Sherwood Anderson
Desde la caja donde
estaba sentado en el tosco cobertizo de madera que asomaba como una rebaba de
la parte trasera de la tienda de Cowley & Sons en Winesburg, Elmer Cowley,
el miembro más joven de la empresa, podía ver, a través de la sucia ventana, el
interior de la imprenta del Winesburg Eagle. Elmer estaba cambiando los
cordones de sus zapatos. No pasaban con facilidad y tuvo que descalzarse. Con
los zapatos en la mano, se quedó mirando un agujero en el talón de uno de sus
calcetines. Luego alzó rápidamente la mirada y vio a George Willard, el único
reportero del periódico de Winesburg, que estaba plantado con expresión ausente
junto a la puerta trasera de la imprenta del Eagle.
–Caramba,
¡hasta ahí podíamos llegar! –exclamó el joven con los zapatos en la mano, al
tiempo que se ponía en pie de un salto y se apartaba de la ventana.
Elmer
Cowley se ruborizó y las manos le temblaron. En la tienda de Cowley & Sons,
un viajante de comercio judío estaba hablando con su padre junto al mostrador.
Imaginó que el periodista podía oír lo que estaban diciendo y eso lo puso
furioso. Con uno de los zapatos todavía en la mano se plantó en un rincón del
cobertizo y dio una patada con el pie descalzo en el entarimado.
La
tienda de Cowley & Sons no estaba en la calle Mayor de Winesburg. La
fachada principal daba a la calle Maumee y, un poco más adelante, se encontraba
el almacén de carruajes de Voight y un cobertizo para guardar las herraduras de
las caballerías. Junto al almacén había un callejón que discurría por detrás de
los almacenes de la calle Mayor y que los carros y carretas de reparto
recorrían a diario para entregar y recoger mercancías. La tienda era casi
indescriptible. Una vez Will Henderson dijo de ella que allí se vendía de todo
y de nada. En la ventana que daba a Maumee Street había un trozo de carbón tan
grande como un barril de manzanas, para indicar que se aceptaban encargos, y
junto al negro bloque había tres panales de abeja sucios y parduzcos en sus
marcos de madera.
La
miel llevaba en el escaparate más de seis meses. Estaba a la venta, igual que
las perchas, los remaches para tirantes, las latas de pintura para tejados, las
botellas de remedios para el reumatismo y un sucedáneo de café que acompañaba
pacientemente a la miel a la espera de comprador.
Ebenezer
Cowley, el hombre que escuchaba en la tienda las ansiosas palabras que salían
de los labios del viajante, era alto y delgado y tenía aspecto desaseado. En su
cuello flacucho había un enorme quiste cubierto en parte por una barba gris.
Vestía un largo abrigo Príncipe Alberto, que había comprado para utilizarlo el
día de su boda. Antes de hacerse tendero, Ebenezer había sido granjero y,
después de la boda, había llevado el abrigo Príncipe Alberto los domingos,
cuando iba a la iglesia, y los sábados por la tarde cuando iba a trabajar a la
tienda. Desde que vendió la granja para hacerse tendero, vistió el abrigo a
diario. Se había vuelto marrón por el uso y estaba cubierto de lamparones de
grasa, pero Ebenezer se sentía cómodo con él y creía ir bien vestido para pasar
el día en el pueblo.
Como
tendero, Ebenezer no estaba bien situado en la vida y tampoco lo había estado
como granjero. Pero, se las arreglaba para ir tirando. Su familia, formada por
su hija Mabel y su hijo, vivía con él en las habitaciones que había encima de
la tienda y subsistía de forma bastante económica. Sus problemas no eran de
dinero. Su desdicha como tendero residía en el hecho de que, cada vez que un
viajante con mercancías aparecía en la puerta de la tienda, le entraba miedo.
Se quedaba detrás del mostrador moviendo la cabeza. En primer lugar, temía
negarse obstinadamente a comprar, y perder así la oportunidad de vender; y en
segundo, temía no ser lo bastante obstinado y comprar alguna cosa que luego no
pudiera vender.
En
la tienda, la mañana en que Elmer Cowley vio a George Willard plantado, y
aparentemente escuchando, junto a la puerta trasera de la imprenta del Eagle,
se había producido una situación que siempre despertaba la cólera del hijo. El
viajante hablaba y Ebenezer escuchaba, toda su figura traslucía inseguridad.
–Ya
verá qué sencillo es –decía el viajante, que era representante de unos pequeños
sustitutos metálicos de los botones del cuello de la camisa. Con una mano se
desabrochó el cuello y luego volvió a abrochárselo. Luego adoptó un tono
adulador y lisonjero–. Ya lo verá usted. La gente acabará hartándose de tener
que abrocharse el cuello y será usted quién se aproveche del cambio. Le ofrezco
la exclusiva para este pueblo. Cómpreme veinte docenas de cierres y no iré a
ninguna otra tienda. Le dejaré el campo libre.
El
viajante se inclinó sobre el mostrador y le dio a Ebenezer unos golpecitos en
el pecho con el dedo.
–Es
una oportunidad y quiero que la aproveche –le apremió–. Un amigo me habló de
usted. Ve a ver a ese Cowley, me dijo, es un tipo listo.
El
viajante hizo una pausa y esperó. Sacó un cuaderno del bolsillo y empezó a
anotar el pedido. Todavía con el zapato en la mano, Elmer Cowley atravesó la
tienda, pasó junto a los dos hombres, que seguían ensimismados, y llegó a una
vitrina que había junto a la puerta principal. Sacó un revólver barato de la
vitrina y le apuntó con él.
–¡Largo
de aquí! –gritó–. Aquí no queremos sus dichosos cierres.
De
pronto se le ocurrió una idea.
–Y
tenga usted en cuenta que no le estoy amenazando –añadió–. No estoy diciendo
que vaya a disparar. Es posible que sólo haya sacado el revólver para echarle
un vistazo. Pero será mejor que se vaya. Sí, señor, eso es. Es mejor que recoja
sus cosas y se largue.
La
voz del joven tendero se alzó hasta convertirse en un chillido, pasó detrás del
mostrador y se acercó a los dos hombres.
–¡Estamos
hartos de tomaduras de pelo! –gritó–. No compraremos nada hasta que empecemos a
vender. No vamos a seguir siendo unos tipos raros a los que todo el mundo mira
y escucha a hurtadillas. ¡Largo de aquí!
El
viajante se marchó. Metió apresuradamente las muestras de cierres que había
sobre el mostrador en una bolsa de cuero negro y salió corriendo. Era un
hombrecillo patizambo y corría de un modo muy raro. La bolsa negra se enganchó
en la puerta y le hizo tropezar.
–Está
usted loco, sí señor… ¡loco! –balbuceó mientras se levantaba de la acera y se
alejaba de allí a toda prisa.
En
la tienda, Elmer Cowley y su padre se miraron. Ahora que el objeto inmediato de
su cólera se había ido, el joven se azoró.
–En
fin, lo decía en serio. Creo que ya va siendo hora de que dejemos de ser los
bichos raros del pueblo –declaró mientras volvía a la vitrina y dejaba el
revólver en su sitio.
Sentado
en un barril, se ató el zapato que llevaba en la mano. Estaba esperando una
palabra de comprensión de su padre, pero cuando Ebenezer habló, lo que dijo sólo
sirvió para reavivar la cólera del hijo y el joven se fue de la tienda sin
responderle. El tendero se rascó la barba gris con los dedos largos y sucios,
miró a su hijo con la misma mirada vacilante con que se había enfrentado al
viajante y dijo en voz baja:
–Vaya,
vaya… ¡Que me aspen y me cuelguen!
Elmer
Cowley salió de Winesburg y siguió por un camino rural que discurría paralelo a
la vía del tren. No sabía a dónde se dirigía ni lo que iba a hacer. Al
resguardo de un terraplén donde el camino giraba bruscamente a la derecha y
quedaba por debajo de la vía, se detuvo y volvió a dar salida a la rabia que
había producido su estallido en la tienda.
–No
pienso ser el raro… al que todos miran y espían –gritó en voz alta–. Seré como
los demás. Se va a enterar ese George Willard. Ya lo verá. ¡Yo le enseñaré!
El
joven, trastornado, se quedó en medio del camino y echó una mirada iracunda
hacia el pueblo. No conocía al periodista George Willard y no sentía antipatía
por aquel chico alto que iba por el pueblo recopilando las noticias locales. El
reportero se había convertido, por su mera presencia en las oficinas y la
imprenta del Winesburg Eagle, en algo que hacía tiempo que le rondaba por la
cabeza al joven tendero. Pensaba que el muchacho que pasaba una y otra vez por
delante de la tienda de Cowley & Sons debía de estar pensando en él y tal
vez burlándose. Sentía que George Willard formaba parte de aquel pueblo, y que
simbolizaba y representaba su espíritu. Elmer Cowley no habría creído que
George Willard también tenía sus días malos y que lo dominaban vagas ansias y
deseos secretos e innombrables. ¿Acaso no representaba a la opinión pública? ¿Y
no había condenado la opinión pública a los Cowley a ser unos bichos raros? ¿No
se paseaba por la calle Mayor silbando y riendo? ¿Y no se podría, al golpearlo
a él, golpear al enemigo mayor… ese que sonreía y se salía siempre con la suya…
la opinión pública de Winesburg?
Elmer
Cowley era muy alto y tenía brazos largos y fuertes. Su pelo, sus cejas y la
barba incipiente que había empezado a crecerle en la barbilla, eran de color
tan pálido que casi rozaba la blancura. Los dientes le asomaban entre los
labios y tenía los ojos azules con ese matiz incoloro de las canicas de ágata
que los niños de Winesburg llevan en los bolsillos. Elmer llevaba un año en
Winesburg y no había hecho ningún amigo. Tenía la sensación de estar condenado
a pasar por la vida sin amigos y la idea le parecía odiosa.
El
joven siguió andando por el camino con las manos en los bolsillos del pantalón.
El día era frío y soplaba viento, pero pronto salió el sol y el camino se
volvió blando y fangoso. Las crestas de las roderas de barro helado empezaron a
derretirse y el fango se le pegaba a Elmer en los zapatos. Se le enfriaron los
pies. Al cabo de varios kilómetros, se salió del camino, atravesó un campo y
entró en un bosque. Allí recogió ramas para encender un fuego y se sentó junto
a él para calentarse, desolado en cuerpo y alma.
Pasó
dos horas sentado en un tronco junto al fuego, luego se levantó y, deslizándose
a hurtadillas entre la maleza, llegó a una valla y observó a través de los
campos una pequeña granja rodeada de varios cobertizos. Esbozó una sonrisa y
empezó a hacer gestos con los largos brazos para llamar la atención de un
hombre que estaba deshojando maíz en uno de los campos.
En
aquel momento de desesperación, el joven tendero había vuelto a la granja donde
había pasado su infancia y donde había otro ser humano a quien pensó que podría
explicarle sus problemas. El hombre de la granja era un tipo medio retrasado
llamado Mook. Había trabajado como empleado para Ebenezer Cowley y se había
quedado en la granja cuando la vendieron. El anciano vivía en uno de los
cobertizos sin pintar que había detrás de la granja y pasaba el día haciendo
chapuzas en los campos.
Mook,
el retrasado, vivía feliz. Creía con una fe infantil en la inteligencia de los
animales que vivían con él en el cobertizo y, cuando se sentía solo, sostenía
largas conversaciones con las vacas, los cerdos e incluso los pollos que
corrían por el patio del granero. Era él quien le había contagiado a su antiguo
patrón la expresión “que me aspen”. Cuando algo le sorprendía o excitaba,
esbozaba una vaga sonrisa y murmuraba: “Que me aspen y me cuelguen. Vaya, vaya,
que me aspen y me cuelguen”.
Cuando
el anciano retrasado dejó de deshojar maíz y acudió al bosque para encontrarse
con Elmer Cowley, no pareció sorprendido, ni siquiera interesado, por la
inesperada aparición del joven. Él también tenía los pies fríos y se sentó en
el tronco junto al fuego, agradecido por el calor y aparentemente indiferente a
lo que Elmer tuviera que decir.
Elmer
le habló con mucha seriedad y libertad, yendo de aquí para allá y agitando los
brazos.
–No
entiendes lo que me pasa y por eso te trae sin cuidado –afirmó–. Mi caso es
diferente. Mira cómo me han ido siempre las cosas. Mi padre es un bicho raro y
mi madre también lo era. Incluso la ropa que vestía era distinta de la de los
demás, y fíjate en ese abrigo con el que se pasea mi padre por el pueblo, y
encima cree que va muy bien vestido. ¿Por qué no se compra uno nuevo? No le
costaría nada. Te diré por qué. Mi padre no se da cuenta y mi madre tampoco se
daba cuenta cuando estaba viva. Mabel es diferente. Ella se percata de todo,
pero no lo dice. Yo sí lo haré. Estoy harto de que me miren. Mira, Mook, mi
padre no sabe que su negocio es un amasijo de cosas raras y que nunca venderá
nada de lo que compra. No tiene ni idea. A veces le inquieta que no vayan
clientes y compra alguna cosa más. Por las tardes, se sienta delante del fuego
en el piso de arriba y dice que pronto empezaremos a tener clientes. No se
preocupa. Es un bicho raro. No es lo bastante consciente para preocuparse.
El
joven se exaltó aún más.
–Él
no se da cuenta, pero yo sí –gritó, haciendo una pausa para contemplar el
rostro mudo e inexpresivo del idiota–. Yo me doy perfecta cuenta de todo. No lo
soporto. Cuando vivíamos aquí era distinto. Trabajaba y por la noche me iba a
dormir. No me pasaba el día viendo a gente y pensando, como hago ahora. Por las
tardes, allí, en el pueblo, voy a la oficina de correos o a la estación para
ver llegar el tren, y nadie me dirige la palabra. Todos siguen ahí hablando y
riendo, pero nadie me dice nada. Y yo me siento tan raro que tampoco se me
ocurre decir nada. Me voy. Sin decir palabra. Soy incapaz.
La
furia del joven se volvió incontrolable.
–No
pienso tolerarlo –aulló alzando la vista hacia las ramas desnudas de los
árboles–. No estoy hecho para soportar este tipo de cosas.
Enloquecido
por la expresión obtusa del hombre que estaba sentado en el tronco junto al
fuego, Elmer se volvió hacia él y le echó una mirada iracunda idéntica a la que
había dedicado antes al pueblo de Winesburg.
–¡Vuelve
al trabajo! –chilló–. ¿Qué hago aquí hablando contigo?
De
pronto se le ocurrió una idea y bajó la voz.
–Crees
que soy un cobarde, ¿eh? –murmuró–. ¿Sabes por qué he venido hasta aquí a pie?
Tenía que hablar con alguien y tú eres el único a quien podía contárselo.
Necesitaba hablar con otro bicho raro. Salí huyendo, sí señor. No podía
resistir cruzarme con alguien como ese George Willard. Tenía que venir a verte.
Pero es a él a quien tendría que habérselo dicho. Y lo haré.
Nuevamente,
su voz se convirtió en un grito y empezó a agitar los brazos.
–Se
lo diré. No seguiré siendo un bicho raro. Que piensen lo que quieran. No lo
toleraré.
Elmer
Cowley se fue corriendo del bosque dejando al retrasado sentado en el tronco
junto al fuego. Enseguida el anciano se puso en pie, saltó la valla y siguió
deshojando el maíz.
–Que
me aspen y me cuelguen –afirmó–. Vaya, vaya, que me aspen y que me cuelguen.
Mook
parecía interesado. Fue por un sendero hasta un campo vecino donde había dos
vacas mordisqueando una paca de paja.
–Ha
venido Elmer –les dijo a las vacas–. Está loco. Será mejor que se metan detrás
de las pacas de paja, donde nadie las vea. Es capaz de hacerle daño a alguien.
A
las ocho de la tarde, Elmer Cowley asomó la cabeza por la puerta principal de
las oficinas del Winesburg Eagle, donde George Willard estaba sentado a su
escritorio. Llevaba la gorra calada hasta los ojos y en su rostro había una
expresión hosca y decidida.
–Sal
un momento –dijo entrando y cerrando la puerta tras él. Dejó la mano en el pomo
de la puerta, como si quisiera impedir que entrara nadie más–. Sal ahí un
momento. Quiero hablar contigo.
George
Willard y Elmer Cowley anduvieron por la calle Mayor de Winesburg. La noche era
fría y George Willard llevaba un abrigo nuevo e iba muy elegante y bien
vestido. Metió las manos en los bolsillos del abrigo y miró a su acompañante
con curiosidad. Hacía mucho tiempo que quería conocer al joven tendero y
averiguar qué le rondaba por la cabeza. Ahora le pareció ver una oportunidad y
estaba encantado con la idea. “Quisiera saber qué es lo que quiere. Tal vez
crea tener alguna noticia para el periódico. Aunque no puede tratarse de un
incendio, porque no he oído tocar la campana y no veo a nadie corriendo”,
pensó.
Aquella
fría tarde de noviembre, en la calle Mayor de Winesburg no había más que
algunos transeúntes que se apresuraban camino de la estufa de la trastienda de
algún almacén. Los escaparates de las tiendas estaban cubiertos de escarcha y
el viento agitaba el cartel que colgaba sobre la entrada de las escaleras que
conducían a la consulta del doctor Welling. Delante de la verdulería de Hern
había una cesta llena de manzanas y un estante repleto de escobas nuevas. Elmer
Cowley se detuvo y miró fijamente a George Willard. Trató de hablar y empezó a
agitar los brazos arriba y abajo. Su rostro se contrajo espasmódicamente.
Parecía a punto de gritar.
–¡Oh!,
lárgate –chilló–. No te quedes aquí conmigo. No tengo nada que decirte. No
quiero ni verte.
El
joven tendero estuvo tres horas deambulando muy alterado por las calles
residenciales de Winesburg, ciego de ira y frustración por no haber sido capaz
de expresar su determinación de no seguir siendo un bicho raro. Lo fue
dominando una amarga sensación de derrota y le entraron ganas de llorar.
Después de las horas desperdiciadas aquella tarde y de su fracaso en presencia
del periodista no creía tener ningún futuro por delante.
Y,
de pronto, se le ocurrió una nueva idea. Le pareció distinguir una luz en medio
de la oscuridad que lo rodeaba. Volvió a la tienda, que ahora estaba a oscuras,
donde Cowley & Son habían pasado casi un año esperando en vano la llegada
de los clientes, se coló a hurtadillas y palpó un barril que había junto a la
estufa en la trastienda. En el barril, debajo de unas virutas de madera, había
una lata con el dinero de Cowley & Sons. Cada noche, Ebenezer Cowley
introducía la caja en el barril después de cerrar la tienda y subía a meterse
en la cama. “Nunca se les ocurrirá mirar aquí”, se decía, pensando en los
ladrones.
Elmer
cogió veinte dólares –dos billetes de diez– del fajo cuyo valor total debía de
ascender tal vez a unos cuatrocientos, lo poco que les quedaba de la venta de
la granja. Luego volvió a meter la caja debajo de las virutas y salió a la
calle.
La
idea que pensó que podría poner fin a todas sus desdichas era muy sencilla. “Me
iré de aquí, huiré de casa”, se dijo. Sabía que había un tren de mercancías que
pasaba por Winesburg a medianoche y seguía hasta Cleveland, donde llegaba al
amanecer. Subiría al tren sin que nadie se diese cuenta y, cuando llegara a
Cleveland, se perdería entre la multitud. Conseguiría trabajo en alguna tienda
y trabaría amistad con los demás empleados. Poco a poco sería como los demás y
se volvería indistinguible. Entonces hablaría y reiría. Ya no sería un bicho
raro y podría hacer amigos. La vida empezaría a tener sentido para él igual que
para los demás.
Mientras
andaba por las calles, el joven alto y desgarbado se rio de sí mismo por
haberse enfadado y dejado impresionar por George Willard. Decidió tener una
charla con el joven periodista antes de marcharse del pueblo y decirle cuatro
cosas, tal vez enfrentarse a él, enfrentarse a todo Winesburg a través de él.
Renovada
su confianza, Elmer fue al despacho del New Willard House y llamó a la puerta.
Un chico de ojos soñolientos dormía en un jergón dentro del despacho. No
cobraba ningún sueldo, pero comía en el comedor del hotel y ostentaba con
orgullo el título de “recepcionista nocturno”. En presencia del muchacho, Elmer
habló con decisión e insistencia.
–Despiértalo
–ordenó–. Dile que vaya a la estación. Tengo que verlo y voy a coger el tren.
Dile que se vista y vaya a verme. No tengo mucho tiempo.
El
tren había terminado de cargar las mercancías y los ferroviarios estaban
enganchando los vagones, balanceando sus faroles y disponiéndolo todo para
seguir el viaje hacia el este. George Willard, frotándose los ojos y embutido
también ahora en su abrigo nuevo, corrió al andén de la estación ardiendo de
curiosidad.
–Bueno,
aquí me tienes. ¿Qué es lo que quieres? Tienes algo que decirme, ¿no? –preguntó.
Elmer
trató de explicarse. Se humedeció los labios con la lengua y miró hacia el tren
que empezaba a gemir y a moverse.
–Bueno,
verás –dijo, y luego perdió el control de su lengua–. Que me aspen y me
ahorquen. Que me aspen y me ahorquen –murmuró casi con incoherencia.
Elmer
Cowley danzó con furia junto al chirriante tren en la oscuridad del andén. Las
luces se movían en el aire, arriba y abajo ante sus ojos. Sacó los dos billetes
de diez del bolsillo y se los puso en la mano a George Willard.
–Cógelos
–gritó–. No los quiero. Dáselos a mi padre. Los robé.
Con
una mueca de rabia, dio media vuelta y sus largos brazos empezaron a batir en
el aire. Como quien trata de librarse de alguien que lo está sujetando, golpeó
a George Willard, una y otra vez, en el pecho, en el cuello y en la boca. El
joven periodista rodó semiinconsciente sobre el andén, aturdido por la fuerza
terrible de los golpes. Elmer saltó al pasar el tren y, avanzando sobre los
vagones, llegó a una vagoneta descubierta, se tendió boca abajo y volvió la
vista atrás, tratando de ver al hombre caído en la oscuridad. Se sintió lleno
de orgullo.
–Le
he dado una buena lección –gritó–. Supongo que le habrá quedado claro. No soy
un bicho raro. Le he dejado bien claro que no soy un bicho raro.
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