Juan José Saer
En esta familia, sabía decir
mi hermano cuando había alguna discusión, el que no es loco es cantor. Murió la
semana pasada en el hospital psiquiátrico. Había pasado adentro los últimos
veinte años de su vida: me acuerdo de que cuando yo era chico, ya íbamos a
verlo todos los domingos con un paquete en el que había bizcochos y naranjas, y
que él no siempre se dignaba recibirnos. A veces un enfermero venía a avisar
que mi hermano no estaba de ánimo para recibir visitas, y entonces empezábamos
a caminar por la calle de tierra hacia la parada de tranvías, más confusos o
humillados que entristecidos, en la siesta soleada de los domingos.
Según supe
más tarde por mi madre, la enfermedad de mi hermano había empezado durante un
verano de mucha sequía: la ciudad, el campo alrededor y los ríos se cocinaban
despacio al sol blanco de enero. Apenas si se podía salir a la calle o mirar el
sol de frente. La ciudad estaba como vacía; uno podía caminar horas por las
calles sin cruzarse con nadie. Las hojas de los árboles estaban grises y
achicharradas, y la luz daba fuerte, un poco cenicienta, contra los patios.
Un día de
ese verano mi hermano, que tenía dieciocho años y estaba por empezar a trabajar
en el ferrocarril como mi padre, se negó a salir durante dos días de su
habitación, diciendo que afuera había un gran diamante que quemaba la mirada.
Con gran afabilidad, como si hablara con una criatura, le explicó a mi padre
desde detrás de su puerta trancada, que el día anterior había visto en la calle,
en la avenida del Oeste, frente al Mercado de Abasto, una larga línea oblicua,
que iba desde los ojos de un hombre hasta una de las caras del diamante, la
línea de la mirada, arder como una mecha de una punta a la otra y de un modo
instantáneo. Dijo que había visto alejarse al hombre con las pestañas
chamuscadas. Cuando al segundo día mi padre y otros miembros de la familia
decidieron por fin abrir la puerta a pechazos, encontraron a mi hermano tirado
tranquilamente en la cama, una pierna plegada y la otra cruzada sobre la
rodilla de la primera –detalle que, no sé por qué, hacía sonreír a mi madre
cada vez que me contaba la historia.
Cuando lo
encontraron sobre la cama, mi hermano tenía los ojos cerrados, bien cerrados, y
nunca los volvió a abrir de verdad. Hubo que llevarlo a los médicos, a los
tratamientos, y por fin al psiquiátrico, como si se tratara de un ciego,
guiándolo a través de esa oscuridad voluntaria con la que protegía la
integridad de su mirada. Y cuando, después de meses, de años de estar encerrado
en el manicomio, abrió un día los ojos, tuvo la cortesía de explicarle a un
médico, el que a su vez nos lo explicó a nosotros con una mueca irónica bajo el
bigote bien recortado, que abría los ojos metafóricamente, en
apariencia, que durante los años en que había tenido los ojos cerrados había
estado construyéndose, un poco más atrás de los ojos mismos, una mirada férrea,
inalterable, a prueba de fuego, para enfrentar la luz terrible. Con una
terminología científica altamente compleja, nos dijo el médico, mi hermano le
había explicado su modo de proceder. Los términos que subrayo pertenecen a su
léxico científico: con los ojos cerrados había ido absorbiendo partículas de la
luz exterior cuyo choque de combustión disminuía al penetrar filtrada
por los párpados y que se acumulaban detrás de los ojos y acorazaban su nuevo aparato
visual. Mi hermano había seguido, según su propia expresión, las leyes de
esa ciencia rigurosa, la homeopatía.
Dejo al
lector especializado formarse una opinión independiente sobre la capacidad
técnica y científica de mi hermano. Lo único que yo puedo decir es que la
semana pasada, horas después de haber pasado al otro mundo, seguía todavía con
los ojos abiertos: así estuvo hasta que uno de mis tíos, molesto tal vez por un
triunfo científico que saltaba a la vista, decidió ponerle una moneda de un
peso en cada párpado para que se mantuvieran cerrados.
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