Nelson Osorio Marín
Mi abuelo en su mecedora daba
la impresión de encontrarse siempre bajo un sol pesado e intransigente.
Se movía muy
poco: para ir a comer, para mirar de lado, para sonreír. Y el perro, eternamente
a sus pies, pegado casi, como muerto.
Luego tuvimos
que llevarle todo a la mecedora, desde los buenos días hasta la comida. Dejó de
hablar, de fumar, de mirar de lado. Y el perro ahí, sin importarle nada más que
estar bien cerca de esos pies grandotes del abuelo.
Un día dijo:
“Me voy, muchachos”. No hubo forma de disuadirlo. Lloramos pero terminamos preparándole
fiambre y mudas al abuelo. Y saliendo ya, sonrió después de mucho tiempo. Me sonrió,
mejor dicho. Era una sonrisa de esas que dice: tranquilízate muchacho que nada has
visto. Sin embargo muy intranquilo debe andar mi abuelo por aquello que vi cuando
se iba: el perro enfrente suyo, tirándolo, conduciéndolo, unido a sus pies por un
pequeño cordón de carne humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario