martes, 31 de octubre de 2023

La mujer que no

Jorge Ibargüengoitia

 

Debo ser discreto. No quiero comprometerla. La llamaré… En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya, junto con las de otras gentes y un pañuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién, o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus grandes ojos almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto dos orejas enormes, tan cercanas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo… su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.

Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días cercanos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un mediodía brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. “Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una docena de veces era mucho. Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente, casada y con hijos, que yo había tenido mi oportunidad trece años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impulsos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por la Alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio, me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa, porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importa, no importa”, le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el pescuezo y le apreté la panza… hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas y Sonora.

Después del accidente, fuimos al SEP de Tamaulipas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores.

La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más”. “Adiós, entonces”. “Adiós”. Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina El Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.

Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha… fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a tal hora, en tal parte”; y desapareció.

¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparcimiento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gracias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!

 

Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es para ti”. Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silencio; luego me tomó del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.

Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del asqueroso pecado del adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas.

Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría un telegrama.

 

Y esto es que un mes después recibí, no un telegrama, sino un correograma que decía: “Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.) Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras significan “adivina quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que se acercaba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.

Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, porque no tenía caso que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y esperé. Inmediatamente empezaron a llegar gentes conocidas, a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.

Pasaba el tiempo.

Caminando por la calle de Génova pasó la Joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.

Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se me ocurrió que en dos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida…

La Joven N. volvió a pasar, caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque la Joven N. venía mirando hacia el Konditori.

Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.

Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra la Joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess right?

Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la Joven N. se puso incómoda; luego, me repuse, platicamos un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.

 

Ella, con su marido y sus hijos, se había ido a vivir a otra parte de la República.

Una vez, por un negocio, tuve que ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar.

La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos besos… hasta que llegaron sus hijos del parque. Después, fuimos a darles de comer a los conejos.

Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con una impudicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofensiva, muy prometedora, por cierto, cuando llegó el marido. Me dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el teléfono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto, también, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor tambaleándose, con un altero de platos sucios. Entonces regresó el marido poniéndose el saco y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo voyme a la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindamos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. “Es para ti”, me dijo. Yo la miraba mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba nada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besamos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él… y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejeando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos jadeantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.

 

Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar.

 

Todo es engaño

Sherwood Anderson

 

Era la hora del anochecer de uno de los últimos días de otoño. La Feria Comarcal de Winesburg había atraído al pueblo una gran muchedumbre de gente del campo. El día había sido despejado y la noche se presentaba tibia y agradable. Las carretas que pasaban por Trunion Pike, donde la carretera se extendía, al salir, de la ciudad por entre campos de fresales, cubiertos ahora de oscuras hojas secas, levantaban nubes de polvo. Los niños, arrebujados como pequeñas pelotas, dormían encima de la paja extendida dentro de los carros. Sus cabellos estaban cubiertos de polvo y sus dedos, sucios y pegajosos. El polvo se cernía sobre los campos; y el sol, al ocultarse, lo teñía con vivo resplandor.

La muchedumbre llenaba las tiendas y las aceras de la calle principal de Winesburg. Se echó encima la noche, relincharon los caballos, los dependientes de las tiendas iban y venían como locos, los niños se extraviaban y rompían a berrear, y todo un pueblo de Estados Unidos trabajaba desesperadamente por divertirse.

El joven George Willard se abrió paso por entre la muchedumbre que llenaba Main Street, se escondió en la escalera del consultorio del doctor Reefy y observó desde allí a la gente. Examinaba con ojos febriles las caras que desfilaban bajo las luces de los almacenes. Pugnaban por irrumpir en su cerebro toda clase de pensamientos, pero él no quería pensar. Golpeaba impaciente con los pies en las escaleras de madera y miraba inquisitivamente a todas partes. “Bueno, ¿será capaz ella de no apartarse de él en todo el día? ¿Me habrá hecho esperar inútilmente todo este rato?”, murmuró.

George Willard, el muchacho de aquel pueblo de Ohio, se hacía rápidamente hombre y empezaba a pensar de distinta manera que hasta entonces. Había andado todo el día entre aquella masa humana de las ferias, con un sentimiento de soledad en el alma. Pronto iba a abandonar Winesburg para marchar a una ciudad, donde esperaba colocarse en algún periódico; tenía la sensación de ser una persona mayor. Aquel estado de ánimo suyo era propio de hombre e impropio de un muchacho. Sentíase viejo y un poco cansado. Se despertaban en él los recuerdos. Creía que su nuevo sentimiento de madurez lo apartaba del mundo, haciendo de él una figura casi trágica. Hubiera querido que alguien fuese capaz de comprender la sensación que lo dominaba después de la muerte de su madre.

Llega para todos los muchachos un momento en el que voltean a ver su vida pasada. Es tal vez ese momento en que cruzan la línea que los separa de la edad viril. El muchacho pasea por las calles de su pueblo. Piensa en su porvenir, en el papel que representará en el mundo. Se despiertan en él ambiciones y arrepentimientos. De pronto ocurre algo imprevisto; se detiene debajo de un árbol y permanece como a la espera de que alguien lo llame por su nombre. Se deslizan en su conciencia sombras de cosas pasadas; las voces del exterior le susurran un mensaje que le habla de las limitaciones de la vida. La seguridad absoluta que tenía en su porvenir se trueca en una absoluta inseguridad. Si es un muchacho de imaginación, cae derribada delante de él una puerta y se le presenta ante la vista, por vez primera, el panorama del mundo; ve, como si desfilaran ante él en procesión, las incontables figuras de hombres que hasta aquel momento han salido de la nada, han vivido sus vidas y han vuelto a desaparecer en la nada. La tristeza de lo falaz ha caído sobre el muchacho. Se mira atónito a sí mismo como una simple hoja que el viento arrastra por las calles de su pueblo. Comprende que, a pesar de toda la seguridad vocinglera con que hablan sus compañeros, está condenado a vivir y morir en la incertidumbre; que es una cosa arrastrada por el viento, una cosa destinada a agotarse, como el trigo, bajo los rayos del sol. Se estremece y mira en torno suyo. Los dieciocho años que él ha vivido parecen sólo un momento, el tiempo de una respiración en la larga marcha de la Humanidad. Escucha ya la llamada de la muerte. Y anhela desde lo más hondo de su corazón acercarse a otro ser humano, tocar con sus manos a otra persona, sentir la caricia de otras manos. Si prefiere que esas manos sean las de una mujer es porque cree que la mujer será afectuosa, que lo comprenderá. Eso es lo que quiere sobre todo: comprensión.

Cuando llegó para George Willard ese momento de desengaño, su pensamiento se volvió hacia Helen White, la hija del banquero de Winesburg. Se había dado cuenta en todo momento de que aquella joven se hacía mujer a la par que él entraba en la virilidad. Cuando él tenía dieciocho años, salió cierta noche de verano a pasear con ella por el campo y se dejó llevar, en presencia suya, de un impulso de fanfarronería; quiso aparecer grande e importante ante sus ojos. Ahora llevaba otras intenciones al pretender verse con ella. Quería hablarle de los nuevos pensamientos de que se sentía inspirado. Se había esforzado, cuando nada sabía él acerca de la hombría, en hacer que ella lo tomase por un hombre, y ahora quería estar a su lado para hacerle comprender el cambio que se había operado, según él creía, en su naturaleza.

También Helen White había llegado a un periodo de transformación. Lo que George sentía, también lo sentía ella a la manera de una mujer joven. Ya no era una niña y ansiaba alcanzar la gracia y la belleza de la mujer hecha. Había llegado de Cleveland, en uno de cuyos colegios estudiaba, para pasar un día en la feria. También ella empezaba a tener recuerdos. Durante el día permaneció sentada en la gran tribuna, acompañada por un joven, uno de los profesores adjuntos del colegio, que era huésped de su madre. Era un joven algo pedante, y ella comprendió en seguida que no era el hombre que a ella le hacía falta. Estaba satisfecha de que la vieran en la feria con él, porque vestía bien y era forastero. Estaba segura de que la sola presencia del joven produciría impresión. Se sentía feliz durante el día, pero cuando se hizo de noche empezó a estar desasosegada. Quería alejar de allí al profesor, escapar de su presencia. Mientras estuvieron sentados en la gran tribuna y vio clavados en ella los ojos de sus antiguas compañeras de escuela, Helen se mostró tan atenta con su acompañante que éste fue interesándose. “Un hombre de ciencia necesita dinero. Yo debería casarme con una mujer que tuviese dinero”, cavilaba.

Helen White iba pensando en George Willard en el momento mismo en que éste se paseaba, tétrico, entre la multitud. Se acordaba de la noche de verano en que habían salido juntos, y quería volver a pasear en su compañía. Pensaba que los meses que ella había pasado en la ciudad, asistiendo a teatros y viendo caminar a las grandes multitudes por las anchas avenidas iluminadas, la habían cambiado profundamente. Quería que él sintiese y se diese cuenta de la transformación de su naturaleza.

Mirando las cosas razonablemente, la noche que habían pasado juntos y que tan grabada había quedado en la memoria del joven como en la de la mujer, se había pasado de una manera bastante tonta. Salieron de la ciudad y fueron por un camino vecinal; luego se detuvieron junto a una valla, cerca de un campo de trigo verde, y George se quitó la americana y se la colgó del brazo. “Bueno, hasta ahora no me he movido de Winesburg, eso es; todavía no he salido de aquí; pero ya voy haciéndome mayor –dijo–. He leído muchos libros y he pensado mucho. Voy a intentar ser algo en la vida.”

“Verás –explicó–; no es eso lo que quería decir. Lo mejor sería, tal vez, que me callara”.

El muchacho, completamente turbado, apoyó su mano en el brazo de la joven. Le temblaba la voz. Retrocedieron por el mismo camino, hacia el pueblo. Y en su desesperación, soltó George esta balandronada: “Yo he de llegar a ser un gran hombre, el más grande de cuantos han vivido en Winesburg. Te necesito, aunque no sé cómo. Es posible que no tenga derecho a decírtelo. Y yo quisiera que tú fueras una mujer distinta a las demás. Ya me comprendes. No soy yo quien debe decírtelo. Que seas una espléndida mujer-. Eso es lo que quiero”.

La voz del muchacho se apagó, y los dos regresaron en silencio al pueblo, pasando por Main Street para ir a casa de Helen. Ya en el portal, hizo George un esfuerzo para decir alguna cosa de efecto. Se acordó de los discursos que traía preparados, pero le parecieron completamente inútiles. “Yo pensaba –yo solía pensar–, yo tenía la idea de que tú te casarías con Seth Richmond. Ahora ya sé que no”, fue todo lo que acertó a decir cuando ella atravesó el portal y se dirigió hacia la puerta de entrada de su casa.

En este tibio anochecer de otoño, de pie en la escalera y mirando a la gente que pasaba por Main Street, recordó George la conversación aquélla junto al campo de verde trigo, y sintió vergüenza del papel que había representado.

La gente iba y venía por la calle como ganado confinado dentro de una empalizada. Los carricoches y carros obstruían casi por completo la estrecha calzada. Tocaba una banda, y los muchachos pequeños corrían por la acera, metiéndose por entre las piernas de los hombres; muchachos jóvenes de rostros rubicundos caminaban torpemente con jóvenes cogidas de su brazo. En una sala situada encima de un almacén, en la que iba a darse baile, templaban los violinistas sus instrumentos. Sus notas cortadas caían por la ventana abierta y flotaban por entre el murmullo de voces y los bramidos de las cornetas de la banda. Aquella mezcolanza de ruidos excitó los nervios del joven Willard. En todas partes, por todos lados, lo rodeaba una sensación de muchedumbre, de vida en ebullición. Quería escapar de allí, a un lugar en que se sintiera solo y pudiera meditar. “Que siga con ese joven, si tal es su deseo. ¿Por qué he de preocuparme? ¿No es lo mismo para mí?”, exclamó gruñonamente, y se lanzó por Main Street; al llegar a la tienda de ultramarinos de Hern dobló por una calle lateral.

George se sentía tan completamente solo y abatido que tenía impulsos de llorar; pero el orgullo lo obligó a seguir adelante, balanceando los brazos. Llegó hasta las caballerizas de alquiler de Wesley Moyer y se detuvo en la oscuridad a escuchar lo que decía un grupo de hombres que estaban conversando acerca de la carrera que había ganado aquella tarde en la feria el garañón de Wesley, Tony Tip; se había reunido un gran número de personas frente a las caballerizas, y Wesley se paseaba por delante del grupo, dándose importancia y fanfarroneando. Tenía en la mano un látigo y no cesaba de dar golpes en el suelo con él. A la luz de la lámpara se veía cómo saltaba a cada golpe una nubecilla de polvo. “Por todos los diablos, callaos –exclamó Wesley–. Yo no tenía miedo; desde el primer momento estaba seguro de vencerlo. No tenía miedo”.

Aquellas fanfarronadas del tratante Moyer habrían despertado el interés de George Willard, de haber estado en su ordinaria situación de ánimo, pero en esta ocasión lo pusieron furioso. Dio media vuelta y se alejó por la calle. “Viejo fanfarrón –masculló entre dientes–. ¿Por qué será tan jactancioso? ¿Por qué no se callará?”

George se metió por un solar vacío, y en su precipitación tropezó y se cayó encima de un montón de trastos viejos. Un clavo que sobresalía de un barril desfondado le rasgó el pantalón. Se sentó en el suelo y empezó a echar maldiciones. Arregló el rasguño del pantalón con un alfiler, se levantó y siguió adelante. “Lo que voy a hacer es ir a casa de Helen White. Iré derecho allí. Diré que quiero hablar con ella. Iré allí sin rodeos y me sentaré a esperar”, se dijo, al mismo tiempo que saltaba por una empalizada y echaba a correr.

 

* * *

Helen se hallaba en la terraza de la casa del banquero White, desasosegada y distraída. El profesor adjunto estaba sentado entre la madre y la hija. Su conversación aburría a la joven. Aunque también el joven profesor se había educado en un pueblo de Ohio, empezó a darse aires de hombre de ciudad. Quería aparentar cosmopolitismo. “Me encanta esta oportunidad que ustedes me han dado de estudiar el ambiente de donde salen la mayor parte de nuestros jóvenes –exclamó–. Ha sido usted muy amable, señora White, al invitarme y pasar aquí el día de hoy.” Se volvió hacia Helen y se echó a reír. “¿Se halla la vida de usted ligada todavía a la vida de este pueblo? ¿Hay aquí personas por las que usted se interesa?”, dijo. Aquella voz sonó en los oídos de la joven como cosa afectada y aburrida.

Helen se levantó y se metió. Se detuvo junto a la puerta que daba al jardín en la parte trasera de la casa y se puso a escuchar. Su madre empezaba a decir: “No hay en este pueblo un partido conveniente para una joven de las condiciones de Helen”.

Helen bajó corriendo un tramo de escaleras y salió al jardín. Se detuvo temblorosa en la oscuridad. Tenía la sensación de que el mundo estaba lleno de gente sin sentido, que no hacía más que hablar. Presa de ardiente ansiedad, salió corriendo por el portal del jardín y, doblando una esquina junto a las caballerizas del banquero, siguió por una pequeña calle lateral. “¡George! ¿Dónde estás?”, exclamó dominada por una exaltación nerviosa. Se detuvo y se apoyó contra un árbol, rompiendo a reír histéricamente. George Willard se acercaba por la pequeña calle oscura, hablando solo: “Voy a meterme de rondón en su casa. Entraré, sin más, y me sentaré”, iba diciendo, y en aquel momento tropezó con ella. Se detuvo y se le quedó mirando atontado. “Ven”, dijo, y la cogió de la mano. Caminaban bajo los árboles de la calle con las cabezas inclinadas. Las hojas secas rechinaban bajo sus pies. George pensaba en lo que le convendría hacer y decir, ahora que la había encontrado.

 

* * *

Al extremo superior del campo de la feria de Winesburg hay una vieja tribuna destartalada. Jamás le dieron una mano de pintura, y las tablas se hallaban torcidas y deformadas. El campo de la feria está en lo alto de una pequeña colina que se eleva en el valle del Wine Creek, y por la noche se distinguen desde la tribuna, más allá de unos trigales, las luces del pueblo, que parecen brillar sobre el fondo del firmamento.

George y Helen subieron hacia lo alto de la colina por un sendero que pasaba junto al depósito de aguas corrientes. La sensación de soledad y aislamiento que se había apoderado del joven en las calles llenas de concurrencia, quedaba ahora disipada, e intensificada al mismo tiempo con la presencia de Helen. Y lo que el joven sentía se reflejaba en ella.

En todos los jóvenes hay dos fuerzas que entrechocan. El pequeño animal impetuoso e irreflexivo lucha contra el ser que piensa y recuerda; y aquel estado de ánimo, propio de un ser de más edad y más desengañado, se había apoderado de George Willard. Helen, que lo adivinaba, caminaba a su lado llena de respeto. Cuando llegaron a la tribuna se encaminaron hasta la fila más alta y tomaron asiento en uno de los bancos.

Visitando el campo de la feria, en los alrededores de cualquier pueblo del Medio Oeste, durante la noche que sigue al día de su celebración, se experimenta una sensación inolvidable. Se ven por todas partes sombras, no de difuntos, sino de personas vivientes. Durante el día se ha congregado aquí la gente del pueblo y de la región circunvecina. Dentro del vallado del campo se han reunido los granjeros con sus mujeres y sus hijos, y todas las personas que viven en los centenares de pequeñas casas de madera. Se han reído las jóvenes y han hablado de sus asuntos los hombres barbudos. Aquel lugar estaba rebosante de vida. Bullía y reventaba de vida; pero ha llegado la noche y la vida se ha retirado de allí. El silencio es casi aterrador. Si una persona de naturaleza reflexiva se oculta y permanece en silencio junto al tronco de un árbol, todo lo que hay de reflexivo en su temperamento se intensifica. Se estremece al pensar en la futilidad de la vida; y al mismo tiempo, si se trata de un habitante de aquel pueblo, siente hacia ellos un amor tan intenso que le brotan las lágrimas. George Willard estaba sentado junto a Helen, en la oscuridad, bajo el techo de la tribuna, y sentía con gran viveza su propia insignificancia dentro del sistema de la vida. Lejos ya del pueblo, en donde se irritaba por la presencia de aquella gente que iba y venía agitada y atareada por una multitud de negocios, desapareció su irritabilidad. La presencia de Helen le servía de tónico y sedante. Parecía como si aquella mano de mujer le ayudara a poner a punto minuciosamente la maquinaria de su vida. Empezó a pensar, casi con reverencia, en aquella gente del pueblo en donde había vivido siempre. Sentía un gran respeto por Helen. Quería amarla y ser amado por ella; pero en aquel momento no quería sentirse turbado por la mujer que había surgido en ella. La cogió de la mano en la oscuridad; y, cuando ella se le aproximó, George le pasó la mano por la espalda. Empezó a soplar el viento, y ella empezó a tiritar. George concentró toda su energía, intentado comprender y hacerse cargo de aquel estado de ánimo que se había adueñado de él. Allá en la oscuridad, en aquella eminencia, se abrazaban estrechamente dos átomos humanos, poseídos de una extraña sensibilidad, y esperaban. Los dos tenían el mismo pensamiento. “Yo he venido a este lugar solitario, y aquí está este otro.” Tal era en sustancia lo que sentían.

Aquel día de tanta concurrencia en Winesburg se había esfumado hasta convertirse en una de las largas noches de fines de otoño. Los caballos de las granjas se alejaban trotando por los solitarios caminos vecinales, arrastrando cada cual su parte correspondiente de gente fatigada. Los dependientes empezaron a retirar de las aceras las muestras y fueron cerrando las puertas de las tiendas. En el teatro de la Ópera se había congregado una gran muchedumbre para presenciar la representación. Más allá, en Main Street los violinistas, una vez templados los instrumentos, trabajaban y sudaban para que los pies de la juventud volaran sin descanso por el suelo del salón de baile.

Helen White y George Willard permanecieron callados en la oscuridad de la tribuna. De vez en cuando se rompía el encanto que los tenía embargados y se volvían para mirarse a los ojos. Se besaban, pero este ímpetu no duraba mucho. Al extremo más elevado del campo de la feria había media docena de hombres cuidando los caballos que habían corrido aquella tarde. Habían hecho una hoguera y calentaban en ella ollas de agua. Sólo se distinguían sus piernas cuando se movían, a la luz de las llamas. Cuando soplaba el viento danzaban locamente las pequeñas lenguas de fuego.

George y Helen se levantaron y fueron caminando en medio de la oscuridad. Siguieron por un sendero que pasaba junto a un trigal no cortado todavía. El viento susurraba entre las secas espigas. Aquel encanto que los embargaba se quebró un momento durante su regreso al pueblo. Cuando llegaron a la cima de la colina del depósito de agua se detuvieron junto a un árbol y George volvió a poner sus manos en los hombros de la joven. Ella le abrazó ardientemente, pero los dos contuvieron rápidamente aquel impulso; dejaron de besarse y permanecieron un poco apartados. Creció en ellos el sentimiento de mutuo respeto. Se sintieron cohibidos y, para librarse de esa penosa sensación, se dejaron dominar por los ímpetus animales de la juventud. Estallaron en risas y empezaron a darse empujones y a tironear el uno del otro. Amansados y purificados en cierto sentido por aquel estado de ánimo de que habían estado poseídos, no fueron ya hombre y mujer, ni muchacho ni muchacha, sino dos pequeños animales impetuosos.

Y de esta manera descendieron por la ladera de la colina. Jugueteaban en la oscuridad corno dos magníficos seres jóvenes, en un mundo joven. Una de las veces en que corrían como locos, tropezó Helen con George, y éste cayó al suelo, braceando y gritando. Rodó colina abajo entre grandes risotadas; Helen corrió tras él. Se detuvo un momento en la oscuridad. No es posible saber cuáles fueron los pensamientos de mujer que cruzaron entonces por su mente; cuando estuvieron al pie de la colina y se acercó ella al muchacho, lo cogió del brazo y caminó a su lado en medio de un silencio lleno de dignidad. Ni uno ni otro habrían podido explicar, por alguna razón desconocida, que aquella noche sin palabras les había proporcionado lo que ellos buscaban. Hombre o muchacho, mujer o niña, se habían compenetrado durante un momento de aquello que hace posible que los hombres y mujeres que han llegado a la madurez de su vida vivan en el mundo moderno.

 

Duelo en Sirte

Poul Anderson

 

La noche entregaba su mensaje, nacido a muchas millas de aquella soledad, llevado por el viento, repetido por los líquenes y los árboles enanos, transmitido de unas a otras por las pequeñas criaturas que se escondían bajo las peñas, en cuevas, o a la sombra de las móviles dunas. Sin palabras, pero despertando un oscuro impulso de miedo que repercutía en el cerebro de Kreega, corría la advertencia:

–Están cazando otra vez.

Kreega se estremeció ante una súbita ráfaga de viento. La noche profunda lo rodeaba por todos lados, desde la férrea amargura de las colinas a las resplandecientes y móviles constelaciones, a años-luz sobre su cabeza, y advirtió que sintonizaba sus temblorosas percepciones con la maleza, con el viento y con las pequeñas plantas ocultas a sus pies, al dejar que la noche le hablara.

Estaba solo. No había ningún otro marciano en cien millas a la redonda; únicamente los pequeños animales y matorrales estremecidos por el agudo y triste soplo del viento.

El grito sin voz de la muerte corría por el matorral de planta en planta, encontrando un eco en los aterrados pulsos de los animales y en las rocas que lo reproducían por reflexión.

Kreega se cobijó bajo un alto risco. Sus ojos, como lunas amarillas, relumbraban en la oscuridad, plenos de terror y de frío aborrecimiento. El exterminio se iba realizando implacablemente en un círculo de diez millas a la redonda, dentro del cual se hallaba, y pronto el cazador vendría tras él. Miró el indiferente relucir de las estrellas y se estremeció.

 

Todo comenzó pocos días antes, en la oficina del comerciante Wisby.

–Vengo a Marte para llevarme un “buhito” –dijo Riordan.

Wisby observó al otro hombre por encima de sus lentes, calibrándolo.

Aun en rincones olvidados por Dios, como en aquel Puerto Armstrong, se escuchó hablar de Riordan, heredero de una empresa de navegación aérea que él extendió por todo el sistema; también era famoso como cazador de piezas mayores. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los helados reptiles de Plutón, lo cazó todo. Excepto, claro, un marciano, cuya caza estaba prohibida por entonces.

–Ya sabe que es ilegal. Son veinte años de condena si lo atrapan –advirtió Wisby.

–¡Bah! El comisionado para Marte está ahora en Ares, a la mitad del ecuador del planeta. Si vamos decididos a nuestro objetivo, ¿quién va a enterarse? –Riordan terminó de un sorbo su bebida–. De lo que estoy bien convencido es de que, dentro de otro año, habrán estrechado tanto la vigilancia que será imposible conseguir algo. Ésta es la última oportunidad de la cual dispone alguien para adjudicarse un buhito, y por eso estoy aquí.

Wisby, indeciso, miró por la ventana. Un terrícola, en traje de vuelo y casco transparente, bajaba por la calle y una pareja de marcianos se recostaba contra la pared. Por lo demás, nada en absoluto. La vida en Marte no era muy grata a los humanos.

–¿No habrá caído usted en esa martofilia que hace estragos en la Tierra? –preguntó Riordan, despreciativo.

–¡Oh, no! –repuso Wisby–. Pero los tiempos han cambiado. No se puede evitar.

–Antes fueron esclavos –gruñó Riordan.

–Sí, los tiempos cambian –repitió suavemente Wisby–. Cuando los primeros hombres llegaron a Marte, hace cien años, la Tierra concluía de padecer las Guerras Hemisféricas, las peores que el hombre conoció. Ellas hundieron e hicieron odiosas las viejas ideologías de Libertad e Igualdad. Las personas se volvieron recelosas y rudas. Tenían que existir, que sobrevivir. No fueron capaces de comprender a los marcianos ni pensar en ellos sino como en animales inteligentes. ¡Eran unos esclavos tan útiles! Podían alimentarse con poca comida, calor y oxígeno, y hasta eran capaces de aguantar quince minutos sin respirar. Y la de los marcianos se convirtió en una hermosa caza, la de unos seres inteligentes que podían escapar en muchas ocasiones, y aun arreglárselas para matar al cazador.

–Ya lo sé –contestó Riordan–. Por eso quiero cazar uno. Si la pieza no tiene defensa, la caza no es divertida.

–Pero ahora es distinto –prosiguió Wisby–. La Tierra ha permanecido en paz un largo tiempo. Una de las primeras reformas fue la de terminar con la esclavitud marciana.

Riordan lanzó un juramento.

–No tengo tiempo de filosofar con usted. Si puede conseguir que cace a un marciano, se lo agradeceré.

–¿En cuánto?

Hubo entre ellos un breve regateo antes de fijar una cifra. Riordan estaba provisto de fusiles y de una lancha cohete, pero Wisby debía suministrar el material radiactivo, un “halcón” y un perro. El precio final resultó elevado.

–Y ahora, ¿dónde consigo mi marciano? –inquirió Riordan, y señalando con un gesto a los dos que estaban en la calle, añadió:

–¡Atrape a uno de esos y suéltelo en el desierto!

Ahora le tocó a Wisby mostrarse despreciativo.

–¿A uno de esos? ¡Bah! ¡Vagabundos de ciudad! Un terrícola le daría a usted más guerra.

Los marcianos no parecían impresionantes. De algo más de un metro de estatura, sus piernas eran flacas y sus pies estaban provistos de garras y sus brazos terminaban en cuatro huesudos y ágiles dedos. Tenían el pecho amplio y robusto, pero la cintura era ridículamente estrecha. Eran vivíparos, de sangre caliente, y amamantaban a sus hijos; pero estaban cubiertos de plumaje gris. Las cabezas redondas estaban armadas de curvados picos, tenían enormes ojos ambarinos y las orejas rematadas por penachos de plumas, que justificaban su apodo de “buhitos”. Vestían sólo cinturones con bolsillos y llevaban agudos puñales. Ni siquiera los liberales de la Tierra estaban dispuestos a permitir a los indígenas el uso de armas modernas. Había demasiados agravios acumulados.

–Lo que usted necesita –dijo Wisby– es un marciano de la vieja época, y yo sé dónde hay uno.

Extendió un mapa sobre el escritorio, y dijo:

–Mire usted aquí, en las colinas de Hraef, a unas cien millas. Estos marcianos tienen una larga vida, quizás de dos siglos, y este sujeto, Kreega, ha merodeado por ahí desde que llegaron los primeros terrícolas. Dirigió muchos ataques marcianos en los primeros tiempos, pero desde la paz y amnistía general, vive solitario allá arriba, en una de las torres derruidas. Se trata de un viejo guerrero. Viene por aquí de cuando en cuando y trae pieles y minerales para cambiar; por eso sé algo sobre él –y los ojos de Wisby destellaron con rencor–. Nos haría usted un favor disparando sobre ese maldito arrogante. Ronda por aquí como si este sitio le perteneciera. Le sacará jugo a su dinero cazándolo.

La fuerte cabeza de Riordan asintió, con satisfacción.

 

El cazador tenía un halcón y un perro. Aquello era malo para la presa. El perro podía seguir su rastro por el olor y el pájaro, localizarla desde lo alto.

Kreega se sentó en una cueva mirando, entre las arenas, matojos requemados por el sol y rocas socavadas por el viento, y a varias millas de allí, los destellos metálicos del cohete posado en el suelo. El cazador era una pequeña mancha en el enorme paisaje estéril, un insecto solitario que se movía bajo el rojo anaranjado del cielo. Un débil y pálido sol se vertía sobre las rocas pardas, ocres o rojizas, sobre los bajos y polvorientos matorrales espinosos, los retorcidos arbustos y la arena que se movía suavemente entre ellos.

Solitario o no, el cazador tenía un arma, llevaba animales, y hasta un aparato de radio en la nave-cohete con el cual llamar a sus compañeros. Y la muerte trazaba en torno a ellos dos un círculo encantado, que Kreega no podría franquear sin atraer sobre sí una muerte aun peor que la que el rifle podría darle.

Pero, ¿había una muerte aun peor que aquella: ser fusilado por un monstruo y que luego éste se llevase su piel disecada como trofeo? El viejo orgullo férreo de su raza se irguió en Kreega, duro, amargo e irreductible. Él no le pedía mucho a la vida en aquellos días; soledad en su torre para reflexionar sobre la larga evolución de los marcianos y crear esas pequeñas, pero exquisitas obras de arte que amaba, la compañía de los seres de su raza en la Estación de la Asamblea, grave y antigua ceremonia que le procuraba un áspero goce, y la posibilidad de engendrar y dejar tras de sí hijos; una visita ocasional a los establecimientos de los terrícolas para obtener las mercancías de metal y vino (únicas cosas valiosas que habían traído a Marte); un vago anhelo de llevar a los suyos a un lugar donde pudiesen vivir como iguales ante todo el Universo. Nada más.

Barbotó una maldición contra los humanos y emprendió nuevamente su trabajo. Estaba tallando una punta de lanza. El matorral crujió, seca y alarmantemente; pequeños animales ocultos chillaron con terror, y el desierto entero le avisó que el monstruo se dirigía hacia su cueva. Pero ya no podía escapar.

 

Riordan esparció el isótopo del metal pesado en un círculo de veinte kilómetros de diámetro alrededor de la torre.

El isótopo radiactivo que empleaba tenía una vida media de unos cuatro días, lo que significaba que no sería seguro acercarse a aquellos lugares al menos en unas tres semanas; dos, como mínimo. Había, pues, tiempo para acosar al marciano en un espacio tan reducido. No existía siquiera el riesgo de que éste intentara cruzarlo. Los marcianos habían aprendido lo que significaba la radiactividad, desde los primeros días de su lucha con los terrícolas.

Riordan puso en marcha un aparato de alarma de su nave-cohete que, si no volvía dentro de dos semanas a desconectarlo, emitiría señales, y éstas, oídas por Wisby, le traerían auxilio. Comprobó el resto de su equipo. Tenía un traje de vuelo adaptado a las condiciones de vida marcianas; un compresor que le daría al aire del planeta la presión necesaria para que él pudiera respirarlo y, asimismo, absorbería el anhídrido carbónico de su respiración. También llevaba un rifle del 45, construido para disparar en Marte. Y, desde luego, brújula, binoculares y catre de campaña.

Para un caso extremo, cargó también un pequeño tanque de suspensina, gas que, mediante el giro de una válvula, podía mezclar con el aire que respirara, y que tenía la propiedad de paralizar las terminaciones nerviosas locales y retrasar el metabolismo hasta el punto en que un hombre pudiera vivir durante semanas con una bocanada de aire. Pero Riordan no esperaba tener que usarlo. Sería desagradable yacer tendido y con plena conciencia, esperando que funcionara la señal automática para llamar a Wisby.

Les silbó a sus animales. Eran bestias indígenas, de antaño domesticadas por los marcianos y luego por el hombre. El perro era como un lobo; flaco, pero de enorme pecho emplumado. El halcón, en la tenue atmósfera marciana, necesitaba una envergadura de dos metros para poder elevar su pequeño cuerpo.

Riordan no había mirado de cerca la torre. Era un edificio derruido que aún se erguía en la cumbre de una colina rojiza. Antiguamente –un ayer acaso diez mil años atrás–, los marcianos habían alcanzado una civilización que creó ciudades, agricultura y una cierta tecnología de tipo neolítico. Pero, según sus propias tradiciones, lograron una simbiosis con la vida salvaje del planeta y abandonaron, por inútiles, los mecanismos.

El perro ladró, y su ladrido pareció caer del frío y tranquilo aire, rebotar contra las rocas y quebrarse y morir, a su pesar, bajo el hondo silencio. De pronto, saltó; había descubierto huellas.

El mismo Riordan dio otro gran salto, que la escasa gravedad le facilitaba, mientras brillaban sus ojos verdes como el hielo herido por el sol. La caza había comenzado.

La respiración en los pulmones de Kreega se hizo rápida, dura y dolorosa. Sintió debilitarse y pesar sus piernas, y el latido del corazón pareció sacudir todo su cuerpo.

Pese a ello, corrió aún, mientras el horroroso clamor y el ruido de pasos se aproximaban.

Saltando, retorciéndose, rebotando de uno a otro despeñadero, deslizándose por profundos precipicios y espesos grupos de árboles, Kreega huyó. El perro iba tras él y el halcón aleteaba sobre su cabeza. El desierto luchaba a su favor; las plantas, con su extraña y ciega vida que ningún terrestre podría entender nunca, estaban de su parte. Las espinosas ramas se apartaban cuando él se arriesgaba entre ellas, y luego volvían a su primitiva posición para arañar los costados del perro y frenar su brutal carrera.

El terrestre ya llevaba cubiertos un par de kilómetros, pero no daba aún señales de cansancio. Kreega continuaba corriendo, pues quería alcanzar el borde rocoso antes de que el cazador le apuntara a través de la mira de su rifle. Subió corriendo la larga cuesta. El halcón revoloteaba en torno suyo, chocando con él, tratando de hundirle el pico y las garras en la cabeza, mientras su perseguido le pegaba con la lanza.

El marciano llegó, con esfuerzo, al borde de la roca aguda y vio el fondo del desfiladero, hundiéndose en las oscuras profundidades. Más allá, el sol poniente brillaba ante sus ojos. Sólo se detuvo un instante; luego saltó sobre el borde rocoso.

Kreega bajó por el otro lado de la roca, temiendo que se derrumbara por su peso. El halcón voló sobre él, muy cerca, agrediéndole y chillando para llamar la atención de su amo.

Se deslizó, de cara al precipicio, hasta la mancha gris verdosa de un viñedo, y sus nervios vibraron ante la atracción de la antigua simbiosis.

El halcón se precipitó de nuevo sobre él, que quedó inmóvil, rígido, como muerto, hasta que el ave se posó sobre su hombro, con un graznido de triunfo, lista para sacarle los ojos.

Entonces las parras se agitaron. No eran fuertes pero sus espinosos zarcillos se hundieron en el pájaro, que no pudo liberarse. Kreega se dirigió con apuro por el desfiladero, mientras las parras retenían al halcón.

Riordan asomó amenazador, destacándose vivamente contra el oscuro cielo, e hizo dos disparos; las balas pasaron silbando, muy cerca, rozando las profundidades que albergaban al marciano. La noche se aproximaba como una cortina. En medio de la oscuridad, Kreega oyó reír a su perseguidor, y las rocas se estremecieron ante aquella risa.

Después de un rato, Riordan acampó. Se acostó mirando la espléndida noche estrellada. Marte era oscuro durante la noche; sus dos satélites, Fobos, una simple mancha móvil, y Deimos, sólo una estrella, lo alumbraban bien poco. Era oscuro, frío y vacío. El perro se había enterrado en la arena, cerca de allí.

Las matas, los árboles y los pequeños animales charlaron, murmuraron y chismorrearon, con palabras que él no podía oír, sobre el terrícola que se calentaría trabajosamente. Pero Riordan no podía comprender aquel lenguaje, que no era propiamente lenguaje.

Soñoliento, Riordan recordó pasados lances de caza. La caza mayor de la Tierra: leones, tigres, elefantes, búfalos y carneros salvajes en las altas cimas de las Rocallosas bañadas por el sol.

Las húmedas selvas de Venus y el rugido, semejante a una tos, del monstruo miriápodo de los pantanos, aplastando los árboles al pasar hacia el sitio donde él lo esperaba emboscado. Primitivos redobles de tambores en una cálida y húmeda noche, cantos de batidores que bailan en torno al fuego, algarabías en las infernales llanuras de Mercurio, con un sol agobiante cayendo sobre los mezquinos trajes aislantes, la grandeza y desolación de los pantanos de gas líquido en Neptuno y la pujante y ciega vida que gritaba en ellos hasta el atontamiento.

Pero aquella era la más solitaria, extraña y, quizás, peligrosa caza de todas y, por lo mismo, la mejor.

Despertó a la primera luz de un alba gris, tomó un parco desayuno y le silbó al perro para que lo siguiera.

El perro se puso en marcha y tardó una hora en hallar el rastro. Entonces lanzó un ladrido, sonoro y profundo, y siguieron caminando, más lentamente ahora, pues el camino era difícil y pedregoso. Todo estaba tranquilo, con una tranquilidad profunda, tensa y, en cierto modo, expectante.

El perro quebró aquella paz con un ansioso ladrido y salió corriendo. Riordan se lanzó tras él, tropezando en la tupida maleza, jadeante, gruñendo y maldiciendo de excitación.

De súbito, la maleza se abrió a sus pies. Con un aullido de terror, el perro resbaló por la inclinada pared del pozo que se veía al descubierto. Riordan se lanzó tras el animal, con rapidez felina, y se echó de bruces, mientras una de sus manos alcanzaba a asir la cola del perro. El golpe casi lo hizo caer también a él en el agujero. Enganchó el brazo a una mata que, a su vez, se le clavó en el casco, y jaló al perro hacia arriba.

Aún estremecido observó la trampa. Estaba bien hecha; unos seis metros de profundidad, con paredes tan rectas y estrechas como lo permitía lo arenoso del suelo y astutamente cubierta de rastrojos. Hincadas en el fondo brillaban tres amenazadoras puntas de lanza talladas en pedernal.

Enseñó los dientes con una mueca de lobo, y miró en torno suyo. El buhito debía haber pasado la noche entera haciendo eso, luego no podía estar muy lejos. Además, debía estar muy cansado.

Como en respuesta a sus pensamientos, una piedra se desprendió de la pared rocosa más cercana. Riordan se echó a un lado y la vio chocar en el sitio que él ocupaba antes.

–¡Adelante! –aulló, lanzándose hacia la roca.

Durante un momento una forma gris se destacó sobre el borde rocoso y arrojó una lanza; Riordan le disparó, y la visión se desvaneció.

La lanza rozó el áspero tejido de sus ropas y él saltó a una estrecha cornisa al borde del precipicio.

Al marciano no se le veía por ninguna parte, pero un débil rastro de sangre se internaba en la abrupta comarca.

Siguieron ese rastro durante dos o tres kilómetros y luego lo perdieron. Riordan inspeccionó el panorama de árboles y ramas que ocultaban el horizonte por doquier. Un sudor, que no podía enjuagar, bañaba su cara y su cuerpo. Sentía un intolerable ardor y sus pulmones se irritaban al respirar aquel aire enrarecido. Pero, con todo, reía con verdadero deleite. ¡Vaya cacería!

Kreega yacía a la sombra de una elevada peña y se estremecía por su debilidad. Más allá, la luz del sol danzaba en lo que, para él, era un cegador e intolerable deslumbramiento, ardiente, cruel y devorador, duro y brillante como el metal de los conquistadores. Ahora tenía hambre, la sed era un tormento salvaje en su boca y garganta, y aún lo seguían.

Ya no estaban lejos. Todo el día lo acosaron a través de la atormentada extensión de piedra y arena, y ahora sólo podía esperar el combate. Sintió la extenuación como una carga férrea.

La herida del costado le quemaba. No era profunda, pero le había causado sangrado y dolor. Por un instante, el guerrero Kreega desapareció para convertirse en un solitario y asustado chiquillo que sollozaba en el desierto: “¿Por qué no pueden dejarme solo?” Un arbusto bajo, de color verde sucio, crujió. Un correarenas pio en una de las hendiduras. Los perseguidores se acercaban.

Rápidamente, Kreega se subió a la cima de la roca y se aplastó contra ella, de bruces. Le habían seguido la pista y ahora tendría, por fuerza, que acercarse a su torre.

Desde allí podía verla. Una baja y amarillenta ruina, combatida por los vientos durante milenios. En su huida sólo había tenido tiempo de tomar un arco, unas pocas flechas y un hacha. ¡Míseras armas! Las flechas no podían traspasar las ropas del terrícola, cuando manejaba el arma un débil marciano, y aunque el hacha hubiera sido de acero, era siempre algo pequeña y poco contundente. Pero era todo lo que tenía, eso y sus pocos aliados del desierto, que pugnaban por conservar su soledad.

Kreega colocó una flecha en la cuerda y se tendió en silencio bajo la pálida luz del sol, a la espera.

Llegó primero el perro, ladrando y aullando. Kreega tensó el arco cuanto pudo. El animal estaba más allá de la roca; el terrícola, casi debajo de ella. Disparó la flecha.

Estremeciéndose salvajemente, Kreega vio la flecha atravesar al perro, vio a éste saltar en el aire y luego rodar y rodar, aullando y mordiendo el astil con furia.

Como una centella gris, el marciano saltó de la roca y se arrojó sobre el terrícola. Golpeó al hombre y cayeron juntos.

Fieramente manejó el marciano el hacha, que partió el casco de su enemigo. Sin sitio para revolverse, Riordan rugió y respondió con un puñetazo. Kreega rodó hacia atrás. Riordan le disparó. Kreega se levantó y huyó. El otro, rodilla en tierra, le apuntó con cuidado a la sombra gris que trepaba por la colina más próxima.

Una pequeña serpiente de arena mordió la pierna del cazador y luego se enrolló en su muñeca, lo que bastó para desviar el tiro.

El marciano vio la breve agonía de la serpiente al ser rechazada por el hombre, que la aplastó con el pie. Algo más tarde oyó una explosión. El hombre había volado la torre.

Kreega había perdido el hacha y el arco. Estaba completamente inerme; y el cazador no cejaría en su intento. Aun sin sus animales lo seguiría, más despacio pero tan incansablemente como antes.

Kreega descansó un momento sobre el saliente de una roca. Sus sollozos sacudían el delgado cuerpo y el viento del crepúsculo vespertino sonaba a su compás.

El suave rumor de los pasos de un correarenas despertó los ecos de las rocas bajas, batidas por el viento, y la maleza comenzó a hablar murmurando, por doquier, con su antiguo y mudo lenguaje.

El desierto, el planeta entero, su arena y su viento, bajo las altas y frías estrellas, la tierra, toda soledad y silencio y destino (un destino que no era el del hombre), le hablaron. La enorme unidad de la vida marciana, sublevada contra el cruel medio ambiente, se estremeció en su sangre.

“No luchas solo –murmuraba el desierto–; luchas por todo Marte y nosotros estamos a tu lado.”

Algo se movió en la oscuridad; una pequeña forma cálida, corriendo sobre su mano; una pequeña cosa plumosa y arratonada, que moraba escondida bajo la arena y pasaba su breve vida, fugitiva, contenta con su forma de vivir. Pero era parte de aquel mundo, y Marte no conoce la piedad.

Aún había ternura en el corazón de Kreega que, suavemente y en su lenguaje articulado, preguntó:

–¿Harás esto por nosotros? ¿Lo harás, pequeño hermano?

Riordan estaba demasiado rendido para dormir bien. Había permanecido despierto mucho rato, pensando. Así pues –se acordó–, también el perro estaba muerto. El incidente lo indujo a considerar la inmensidad del desierto. Oía murmullos; el matorral gemía en la oscuridad, el viento soplaba con salvaje y fúnebre sonido sobre las rocas débilmente iluminadas por las estrellas; era como si todo aquello tuviera voz, como si el mundo entero le murmurara amenazas en la noche. Vagamente se preguntaba si el hombre dominaría alguna vez Marte, si la raza humana no había corrido esta vez tras algo más grande que ella misma.

De pronto, algo se estremeció, despertándolo de un inquieto sueño, y vio una cosa pequeña que se le acercaba. Buscó el rifle, junto a su saco de dormir, y luego lanzó una carcajada. Era un ratón de arena.

Al apuntar el alba se levantó. Con ojos adiestrados buscó la pista del marciano, pero sólo halló arena y matorrales por doquier.

El mediodía lo encontró en un terreno más alto, de informes colinas con delgadas agujas rocosas que se destacaban contra el cielo. Proseguía avanzando confiado en su propia capacidad para descubrir a la presa. La huella aparecía ya, clara y fresca.

Se puso en tensión, convencido de que el marciano no podía estar lejos. Asió el rifle y siguió caminando más despacio.

Ascendió a una alta cordillera y contempló el oscuro y fantástico paisaje. Cerca del horizonte vio una raya oscura. Era el límite de su barrera radiactiva, que el marciano no podría traspasar.

Conectó el amplificador e hizo resonar su voz en la tranquilidad del ambiente:

–Sal, buhito. Voy a atraparte. Podrías salir ahora y así terminaríamos antes.

Los ecos la esparcieron por el espacio entre las desnudas peñas, temblorosas y estremecidas bajo la bronceada bóveda del cielo:

–Sal de ahí, sal de ahí, sal.

Le pareció distinguir al marciano surgiendo como un fantasma gris entre las amontonadas piedras. Quedó allí, inmóvil, a menos de seis metros. Por un instante, la sorpresa fue excesiva; Kreega esperaba, apenas visible, como si fuera un espejismo.

Luego el cazador lanzó un grito y levantó el rifle. Continuó allí el marciano, como una estatua esculpida en piedra gris; y Riordan, con un poco de desencanto, pensó que, después de todo, el marciano había decidido entregarse a la muerte inevitable.

–¡Hasta nunca! –murmuró, y oprimió el gatillo.

Como el ratón de arena se había introducido en el cañón, el fusil estalló.

Riordan sintió el estallido y vio el cañón abierto, como un plátano podrido. No resultó herido pero, mientras se reponía de la sorpresa, Kreega saltó sobre él.

El marciano medía poco más de un metro, era flaco y estaba desarmado, pero se lanzó sobre el terrícola como un pequeño vendaval. Sus piernas rodearon la cintura del hombre y sus manos se aferraron a su garganta.

Riordan cayó ante la acometida. Rugió como un tigre y enganchó sus manos en la estrecha garganta del marciano. Kreega lo atacó inútilmente con su pico. Rodaron ambos en una nube de polvo. Los matorrales murmuraban excitados.

Riordan trató de romperle el cuello, pero Kreega lo evitó revolviéndose hacia atrás.

Con un estremecimiento de terror, Riordan oyó el silbido del aire que se le escapaba cuando el pico y las garras de Kreega abrieron el tubo de oxígeno. Riordan maldijo, y de nuevo trató de agarrar la garganta del marciano. Lo consiguió y así se mantuvo a pesar de todos los esfuerzos de Kreega por romper aquel lazo.

Riordan sonrió cansadamente, sin soltar su presa. Al cabo de unos cinco minutos, Kreega ya no se movía. Siguió apretando otros cinco minutos, para asegurarse. Luego lo soltó y se palpó la espalda, tratando de alcanzar el aparato.

El aire que encerraba en su traje era impuro y caliente. No lograba conectar el tubo con la bomba.

Miró la ligera y silenciosa forma del marciano. Un débil aliento rizaba las plumas grises. ¡Qué luchador había sido! Sería el orgullo de su colección de trofeos cuando volviera a la Tierra. Desenrolló su saco y lo extendió cuidadosamente. De ningún modo podría regresar hasta el cohete con el aire que le quedaba; no había más remedio que emplear la suspensina, pero tenía que hacerlo cuando estuviera dentro del saco, si no quería que las heladas noches le cuajaran la sangre.

Se arrastró hasta él, asegurando cuidadosamente las válvulas de cierre y abriendo la del depósito de suspensina. Se iba a aburrir horriblemente, tumbado allí hasta que Wisby captara la señal dentro de unos diez días y viniera a buscarlo; pero sobreviviría. Sería otra experiencia que recordar. En aquel aire seco, la piel del marciano se conservaría perfectamente.

Sintió cómo la parálisis se apoderaba de él, cómo se atenuaban los latidos del corazón y la actividad de los pulmones. Sus sentidos y su mente estaban vivos, y se daba cuenta de que la relajación completa también tiene sus aspectos desagradables. Pero había vencido. Había matado con sus propias manos a la presa más salvaje.

En aquel momento, Kreega se incorporó y se palpó cuidadosamente. Le pareció que tenía una costilla rota. Había permanecido asfixiado durante diez largos minutos; pero un marciano puede pasar hasta quince sin respirar.

Abrió el saco y le quitó las llaves a Riordan; después se dirigió lentamente hacia el cohete. Uno o dos días de experimentos le enseñaron a manejarlo. Volvería con sus congéneres, cerca de Sirte. Ahora tenía una máquina terrestre y armas terrestres que copiar…

Pero primero había que atender otra cosa. Volvió y arrastró al terrícola hasta una cueva, dejándolo fuera de toda posibilidad de que lo encontrara alguna cuadrilla de salvamento.

Durante un rato, miró los ojos de Riordan, sobrecogidos de horror. Luego habló lentamente, en un inglés defectuoso:

–Por los que has matado y por ser extranjero en un mundo que no te necesita, y en espera del día en el que Marte sea libre, te abandono.

Antes de irse trajo varios depósitos de oxígeno y los enchufó al aparato del hombre. Con aquello bastaba para que, en aquella hibernación provocada por la suspensina, se mantuviera vivo durante mil años.