Emilia Pardo Bazán
Dejé caer el periódico, exclamando con
sorpresa dolorosa:
–Pero ¡esa pobre Adriana!
Morirse así, del corazón, casi de repente… ¡Nadie estaba enterado que padeciese
tal enfermedad!
–Yo sí lo sabía –declaró
el vizconde de Tresmes–, y aún sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento,
y es cosa curiosa.
–Entérenos usted –suplicamos
todos.
Y el vizconde, que rabiaba
siempre por enterar, nos contó la historia siguiente:
–Adriana Carvajal, casada
con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían cuanto se requiere para
disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que
son la salsa o condimento de los primeros platos, sin él desabridos, amargos a veces.
Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no
había de mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo
soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la maternidad,
como era Adriana. Al nacer el chico (a quien pusieron por nombre Ventura, en señal
de la que les prometía su nacimiento), Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor
declaró que no volvería a tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban
a su Venturita fue causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un
solo hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos!
Tanto mejor…, y a vivir y a cuidar del retoño.
Este se crio hermoso
y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada aficionado a los chicos –advirtió sonriendo
el vizconde de Tresmes–, confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de
su lindeza (parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo
oscuro), tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y picardía, una risa
tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una precocidad (pero
no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y serio, que me revientan,
sino la precocidad de un diablillo con un ingenio celestial), que, vamos, no había
más remedio que llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre
las rodillas.
De la chifladura de
sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la adivinan. Estaban chochitos; no
conocían otro Dios que el tal muñeco. Adriana no se había apartado un instante de
su cuna, vigilando a la nodriza, arrebatándole el pequeño así que acababa de mamar,
vistiéndole, desnudándole, bañándole y guardándole el sueño… Y así que empezó a
interesarse por el mundo exterior, a extender las manitas y a pedir “tochas”, les
faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más, que ni se le ocurrían
ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara
se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón andaban
mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro
galguito de carne y hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran
caja de soldados autómatas, que hacían el ejercicio… Crea usted que derrochaban
dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez a Adriana, porque tenía
confianza con ella:
–Hija, estáis malcriando
a este pequeñín…
–Déjele que se divierta
ahora –me contestaba–; demasiado rabiará algún día… ¡Ojalá pueda ofrecerle siempre
lo que le haga dichoso!
El repertorio de los
juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya Adriana qué nueva emoción dar
a Ventura, cuando el cocinero de la casa, que había andado embarcado diez años y
conservaba amigotes en todas las regiones del planeta, se descolgó un día regalando
al chico un mono. Soy poco inteligente en Historia Natural, y no me pidan ustedes
que clasifique la alimaña; solo les diré que ni era de esos monazos indecorosos
y feroces que nadie se atreve a tener en las casas, como el orangután, ni tampoco
de esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando entre algodón
en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje gris verdoso y el hocico
de un rojo mate, como el de hierro oxidado; se veía que estaba en la juventud y
rebosando fuerza, y aunque goloso y travieso como toda la gente de su casta, no
era maligno. Inteligente e imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él
cosa que no parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa
de risa verle fingir que fregaba platos o que rallaba pan en la cocina, y saltar
sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de limpieza.
A pesar de la índole
relativamente benigna del mono, su inquietud y su vivacidad obligaban a tenerle
preso en una caseta con fuerte cadenilla, porque ya dos veces se había escapado
a corretear por árboles y chimeneas; cuando se le soltaba había que vigilarle, y
a Venturita, que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era
preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad
singular.
Una tarde que había
yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando el té en un cenador del jardín
–me acuerdo como si fuera ahora mismo, porque hay cosas que impresionan, aunque
uno no quiera–, vimos cruzar como un rayo al mono; tan como un rayo, que más bien
lo adivinamos que lo vimos. “¡Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer!”, dijo
Pedro Gomara, levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que
exclamó fue: “¿Dónde estará Ventura?” “Ese le habrá soltado, de fijo”, respondió
Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó un agudo
chillido de mujer, un chillido que revelaba tal espanto, que nos heló la sangre;
y voces de hombres, las voces de los criados que nos servían, y que corrían hacia
el cenador, clamando con angustia: “Señorito, señorito”, nos obligaron a precipitarnos
fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra; un grupo formado por los sirvientes
y la desesperada niñera nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí,
al borde de la última hilera de tejas, sentado en el conducto de cinc, que recogía
aguas de lluvias, estaba el mono con el niño en brazos.
El padre, con ademanes
de loco, iba a precipitarse al zaguán para subir a las bohardillas y salir al tejado;
yo pedía una escalera para intentar el desatino de subir por ella a la formidable
altura de tres pisos, cuando Adriana, muy pálida (¡qué palidez la suya, Dios!) y
con los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa,
una voz que sonaba como si pasase al través de trapos húmedos:
–Por la Virgen…, quietos…,
todos quietos…, no se mueva nadie… Y silencio…, no chillar…, no chillar…; hagan
como yo… Quietos…; si le asustamos, le tira.
Sentimos instantáneamente
que tenía razón la madre y quedamos lo mismo que estatuas. Era el mayor absurdo
que intentásemos luchar en agilidad y en vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes
que nos acercásemos estaría al otro extremo del tejado, y el niño, estrellado en
el pavimento.
Era preciso jugar aquella
horrible partida: aguardar a que el mono, por su libre voluntad, se bajase con el
niño. Yo miraba a Adriana; su palidez, por instantes, se convertía en un color azulado;
pero no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y
zarandeando a su presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura,
llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en peligro,
aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con todo su cuerpo,
y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:
–Tresmes, usted, que
es buen tirador… Una bala en la cabeza… Voy por la carabina.
Idea insensata, delirante,
porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al matar al mono haríamos caer al niño;
pero no tuve tiempo de negarme; intervino Adriana con un “no” tan enérgico, que
su marido se mordió los puños… Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida:
–Si le miramos, nunca
bajará… Hay que retirarse… Hay que esconderse; que no nos vea.
Nos recogimos al cenador,
desgarramos la pared de enredaderas, y desde allí, como se pudo, espiamos al enemigo.
¿Les estremece a ustedes la situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos.
Sí; los conté por mi reloj. En esos veinte minutos, el mono depositó al niño en
el tejado, le acarició como había visto hacer a la niñera, le obligó a pasear cogido
de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó a cuestas, a caballito (un sainete,
que en otra ocasión nos haría desternillarnos). Durante esos veinte minutos, Pedro
anhelaba; a Adriana no se le oía ni respirar. Por fin, el mono miró hacia abajo,
hizo varios visajes y, recogiendo a Ventura, se descolgó rápidamente con su carga,
lo mismo que un funámbulo sin cuerda, al jardín… Entonces salimos con explosión
todos, todos, menos la madre, que había caído redonda, y el animal, asustado, soltó
al chico ileso y se refugió en su caseta.
Aquella tarde Adriana
sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas negras, y desde entonces padeció
del corazón. Parecía que se había repuesto mucho en estos últimos años; pero, ¡bah!,
la herida era mortal y ella no lo ignoraba…
–¿Y qué fue del mono?
–preguntamos como chiquillos.
–Tuve yo que pegarle
el tiro… ¡Si viesen ustedes que me daba lástima! –repuso el vizconde.
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