Enrique Jardiel Poncela
Siempre
que el chófer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó
sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en todos los
sitios: destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos
y luminosos, hizo cisco trescientos coches del servicio público, pulverizó los
esqueletos de miles de individuos, suprimiéndoles del mundo de los vivos, en
oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo
lo que se le puso enfrente; hendió, rompió, deshizo, destruyó; encogió mi
espíritu, superexcitó mis nervios… pero me divirtió de un modo indecible,
porque no fue un chófer, no; fue un simún rugiente.
¿Por qué este furor, este estropicio continuo?
¿Por qué si dominó el coche como no lo hizo ningún chófer de los que tuve
después? Hice lo posible por conocer el misterio:
–Es preciso que expliques lo que te
ocurre. Muchos infelices muertos por nuestro coche piden un desquite… ¡Que yo
mire en lo profundo de tus ojos! ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en
ese cruel ejercicio?
Inspeccionó el horizonte, medio sumido en
el crepúsculo, y moderó el correr del coche. Luego hizo un gesto triste.
–No soy cruel ni feroz, señor –susurró
dulcemente–. Destrozo y destruyo y rompo y siembro el terror… de un modo
instintivo.
–¡De un modo instintivo! ¿Eres entonces un
enfermo?
–No. Pero me ocurre, señor, que he sido
muchísimo tiempo chófer de bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño
del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene;
el sonido estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes
con cinturón, es suficiente y el chófer de bomberos corre, corre, corre… ¡Qué
vértigo divino!
Concluyó diciendo:
–Y mi defecto es que me creo que siempre
voy conduciendo el coche de los bomberos. Y como esto no es cierto, y como hoy
no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues, ¡pulverizo todo lo
que pesco!…
Y prorrumpió en sollozos.
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