Carlos Alberto Patiño
¡Vade retro!, clamaba el cura.
En una mano
la Biblia y un rosario; en la otra, el hisopo del agua bendita.
–¡Sal de ese
cuerpo inocente, maldito demonio! ¡Deja en paz a ese cristiano! –gritaba el sacerdote.
–Ese cuerpo
es mío, y no lo dejaré –gruñía el diablo. –¿Inocente? Ja, ja, ja. ¿Eso te ha hecho
creer este cerdo? ¿Por qué crees fue tan fácil poseerlo?
–¡Vuelve al
infierno, a ese lugar al que perteneces! ¡Vete ya!
El ambiente
era tormentoso, insoportable, agobiante.
El sacerdote
había prohibido la entrada a la habitación.
Se cimbraba
la casa, se coagulaba el aire, se llenaba la atmósfera de ruidos (y de furia).
En el momento
más crítico, se vio girar la perilla de la puerta.
La pequeña
hermana del poseído se asomó al cuarto. El susto que experimentó hizo que dejara
caer la paleta que tenía en la mano.
En la recámara
se produjo una sorprendente calma.
El cuerpo
atormentado se relajó y de él se desprendió un relámpago.
Satanás salió
del sujeto.
Tenía cinco
segundos para chupar la paleta y evitar que se cumpliera la ley que ponía a salvo
al dulce.
Cinco segundos
en los que el demonio perdió a su víctima.
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