Sherwood Anderson
Era un anciano de barba
blanca con unas manos y una nariz enormes. Mucho antes de la época en que
trabaremos conocimiento con él, había sido médico y conducido un caballo blanco
de casa en casa por las calles de Winesburg. Luego se casó con una chica adinerada,
que había heredado una granja grande y fértil a la muerte de su padre. La chica
era callada, alta y morena, y a muchos les parecía muy hermosa. Todos en
Winesburg se preguntaban por qué se habría casado con el médico. Al cabo de un
año de celebrarse el matrimonio, murió.
Las
manos del médico tenían unos nudillos gigantescos. Con los puños cerrados
parecían ristras de bolas de madera sin pintar, tan grandes como nueces unidas
por varillas de acero. Fumaba una pipa de maíz y, desde que murió su mujer, se
pasaba el día sentado en su consulta vacía junto a una ventana cubierta de
telarañas. Nunca la abría. Un día muy caluroso de agosto lo intentó, pero se
encontró con que estaba atrancada y ya no volvió a acordarse de abrirla.
Winesburg
había olvidado al anciano, pero el doctor Reefy ocultaba en su interior el
germen de muchas cosas buenas. Solo, en su mohosa consulta del edificio
Heffner, sobre el almacén de la Compañía Parisina de Productos Textiles,
trabajaba incansable en la construcción de algo que él mismo destruía después.
Pequeñas pirámides de verdad que erigía y luego derribaba para seguir teniendo
verdades con las que construir nuevas pirámides.
El
doctor Reefy era alto y hacía diez años que usaba el mismo traje, que estaba
deshilachado por las mangas y tenía agujeros en los codos y las rodillas.
Cuando estaba en la consulta vestía también un guardapolvo de lino con enormes
bolsillos en los que metía constantemente tiras de papel. Al cabo de unas
semanas las tiras de papel se convertían en bolitas redondas y duras, y cuando
los bolsillos estaban llenos, los vaciaba en el suelo. En diez años no había
tenido más que un amigo, otro anciano llamado John Spaniard que poseía un
vivero de árboles. A veces, cuando estaba de buen humor, el viejo doctor Reefy
sacaba del bolsillo un puñado de bolitas y se las arrojaba al dueño del vivero.
“Vergüenza debería darte, viejo charlatán sentimental”, le gritaba muerto de
risa.
La
historia del doctor Reefy y de su noviazgo con la chica alta y morena que llegó
a convertirse en su mujer y le dejó todo su dinero es muy curiosa. Resulta
deliciosa, como esas manzanitas un poco rugosas que crecen en los huertos de
Winesburg. En otoño, uno pasea por los huertos y el suelo está duro por efecto
de la escarcha. Los recolectores han recogido las manzanas. Las han metido en
barriles y enviado a la ciudad donde las comerán en apartamentos llenos de
libros, revistas, muebles y personas. En los árboles sólo quedan unas pocas
manzanas arrugadas descartadas por los recolectores y que recuerdan a los
nudillos de las manos del doctor Reefy. Si las mordisqueas, descubres que son
deliciosas. Toda su dulzura se ha concentrado en un lugar redondeado en uno de
sus lados. Uno va de árbol en árbol por el suelo helado recogiendo las manzanas
rugosas y arrugadas y metiéndoselas en los bolsillos. Sólo unos cuantos conocen
la dulzura de las manzanas arrugadas.
La
chica y el doctor Reefy empezaron su noviazgo una tarde de verano. Él tenía
cuarenta y cinco años y había adquirido ya la costumbre de llenarse los
bolsillos con las tiras de papel que se convertían en bolitas duras y luego
acababan tiradas por el suelo. Se había acostumbrado a hacerlo mientras iba en
su carricoche tras el jamelgo blanco y recorría despacio los caminos
comarcales. En los papeles escribía ideas, finales y principios de ideas.
Una
por una, la imaginación del doctor Reefy había ido concibiendo todas aquellas
ideas. A partir de muchas de ellas, formaba una verdad que se alzaba gigantesca
en su cerebro. La verdad ensombrecía el mundo. Se convertía en algo terrible y
luego se desdibujaba y volvía a empezar con las pequeñas ideas.
La
chica alta y morena fue a ver al doctor Reefy porque estaba encinta y tenía
miedo. Estaba en ese estado debido a una serie de circunstancias también
curiosas.
La
muerte de su padre y de su madre y los fértiles acres de tierra que heredó
atrajeron a una nube de pretendientes. Pasó dos años recibiendo pretendientes
casi cada tarde. A excepción de dos, todos eran idénticos. Le hablaban de
pasión y, cuando la miraban, se notaba una extraña ansiedad en sus voces y su
mirada. Los dos que eran diferentes no se parecían nada entre sí. Uno de ellos,
un joven delgado de manos blancas, el hijo de un joyero de Winesburg, hablaba
continuamente de la virginidad. Cuando estaba con ella, no había forma de
hacerle cambiar de conversación. El otro, un chico moreno de grandes orejas,
nunca decía nada, pero se las arreglaba para arrastrarla hasta algún rincón
oscuro y besarla.
Al
principio, la chica alta y morena pensó que se casaría con el hijo del joyero.
Se pasó horas sentada en silencio escuchándolo hablar y luego empezó a temerse
algo. Empezó a sospechar que su charla sobre la virginidad ocultaba una lujuria
mayor que la de los demás. A veces le parecía que al hablar sujetaba su cuerpo
entre sus manos. Imaginaba cómo le daba vueltas muy despacio entre sus manos
blancas mientras la miraba fijamente. Por las noches soñaba que le había
mordido el cuerpo con sus fauces goteantes. Tuvo aquel sueño tres veces, luego
la dejó encinta el que nunca decía nada, pero que en un momento de pasión la
mordió de verdad en el hombro y le dejó varios días marcada la señal de los
dientes.
Cuando
la chica alta y morena conoció al doctor Reefy decidió que no quería separarse
nunca de él. Se presentó una mañana en su consulta y él pareció hacerse cargo
de lo sucedido sin que ella le dijera nada.
En
la consulta del médico había una mujer, la esposa de un hombre que regentaba
una librería en Winesburg. Como todos los médicos anticuados de pueblo, el
doctor Reefy ejercía de sacamuelas, y la mujer se apretaba un pañuelo contra
los dientes y gemía. Su marido estaba con ella y, cuando le sacó la muela, los
dos gritaron y la sangre manchó el vestido blanco de la mujer. La chica alta y
morena no prestó ninguna atención. Cuando se fueron, el médico sonrió. “Iremos
a dar un paseo”, dijo.
Las
siguientes semanas, la chica alta y morena y el médico se vieron casi a diario.
El estado que la había empujado a visitarlo terminó a causa de una enfermedad,
pero a la joven le ocurrió como a quienes han descubierto la dulzura de las
manzanas arrugadas y rugosas: no volvió a interesarse por las frutas redondas y
perfectas que comen en los apartamentos de la ciudad. Ese otoño, poco después
de iniciar sus relaciones, se casó con el doctor Reefy y la siguiente
primavera, murió. Durante todo el invierno él le leyó los pensamientos que
había garrapateado en los trocitos de papel. Después de leérselos se reía y los
guardaba en el bolsillo para que se convirtieran en bolitas apretadas.
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