Heinz Liepmann
Hasta este momento, el padre
no había recibido la orden de presentarse al servicio militar, y aun cuando debía
saber que no lo llamarían a las armas, se mostraba en aquel tiempo nerviosísimo.
Cuando caminaba por el pasillo y el cartero hacía deslizar alguna carta por debajo
de la puerta, se quedaba parado con la espalda contra la puerta. Tenía la impresión
de que algo o alguien lo tocaba y no se atrevía a darse vuelta. Sólo cuando oía
arrastrar al perro, que lo llamaba su hijito, que se cerraba alguna puerta en la
casa, estallaba un timbre o se interrumpía una risa, se sentía capaz de morir.
Dispuesto a
todo, giraba la cabeza sobre el hombro y encontraba… una carta cualquiera.
Sus manos estaban
mojadas, tenía que sentarse, quedaba completamente agotado cada vez que se repetía
la misma situación.
Para Martin,
esas primeras semanas de la guerra resultaron tumultuosas y magníficas. Sólo más
tarde, cuando las recordaba, mes tras mes, dejáronle la sensación de escalofrío,
propia de las cosas lejanas y antipáticas. Su padre trató una vez de hablarle sobre
la guerra, pero Martin estaba caldeado y despreocupado. Tenía catorce años y la
guerra no era para él más que una espeluznante novela de pieles rojas, formidablemente
excitante. Con intervalos de días lo llamaban, junto con sus camaradas, al aula
mayor del colegio. El director, un anciano huesudo, miope, que tosía continuamente,
vociferaba unas palabras; luego cantaban un himno y finalmente seguía medio día
de asueto. De esa forma se celebraban las victorias, cuarenta mil prisioneros, doce
mil muertos.
–¡Doce mil muertos!
–gritaba el niño haciendo irrupción, jubiloso e inocente, en su hogar– ¡Asueto!
El perro, Brujo,
un animalito de color marrón, con blandas orejas y mirada confidente, lo saludaba
con alegría. La madre sonreía pálida; el padre se levantaba y salía de la habitación.
Pasó un año.
La gente se había acostumbrado a la guerra, la sentía como una nube pesada, como
si lloviera incesantemente, sin compasión. Pero en realidad, los veranos eran calurosos,
secos, y los inviernos fríos, oscuros, y muchos de los voluntarios que habían salido
jubilosos, regresaron tranquilos. Sucedió entonces que llegó la orden de presentación;
el padre mismo la recibió de manos del mensajero, le dio una propina, cosa que jamás
había hecho. El mensajero le dio las gracias, pero no bajó la escalera.
–¿Por qué no
se va usted? –le preguntó el padre.
El mensajero
sonrió, desconcertado, y de pronto volvió a sacar la moneda del bolsillo y, tendiéndosela
al padre, le dijo:
–Preferiría
no tomarla.
–¡Téngala, téngala!
–murmuró el padre.
–No, por favor,
no –insistió el mensajero, miedoso. Y de repente agregó:
–Yo no tengo
la culpa, señor.
El padre lo
miró de hito en hito y tomó la moneda. Cerró la puerta y atravesó despacio el pasillo.
Cuando puso la mano sobre la manija de la puerta del comedor, la miró largamente.
Estaba gastada de sus propias manos, de las de su mujer y del muchacho. Se recostó
contra la pared del pasillo oscuro y creyó que tendría que morir de dolor.
En la noche,
después de la cena, lo dijo.
Tenía cuarenta
y tantos años, el entusiasmo había pasado en todas partes; nadie quería seguir,
pero era necesario hacerlo. A la mañana siguiente se presentó.
Por lo pronto,
fue instruido; generalmente volvía muy tarde a su casa. Una vez regresó a mediodía,
ocasionando a la madre un gran sobresalto. Ella estaba en la cocina y planchaba,
cuando de repente, entró. En el primer momento de aturdimiento creyó que ya estaba
muerto y que se presentaba su alma. Él se rio de ella y la apretó quedamente contra
su cuerpo. Su risa tenía el tono mitad burlón y mitad tierno de antes. La madre
se sintió apaciblemente cobijada. Entonces él le dio la noticia:
–Mañana habrá
desfile.
Pero ella no
escuchó, lo abrazó fuertemente, se separó y una y otra vez, lo tomó de las manos,
escondió la cabeza debajo de sus brazos y susurró, como todos los días:
–¿Ya sabes cuándo?
–¡Oh, aún falta
muchísimo, querida!
–¿De veras?
¿Me dices la pura verdad?
–Sí, sí. ¿No
ves que todavía no estamos completamente instruidos?
Al día siguiente,
la mujer y el hijo fueron a presenciar el desfile. Llevaron al perrito. El desfile
tuvo lugar en una plaza amplia, en la que se había aglomerado un gentío enorme,
infinidad de mujeres y de niños. Los soldados, con los fusiles a los pies, estaban
uno junto al otro en un rincón opuesto de la plaza, apretados, como si tuviesen
frío. A la distancia parecían chiquitos, soldaditos de plomo, inmóviles y mudos.
En medio de la plaza se hallaba el general a caballo; a su lado, un grupo de quince
señores, que se mantenían firmes; eran oficiales.
Martin y su
madre estaban en la primera fila porque habían llegado temprano. Detrás de ellos
se agolpaba la gente. Sus corazones latían fuertemente. Delante suyo estaban agentes
de policía, de anchas espaldas, que a veces apoyaban sus vientres contra los espectadores,
exclamando:
–¡Atrás!
De pronto, se
oye un grito y al instante se nota que se mueven los lejanos soldaditos de plomo
como gimnastas, adelantándose en filas, pasando frente a los señores apostados en
medio de la plaza. Ya alcanzan la primera esquina del cuadrado, doblan hacia la
izquierda y pasan a lo largo de la acera en que están Martin, su madre y Brujo.
El perro tiembla y se restriega, caluroso y tímido, contra las piernas del muchacho.
–¿Dónde está
papá? –pregunta Martin en voz baja, emocionado, y al mismo tiempo que llegan los
primeros soldados aprieta fuertemente la mano de la madre. Ya pasó la banda. Cientos,
miles de hombres desfilan enfrente de ellos. Buscan con la vista ávidamente, al
punto de que llegan a sudar por temor de que pudiesen no encontrar al hombre que
tratan de reconocer entre las incontadas filas de hombres grises e iguales. Desde
su posición en la primera fila, Martin ve perfectamente, pero no alcanza a distinguir
los rostros que pasan tan rápidamente delante de él y se siente desoladoramente
desamparado. Quisiera gritar: ¡Alto!, para poder distinguir esas caras, pero una
fila sigue incansablemente a la otra –clap, clap, una fila y ya sigue otra– y todas
son iguales, piernas, cuerpos, yelmos. Es algo horrible. Parece como si siempre
volviesen los mismos hombres. Martin piensa: Esos son maestros, almaceneros, fogoneros,
alegres mozos de café. Y mientras mira a todos esos rostros que se deslizan, se
pregunta: ¿Por qué marchan así? Y de pronto se acuerda de lo que irán a hacer esos
hombres. Repentinamente ve en todos ellos como iluminados por un relámpago, la chispa
del asesino. Se siente presa del miedo, temor y desamparo. Esto es un desierto,
piensa.
Los espectadores
callan, ya sea por admiración o por temor o por la extraña impresión que les causan
sus padres y esposos que les han sido quitados. Esos hombres, cuyos cuerpos conocen,
son ahora maniquíes del Estado. ¡Epa, cómo alzan las piernas!
De repente,
en medio de ese silencio desagradable, Brujo empieza a gruñir. Aún no había
perdido totalmente su miedo. Aún el muchacho siente su cuerpo cálido apretado contra
sus piernas; pero antes de que lograra calmarlo, el perro se mete entre las filas
de los soldados grises.
Los curiosos
quedan perplejos. Los soldados que marchan al paso de desfile, con las piernas estiradas,
no se dieron cuenta todavía: siguen pasando una fila tras otra, como las aspas de
un molino de viento, incesantemente. Ven el animal… y ya pasaron. Los rostros permanecen
inexpresivos, idénticos, como de estampas inmóviles.
Brujo se quedó parado. Tiene miedo, como todos. Pero de repente alza la
cabeza y salta jubilosamente contra uno de esos muñecos. Martin lo reconoce. Es
el padre, el bondadoso padre de la niñez, un oasis en el desierto. Pero ¿qué? Sigue
marchando, sin inmutarse, clap, clap, clap. Sus piernas –Martin las reconoce porque
jugaba muchas veces sobre ellas– se mueven como las hojas de una navaja. Gris, perdido,
amargado, pasa delante de la gente, como todos los demás. Martin ve que el padre
reconoce a Brujo a pesar de que mantiene la mirada fijamente dirigida hacia
adelante; empieza a temblar cuando el animal asalta sus piernas. ¡Pero las piernas!
¡Dios mío las piernas! Se levantan, arriba, abajo, arriba, sin compasión, inconmoviblemente
crueles –piensa Martin–. Y tanto mayor es esa crueldad de parte del padre, por cuanto
éste ha de saber lo ridículo que resulta. Martin adquiere de repente la conciencia
de lo que es guerra y quisiera morir. Siente que eso ya no es un juego, que es violencia
irresistible, lúgubre, grandiosa y ridícula.
El perro se asusta. Lo sorprenden las botas duras que lo tocan y
lo vuelven a tocar. Ese murallón de miradas fijas y de olor a sudor no se para,
sino marcha. Pasará por encima de él. El animal llora, grita. Por una partícula
de segundo, el niño cree observar en el rostro del padre un movimiento ¿Se producirá un desorden en las filas? En ese momento aparece un
suboficial. Un héroe. Primero hace “chtch”, pero sólo consigue que el perro muerda,
de miedo, las botas del padre, dispuesto a no abandonarlo. Y el padre sigue levantando,
bajando, levantando las piernas, arrastrando a Brujo. Ahora el suboficial
desenvaina la bayoneta y la hunde profundamente en el cuerpo del animal. Martin
percibe el ruido, a pesar de los pasos. Entonces el suboficial levanta un poco la
bayoneta: un pedazo de acero reluciente y el cuerpo de Brujo convulsionándose.
Tira el cadáver, lo sacude a un lado, fuera de las filas en marcha. Y vuelve a envainar
la bayoneta. Tiene un rostro serio, sombrío. Cuando hundió su arma en la carne de
Brujo, su boca estaba abierta y relucían sus ojos.
Pero entretanto
ya pasó su fila y la próxima. Martin lo sigue con la vista. Ahora ya el suboficial
es uno de tantos confundidos con todos, imposible de ser distinguido. Desde atrás
todos son iguales, el suboficial y todos. También el padre.
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