Baldomero Lillo
Ruperto Tapia, alias “El Guarén”, guardián tercero de la policía comunal,
de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle
con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado
de la importancia del cargo que desempeña.
De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido,
el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un
pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos
policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares.
Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación
dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad
de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica
es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude
con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan
estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria
cuando se les ha oído siquiera una vez.
Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados
sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de “El Guarén” se
ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos
y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se
desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender
una infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse
en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento
de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto,
agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse
con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera
perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo.
“El Guarén” conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él
es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue
en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero.
La muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en
ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego
avanza hacia el guardián y le dice sonriente:
–¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle
por el cogote el bichito ese!
Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra
que tenía asida por la cola, y agregó:
–Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a
dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las
prójimas que pasean por aquí.
Pero “El Guarén”, en vez de coger el reptil que su interlocutor
le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó.
–Vais a acompañarme al cuartel.
–¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso,
entonces? –profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto
antes.
Y el aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba
en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que
él conservaba en la diestra:
–Te llevo porque andas con animales –aquí se detuvo,
hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió–: Porque andas con animales
inamibles en la vía pública.
Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien
se había librado del cuerpo del delito, tirándolo al agua de la acequia, el representante
de la autoridad se mantuvo inflexible en su determinación.
A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que
dormitaba delante de la mesa, los recibió de malísimo humor. En la noche había asistido
a una comida dada por un amigo para celebrar el bautizo de una criatura, y la falta
de sueño y el efecto que aún persistía del alcohol ingerido durante el curso de
la fiesta mantenían embotado su cerebro y embrolladas todas sus ideas. Su cabeza,
según el concepto vulgar, era una olla de grillos.
Después de bostezar y revolverse en el asiento, enderezó
el busto y lanzando furiosas miradas a los inoportunos cogió la pluma y se dispuso
a redactar la anotación correspondiente en el libro de novedades. Luego de estampar
los datos concernientes al estado, edad y profesión del detenido, se detuvo e interrogó:
–¿Por qué le arrestó, guardián?
Y el interpelado, con la precisión y prontitud del que
está seguro de lo que dice, contestó:
–Por andar con animales inamibles en la vía pública,
mi inspector.
Se inclinó sobre el libro, pero volvió a alzar la pluma
para preguntar a Tapia lo que aquella palabra, que oía por primera vez, significaba,
cuando una reflexión lo detuvo: si el vocablo estaba bien empleado, su ignorancia
iba a restarle prestigio ante un subalterno, a quien ya una vez había corregido
un error de lenguaje, teniendo más tarde la desagradable sorpresa al comprobar que
el equivocado era él. No, a toda costa había que evitar la repetición de un hecho
vergonzoso, pues el principio básico de la disciplina se derrumbaría si el inferior
tuviese razón contra el superior. Además, como se trataba de un carretelero, la
palabra aquella se refería, sin duda, a los caballos del vehículo que su conductor
tal vez hacía trabajar en malas condiciones, quién sabe si enfermos o lastimados.
Esta interpretación del asunto le pareció satisfactoria y, tranquilizado ya, se
dirigió al reo:
–¿Es efectivo eso? ¿Qué dices tú?
–Sí, señor; pero yo no sabía que estaba prohibido.
Esta respuesta, que parecía confirmar la idea de que
la palabra estaba bien empleada, terminó con la vacilación del oficial que, concluyendo
de escribir, ordenó en seguida al guardián:
–Páselo al calabozo.
Momentos más tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban
delante del prefecto de policía. Este funcionario, que acababa de recibir una llamada
por teléfono de la gobernación, estaba impaciente por marcharse.
–¿Está hecho el parte? –preguntó.
–Sí, señor –dijo el oficial, y alargó a su superior
jerárquico la hoja de papel que tenía en la diestra.
El jefe la leyó en voz alta, y al tropezar con un término
desconocido se detuvo para interrogar:
–¿Qué significa esto? –Pero no formuló la pregunta.
El temor de aparecer delante de sus subalternos ignorante, le selló los labios.
Ante todo había que mirar por el prestigio de la jerarquía. Luego la reflexión de
que el parte estaba escrito de puño y letra del oficial de guardia, que no era un
novato, sino un hombre entendido en el oficio, lo tranquilizó. Bien seguro estaría
de la propiedad del empleo de la palabreja, cuando la estampó ahí con tanta seguridad.
Este último argumento le pareció concluyente, y dejando para más tarde la consulta
del Diccionario para aclarar el asunto, se encaró con el reo y lo interrogó:
–Y tú, ¿qué dices? ¿Es verdad lo que te imputan?
–Sí, señor Prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo
no sabía que estaba prohibido.
El jefe se encogió de hombros, y poniendo su firma en
el parte, lo entregó al oficial, ordenando:
–Que lo conduzcan al juzgado.
En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe
que, por enfermedad del titular, ejercía el cargo en calidad de suplente, después
de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de meditación, interrogó al
reo:
–¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar
en tu defensa?
La respuesta del detenido fue igual a las anteriores:
–Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba
prohibido.
El magistrado hizo un gesto que parecía significar:
“Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo”. Y, tomando la pluma, escribió
dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al guardián, mientras
decía, fijando en el reo una severa mirada:
–Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos
de multa.
En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones
en una libreta, cuando “El Guarén” entró en la sala y, acercándose a la mesa, dijo:
–El reo pasó a la cárcel, mi inspector.
–¿Lo condenó el juez?
–Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte
pesos de multa; pero como a la carretela se le quebró un resorte y hace varios días
que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta mañana
fue a dejar los caballos al potrero.
El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del
oficial.
–Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces,
infringir el reglamento del tránsito?
–El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto,
mi inspector.
–No es posible, guardián; usted habló de animales...
–Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted
sabe que los animales inamibles son sólo tres: el sapo, la culebra y la lagartija.
Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la
vía pública. Mi deber era arrestarlo, y lo arresté.
Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial
que, sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
–Inamibles, ¿por qué son inamibles?
El rostro astuto y socarrón de “El Guarén” expresó la
mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador,
sino que estimaba de buena fe que esa palabra había existido siempre en el idioma;
y si los demás la desconocían, era por pura ignorancia. De aquí la orgullosa suficiencia
y el aire de superioridad con que respondió:
–El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin
ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi
inspector.
Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento
y alzó las manos con desesperación. Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando
sin examen aquel maldito vocablo, y su consternación subía de punto al evidenciar
el fatal encadenamiento que su error había traído consigo. Bien advirtió que su
jefe, el Prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel término; pero no lo
hizo, confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. ¡Dios misericordioso!
¡Qué catástrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya estaría descubierto.
Porque en el juzgado, al juez y al secretario debía haberles llamado la atención
aquel vocablo que ningún diccionario ostentaba en sus páginas. Pero esto no era
nada en comparación de lo que sucedería si el editor del periódico local, “El Dardo”,
que siempre estaba atacando a las autoridades, se enterase del hecho. ¡Qué escándalo!
¡Ya le parecía oír el burlesco comentario que haría caer sobre la autoridad policial
una montaña de ridículo!
Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por
la sala, tratando de encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual
se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la mesa, entintó la pluma
y en la página abierta del libro de novedades, en la última anotación y encima de
la palabra que tan trastornado lo traía, dejó caer una gran mancha de tinta. La
extendió con cuidado, y luego contempló su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme
borrón era imposible ahora descubrir el maldito término, pero esto no era bastante;
había que hacer lo mismo con el parte policial. Felizmente, la suerte érale favorable,
pues el escribiente del Alcaide era primo suyo, y como el Alcaide estaba enfermo,
se hallaba a la sazón solo en la oficina. Sin perder un momento, se trasladó a la
cárcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio encima de la mesa,
en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la momentánea ausencia de
su pariente, que había salido para dar algunas órdenes al personal de guardia, hizo
desaparecer bajo una mancha de tinta el término que tan despreocupadamente había
puesto en circulación. Un suspiro de alivio salió de su pecho. Estaba conjurado
el peligro, el documento era en adelante inofensivo y ninguna mala consecuencia
podía derivarse de él.
Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero
lo asaltó y una sombra de disgusto veló su rostro. De pronto se detuvo y murmuró
entre dientes:
–Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado.
Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña
palabra estampada en un documento que llevaba su firma y que había aceptado, porque
las graves preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo término
un asunto que consideró en sí mínimo e insignificante. Pero más tarde, un vago temor
se apoderó de su ánimo, temor que aumentó considerablemente al ver que el Diccionario
no registraba la palabra sospechosa.
Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia,
resuelto a poner en claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo
interior de comunicación, vio entrar en la sala a “El Guarén”, que venía de la cárcel
a dar cuenta de la comisión que se le había encomendado. Sin perder una sílaba,
oyó la conversación del guardián y del oficial, y el asombro y la cólera lo dejaron
mudo e inmóvil, clavado en el pavimento.
Cuando el oficial hubo salido, entró y se dirigió a
la mesa para examinar el Libro de Novedades. La mancha de tinta que había hecho
desaparecer el odioso vocablo tuvo la rara virtud de calmar la excitación que lo
poseía. Comprendió en el acto que su subordinado debía estar en ese momento en la
cárcel, repitiendo la misma operación en el maldito papel que en mala hora había
firmado. Y como la cuestión era gravísima y exigía una solución inmediata, se propuso
comprobar personalmente si el borrón salvador había ya apartado de su cabeza aquella
espada de Damocles que la amenazaba.
Al salir de la oficina del Alcaide el rostro del Prefecto
estaba tranquilo y sonriente. Ya no había nada que temer; la mala racha había pasado.
Al cruzar el vestíbulo divisó tras la verja de hierro un grupo de penados.
Su semblante cambió de expresión y se tornó grave y
meditabundo. Todavía queda algo que arreglar en ese desagradable negocio, pensó.
Y tal vez el remedio no estaba distante, porque murmuró a media voz:
–Eso es lo que hay que hacer; así queda todo solucionado.
Al llegar a la casa, el juez, que había abandonado el
juzgado ese día un poco más temprano que de costumbre, encontró a “El Guarén” delante
de la puerta, cuadrado militarmente. Habíanlo designado para el primer turno de
punto fijo en la casa del magistrado. Éste, al verle, recordó el extraño vocablo
del parte policial, cuyo significado era para él un enigma indescifrable. En el
Diccionario no existía y por más que registraba su memoria no hallaba en ella rastro
de un término semejante.
Como la curiosidad lo consumía, decidió interrogar diplomáticamente
al guardián para inquirir de un modo indirecto algún indicio sobre el asunto. Contestó
el saludo del guardián, y le dijo afable y sonriente:
–Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan
a los animales. Hay gentes muy salvajes. Me refiero al carretelero que arrestó usted
esta mañana, por andar, sin duda, con los caballos heridos o extenuados.
A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras,
el rostro de “El Guarén” iba cambiando de expresión. La sonrisa servil y gesto respetuoso
desaparecieron y fueron reemplazados por un airecillo impertinente y despectivo.
Luego, con un tono irónico bien marcado, hizo una relación exacta de los hechos,
repitiendo lo que ya había dicho, en el cuartel, al oficial de guardia.
El juez oyó todo aquello manteniendo a duras penas su
seriedad, y al entrar en la casa iba a dar rienda suelta a la risa que le retozaba
en el cuerpo, cuando el recuerdo del carretelero, a quien había enviado a la cárcel
por un delito imaginario, calmó súbitamente su alegría. Sentado en su escritorio,
meditó largo rato profundamente, y de pronto, como si hubiese hallado la solución
de un arduo problema, profirió con voz queda:
–Sí, no hay duda, es lo mejor, lo más práctico que se
puede hacer en este caso.
En la mañana del día siguiente de su arresto, el carretelero
fue conducido a presencia del Alcaide de la cárcel, y este funcionario le mostró
tres cartas, en cuyos sobres, escritos a máquina, se leía:
“Señor Alcaide de la Cárcel de... Para entregar a Martín
Escobar”. (Éste era el nombre del detenido.)
Rotos los sobres, encontró que cada uno contenía un
billete de veinte pesos. Ningún escrito acompañaba el misterioso envío. El Alcaide
señaló al detenido el dinero, y le dijo sonriente:
–Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece.
El reo cogió dos billetes y dejó el tercero sobre la
mesa, profiriendo:
–Ese es para pagar la multa, señor Alcaide.
Un instante después, Martín el carretelero se encontraba
en la calle, y decía, mientras contemplaba amorosamente los dos billetes:
–Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal
inamible, me tropiezo con “El Guarén” y ¡zas! al otro día en el bolsillo tres papelitos
iguales a éstos.
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