martes, 3 de octubre de 2023

Balnearios

Juan José Saer

 

Pero en el río las orillas destellan, lentas, como señales: cabrillean. El mar es único y el mismo, siempre. No se mueven más que sus límites, y en el lugar, y cuando avanza una orilla, es todo el mar el que avanza. Nos paramos frente al mar, que nos contempla. Pero estamos siempre al costado del río que pasa sin mirarnos, desdeñosamente. Los balnearios son una caravana inmóvil de toldos colorados, azules, anaranjados, con rayas blancas, verdes, con lunares. La arena amarilla se despliega frente al agua caramelo en un semicírculo débil. Pasan cuerpos quemados corriendo sobre el borde del agua, y en la orilla se forma la franja triple de un arco iris insólito: el borde amarillo de la arena, el agua leonada, y la franja transparente, entre las dos, del agua sacudida por el repiqueteo de los pies que convulsionan la orilla. Siguiendo con la mirada los pies que corren, sin tener en cuenta las sacudidas anteriores que ya se han borrado, manteniendo siempre la vista clavada en los pies que golpean el agua, se puede percibir la franja blancuzca, transparente, como una línea imaginaria de puntos, entre la arena y el río. Si esta descripción parece rebuscada, basta con recordar que franjas, por decirlo así, más estables, como las franjas blancas y coloradas de los toldos son también si se quiere, en el fondo, franjas imaginarias y discontinuas.

Ahora hemos vuelto del balneario y son las dos y media de la tarde. Estamos tirados sobre la cama, en una habitación blanca, fresca, protegida por cortinas oscuras; hay otro cuerpo, también desnudo, al lado del nuestro. En esa gruta vacía no nos visita, y únicamente por momentos, más que el recuerdo de orillas cabrilleantes, de caminos inmóviles, blancos y desiertos. Ahora vemos árboles con las hojas cubiertas por un polvo blanco que parece ceniza volcánica. Ahora no vemos más nada. Sentimos que el otro cuerpo está caliente, espeso, socarrado. Imaginamos que el nuestro ha de estar así, también. Nos trenzamos en una lucha intermitente, alternada con momentos de completa inmovilidad, en los que vemos nuestra pelambre, nuestras rodillas, nuestros genitales que se corresponden, que se complementan, los pies plácidos, nudosos, separados en el extremo de la cama; comparamos las partes quemadas de nuestro cuerpo con las partes blancas, en el lugar en que acostumbramos llevar el traje de baño. Después nos trenzamos en la lucha final. Habíamos tocado el punto extremo, el fondo barroso del río, pasado el lecho y llegado a una zona translúcida más allá del fondo convulsionado y enceguecedor, un punto lleno de luz como el centro mismo de un diamante. Esa luz era tan intensa que no dejaba ver nada, ni la misma luz. En la lucha subimos otra vez, compactos y en remolino, como el cuerpo de un ahogado, hacia la oscuridad confusa del fondo en la que nos debatimos. Más arriba está todavía la superficie del mundo con el balneario, los caminos, la muchedumbre, la ciudad, la cámara oscura en la que nuestros cuerpos, ahora, están tirados inmóviles sobre la cama, mirando el cielorraso. A mediodía nos habíamos parado en la orilla tratando de escuchar el rumor múltiple del agua, polirrítmico y polifónico en el corazón de su lenta monotonía. No distinguimos nada en ese rumor, salvo que era un rumor que sonaba inquietándonos un poco y que no distinguíamos nada en él. Al mismo tiempo, del otro lado de la barrera, una raya, grumo de nervios y cartílagos, tendida a gozar cerca de la orilla el calor del agua menos profunda, cree de golpe percibir –en la gran confusión de sus sentidos subacuáticos– un rumor vago y monótono que manda el balneario, un rumor del que no sabe que está compuesto de muchas voces y es el canto del mundo.

 

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