los pies, se retiró al “neutrínico” y se encerró con llave,
Gorcinski miró preocupado a la puerta durante algún tiempo y luego declaró que el
cálculo de Andrés Andreevic era exacto: leyendo los números de derecha a izquierda,
se obtenía el producto de la multiplicación, dos millones cuatrocientos diecisiete
mil ciento ochenta y cuatro.
Las muchachas trabajaron
hasta las diez, y Gorcinski se quedó con ellas para ayudarlas, aunque sin gran provecho.
Komlin no había vuelto a salir del “neutrínico”. A las diez se marcharon a casa,
tras haberle dado las buenas noches a través de la puerta cerrada. La mañana siguiente,
Komlin fue trasladado al hospital.
El resultado del trabajo
trimestral de Komlin era la agopunción neutrínica. Es decir, un método de cura basado
en el tratamiento radiactivo del cerebro con haces de neutrinos. Este nuevo método
era ya de por sí extremadamente interesante, pero ¿qué relación tenía con la mano
herida de Komlin? ¿Y su extraordinaria memoria? ¿Y los trucos con los cerillos,
las pequeñas espirales y la multiplicación mental?
–Lo ocultaba, lo ocultaba
a todos –murmuró el inspector–. ¿No estaba seguro o temía exponer a sus compañeros
un peligro? Es un asunto complicado, muy extraño…
Encendió el videófono.
En la pantalla apareció el rostro de la secretaria.
–Perdóneme, camarada
Ribnikov –dijo la secretaria–. El camarada Gorcinski está aquí y espera su llamada.
–Que entre –indicó el
inspector.
En el umbral apareció
una figura enorme con camisa a cuadros arremangada. Sobre los hombros potentes se
levantaba un cuello robusto coronado por una cabeza cubierta de espesos cabellos
negros, a través de los cuales se adivinaba ya una incipiente calvicie. El personaje
entró en el estudio de espaldas. Antes de que el inspector tuviese tiempo de asombrarse,
el dueño de la camisa a cuadros rogó:
–Por favor, Josif Pietrovic
–e hizo pasar a Leman.
Luego entró en el estudio,
cerró cuidadosamente la puerta, se volvió sin prisa e hizo una breve inclinación.
La cara del profesor de la camisa a cuadros y extraño proceder estaba adornada con
un bigote corto, pero muy espeso y aparecía algo tétrica. Se trataba de Alejandro
Gorcinski, “ayudante personal” de Komlin.
El director se sentó
en una butaca y miró hacia la ventana. Gorcinski se detuvo frente al inspector.
–Usted es… –empezó el
inspector.
–Gracias –murmuró el
ayudante de Komlin y se sentó, apoyando las palmas de las manos sobre sus rodillas
y mirando al inspector con ojillos grises y mal intencionados.
–…¿Gorcinski? –preguntó
el inspector.
–Gorcinski, Alejandro
Borisovic.
–Mucho gusto. Ribnikov,
inspector del SPL.
–Mu-chí-si-mo gus-to
–contestó Gorcinski, arrastrando las sílabas.
–¿Ayudante personal
de Komlin?
–Ignoro a qué se refiere.
Soy asistente en el laboratorio físico del Instituto Central del Cerebro.
El inspector miró a
Leman por el rabillo del ojo. Le pareció que en las esquinas de sus ojos brillaba
una sonrisa maligna.
–De acuerdo –dijo Ribnikov–.
¿En qué ha trabajado usted los últimos tres meses?
–En problemas de agopunción
neutrínica.
–¿No podría ser más
explícito?
–Hay un informe –cortó
Gorcinski de modo perentorio–. En él consta todo.
–A pesar de ello quisiera
rogarle que me diese más detalles –rogó el inspector con gran calma.
Durante unos segundos
se miraron fijamente, mientras el rostro del inspector empezaba a ponerse cada vez
más morado, y Gorcinski movió el bigote. Por fin el ayudante cerró lentamente los
ojos.
–Con mucho gusto –rugió–.
Seré más explícito. Se estudiaba el efecto de los haces neutrínicos encendidos sobre
las sustancias blanca y gris del cerebro, así como sobre el organismo interior de
los animales…
Gorcinski hablaba con
voz monótona, sin expresión. Parecía bambolearse en su asiento.
–Paralelamente se constataban
los cambios patológicos y otras imitaciones en el interior del organismo, se realizaban
mediciones de la corriente activa, de la disminución diferencial y de las curvas
de labialización en los distintos tejidos, determinándose también las cantidades
relativas de neuroglobulina y de neurostromina…
El inspector se recostó
en el respaldo de su butaca, conteniendo su rabia. Leman seguía, como antes, mirando
hacia la ventana mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
–¿Quiere decirme, camarada
Gorcinski, qué le pasa a sus manos? –preguntó el inspector inesperadamente. Odiaba
la defensa y le complacía atacar.
Gorcinski miró sus manos,
apoyadas en los brazos de la butaca, arañadas y cubiertas de cicatrices azules casi
sin cicatrizar e hizo un movimiento como si hubiese querido metérselas en el bolsillo.
Pero, en vez de eso, apretó lentamente los monstruosos puños.
–El mono me ha arañado
–dijo entre dientes–. En el vivero.
–¿Ha experimentado sólo
con animales?
–Sí, sólo con animales
–asintió Gorcinski, subrayando las palabras.
–¿Qué le ocurrió a Komlin
hace dos meses? –el inspector continuaba su ataque.
Gorcinski se encogió
de hombros.
–No me acuerdo.
–Se lo puedo recordar.
Komlin se había cortado en la mano. ¿Cómo sucedió?
–Se cortó, nada más
–contestó Gorcinski con malos modos.
–Alejandro Borisovic
–le regañó el director.
–Pregúnteselo a él…
Los ojos claros y distantes
de Leman se semicerraron.
–Me sorprende usted,
Gorcinski –murmuró el inspector en voz baja–. Está convencido de que pretendo arrancarle
algo que pueda perjudicar a Komlin… o a usted, o a los demás compañeros. Pero todo
es más sencillo. No soy especialista del sistema nervioso central, estoy especializado
en radioóptica. Todo radica en eso. Además no tengo derecho a juzgar basándome en
mis impresiones. Y no he aceptado este trabajo para fantasear, sino para descifrar
la verdad de lo ocurrido. Sin embargo, me viene usted con un ataque de histerismo.
Debería avergonzarse…
Se hizo el silencio.
El director comprendió entonces en qué consistía la fuerza de aquel hombre calmoso
y obstinado. Indujo a Gorcinski a comprenderlo, porque finalmente dijo, sin mirar
a nadie:
–¿Qué quiere saber?
–¿Qué es la agopunción
neutrínica? –preguntó el inspector.
–Se trata de una idea
de Andrés Andreevic –explicó Gorcinski con voz cansada–. La radiación con haces
neutrínicos sobre algunas zonas de la corteza provoca la aparición… más bien un
fuerte aumento de la capacidad de resistencia del organismo a diversos tipos de
venenos químicos y biológicos. Los perros infectados o envenenados se restablecen
tras dos o tres punciones neutrínicas. Existe una cierta analogía con la agopunción,
esto es, con las curas hechas por medio de punciones realizadas con una aguja. Esto
justifica la denominación del método. La función de la aguja es asumida por el haz
de neutrinos. Por supuesto que la analogía es puramente exterior…
–¿Y el método? –prosiguió
el inspector.
–El cráneo del animal
es afeitado al rape, y sobre la piel desnuda se colocan unas ventosas neutrínicas…
Se trata de pequeños dispositivos para el encendido del haz de neutrinos. El fuego
se concentra sobre una zona determinada de la materia gris. Es una operación muy
complicada. Aunque resulta todavía más complicado hallar las zonas, los puntos de
la corteza que provocan la movilización de los fagocitos en la dirección deseada.
–Muy interesante –comentó
con gran serenidad el inspector–. ¿Y cuáles son las enfermedades que se podrían
curar de esta manera?
Gorcinski contestó tras
una pausa:
–Muchas. Andrés Andreevic
suponía que la agopunción neutrínica movilizaba algunas fuerzas del organismo desconocidas
para nosotros. No se trata de fagocitosis, ni de estimulación nerviosa, sino de
algo mucho más potente. Pero no tuvo tiempo… Decía que con las agopunciones neutrínicas
se podría curar cualquier enfermedad. Envenenamientos, afecciones cardiacas, tumores
malignos…
–¿Cáncer?
–Sí. Quemaduras… Tal
vez sería posible incluso restablecer los órganos perdidos. Andrés Andreevic decía
que las fuerzas estabilizadoras del organismo son enormes y que la clave de todo
reside en la corteza. Pero hace falta determinar en la corteza los puntos de aplicación
de las punciones.
–Agopunción neutrínica
–murmuró lentamente el inspector, como si saborease el sonido de cada sílaba. Luego
se recobró–. Muy bien, camarada Gorcinski. Le estoy muy agradecido.
Gorcinski sonrió maliciosamente.
–Y ahora, por favor,
dígame en qué circunstancias halló a Komlin. Si no me equivoco, fue usted quien
lo encontró…
–Sí, fui yo. Andrés
Andreevic estaba sentado… estaba arrellanado en la butaca delante de la mesa…
–¿En el “neutrínico”?
–Sí. Sobre el cráneo
tenía el dispositivo con las ventosas. El generador estaba en marcha. Me pareció
como si estuviese muerto. Llamé al médico. Eso es todo.
La voz de Gorcinski
experimentó un temblor. Era una revelación tan inesperada, que el inspector se detuvo
antes de hacer una nueva pregunta. Los dedos del director batían sobre la mesa,
mientras miraba por la ventana.
–¿Sabe qué experimento
hacía Komlin?
–No lo sé –contestó
con voz sorda el asistente–. No lo sé. Sobre la mesa, delante de Andrés Andreevic,
estaban la balanza del laboratorio y dos cajas de cerillos… Los cerillos de una
de ellas estaban esparcidos por la mesa…
–Espere –el inspector
miró hacia el director y luego se volvió de nuevo a Gorcinski–. ¿Cerillos? ¿Y qué
tienen que ver los cerillos?
–Cerillos –repitió Gorcinski–.
Estaban amontonados. Algunos estaban unidos de dos en dos, de tres en tres. Sobre
un plato de la balanza había tres. Y también una hojita de papel con números. Andrés
Andreevic había pesado los cerillos. Esto es seguro, lo he comprobado. Las cifras
coinciden.
–¡Cerillos! –Murmuró
el inspector–. ¿Qué hacía? Quisiera saberlo… ¿Tiene alguna idea sobre ello?
–No –contestó Gorcinski.
–También sus colaboradores
cuentan… –el inspector se frotó la barbilla, pensativo–. Aquellos trucos… con fuego,
con los cerillos… Parece como si Komlin estudiase otros asuntos aparte de la agopunción
neutrínica. ¿Pero cuáles?
Gorcinski callaba.
–Y había hecho esas
experiencias en sí mismo otras veces. La piel de su cráneo estaba enteramente cubierta
por las huellas de esas ventosas.
Gorcinski seguía callando.
–¿No había notado nunca
que Komlin era capaz de realizar rápidamente cálculos mentales? Antes de que hiciese
la demostración de sus trucos, por supuesto…
–No –dijo Gorcinski–.
Nunca advertí nada semejante. Ahora ya lo sabe todo… Sí, Andrés Andreevic había
ensayado los efectos de la aguja neutrínica en su propio cuerpo. Se pegó una cuchillada
en la mano… Quería comprobar personalmente si el rayo neutrínico curaba las heridas.
Entonces… no lo consiguió. Y a la vez realizaba otro trabajo que mantenía oculto
a todos, incluso a mí. Por lo tanto ignoro de qué investigación se trata. Sólo puedo
decir que estaba también relacionada con la radiación neutrínica. Eso es todo lo
que sé.
–¿Alguien, además de
usted, sabía eso? –preguntó el inspector.
–No. Nadie sabía nada.
–Está bien –terminó
el inspector–. Puede irse.
Gorcinski se levantó
y, sin alzar la vista, se dirigió hacia la salida.
El director seguía mirando
por la ventana. Sobre el patio se hallaba un helicóptero suspendido en el aire,
a baja altura. Su fuselaje plateado brillaba, oscilando levemente. El helicóptero
empezó a girar lentamente alrededor de su propio eje. Luego aterrizó. Se abrió la
portezuela y un piloto con mono gris saltó ágilmente sobre el asfalto y se dirigió
hacia el edificio del instituto, encendiendo, mientras caminaba, un cigarrillo.
El director reconoció el helicóptero del inspector.
–Había ido a repostar
–se dijo distraídamente.
El inspector preguntó:
–¿No podría la agopunción
neutrínica provocar lesiones síquicas?
–No –contestó Leman–.
Komlin asegura que no.
El inspector se echó
hacia atrás sobre el respaldo de la butaca y empezó a mirar el techo blanco y opaco.
El director observó en voz baja:
–Gorcinski ya no podrá
trabajar hoy. Se ha equivocado al tratarlo así…
–No –replicó el inspector–.
Nada de eso. Perdóneme, camarada Leman, pero usted me sorprende. Se ha fijado en
las cicatrices de sus manos… Un digno discípulo de Komlin…
–Esta gente ama su profesión
–dijo el director, Durante algunos instantes el inspector miró al director, mientras
se acariciaba las mejillas.
–La ama mal, a la antigua,
camarada Leman –dijo–. Y también ama mal a esta gente. Somos ricos. Les damos todos
los instrumentos necesarios, todos los animales de experimentación que hagan falta,
no importa la cantidad. Todo lo que tiene que hacer es trabajar, estudiar, experimentar…
¿Por qué malgasta los hombres con tanta ligereza? ¿Quién lo autorizó a disponer
así de la vida humana?
–Yo…
–¿Por qué no sigue las
directrices? ¿Cuándo terminará este escándalo?
–Este es el primer caso
en nuestro instituto –barbotó con rabia el director.
El inspector inclinó
la cabeza.
–En nuestro instituto…
¿Y en los otros institutos? ¿Y en las empresas? Komlin es el octavo caso en los
últimos seis meses. ¡Bárbaros! Se meten en los cohetes teledirigidos, en los batiscafos,
en los reactores en régimen crítico… –sonrió con desgana–. Buscan el camino más
corto que los lleve hacia la verdad, a la victoria sobre la naturaleza. Y ahora
Komlin, el octavo. ¿Le parece lícito todo esto, profesor Leman?
El director contestó
con obstinación:
–Es lícito mientras
sea inevitable. ¿Recuerda a los médicos que se inocularon el cólera, la peste?
–Detesto las analogías
históricas… ¡Acuérdese mejor de en qué época vivimos!
Se quedaron durante
un momento silenciosos. La tarde acababa y en los rincones alejados del estudio
crecían sombras grises y transparentes.
–A propósito –dijo Leman,
sin mirar a su interlocutor–, he dado orden de abrir la caja fuerte de Komlin. Me
han traído sus apuntes de trabajo. Creo que también le será útil examinarlos.
El inspector no ocultó
su satisfacción.
–A pesar de todo, no
tenga demasiadas esperanzas –añadió rápidamente el director–. Las agujas neutrínicas
han sido para todos como un relámpago en un cielo sereno. Nadie podía imaginarse
nada semejante. Komlin es un verdadero pionero, el primero en el mundo.
El director se marchó.
Los apuntes de Komlin
podrían ser una gran ayuda. El inspector así lo deseaba. Se imaginó a Komlin con
el aro de ventosas neutrínicas sobre su cráneo desnudo, mientras pesaba los cerillos
encolados. No, no se trataba de la agopunción. Debía ser algo completamente nuevo.
Parecía como si Komlin no creyese ni siquiera en sí mismo, por lo que quiso realizar
aquellas temibles experiencias a espaldas de sus colegas.
Una gran época la suya.
La cuarta generación se compone de hombres audaces, llenos de abnegación. Como siempre,
son incapaces de cuidarse y cada año se vuelven más temerarios y más dispuestos
al sacrificio. Son precisos esfuerzos enormes para obtener de este entusiasmo hirviente
el máximo provecho. No es amontonando los cadáveres de sus mejores elementos, sino
sirviéndose de máquinas potentes y de aparatos ultraprecisos, como la humanidad
conseguirá el dominio sobre la naturaleza. Y no porque los vivos puedan hacer mucho
más que los muertos, sino porque el hombre es el más precioso bien del mundo.
El inspector se levantó
pesadamente de la butaca y se encaminó con pasos lentos hacia la salida. Se movía
sin prisa. Llevaba la calma en la sangre; además le pesaba la edad y le dolía una
pierna.
–Duelen las viejas heridas
–murmuró bajo su bigote, mientras atravesaba la sala de espera del director ahora
vacía, cojeando visiblemente del pie derecho.
Al día siguiente, a primera hora de la
mañana, los médicos, incapaces de descubrir la causa de la enfermedad de Komlin,
advirtieron con alegría que el enfermo estaba recuperando la palabra. En aquel mismo
instante, Ribnikov y Leman se encontraban sentados ante el enorme escritorio del
estudio de éste último. Ante el director había un montón de cartas, anotaciones,
gráficos, los planos e incluso los diseños, que contenían los apuntes de trabajo
de Andrés Andreevic Komlin.
El director hablaba
con precipitación, a veces de forma inconexa, con los ojos enrojecidos por la noche
en vela fijos, más allá del inspector, hacia un punto indefinido, interrumpiéndose
algunas veces como maravillado ante sus propias palabras. Mientras lo escuchaba,
el inspector advertía que la sucesión de acontecimientos aislados y su relación
eran ahora cada vez más claras.
No era por casualidad
que Komlin empezó a ocuparse de las radiaciones sobre el cerebro con haces neutrínicos.
En primer lugar se trataba de un problema totalmente inexplicable. El método de
obtención de haces de neutrinos de una densidad “práctica” había sido determinado
muy poco antes. Al recibir un generador neutrínico, Komlin decidió experimentar
sin demora.
En segundo lugar, Komlin
esperaba mucho de sus experimentos. Las radiaciones de alta potencia (nucleones,
electrones, rayos gamma) provocan un desequilibrio en la estructura molecular y
nuclear de las proteínas del cerebro. Destruyen el cerebro. Sólo provocan en el
organismo transformaciones patológicas. La experiencia lo ha demostrado. Sin embargo,
el neutrino produce un efecto completamente distinto, al ser una minúscula partícula
neutra sin masa en reposo. Komlin sostenía que la acción del neutrino no podría
provocar procesos explosivos, ni cambios en la estructura molecular, sino una moderada
excitación, reforzar campos energéticos nuevos, desconocidos aún por la ciencia.
Se ha podido constatar que todas las suposiciones de Komlin tuvieron una brillante
confirmación.
–Sólo he comprendido
una pequeña parte de lo que hay en los apuntes –se interrumpió el director–, y además
algunas cosas realmente no las puedo creer. Y por eso sólo le referiré el contenido
principal y todo lo que podría aclarar la misteriosa historia de los juegos de manos.
Aunque resulta también bastante inverosímil.
Al iniciar los experimentos
con animales, Komlin obtuvo de inmediato una indicación que le sugirió la idea de
la agopunción neutrínica. El mono con el que realizaba sus experimentos, se había
herido en una pata. La herida se cicatrizó y curó con extraordinaria rapidez. Del
mismo modo, no tardaron en desaparecer de sus pulmones las manchas oscuras de la
tuberculosis, tan frecuente en los monos que viven en un clima templado.
El trabajo con la agopunción
se desarrollaba felizmente. Se suministró a algunos perros varios tipos de sustancias
tóxicas biológicas. La aguja neutrínica curó inmediatamente a los animales y la
cromatografía demostró que casi todo el veneno era eliminado ipso facto.
La aguja de Komlin (así denominó Gorcinski a este método) curaba la tisis de los
monos diez veces más deprisa que los más potentes antibióticos.
Hasta aquel momento
–Komlin aún no había elaborado un método de curación, sino que sólo buscaba la demostración
teórica de sus posibilidades– no existía ninguna necesidad de realizar experimentos
en el hombre. En su famoso informe, Komlin había formulado la hipótesis de la existencia
en el organismo humano y en el de los animales de fuerzas curativas escondidas,
aún desconocidas por la ciencia, pero que ya se habían manifestado con los experimentos
realizados con la agopunción neutrínica. Además, había concebido un detallado plan
para pasar las experiencias de los anímales al hombre cauto, previsión en la que
se tenían en cuenta los eventuales errores y se apuntaba un paso gradual de las
agopunciones neutrínicas más sencillas y evidentemente inocuas a otras más complejas.
Además había proyectado que participaran en los experimentos importantes colegas,
médicos, fisiólogos y psicólogos. Pero…
El inspector no se había
equivocado. Komlin no trabajaba sólo en la agopunción neutrínica. Los experimentos
con el generador neutrínico habían demostrado pronto que el extraordinario crecimiento
de las fuerzas curativas del organismo no era la única consecuencia de la irradiación
sobre el cerebro con haces de neutrinos. Los animales en tratamiento se comportaban
de un modo raro, aunque no todos y no siempre. Los que se habían curado tras una
rápida acción de la aguja neutrínica, no manifestaban ninguna anomalía en el propio
comportamiento. Sin embargo, los “favoritos”, es decir, aquellos que sufrían numerosas
y variadas experiencias, frecuentemente asombraban a los dos científicos. Y donde
el joven Gorcinski sólo veía bromas divertidas y fastidiosas de la naturaleza, la
intuición del gran científico adivinó un nuevo descubrimiento.
El perro Genjka
(nombre completo: Generador) dio muestras imprevistas de su inclinación hacia
ejercicios circenses, que nunca le habían sido enseñados por nadie: caminaba sobre
las patas posteriores, algunas veces hasta sobre las anteriores, y “saludaba”. Gorcinski
lo encontró un día en una postura rara. El animal estaba sentado sobre un taburete,
mirando un punto fijo; a intervalos regulares se levantaba y lanzaba un corto ladrido,
después de lo cual se volvía a sentar. No reconoció a Gorcinski y se puso a gruñir
cuando se le acercó.
Komlin quedó impresionado
a su vez por todo lo que sucedió con la babuino hembra, Cora. Un día, inmediatamente
después de la radiación, Cora estaba sentada en la habitación con Komlin,
“discutiendo” pacíficamente con él. De pronto pareció como si hubiese sufrido una
sacudida eléctrica. La mona vio algo en un rincón de la habitación, empezó a gruñir
de un modo amenazador y a la vez compasivo y retrocedió. Las caricias y las buenas
palabras no produjeron ningún resultado. Cora corrió a esconderse en el rincón
más alejado del cuarto, allí se acurrucó y permaneció durante una hora entera lanzando
de vez en cuando un grito estridente en señal de alarma. Poco tiempo después se
calmó, pero Komlin pudo constatar con sorpresa que, desde entonces al entrar en
la habitación, Cora, antes que nada, se volvía hacia aquella misma esquina.
En otra ocasión, Gorcinski
llegó corriendo y gritó a Komlin:
–¡Pronto! ¡Rápido! –Y
lo empujó hacia la habitación de los monos.
En una de las jaulas
estaba sentado un joven mandril, masticando un plátano. Ni el mandril ni el plátano
tenían nada de raro, pero tanto el guardián como Gorcinski afirmaban al unísono
que habían sido testigos de algo absolutamente fantástico. Según sus palabras, habían
encontrado al mandril observando con evidente interés un trocito de papel que lenta
pero decididamente se arrastraba sobre el pavimento en dirección a él. El mandril
alargó la pata hacia el papel y Gorcinski se precipitó en busca de Komlin. El guardián
juraba que el mono se había comido el trocito de papel. De todas formas no consiguieron
hallarlo en la jaula. La tentativa de reproducir el extraño fenómeno fracasó.
–Esto es lo que Komlin
escribió sobre tal particular –dijo el director, entregando al inspector un pedazo
de papel milimetrado.
El inspector leyó: “¿Alucinación
colectiva? ¿O algo nuevo? El simple hecho de esta alucinación colectiva con la participación
del mandril es extraordinario. Pero aquí debe suceder algo más. Con estos animales,
monos y perros, no se puede saber nada. Hay que actuar por sí mismo”.
Komlin empezó a experimentar
en su propia persona. Gorcinski se dio cuenta en seguida y, sin ninguna duda, siguió
su ejemplo. Parece que en aquel momento se produjo entre ambos una pequeña disputa.
Al final Gorcinski prometió no repetir la experiencia al mismo tiempo que Komlin,
y se comprometió a hacerse sólo punciones sencillas, breves e inocuas. Gorcinski,
mientras tanto, no había logrado saber si Komlin no se ocupaba ya de la agopunción
neutrínica.
–A pesar de todo –continuó
su informe el director–, los apuntes de Komlin contienen relativamente pocas alusiones
a los extraordinarios resultados de sus experimentos. Las notas se hacen cada vez
más fragmentarias y menos inteligibles. Se observa que, con frecuencia, Komlin no
consigue encontrar las palabras para describir sus propias sensaciones, y que sus
conclusiones resultan confusas e incompletas.
Komlin dedica algunas
páginas arrancadas de un cuaderno a la increíble capacidad mnemotécnica que se le
manifestó tras una de sus experiencias. Escribió entonces: “Me basta echar sólo
una mirada a un objeto para verlo en todos sus detalles, volviéndome a otro lado
o cerrando los ojos. Me basta mirar de pasada una página de un libro para poder
leerla luego con la imagen impresa en mi cerebro. Creo que recordaré toda la vida
algunas páginas de Las curvas del río y la tabla entera de logaritmos de
cuatro decimales, desde la primera a la última cifra. ¡Son posibilidades inauditas!”
También se encuentran
en los apuntes consideraciones de un carácter completamente general. “La memoria,
muchos reflejos y costumbres –escribió Komlin con mano segura, como si estuviese
reflexionando–, tienen alguna base material que aún nos resulta poco clara. El haz
neutrínico se infiltra en esta base y crea una nueva memoria, nuevos reflejos y
nuevas costumbres. Mejor dicho, no crea sino que provoca su aparición condicionada.
Así sucedió con Genjka, con Cora, conmigo mismo”.
Al último y más increíble
de los descubrimientos de Komlin estaban consagradas las últimas páginas, unidas
con un clip. El director las tomó.
–Aquí –dijo con toda
seriedad– se encuentra la respuesta a sus preguntas. Se trata de una especie de
sumario o de un borrador del futuro informe. ¿Quiere que se lo lea?
–Hágalo, por favor –rogó
el inspector.
“No basta con un esfuerzo
de voluntad para obligarnos, aunque sólo sea a cerrar los ojos. Hace falta el impulso,
ni más ni menos. Una descarga insignificante y el músculo se contrae, capaz de desplazar
decenas de kilos, de ejecutar un trabajo enorme en comparación con la energía del
impulso nervioso. El sistema nervioso es la mecha en el polvorín, la contracción
del músculo es la explosión.
“Es sabido que la intensificación
del proceso del pensamiento aumenta los campos electromagnéticos que se forman en
alguna parte del cerebro. El hecho de que seamos capaces de constatarlo demuestra
que el proceso del pensamiento actúa sobre la materia. Aunque no directamente. Si
hago un cálculo integral, el campo del cerebro se hace más intenso, la aguja del
aparato que capta y mide este campo, se desplaza. ¿No es acaso un psicomotor? El
campo electromagnético es el músculo del cerebro.
“La capacidad de calcular
se manifiesta al punto extraordinariamente. Cómo, no sabría decirlo. Calculo, eso
es todo. 1919 x 237 = 424.703. He hecho este cálculo mentalmente en el tiempo de
cuatro segundos exactos, controlados con el cronómetro. Todo esto es hermoso, pero
no tiene nada que ver con el nudo de la cuestión. El campo electromagnético sufre
un incremento, ¿qué sucede con los otros, si existen? El músculo se ha desarrollado.
¿Pero cómo se dirige?
“Actúo. Espiral de wolframio.
Peso 4,732 gramos. Pende de un hilo de nylon en el vacío. Con sólo mirarla, se ha
desplazado de su posición inicial casi con un ángulo de quince grados, tal vez un
poco más. Ya es algo. El régimen del generador…”
–He hablado con Gorcinski
–dijo el director después de terminar la lectura de una serie de números–. Esta
noche. Ha visto la campana de vacío con la espiral colgada. Después de aquella noche
el aparato desapareció. Komlin lo había desmontado, probablemente.
“E1 campo psicodinámico
–el músculo del cerebro– trabaja. No sé cómo lo consigue. Y no tiene nada de extraño
que no lo sepa. ¿Qué hay que hacer para que el brazo se doble? Nadie es capaz de
contestar a esta pregunta. Para doblar el brazo yo doblo el brazo. Eso es todo.
El bíceps es un músculo muy obediente. El músculo debe estar adiestrado. Hace falta
enseñar al músculo del cerebro a contraerse. ¿Pero cómo? Este es el problema.
“Es interesante… No
puedo levantar nada. Sólo desplazarlo. Y no según mi voluntad. El cerillo y el papel
sólo hacia la derecha. El metal… sólo hacia mí. Se consigue mejor con cerillos.
¿Por qué?
“El campo psicodinámico
actúa a través de la campana de cristal, pero no a través del papel periódico. Para
actuar sobre un objeto necesito verlo. El aire, por lo que puedo entender, adquiere
un movimiento turbulento en el punto de aplicación del campo. Apago la vela. En
el interior del ‘neutrínico’, a mi entender, la distancia no cuenta.
“Estoy convencido de
que las posibilidades del cerebro son inagotables. Únicamente se precisan un adiestramiento
y una determinada activación. Llegará un tiempo en el que el hombre realizará cálculos
mentales mejor que cualquier máquina, podrá leer y asimilar una biblioteca completa
en pocos minutos…
“Pero cansa terriblemente.
La cabeza me estalla. Debo trabajar tal vez bajo una radiación continua y al final
estoy completamente cubierto de sudor. No quisiera haberme agotado demasiado. Hoy
trabajo con los cerillos.”
Las anotaciones de Komlin
terminaban aquí.
El inspector estaba
sentado con los ojos semicerrados y pensaba que quizá la idea de Komlin estaba destinada
a dar una abundante cosecha. Pero esto pertenecía al porvenir, y mientras tanto
Komlin estaba en el hospital. El inspector abrió los ojos del todo y su mirada cayó
sobre el papel milimetrado. “Con estos animales, monos y perros, no se logra saber
nada. Hay que actuar por sí mismo”, leyó. ¿Tendría razón Komlin?
“No. Komlin se había
equivocado. Y por partida doble –se dijo el inspector–. No debió salir al encuentro
de un peligro semejante, al menos solo. Aun cuando no lo puedan ayudar las máquinas
ni los animales (el inspector volvió a mirar el trozo de papel milimetrado), el
hombre no tiene derecho a jugar con la muerte. Y Komlin hizo exactamente eso. Y
tú, querido profesor Leman, no seguirás como director de este instituto, porque
no lo entiendes y pareces entusiasta de Komlin. ¡No, compañero! No le permitiremos
que se arroje al fuego. En nuestros tiempos, ustedes, sus vidas, nos son más queridas
que los descubrimientos más grandiosos.”
En voz alta el inspector
dijo:
–Considero que ahora
ya se puede redactar el informe con los resultados de la encuesta. La causa de la
desgracia está clara.
–Sí, está clara –repitió
el director–. Komlin hizo un esfuerzo demasiado grande para levantar seis cerillos.
El inspector estaba
acompañado por Leman. Los dos salieron a la plaza y se dirigieron sin prisa hacia
el helicóptero. El director parecía distraído y en ningún momento conseguía adaptarse
al modo de caminar lento y cojeante del inspector. A dos pasos del aparato fueron
alcanzados por Gorcinski, tétrico y con los pelos despeinados. El inspector había
ya estrechado la mano del director y estaba subiendo a la cabina, lo que le resultaba
difícil.
–Duelen las viejas heridas
– murmuró
–Andrés Andreevic está
mucho mejor – anunció Gorcinski de pronto en voz baja.
–Ya lo sé – dijo el
inspector, sentándose finalmente con un carraspeo satisfecho.
El piloto llegó corriendo
para ocupar su puesto.
–¿Escribirá el informe?
–preguntó Gorcinski.
–Sí, lo escribiré –contestó
el inspector.
–Bien… –Gorcinski, moviendo
el bigote, miró al inspector fijamente a los ojos y, de pronto, preguntó con una
voz aguda por el temor:
–Dígame, por favor,
¿no es usted aquel Ribnikov que en el sesenta y ocho en Kustanai, por propia iniciativa,
y sin esperar la llegada de los dispositivos automáticos, descargó ciertas cosas?
–¡Alejandro Borisovic!
–le reprendió bruscamente el director.
–¿Y que fue entonces
cuando le pasó algo en la pierna…?
–¡Basta, Gorcinski!
El inspector no contestó.
Cerró con fuerza la portezuela de la cabina, y se apoyó en el respaldo del blando
asiento.
El director y Gorcinski
permanecieron de pie en la plaza y, con la cabeza alta, vieron pasar al gran escarabajo,
con un tenue murmullo, sobre la masa rojo pálido de los diecisiete pisos del edificio
del instituto, para desaparecer después en el cielo turquesa del crepúsculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario