Juan José Saer
Me
llamo Pichón Garay. Vivo en París desde hace cinco años (Minerve Hotel, 13, rue
des Ecoles, 5ème). El año pasado, en el mes de julio, Carlos Tomatis pasó a visitarme.
Estaba más gordo que nunca, ochenta y cinco quilos, calculo, fumaba cigarros, como
viene haciéndolo desde hace siete u ocho años, y nos quedamos charlando en mi pieza,
sentados frente a la ventana abierta con las luces apagadas, hasta que amaneció.
Todavía recuerdo el ruido complejo y rítmico de su respiración que se entrecortaba
en la penumbra cuando la temperatura del diálogo empezaba a subir.
Dos o tres días después se fue a Londres, dejándome
inmerso en una atmósfera de recuerdos medios podridos, medios renacidos, medios
muertos. Algo había en esa telaraña de recuerdos que recordaba el organismo vivo,
el cachorro moribundo que se sacude un poco, todavía caliente, cuando uno lo toca
despacio, para ver qué pasa, con la punta de un palo o con el dedo. Después la cosa
dejó de fluir y el animal quedó rígido, muerto, hecho exclusivamente de aristas
y cartílagos.
Me llamo, digo, Pichón Garay. Es un decir.
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