Jorge Ibargüengoitia
Debo ser discreto. No quiero comprometerla. La llamaré… En el cajón de mi
escritorio tengo todavía una foto suya, junto con las de otras gentes y un pañuelo
sucio de maquillaje que le quité no sé a quién, o mejor dicho sí sé, pero no quiero
decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo
es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente
con sus grandes ojos almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto
dos orejas enormes, tan cercanas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar
que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran
de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas,
y abajo… su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de
esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor
interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré
Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.
Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello.
Iba por las calles de Madero en los días cercanos a la Navidad, con mis pantalones
de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un mediodía brillante
y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo.
“Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos
en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una docena
de veces era mucho. Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí
que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá,
le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los
tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya
y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que
su hija era decente, casada y con hijos, que yo había tenido mi oportunidad trece
años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impulsos primarios
y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por
la Alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado
muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio,
me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento
desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella
se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca
maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro
millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa
dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella
y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió
que estaba sudorosa, porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importa, no
importa”, le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le
mordí el pescuezo y le apreté la panza… hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas
y Sonora.
Después del accidente, fuimos al SEP de Tamaulipas a
tomar ginebra con quina y nos dijimos primores.
La separación fue dura, pero necesaria, porque ella
tenía que comer con su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más”. “Adiós, entonces”. “Adiós”.
Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina
El Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo
sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que
vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.
Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva.
Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como
Venus saliendo de la concha… fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo:
“Búscame mañana, a tal hora, en tal parte”; y desapareció.
¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los
pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión
de los pobres, esparcimiento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gracias,
Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable
la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!
Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la
encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha,
orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es
para ti”. Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de
su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba.
Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silencio; luego me tomó
del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en
la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.
Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café
a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si
fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo,
empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del
asqueroso pecado del adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé mis recursos
más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos
de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo
fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas.
Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado
en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si
algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría un telegrama.
Y esto es que un mes después recibí, no un telegrama, sino un correograma
que decía: “Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p.
m.) Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés
que esas palabras significan “adivina quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué
la foto y la contemplé pensando en que se acercaba al fin la hora de ver saciados
mis más bajos instintos.
Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí
con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova
durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación.
Busqué una mesa discreta, porque no tenía caso que la vieran conmigo un centenar
de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café,
encendí un cigarro y esperé. Inmediatamente empezaron a llegar gentes conocidas,
a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.
Pasaba el tiempo.
Caminando por la calle de Génova pasó la Joven N., quien
en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.
Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se
me ocurrió que en dos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida…
La Joven N. volvió a pasar, caminando por la calle de
Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque
la Joven N. venía mirando hacia el Konditori.
Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero
dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa,
toda para mí.
Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra
la Joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el restorán y se sienta enfrente
de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess right?”
Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la Joven
N. se puso incómoda; luego, me repuse, platicamos un rato apaciblemente y por fin,
la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.
Ella, con su marido y sus hijos, se había ido a vivir a otra parte de la
República.
Una vez, por un negocio, tuve que ir precisamente a
esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio
el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó
a cenar.
La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel.
Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con
unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad.
Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando
llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó.
Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través
de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre
doscientos y trescientos besos… hasta que llegaron sus hijos del parque. Después,
fuimos a darles de comer a los conejos.
Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía
cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con
una impudicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para
jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato
de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar
la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofensiva, muy prometedora,
por cierto, cuando llegó el marido. Me dio un ron Batey y me llevó a la sala en
donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos
los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el teléfono. El marido
fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto,
también, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este
acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del
comedor tambaleándose, con un altero de platos sucios. Entonces regresó el marido
poniéndose el saco y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones,
para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que
le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; yo estaba en mi casa:
allí estaba el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en
un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo voyme a la cocina
y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando
la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron,
les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco
llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindamos:
habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. “Es para ti”, me
dijo. Yo la miraba mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido,
llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó
las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el
marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres
cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba
nada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída
y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé
sobre el couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras
nos besamos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando
lo encontré, tiré de él… y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos
forcejeando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido
que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos jadeantes y sudorosos, pero vestidos
y no tuvimos que dar ninguna explicación.
Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado,
o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde
entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora,
sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de
que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de
la historia), son más numerosas que las arenas del mar.
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