jueves, 12 de octubre de 2023

El desfile

Heinz Liepmann

 

Hasta este momento, el padre no había recibido la orden de presentarse al servicio militar, y aun cuando debía saber que no lo llamarían a las armas, se mostraba en aquel tiempo nerviosísimo. Cuando caminaba por el pasillo y el cartero hacía deslizar alguna carta por debajo de la puerta, se quedaba parado con la espalda contra la puerta. Tenía la impresión de que algo o alguien lo tocaba y no se atrevía a darse vuelta. Sólo cuando oía arrastrar al perro, que lo llamaba su hijito, que se cerraba alguna puerta en la casa, estallaba un timbre o se interrumpía una risa, se sentía capaz de morir.

Dispuesto a todo, giraba la cabeza sobre el hombro y encontraba… una carta cualquiera.

Sus manos estaban mojadas, tenía que sentarse, quedaba completamente agotado cada vez que se repetía la misma situación.

Para Martin, esas primeras semanas de la guerra resultaron tumultuosas y magníficas. Sólo más tarde, cuando las recordaba, mes tras mes, dejáronle la sensación de escalofrío, propia de las cosas lejanas y antipáticas. Su padre trató una vez de hablarle sobre la guerra, pero Martin estaba caldeado y despreocupado. Tenía catorce años y la guerra no era para él más que una espeluznante novela de pieles rojas, formidablemente excitante. Con intervalos de días lo llamaban, junto con sus camaradas, al aula mayor del colegio. El director, un anciano huesudo, miope, que tosía continuamente, vociferaba unas palabras; luego cantaban un himno y finalmente seguía medio día de asueto. De esa forma se celebraban las victorias, cuarenta mil prisioneros, doce mil muertos.

–¡Doce mil muertos! –gritaba el niño haciendo irrupción, jubiloso e inocente, en su hogar– ¡Asueto!

El perro, Brujo, un animalito de color marrón, con blandas orejas y mirada confidente, lo saludaba con alegría. La madre sonreía pálida; el padre se levantaba y salía de la habitación.

Pasó un año. La gente se había acostumbrado a la guerra, la sentía como una nube pesada, como si lloviera incesantemente, sin compasión. Pero en realidad, los veranos eran calurosos, secos, y los inviernos fríos, oscuros, y muchos de los voluntarios que habían salido jubilosos, regresaron tranquilos. Sucedió entonces que llegó la orden de presentación; el padre mismo la recibió de manos del mensajero, le dio una propina, cosa que jamás había hecho. El mensajero le dio las gracias, pero no bajó la escalera.

–¿Por qué no se va usted? –le preguntó el padre.

El mensajero sonrió, desconcertado, y de pronto volvió a sacar la moneda del bolsillo y, tendiéndosela al padre, le dijo:

–Preferiría no tomarla.

–¡Téngala, téngala! –murmuró el padre.

–No, por favor, no –insistió el mensajero, miedoso. Y de repente agregó:

–Yo no tengo la culpa, señor.

El padre lo miró de hito en hito y tomó la moneda. Cerró la puerta y atravesó despacio el pasillo. Cuando puso la mano sobre la manija de la puerta del comedor, la miró largamente. Estaba gastada de sus propias manos, de las de su mujer y del muchacho. Se recostó contra la pared del pasillo oscuro y creyó que tendría que morir de dolor.

En la noche, después de la cena, lo dijo.

Tenía cuarenta y tantos años, el entusiasmo había pasado en todas partes; nadie quería seguir, pero era necesario hacerlo. A la mañana siguiente se presentó.

Por lo pronto, fue instruido; generalmente volvía muy tarde a su casa. Una vez regresó a mediodía, ocasionando a la madre un gran sobresalto. Ella estaba en la cocina y planchaba, cuando de repente, entró. En el primer momento de aturdimiento creyó que ya estaba muerto y que se presentaba su alma. Él se rio de ella y la apretó quedamente contra su cuerpo. Su risa tenía el tono mitad burlón y mitad tierno de antes. La madre se sintió apaciblemente cobijada. Entonces él le dio la noticia:

–Mañana habrá desfile.

Pero ella no escuchó, lo abrazó fuertemente, se separó y una y otra vez, lo tomó de las manos, escondió la cabeza debajo de sus brazos y susurró, como todos los días:

–¿Ya sabes cuándo?

–¡Oh, aún falta muchísimo, querida!

–¿De veras? ¿Me dices la pura verdad?

–Sí, sí. ¿No ves que todavía no estamos completamente instruidos?

Al día siguiente, la mujer y el hijo fueron a presenciar el desfile. Llevaron al perrito. El desfile tuvo lugar en una plaza amplia, en la que se había aglomerado un gentío enorme, infinidad de mujeres y de niños. Los soldados, con los fusiles a los pies, estaban uno junto al otro en un rincón opuesto de la plaza, apretados, como si tuviesen frío. A la distancia parecían chiquitos, soldaditos de plomo, inmóviles y mudos. En medio de la plaza se hallaba el general a caballo; a su lado, un grupo de quince señores, que se mantenían firmes; eran oficiales.

Martin y su madre estaban en la primera fila porque habían llegado temprano. Detrás de ellos se agolpaba la gente. Sus corazones latían fuertemente. Delante suyo estaban agentes de policía, de anchas espaldas, que a veces apoyaban sus vientres contra los espectadores, exclamando:

–¡Atrás!

De pronto, se oye un grito y al instante se nota que se mueven los lejanos soldaditos de plomo como gimnastas, adelantándose en filas, pasando frente a los señores apostados en medio de la plaza. Ya alcanzan la primera esquina del cuadrado, doblan hacia la izquierda y pasan a lo largo de la acera en que están Martin, su madre y Brujo. El perro tiembla y se restriega, caluroso y tímido, contra las piernas del muchacho.

–¿Dónde está papá? –pregunta Martin en voz baja, emocionado, y al mismo tiempo que llegan los primeros soldados aprieta fuertemente la mano de la madre. Ya pasó la banda. Cientos, miles de hombres desfilan enfrente de ellos. Buscan con la vista ávidamente, al punto de que llegan a sudar por temor de que pudiesen no encontrar al hombre que tratan de reconocer entre las incontadas filas de hombres grises e iguales. Desde su posición en la primera fila, Martin ve perfectamente, pero no alcanza a distinguir los rostros que pasan tan rápidamente delante de él y se siente desoladoramente desamparado. Quisiera gritar: ¡Alto!, para poder distinguir esas caras, pero una fila sigue incansablemente a la otra –clap, clap, una fila y ya sigue otra– y todas son iguales, piernas, cuerpos, yelmos. Es algo horrible. Parece como si siempre volviesen los mismos hombres. Martin piensa: Esos son maestros, almaceneros, fogoneros, alegres mozos de café. Y mientras mira a todos esos rostros que se deslizan, se pregunta: ¿Por qué marchan así? Y de pronto se acuerda de lo que irán a hacer esos hombres. Repentinamente ve en todos ellos como iluminados por un relámpago, la chispa del asesino. Se siente presa del miedo, temor y desamparo. Esto es un desierto, piensa.

Los espectadores callan, ya sea por admiración o por temor o por la extraña impresión que les causan sus padres y esposos que les han sido quitados. Esos hombres, cuyos cuerpos conocen, son ahora maniquíes del Estado. ¡Epa, cómo alzan las piernas!

De repente, en medio de ese silencio desagradable, Brujo empieza a gruñir. Aún no había perdido totalmente su miedo. Aún el muchacho siente su cuerpo cálido apretado contra sus piernas; pero antes de que lograra calmarlo, el perro se mete entre las filas de los soldados grises.

Los curiosos quedan perplejos. Los soldados que marchan al paso de desfile, con las piernas estiradas, no se dieron cuenta todavía: siguen pasando una fila tras otra, como las aspas de un molino de viento, incesantemente. Ven el animal… y ya pasaron. Los rostros permanecen inexpresivos, idénticos, como de estampas inmóviles.

Brujo se quedó parado. Tiene miedo, como todos. Pero de repente alza la cabeza y salta jubilosamente contra uno de esos muñecos. Martin lo reconoce. Es el padre, el bondadoso padre de la niñez, un oasis en el desierto. Pero ¿qué? Sigue marchando, sin inmutarse, clap, clap, clap. Sus piernas –Martin las reconoce porque jugaba muchas veces sobre ellas– se mueven como las hojas de una navaja. Gris, perdido, amargado, pasa delante de la gente, como todos los demás. Martin ve que el padre reconoce a Brujo a pesar de que mantiene la mirada fijamente dirigida hacia adelante; empieza a temblar cuando el animal asalta sus piernas. ¡Pero las piernas! ¡Dios mío las piernas! Se levantan, arriba, abajo, arriba, sin compasión, inconmoviblemente crueles –piensa Martin–. Y tanto mayor es esa crueldad de parte del padre, por cuanto éste ha de saber lo ridículo que resulta. Martin adquiere de repente la conciencia de lo que es guerra y quisiera morir. Siente que eso ya no es un juego, que es violencia irresistible, lúgubre, grandiosa y ridícula.

El perro se asusta. Lo sorprenden las botas duras que lo tocan y lo vuelven a tocar. Ese murallón de miradas fijas y de olor a sudor no se para, sino marcha. Pasará por encima de él. El animal llora, grita. Por una partícula de segundo, el niño cree observar en el rostro del padre un movimiento ¿Se producirá un desorden en las filas? En ese momento aparece un suboficial. Un héroe. Primero hace “chtch”, pero sólo consigue que el perro muerda, de miedo, las botas del padre, dispuesto a no abandonarlo. Y el padre sigue levantando, bajando, levantando las piernas, arrastrando a Brujo. Ahora el suboficial desenvaina la bayoneta y la hunde profundamente en el cuerpo del animal. Martin percibe el ruido, a pesar de los pasos. Entonces el suboficial levanta un poco la bayoneta: un pedazo de acero reluciente y el cuerpo de Brujo convulsionándose. Tira el cadáver, lo sacude a un lado, fuera de las filas en marcha. Y vuelve a envainar la bayoneta. Tiene un rostro serio, sombrío. Cuando hundió su arma en la carne de Brujo, su boca estaba abierta y relucían sus ojos.

Pero entretanto ya pasó su fila y la próxima. Martin lo sigue con la vista. Ahora ya el suboficial es uno de tantos confundidos con todos, imposible de ser distinguido. Desde atrás todos son iguales, el suboficial y todos. También el padre.

 

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