Juan José Saer
Un
comerciante en muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió
una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado
su diario íntimo. Por alguna razón –muerte, olvido, fuga precipitada, embargo– el
diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles,
lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez.
Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y
roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado
sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales
de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió
enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que,
por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían
vivido junto a ella y que aparecían mencionadas a menudo en el diario.
El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato,
la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido
–un diario o lo que fuese–, le pareció extraña, casi imposible, hasta que unos minutos
después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner orden en su escritorio
antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía,
en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su
casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas
viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que
iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían;
el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes,
pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera
se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino
por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos sus actos,
el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo
carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de
una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado
por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado
por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el
cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar,
menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre
de hurgar en sus cosas.
Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su
mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que
también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido
que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado
o estafado lo que le hacía dar vueltas la cabeza como un vino que sube, sino la
certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a
verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida.
O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva
intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos,
y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.
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