Juan José Saer
Pero en el río las orillas
destellan, lentas, como señales: cabrillean. El mar es único y el mismo,
siempre. No se mueven más que sus límites, y en el lugar, y cuando avanza una
orilla, es todo el mar el que avanza. Nos paramos frente al mar, que nos
contempla. Pero estamos siempre al costado del río que pasa sin mirarnos,
desdeñosamente. Los balnearios son una caravana inmóvil de toldos colorados,
azules, anaranjados, con rayas blancas, verdes, con lunares. La arena amarilla
se despliega frente al agua caramelo en un semicírculo débil. Pasan cuerpos
quemados corriendo sobre el borde del agua, y en la orilla se forma la franja
triple de un arco iris insólito: el borde amarillo de la arena, el agua
leonada, y la franja transparente, entre las dos, del agua sacudida por el
repiqueteo de los pies que convulsionan la orilla. Siguiendo con la mirada los
pies que corren, sin tener en cuenta las sacudidas anteriores que ya se han
borrado, manteniendo siempre la vista clavada en los pies que golpean el agua,
se puede percibir la franja blancuzca, transparente, como una línea imaginaria
de puntos, entre la arena y el río. Si esta descripción parece rebuscada, basta
con recordar que franjas, por decirlo así, más estables, como las franjas blancas
y coloradas de los toldos son también si se quiere, en el fondo, franjas
imaginarias y discontinuas.
Ahora hemos
vuelto del balneario y son las dos y media de la tarde. Estamos tirados sobre
la cama, en una habitación blanca, fresca, protegida por cortinas oscuras; hay
otro cuerpo, también desnudo, al lado del nuestro. En esa gruta vacía no nos
visita, y únicamente por momentos, más que el recuerdo de orillas
cabrilleantes, de caminos inmóviles, blancos y desiertos. Ahora vemos árboles
con las hojas cubiertas por un polvo blanco que parece ceniza volcánica. Ahora
no vemos más nada. Sentimos que el otro cuerpo está caliente, espeso,
socarrado. Imaginamos que el nuestro ha de estar así, también. Nos trenzamos en
una lucha intermitente, alternada con momentos de completa inmovilidad, en los
que vemos nuestra pelambre, nuestras rodillas, nuestros genitales que se
corresponden, que se complementan, los pies plácidos, nudosos, separados en el
extremo de la cama; comparamos las partes quemadas de nuestro cuerpo con las
partes blancas, en el lugar en que acostumbramos llevar el traje de baño.
Después nos trenzamos en la lucha final. Habíamos tocado el punto extremo, el
fondo barroso del río, pasado el lecho y llegado a una zona translúcida más
allá del fondo convulsionado y enceguecedor, un punto lleno de luz como el
centro mismo de un diamante. Esa luz era tan intensa que no dejaba ver nada, ni
la misma luz. En la lucha subimos otra vez, compactos y en remolino, como el
cuerpo de un ahogado, hacia la oscuridad confusa del fondo en la que nos
debatimos. Más arriba está todavía la superficie del mundo con el balneario,
los caminos, la muchedumbre, la ciudad, la cámara oscura en la que nuestros
cuerpos, ahora, están tirados inmóviles sobre la cama, mirando el cielorraso. A
mediodía nos habíamos parado en la orilla tratando de escuchar el rumor
múltiple del agua, polirrítmico y polifónico en el corazón de su lenta
monotonía. No distinguimos nada en ese rumor, salvo que era un rumor que sonaba
inquietándonos un poco y que no distinguíamos nada en él. Al mismo tiempo, del
otro lado de la barrera, una raya, grumo de nervios y cartílagos, tendida a
gozar cerca de la orilla el calor del agua menos profunda, cree de golpe
percibir –en la gran confusión de sus sentidos subacuáticos– un rumor vago y
monótono que manda el balneario, un rumor del que no sabe que está compuesto de
muchas voces y es el canto del mundo.
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