viernes, 27 de octubre de 2023

Visiones

Silvina Ocampo

 

La oscuridad. El no ser. ¿Puede existir algo más perfecto? Los momentos se entremezclan. Como una víbora una sonda baja por la garganta. El médico es una mezcla de torturador y de joyero. Se inclina sobre mí, me deslumbra con un foco de luz intensa. Me ordena, me perfora, me martiriza. Mi organismo se confiesa con él. Soy dócil. No sufro. Hay que entregarse. Vuelvo a la oscuridad. Vuelvo a no ser.

Despierta, a medias, lo primero que veo es un cuadro que me esfuerzo en descifrar. Pienso en los peores pintores ingleses, hasta llegar a Dante Gabriel Rossetti. Esta mujer, con el pelo iluminado de atrás, es Beata Beatrix. Recuerdo la inscripción en latín que Rossetti grabó en el marco: QUOMODO SEDET SOLA CIVITAS: ¿Por qué estoy viendo ese cuadro, con una luz tan falsa? Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos. No es un cuadro. Es una persona que me cuida, con el pelo iluminado y la cara en sombra. El cuarto está a oscuras. Cuando se enciende la luz, miro el cuarto y creo que es el mío. Si no salí de mi casa tengo que estar en ella, en mi cuarto.

La puerta está colocada a la izquierda, en mi cuarto está a la derecha. Hay un mueble oscuro, pequeño, con un espejo ovalado encima, en el mío hay una cómoda grande, con una virgen dentro de un fanal. Las persianas son de madera, se suben y se bajan por medio de sogas; en el mío las persianas son de hierro y se abren lateralmente, en tres partes. La luz eléctrica, que ilumina el cuarto, está colocada en un cuadrángulo de vidrio, en el centro del techo; en el mío hay sólo dos lámparas, con pie de plata, sobre las mesas de luz. Soy distraída. He vivido tantos años en esta casa, sin advertir que en mi cuarto hay dos clases de persianas; unas de subir y bajar, modernas, que se componen de listones de madera liviana, y otras, anticuadas, de hierro pesado, que se abren lateralmente, en tres partes. Soy tan distraída que nunca llegué a advertir que hay luz, no sólo en las lámparas con pie de plata, sino dentro de ese cuadrángulo de vidrio insertado en el techo, que nunca encendí, por no haber descubierto el conmutador. Me extraña, sin embargo, no haber visto hasta ahora ese vidrio esmerilado, en el techo, que llama la atención y que estoy mirando todo el tiempo. Además, la Virgen bajo el fanal no está; ni la cómoda. La Virgen me preocupa. Si yo volviera la cabeza, como una lechuza, bruscamente, hacia atrás, la encontraría, tal vez. Para limpiar los objetos que hay en un cuarto, sin romperlos, aunque rara vez se limpien, ya que siempre están sucios, alguien los saca del lugar habitual y los coloca en otro sitio. La Virgen debe de estar en un rincón, debajo de un mueble, o detrás de la cabecera de la cama. ¿Una sirvienta la habrá limpiado? Pero no puedo volverme hacia atrás. En vez de la cómoda, que ocupaba la pared lateral y no la que tengo frente a mi cama, veo ese mueble amorfo, diminuto, con un espejito. ¿Estaré en Córdoba? ¿Estaré soñando con Córdoba? Allí en una casa había muebles parecidos. No, no estoy en Córdoba. Debe de ser un regalo que alguien me ha hecho para mi cumpleaños; alguien que me quiere, pero que no sabe cuáles son los regalos que me agradan. ¿En qué momento se introdujeron esos objetos en mi cuarto, y quién los trajo? Serán muy livianos. Cualquiera los carga y los lleva de un lugar a otro. No tengo que preocuparme. ¡Qué importa quién los trajo! A cualquiera de las personas que están aquí les agradecería este regalo que no me gusta. Por si alguna de ellas me lo regaló, sonrío. ¿Y ese cuadrito? Está colgado en la pared de la izquierda, sobre una especie de cama turca, muy cómoda sin duda, y que vislumbro desde mi cama como si yo estuviese encaramada sobre una montaña. Jamás vi esa cama en mi cuarto ni en ningún otro cuarto de mi casa. Los muebles tienen vida propia, no es extraño que salgan y entren, se turnen, se reemplacen por otros cuando quieren. ¿Acaso no es mejor que sea así? ¿Qué hay de extraño en este cuarto? ¿Vale la pena decirlo a alguien? Tal vez se lo diga a la primera persona que se acerque: a la enfermera. Su delantal cruje: está muy almidonado, tan almidonado que parecería de yeso, si el yeso fuera brillante. A esta enfermera le gusta ser enfermera. Lástima que a todas las personas no les guste, como a ésta, su trabajo. Es feliz. A veces la sigue un raudo y diminuto perro, que no alcanzo a ver bien.

Pero antes de ser interrogada por mí, la enfermera me contesta con una pregunta:

–¿No sabe dónde está, querida?

–No.

–En el sanatorio, querida.

–Con razón.

–¿Con razón, qué?

–Con razón no reconocía mi cuarto.

–No se asuste.

Qué corta sería la vida si no tuviera momentos desagradables que la vuelven interminable. En un cuarto, que no es el mío, creyendo durante horas que es el mío, trato de situarme: ¡y no muero!

Como el arquitecto que encuentra el plano perdido de una casa, o el navegante o el explorador que se orienta con una brújula que parece rota, o más bien como un animal que se acomoda en una nueva madriguera, tratando de recordar la anterior, me tranquilizo y averiguo, para tranquilizarme mejor, en dónde está el sanatorio, si la ventana de mi cuarto mira al río y desde cuándo estoy alojada aquí.

Los ruidos acumulan sus perversas historias a mi alrededor.

¿Qué es la sierra que está chirriando todo el día, desde las horas más tempranas? ¿Desmenuza seres humanos? ¿Les tritura los huesos, hasta que los transforma en arena? ¿Con esos materiales ahora construyen las casas? ¿Y ese ruido, como de agua en ebullición, que sube de los sótanos y del piso bajo?

¿Son labios que rezan o son calderas del infierno que preparan líquidos hirvientes para los infieles? Recuerdo que yo canté en el coro de una lejana capilla. ¿En una clínica? Como zumbido de moscas eran las voces. ¿Serán las mismas? Y ese rugido de fieras de la gente que se junta en los pasillos, ¿en qué se transformará? En monstruos desolados o en una caravana de hombres con disfraces improvisados con jirones de sábanas o de toallas húmedas, que se dirigen al desierto, llevando provisiones incomibles y hediondas. ¡Hay tantos días de carnaval cuando no es carnaval!

Estas caras parecen dibujadas por la oscuridad. Súbitamente las veo. Se distinguen entre los muebles, materiales como ellos. Son las caras de los médicos. Tienen manos, no tienen cuerpo ni alma. Congestionadas, se me acercan, son ellas las que sufren. Son las próximas víctimas. Sufre menos el que sufre que aquel que ve sufrir.

Encienden la luz bruscamente, como si quisieran sorprenderme cometiendo algún pecado inconfesable. Uno de ellos, mezcla de dios y de locomotora, tiene un faro en su frente de especialista.

Me sientan, me golpean, me destapan, me gritan, me palpan, me ponen el termómetro, me hunden el dedo en el abdomen hasta hacerme gritar, me pellizcan con un manómetro en el brazo.

–Respire –me dicen–. No respire –me dicen, hasta que me pongo violeta.

¡Cuántos enfermos habrán muerto en los hospitales por ser auscultados! No quiero pensarlo. Un ejercicio tan violento podría matar a una persona sana, pero tal vez la salve porque no la deja dormir. Después de todo, el sueño es la prefiguración de la muerte.

A fuerza de interrupciones, el tiempo se alarga. El reloj con su cara redonda y lívida, me mira. Es eterno como el sol: sus horas no se extinguen, como los rayos.

Ocho diarias visitas de médicos hacen de un día un año. ¿Habrá que agradecer que lo desagradable nos permita medir el tiempo?

El suero cae gota a gota. Un reloj de arena, para cocinar huevos pasados por agua, una clepsidra, en un jardín perdido, en Italia, son menos obsesivos. Hay algo de fiebre en la arena que cae, en el agua que cae. La aguja clavada en la vena se transforma en nuestra vena. No la miro.

No me gustan las venas grises de acero de las máquinas. Soy como una máquina, pero las venas humanas tienen un color diferente. Azul, azul. La tinta y la sangre. La tinta azul y la sangre roja se parecen.

Hay inundaciones en Buenos Aires. Lo sé porque lo siento. Lo sé por los diarios (sin leerlos): están crepitando en el cuarto vecino.

Es el aniversario de una suerte de reina. Es de noche. Oigo los tambores que lo celebran. La gente congregada en la plaza improvisa altares y modula, a través de instrumentos de viento, la célebre sinfonía. ¡Qué extraño que yo nunca la haya oído! La banda de música viene del río y, cada vez más exaltada, modula una melodía sublime. Yo no usaría la palabra “sublime” para ninguna música. ¿Pero con qué otra palabra podría designar a ésta? En la nota más aguda, que entra en los oídos como a través de un largo alfiler, la gente se turba de tal modo que el sonido trémulo vibra, se prolonga indefinidamente… ¡Cómo no oí antes esta música tan conocida! Cuántas grabaciones habrá de ella dirigida por diferentes directores de orquesta, modificada con distintos ritmos.

Los niños sordomudos de la plaza, como si la conocieran, se hamacan con frenesí. No se arrodillan frente a los altares improvisados, porque son demasiado nerviosos. Los niños son los privilegiados. Toda la noche dura esa música. Es como una imprecación. ¡Qué dramática, qué larga, qué interminable! Al alba, hombres solitarios, en las azoteas rosadas la silban equivocando la entonación, pues no la conocen bien. No sé en qué momento solemne y diáfano desaparece la última vibración de esa música, en cuyo amanecer el día no llega nunca, como en el goce de los yoguis la eyaculación. Pocas horas después irrumpen en mis ojos deslumbrados, primero los colores y después las visiones, que me maravillan. Se derrama súbitamente un color amarillo que mi vista jamás ha registrado. Como un aviso luminoso traza sus contornos sobre un agua lila (color lila que parece indicar el agua). Dentro de la zona amarilla (que representa la tierra), nítidamente dibujadas se perfilan grupos de personas temerosas, grises, inmóviles, agazapadas, como esculpidas en piedra, debajo de innumerables parasoles, como los parasoles del Buda, salvándose de algo. ¿De qué? Se me antoja que todo esto es un mapa del mundo cuajado de monumentos.

En el cuarto contiguo alguien lee en los diarios las noticias de las inundaciones. Yo conocía un perro que dormía sobre los diarios. El crujir de los papeles, cuando se movía o suspiraba, me hacía pensar que estaba leyéndolos. Una mancha de humedad aparece en la pared donde está apoyada la cabecera de mi cama. La busco inútilmente en el espejo que está frente a mí. Me preocupa. Sé que es verde, violeta, azul, como un moretón y que se agranda. ¿Será el símbolo de mi enfermedad? Me duele esa mancha de humedad como si estuviera en mi cuerpo. Llaman a un hombre para que la vea. ¿Será un plomero? Lleva una valijita marrón. El hombre palpa, golpea la pared, me ignora. Suspira.

Pienso en las ilustraciones del Libro de Job y de Las Puertas del Paraíso de William Blake.

–No hay nada que hacer –exclama, y sale del cuarto con su olor a masilla–. Todos los años es lo mismo. Viene de la casa de al lado –agrega, volviendo a entrar en el cuarto. La enfermera me da de beber. El agua no tiene gusto a agua.

–Buen provecho –me dice el plomero. Llaman a la hermana de caridad. La hermana de caridad acude; como sobre rueditas se desliza con su falda oscura y su cara feliz, de muñeca. Opina que los caños son misteriosos. Habría que echar abajo la casa, para averiguar de dónde proviene la humedad. Sale del cuarto, con llaves y rosarios.

Antiguamente llevaban regalos a los muertos. ¿Estaré muerta?

Me traen un ramo fétido de lágrimas de la Virgen, dos camisones verdes, dulce demasiado dulce, corazones de chocolate, un ramo de rosas, que me repugna, una planta de ciclamen, que regalo a la Virgen, una caja de bizcochos, caldo que me da náuseas.

Hay automóviles en la calle, un teléfono en el cuarto. ¿Estamos en qué época? A los muertos ahora se los despoja de todo lo que tienen, de los anillos y de las emplomaduras, porque son de oro, de los ojos, porque la córnea se utiliza para otros ojos, de la piel o del pelo, porque se hacen injertos y pelucas. No me han quitado nada: no estoy muerta.

¡Qué sucederá afuera! Tengo que averiguarlo. Los árboles seguirán creciendo, preparando nuevas estaciones. El monumento atroz con pedestal de mármol rosado y mujeres de bronce, que desde aquí, por la ventana, podría vislumbrar, tendrá siempre esas vetas amarillas, que no pertenecen al mármol sino a la orina de perros que pasean, o de hombres nocturnos con amores diuréticos.

–¿Quiere que le acomode la almohada?

Cuando entré en esta mansión felizmente el invierno había arrancado ya las hojas de los árboles y el otoño, que es mi estación favorita con sus dorados frutos, había huido.

–¿Quiere tomar agua? –me preguntan.

La suave, la tersa, la blanda podredumbre de los jardines públicos, donde los hombres acuden a tomar aire y a masturbarse, está cerca. Si abren la ventana entra ese viento sucio que da la ilusión de ser limpio porque es frío, ahora en invierno. Hay gente que se sienta, que está sentada, en los bancos; mujeres que tejen mirando a sus propios hijos y a los ajenos, mendigas con cargamentos de ropa y de vasijas llenas de pan viejo que huele a naranja; hombres que se arriman a seres humanos y a vegetales, con igual pasión, para decirles secretos; perros cuidados o perdidos, gatos histéricos, que copulan, llenando la noche de gritos eléctricos.

–¿Un juguito de fruta? –me ofrece una voz almibarada.

–¿Cómo llegué aquí? –pregunto.

–En una ambulancia –me dicen.

–¿Y cómo me trajeron?

–En la camilla, por el ascensor.

Llegué en la oscuridad, como un ratón por un sótano, sin un sueño, rígida, sin una sola sensación, inmóvil. En la infancia jugaba a las estatuas, con temor de ser estatua, al cuarto oscuro (juego afrodisíaco), con miedo de desaparecer. Había que cerrar los ojos.

Esta vez, pienso, jugué en serio a las estatuas y a la oscuridad.

La araucaria, tiznada y enorme, el gomero, irreal, se nutren de excrementos, de semen y de vidrios. Nadie los riega salvo Dios, cuando llueve. Hay una voluntad de existir por encima de todo y a pesar de todo, hasta en los árboles. Pero si la forma de un individuo pasa a otra, si nada se pierde ¡por qué luchar tanto por conservar una determinada forma que, en resumidas cuentas, podría ser la inferior o la menos interesante!

–¿Cómo se llama? –pregunté a la enfermera.

–Linda Fontenla.

A Linda Fontenla le gusta conversar; también le gusta la gravedad de los enfermos. ¿Qué es una persona sana? Un cachivache sin interés. La vida para Linda Fontenla es un sinfín de enemas, de termómetros, de transfusiones, de cataplasmas hábilmente aplicadas y distribuidas. Si se casa, se casará con un enfermo, que es una persona atrayente para ella, un paquete de hemorroides, un hígado demasiado grande, un intestino perforado, una vejiga infectada o un corazón lleno de extrasístoles.

–Un viejo que yo estaba cuidando, aunque usted no me crea, quería acostarse conmigo, ¿se da cuenta? Qué sinvergüenza tendrá que ser. Me ofreció todo, hasta casarse. Lo mandé a freír papas a otra parte. A mí, por eso, no me gusta cuidar hombres. Todos son iguales. No se les puede ni poner talco, créame lo que le digo. Quieren divertirse, eso es lo que quieren.

–¿Me estaré muriendo, Linda?

–Querida, qué disparates dice. ¿Quiere que le traiga el espejito de mano para que vea lo bien que está? Aquí lo tiene. Mírese. Ayer sí que estaba mal. De veras que tuve miedo.

–Pero ayer usted me dijo que yo estaba muy bien.

–¡Hay que decírselo para animarla un poco!

Me miro en el espejo de mano, pero, simultáneamente, miro la mano de la enfermera. Cuántos dedos pintados tienen las enfermeras; mucho más que la generalidad de las personas.

–Tengo cara de oveja –oigo mi voz, como si fuera ajena.

–¿De oveja? Se ve la cara de oveja. ¡Me hace reír!

–Esa cara de oveja que tienen los enfermos.

–Es la primera vez que me dicen eso.

–Tendría que saberlo, usted.

–No hable tanto que se le acelera el pulso.

Me miró la palma de la mano.

–Me dijeron que sabe leer las líneas de la mano –prosigue Linda–. ¿No me las leería, un día?

–Si no me muero.

–¡Otra vez con lo mismo! Déle que te déle con la muerte. Hay que pensar en cosas alegres. ¿Quiere que le cuente algo? Cuando llegué esta mañana, en los pasillos de entrada un grupo de mujeres lloraba y rezaba. Pensé: Zas, murió mi enferma. Era el vecino, ¿se da cuenta? ¿A quién se le ocurre? Con caras de tres metros, estar llorando. Asustan a cualquiera.

–Pero ¿no sería por mí que lloraban?

–No había nadie de su familia, ninguna amiga suya. Esté tranquila. ¿Ahora empieza a desconfiar?

–No me importa un pito.

–Ya lo sé. Es una broma.

–Apague la luz.

Estoy absorbida por mis visiones. Vuelvo a mirar la penumbra del cuarto entretejida de colores brillantes. Es al principio un paraíso para mis ojos. Me aventuro con miedo, como sucede con el amor. Que nadie me hable, que nadie me interrumpa. Asisto al momento más importante de mi vida. En la pared blanca del cuarto se desarrolla la historia del mundo. Tengo que descifrar los signos, cada vez más complicados. Ya comenzó con aquel planisferio, con tierra amarilla, agua lila y personas agrupadas con perfil de bisontes, guarecidas debajo de innumerables parasoles. ¿Qué imágenes me esperan ahora? Cambian como por magia. Veo una cabeza asomada a una ventana. La ventana la forman cuatro piedras grandes. La cabeza es hermosa, casi angelical, podría decirse, hasta que las piedras de arriba y de abajo empiezan a juntarse. La boca ríe, muestra los dientes, como las máscaras de las tragedias griegas. Los colores se apagan. Una expresión de dolor aparece en el rostro: las piedras trituran la cabeza aterrada y aterradora. Ansío ver otra visión. Las provoco. ¿Cómo? Tengo un poder sobrenatural, pero limitado. No siempre consigo ver cosas hermosas ni tranquilizadoras. ¿Los dibujos de Blake no me agradan? Estas visiones parecen salidas del Libro de Job o de Las puertas del paraíso. Un sinfín de caballos negros, con brillantes arneses, cubren la pared. No sé a qué carruajes estos caballos están atados, ni a qué siglo remoto corresponden. Me deslumbran tanto que no puedo fijarme en aquello que los rodea. Silenciosos cascabeles acompañan su trote pausado. Una alegría indescriptible los acompaña. ¡Qué triste sería que estos caballos no vuelvan más! Ya se desvanecen como las nubes del poniente. ¡Eran tan precisos y tan nítidos! ¿Dónde huyeron? Estas visiones serán como los cielos que nunca se repiten. Ahora, con un trote idéntico al de los caballos, como si los miembros se movieran dentro del agua, cuatro arlequines giran en círculos. Hay muchos otros arlequines; el cuarto está lleno de arlequines, pero estos cuatro cautivan mi atención. ¡Quisiera que nunca se fueran! Los caballos en cierto momento me dan miedo; son negros; pueden ser lúgubres, fúnebres. Pero estas figuras, en cambio, no pueden ser sino arlequines, leves, alegres, inmateriales. Mirarlos es como hacer el amor eternamente, como haber descubierto la perfección, como estar en el cielo. Pero presiento al mirarlos que desaparecerán, que nada podrá reemplazarlos.

El interior de un cuarto aparece con personajes alegres que forman parte de un mundo desconocido; luego, al aire libre, una altísima escalera, hecha de piernas que suben, se perfila sobre el cielo azul. Y cuando creo que ya no vuelven más, los arlequines aparecen con esos movimientos lentos que los cuerpos logran hacer sólo dentro del agua. Un regocijo incontenible se apodera de mí. Vuelven, porque yo deseo con fuerza que vuelvan. ¿Mi poder sobrenatural se habrá perfeccionado? Pero ya se desvanecen y figuras místicas los remplazan; primero los apóstoles y luego Jesús. Jesús, con una corona de espinas sobre el lienzo de Santa Verónica, pero la cara hermosa de Jesús se transforma en la cara de un mono y miro para otro lado, a mi derecha. Veo un armario, pegado a mis ojos: un armario de caoba lustroso, que no abriré nunca. El armario se transforma en cuanto dejo de mirarlo. Ahora es un armario común, de cedro, barnizado, con manchas de cal. No quiero mirar a mi izquierda. Frente a mí veo ahora un jardín cubierto de enredaderas gigantescas, que crecen hasta el cielo, y entre esas enredaderas, estatuas de mármol, que también crecen hasta el cielo. Después veo brillar una montaña de piedra pero advierto que las piedras son personas apeñuscadas, que se matan entre ellas, personas de piedra que se matan con piedras. A medida que esa montaña acumula muertos crece, los hombres de piedra se reproducen.

Un león blanco brilla y ocupa toda la pared.

Cuando alguien entra en el cuarto y enciende la luz, las visiones desaparecen pero el cielo raso se cubre de rosas hermosísimas o de rayas de todos los colores del arco iris.

Un bailarín con piernas largas lleva el cuadrángulo de vidrio de la luz (como un escudo) en sus manos, lo aleja del centro del cielo raso, después vuelve y se acerca de nuevo al centro del cielo raso. Dejo de mirar el techo, para admirar las rosas, que resaltan sobre un follaje interminable. Jamás vi rosas sobresalir del aire con tanta vehemencia. Las veo resaltar como a través de varios lentes de aumento. Después se achican, se vuelven casi imperceptibles y más hermosas aún. La luz del cuarto de al lado se apagó. El ángel se asoma. Un jardín chino aparece lentamente, con lentitud de calcomanía. Como si atesorara tarjetas postales para un álbum, miro esta imagen desde todos los ángulos posibles. Temo que desaparezca. Si pudiera escribir al pie una fecha, un nombre, lo haría. Desaparece. Nada me consolará de su desaparición. Era un jardín profundo que atesoraba una pagoda. El bambú se mecía, seguramente con el viento, y había sombra y lagos y ríos con canoas inmóviles. ¡Todo es inmóvil!

Este barco de oro que estoy viendo, con un millón de cabezas que asoman por la borda, no avanza, o si avanza, avanza conmigo en un mar azul. Es un barco griego. Lleva cabezas de hombres, como frutas, frutas sin cueros, frutas con caras, todas del mismo tamaño y peladas.

Ahora las personas envejecen inmediatamente, de la dicha pasan al dolor, de la bondad a la crueldad, de la belleza a la fealdad. ¿Por qué? Nada permanece. ¿Por qué? ¿Estoy sufriendo? ¿Cada cara es un símbolo de lo que siento, sin saberlo?

Existe un ángel que estoy esperando. No está; no estuvo en mis visiones. Oigo su paso, siento su mano, me da de beber, me da de comer. Atesoro imágenes para él, figuritas de esas que pegan los niños en los cuadernos. ¡Si le agradaran! ¡Un cuadro pintado, un libro escrito, no me agradarían tanto a mí!

La belleza no tiene fin ni aristas. La espero. Mas ¿dónde está mi lecho, para esperar cómodamente? No estoy acostada, no consigo estarlo. Un lecho no es siempre un lecho. Está el lecho del nacimiento, el lecho del amor, el lecho de la muerte, el lecho del río. Pero éste no es un verdadero lecho…

 

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