miércoles, 31 de agosto de 2022

El abismo

José Revueltas

 

Allá abajo había un crimen. Allá abajo estaban el asesinato, lo monstruoso y la culpa. No podía deshacerse de ese crimen porque precisamente estaba allá abajo, en la zona neutral, donde no valía nada la inteligencia, la razón ni la moral. En esa zona de terror y de animalidad las cosas se sucedían regularmente, con precisión, con una periodicidad fría e independiente. No podía hablarse, en consecuencia, de que era una región de caos y desorden; todo lo contrario, en tal hecho no radicaba el espanto. El espanto, el terror, la locura, residían en que allá abajo, en las sombras, había un crimen inaudito. Un crimen de una naturaleza especial: sin ubicación posible, sin precisión, sin carácter, sin forma, fuera del tiempo y de la materia. Su naturaleza especial era exactamente la de no tener naturaleza alguna. Era solamente crimen, no podía ser sino crimen. Porque, en efecto, ¿qué lo separaba del crimen? Lo separaban su razón, su inteligencia, su voluntad, cosas que podía tomar en la mano, ver, tocar. Pero había a la vez otras cosas lejanas y próximas que no eran la razón ni la inteligencia, ni la voluntad. Que existían sin su consentimiento, que obraban por cuenta propia, y tomando una dirección que él no había señalado nunca. Y esas entidades impalpables, desconocidas, tan desgobernadas y al mismo tiempo dirigidas y tan exactas, estaban en la pura zona del crimen, en la desnudez, en la animalidad, en el asesinato y lo monstruoso. Allí estaba la culpa; una culpa desencadenada, mortal, tremenda, presentida por los más bajos fondos de sí mismo. El acta de acusación fría e irreductible, que parecía un índice de hielo y desesperación, golpeaba allá abajo, en lo más remoto e ignorado de sus entrañas, como un mar incesante y obstinado, hecho de lágrimas, de espantos, de ansias de huir y remordimientos atroces. ¿En qué lugar de martirio y desconsuelo, en qué sitio del tiempo y del espacio estaba el origen del crimen, el crimen? Podría ser en la lejanísima y borrosa infancia; en la infancia cubierta de polvo y de niebla. He aquí un recuerdo: era su madre, sí, su madre. Nunca supo nada a punto fijo. Él veía la cicatriz que mostraba ella a la altura del labio superior. Sólo recordaba con cierta exactitud –no mucha, puede decirse– que las demás personas, sus tías, la abuela, lo habían rodeado de quién sabe qué dura y hostil reconvención permanente, que se veía en los ojos y en las palabras a cada momento. Parece ser que había golpeado a su madre, pero es mucho muy difícil afirmar nada sobre el particular. Cómo fue el hecho y cómo pudo causar una herida tan profunda, nunca estuvo en posibilidades de explicárselo. Recordaba, sí, la hostilidad, las miradas casi con odio de las tías y la abuela. Pero tampoco puede decirse que estuviera seguro del hecho en sí, de que había ocurrido. Mas todo estaba cubierto ya por una espesa capa de olvido impenetrable. Desde aquel lejano entonces se le formó un rincón de espanto, de temor a sí mismo, de capacidad para el desorden, la villanía y el crimen. ¿Radicaría ahí esa insondable locura, ese desenfrenado terror que se sabía él existiendo allá abajo, en su propia naturaleza? Inútil preguntar. Aquello existía. Ese mundo cruel y autónomo existía. Tal era lo único que de ello estaba permitido saber.

Y porque, aun ignorándolo en su cabal contenido, él cuando menos sabía de sus existencias, toda su vida se había encaminado hacia lo que pensaba opuesto y contrario a ese mundo tan oscuramente preformado.

En esta forma se rodeó de una muralla pertinaz y diaria de deberes y reglamentos: mujer, hijos, y un consabido y monocorde empleo. Vida sedentaria y equilibrada, monótona y sumida. Mañanas eternamente repetidas y sin malicia: primero tajar sus tres lápices, dejarlos puntiagudos, redondos, impecables; luego deslizar su letra, tranquilamente ordenada, sobre aquellos libros inmensos donde deberían anotarse los “movimientos” de la gran casa. Así todo el día. Al llegar a su hogar, lamentarse, maldecir un poco, gruñir por la comida. Antídoto eficaz y aniquilador.

Mas el destino estaba allá abajo, implacable, llamándolo. Se cuenta de los criminales que vuelven, merced a una crudelísima ley de la naturaleza, al lugar del crimen. Así el hombre torna incesantemente sobre las regiones más odiadas y repulsivas de su propio espíritu. Éste es el sufrimiento impuesto a Prometeo; el sufrimiento vivo, de carne despellejada e indudable. Volvía, regresaba, miraba su propio abismo y tormento. Era el doloroso, el humanísimamente humano placer de la autotortura y la autonegación. Necesidad de ser humillado, de ser escupido y despreciado, por toda la bajeza y la ruindad que sordamente tenía acumulada en su alma. Era la única redención posible, la única manera de pagar todas sus culpas. Lo hacía a través de un vehículo contradictorio, triste y descorazonador: el alcohol.

Aquello era un proceso alucinante y amargo. Primero una leve sensación de irregularidad, de libertad. Un estadio de especial dulzura y amor por la vida. Todo aparecía generoso, sin mancilla, bueno. Se podían violar las pequeñas leyes que equilibraban la existencia diaria, la vida cotidiana. De pronto la obligación de hacer un trabajo ya no era tal; no ocurriría nada si no se cumplía el deber; el mundo seguiría caminando porque era un mundo muy bello, muy tierno, y no se interesaba en que los hombres cumplieran su deber. Después, poco a poco, la verdad grotesca, miserable, descarnada. El saber lo inútil de todo, lo intrascendente del vestir, del comer, del trabajar, del mirar. Una posesión violenta y destructora de fuerzas imponderables que le gritaban al oído toda la negación espantosa de la vida. Aquí empezaba a tomar un aspecto torvo, bestial, doloroso. Sentía una vivísima necesidad de llorar y confesar. Si algún amigo estaba a mano, lo hacía sin ninguna consideración, gimoteando ridículamente todas sus desgracias, todos sus temores, toda su sed de escapatoria. Más tarde venían las sombras, el abandonarse por completo. Aquí cometía toda clase de locuras –en la medida en que se lo permitían sus condiciones físicas–, pues su idea única era ya sólo la expiación y el escarmiento.

Pongamos un ejemplo: aquella vez fue conducido a su casa por los amigos. Llegó la mañana y con ella el despertar angustioso y avergonzado. Al día siguiente de estos hundimientos era en realidad cuando las sombras adquirían verdadera consistencia; cuando podía saberse que en verdad existían y que al espíritu se le habían abierto las puertas para que corriera enloquecido y aullara sin freno. La conciencia de este hecho engrandecía sin medida las sombras que habían reinado en su alma, les daba la proporción exacta, el marco justo. Una ola de miedo y de angustia lo embargaba por completo. Ahí principiaba la persecución, las aprensiones, la ansiedad y la culpa: el otro filo ineluctable de ese juego sin piedad aparecía en toda su desnudez. Primero habían sido la expiación, el sufrimiento libre y generosamente abordado; después era la venganza que el espíritu se tomaba por aquel intento de liberación.

Ese día, al despertar, pudo ver en su camisa una mancha de sangre. La primera reacción fue de asombro. ¿En dónde? ¿Cómo? Un esfuerzo sostenido por acordarse, por reconstruir. Después un vago amontonarse de escenas: palabras, gestos, obscenidades. Sí, todo eso había ocurrido. Pero ¿después de las sombras? ¿Cuándo los furiosos caballos de su corazón se desbocaron frenéticamente ya fuera de él, sin su consentimiento, sin su dirección? Una sospecha terrible, un terror sin medida, tembloroso, brutal. ¿No se había golpeado con alguien? Sí…, precisamente eso. ¡Con un anciano! ¡Debía tratarse de un anciano! Parecía un mendigo. Él recordaba un cuerpo blando sobre el suelo a quien había aplicado un puntapié, dos, cinco. A través del zapato, un tacto feroz le había permitido sentir la carne fláccida, pobre, martirizada. ¡Qué bajeza! ¡Qué ruindad sin nombre! Sus amigos debían haberlo salvado o lo hizo en una calle solitaria sin que nadie lo viera, pues aquello no había tenido consecuencias. Seguro el viejo habría muerto: sobre su conciencia pesaba ahora un crimen. Todo por beber. Se había tornado una bestia innoble, sin sentido, libre a todas las manifestaciones que almacenaba allá abajo, en las entrañas. Por todo ese día se sintió acosado, perseguido, señalado con el dedo. Sólo pudo recobrar la tranquilidad cuando habló con sus amigos, y en esto, empero, hubo una desconcertante sorpresa:

–Nada –le habían dicho–, cuando perdiste el conocimiento te quedaste muy tranquilo, mascullando quién sabe qué palabras; te tuvimos que llevar a la casa. ¿La mancha? No, hombre. La pintura de la mesa estaba todavía fresca…

Entonces, ¿aquello había sido solamente imaginado? Era una especie de sueño; un sueño particular en el que no se duerme, en el que se está despierto como una bestia, con los ojos horriblemente abiertos y la mente inútil, rodeada por voces que llaman desde el abismo.

–Allí están buscándote, pero no salgas –le dijo, con un sinuoso aire de misterio, su amigo.

–¿Cómo? –replicó.

–Sí, por lo de anoche. ¿Ya no te acuerdas?

Abrió los ojos desmesuradamente. ¿Por lo de anoche? Nuevamente las sombras. Unas sombras espesas que envolvían su cerebro poseyéndolo por entero. Anoche. Volvió los ojos sobre la oficina como pidiendo misericordia. Allí estaban las empleadas incoloras, activas, serias. Aquí, en esta región del aire, sus propias manos amarillentas, temblorosas, su traje arrugado, por las cantinas, y dentro del traje, un cuerpo alto, flaco, desgarrado y pobre. No. ¡Él no había sido! ¡Por piedad! ¡Él no era culpable de nada! ¡No había cometido nada indebido! ¡Que se fueran los agentes! Todo mundo podía dar testimonio de su honorabilidad.

Bebía, sí, pero no era de mal corazón, no era un malvado. Además odiaba la cárcel. ¡No, por Dios! Todavía era tiempo. ¡Que le permitieran no volver a beber! ¡Misericordia y piedad! Estaba seguro que él no había sido, que había sido otro. No había pruebas. No. Él no bebería jamás. ¡Perdón! Sólo pedía perdón. Él no era culpable. Pero sí, era culpable: él lo había hecho todo, sobre sus hombros debía caer toda la responsabilidad, pero estaba bebido, no podía saber nada. Que le preguntaran a su jefe; él diría cómo cumple su trabajo, cómo es puntual a pesar de que bebe. ¿Anoche? “Por Dios, amo mucho a mis hijos, ellos pueden decir que soy un buen hombre, un buen hombre y un buen padre. Respeto a todo el mundo. Yo le doy su lugar a toda la gente. Que lo digan si no. Perdería el empleo. ¡Por piedad! ¡Por misericordia!”

Sí, él había sido, lo reconocía, no trataba de engañar a nadie. Necesitaba salvarse. Que lo ayudaran, que lo cobijaran, que le permitieran humildemente, como a un perro, pasar desapercibido, recibir el perdón. Que lo escupieran y lo maltrataran, que lo ofendieran, merecía todo eso, pero un poco de clemencia también. ¡Dios fue misericordioso y perdonó a sus enemigos!

–¡Pásate a mi escritorio, desde ahí no te ven! Trabaja. Que no se dé cuenta el jefe.

No tajó su lápiz; le brincaba de las manos horrorosamente y estuvo a punto de cortarse con la navaja.

Se prosternó humildemente ante la nobleza de su amigo, y le entraron unos enormes deseos de besarlo, y de llorar junto a él y contarle todas sus desgracias, todo lo inmensamente solo que se encontraba en el mundo, y lo que representaba ahí, en esos momentos, su amistad.

Levantó el libro mayor por encima del escritorio, y quedó tan bien guardado, que casi estuvo a punto de sentir calma. Se encogió como si fuera a entonar una plegaria y casi ni respiraba, los ojos fijos en el libro mayor. No podía volver la vista ni a derecha ni a izquierda. Estaba en un peligro tan grande que mover los ojos de un lugar era tanto como ponerse a descubierto, a merced de los polizontes, y caer en la siniestra redada que se le tendía. Permanecería allí eternamente, no se movería por todo el oro del mundo. Por desgracia, a pesar de todo, esto no sería posible. Sabía que al sonar la una debería abandonar la oficina. Los polizontes, pacientemente, aguardarían, y en cuanto traspusiera los umbrales de la oficina lo llevarían consigo, como criminal que era. ¡Y el reloj! Las manecillas parecían haberse vuelto locas y giraban con vértigo. El tiempo transcurría espantosamente de prisa. ¡Por Dios! ¿Nadie lo protegería? ¿Lo dejarían abandonado en este trance, en este dolor infinito?

Levantó la vista lentamente rebasando unos centímetros el libro mayor. Allí estaba el jefe. ¡Lo sabía todo! ¡Ahora lo entregaría! Diría: “Señor Martínez, tenga la bondad de salir. Lo espera la policía. No quiero que la casa se desprestigie con un mal empleado”. El jefe permaneció por algunos segundos ahí, con su sonrisilla. Seguramente habría decidido no entregarlo desde luego, sino esperar a que sonara la una en el reloj. He aquí que de pronto Martínez sintió una gran devoción por su jefe, y le dieron ganas de arrodillarse, de besarle los zapatos y pedirle perdón, pues él era el único que podía salvarlo. Adoptó una actitud compungida, tan de perro agradecido, que una muchacha taquimecanógrafa prorrumpió en una sonora carcajada que estremeció toda la oficina. Martínez no perdió su tranquilidad, pero por dentro había sentido como si una descarga eléctrica lo sacudiera. ¡Todos lo sabían ya! Se había dado cuenta de cómo lo observaban, cómo espiaban sus movimientos, pues ya sólo era un condenado que de ahí saldría para la cárcel. Que lo perdonaran. El jefe podría influir. ¡Era tan bueno, tan generoso! Además él, Martínez, siempre lo había querido, siempre lo había respetado. Mas el jefe desapareció. Quizá, pese a su aire compasivo, estaba en la imposibilidad de hacer nada por su empleado.

Martínez se encogió más todavía. Su aspecto era el de un ser rodeado por el vacío, que anhelaba con toda su alma detenerse, asirse a lo que fuere con tal de no caer. Temía, poseído por el vértigo, el mirar en su torno porque esto aumentaba la impresión de terror y locura que lo poseía. Repasaba violentamente su vida: en efecto, aquello era una rememoración apresurada y sin amor, más que todo como un recurso de su desesperanza. Y lo de anoche, ¿cómo habría sido? Algo terrible, sin duda. Se daba cuenta que el momento había llegado; un momento que él esperaba desde hacía mucho tiempo y que temía. Él sabía que se trataba de su camino, de su fin. Todos los días, al final del hundimiento, cuando las sombras se apoderaban de su ser, aguardaba casi con calma que aquello se produjese. Hoy había sido. Aquí era el fin. Su parte ingobernable, su demonio, había triunfado sobre la mediocre, vana, inútil inteligencia.

Poco a poco la conciencia del crimen le bailaba fija en el cerebro rodeada de mil fantasmas danzantes: la salvación. ¡Si pudiera salvarse! ¿Cómo? Era preciso la ayuda, la protección.

Llevado de esta sed, de esta ansiedad, cada minuto lo hacía más bueno, más amable, más pequeñito en su pequeñez, en su deseo de ser grato a todo el mundo, del cual, ahora, totalmente dependía.

La una. Su noble, su gran, su leal amigo vino a salvarlo. Trajo unas ropas –en efecto, demasiado pequeñas para Martínez– que servirían admirablemente de disfraz para salir a despecho de los policías. Martínez se veía ridículo: unas mantas a mitad del brazo, unos pantalones que subían arriba del tobillo. Mas ¡qué importaba! Lo vital era salir, huir, salvarse.

Bajó las escaleras con la cabeza baja, profundamente inclinada, en un acto de suprema contrición y arrepentimiento, defendido por su extraordinario camarada, que firme y resueltamente lo llevaba del brazo. Uno, dos, tres, cuatro escalones.

Dentro de la oficina, tras los cristales, hombres y mujeres, todos los empleados, se desternillaban de risa.

¡Qué colosal broma le habían jugado a Martínez! ¡Colosal! ¡Y lo ridículo que se veía con sus pantaloncitos…!

Martínez tuvo todavía suficiente entereza para sacar la mano por la portezuela del coche a donde había subido y estrechar fuertemente a su amigo:

–¡Eres muy bueno! ¿Cómo podré pagarte este inmenso favor?

Y en sus pequeños y pobres ojillos brillaban un par de tiernas lágrimas conmovidas.

 

El converso

Juan José Arreola

 

Entre Dios y yo todo ha quedado resuelto desde el momento en que he aceptado sus condiciones. Renuncio a mis propósitos y doy por terminadas mis labores apostólicas. El infierno no podrá ser suprimido; toda obstinación de mi parte será inútil y contraproducente. Dios se ha mostrado en esto claro y definitivo, y ni siquiera me permitió llegar a las últimas proposiciones.

Entre otros deberes, he contraído el de hacer volver atrás a mis discípulos. A los de la tierra, se entiende. Los del infierno seguirán esperando inexorablemente mi regreso. En lugar de la redención prometida, no habré hecho más que añadir un nuevo suplicio: el de la esperanza. Dios lo ha querido así.

Yo debo volver al punto de partida. Dios se niega a iluminarme y debo colocar mi espíritu en el plano en que se hallaba antes de seguir el camino equivocado, esto es, en vísperas de recibir las órdenes menores.

Nuestro coloquio se ha desarrollado en el sitio que ocupo desde que fui arrebatado del infierno. Es algo así como una celda abierta en lo infinito y ocupada totalmente por mi cuerpo.

Dios no acudió inmediatamente. Por el contrario, me pareció una eternidad la espera, y un sentimiento de postergación indecible me hacía sufrir más que todos los suplicios anteriores. El dolor pasado era un recuerdo grato en cierta manera, ya que me daba ocasión de comprobar mi existencia y de percibir los contornos de mi cuerpo. Allí, en cambio, me podía comparar a una nube, a un islote sensible, de márgenes constituidas por estados cada vez más inconscientes, de manera que no lograba saber hasta dónde existía ni en qué punto me comunicaba con la nada.

Mi sola capacidad era el pensamiento, siempre más desbordado y potente. En la soledad tuve tiempo de andar y desandar numerosos caminos; reconstruí pieza por pieza edificios imaginarios; me extravié en mi propio laberinto, y sólo hallé la salida cuando la voz de Dios vino a buscarme. Millones de ideas se pusieron en fuga, y sentí que mi cabeza era la cuenca de un océano que de pronto se vaciaba.

Está por demás aclarar que fue Dios quien puso todas las condiciones del pacto, y que a mí sólo me reservó el privilegio de aceptarlas. No fortaleció mi juicio en modo alguno; el arbitrio fue tan completo, que su imparcialidad me parece falta de misericordia. Se limitó a indicarme los dos caminos: recomenzar mi vida, o ir de nuevo al infierno.

Todos dirán que el asunto no era para pensarse y que debí decidirme inmediatamente. Pero tuve que dudar mucho. Volver atrás no es cosa sencilla; se trata nada menos que de inaugurar una vida deshaciendo los errores y salvando los obstáculos de otra; y esto, para un hombre que no ha dado muestras de gran discernimiento, exige una serenidad y una resignación que Dios mismo echa de menos en mi persona. No sería difícil errar otra vez y que el camino de salvación se desviara nuevamente hacia el abismo.

Además, en mi conducta futura está incluida toda una serie de actos insoportables, de humillaciones sin cuento: debo someterme y aclarar públicamente mi nueva situación. Han de saberlo todos, discípulos y enemigos. Los superiores cuya autoridad desprecié recibirán las cumplidas muestras de mi obediencia. Juro que si entre tales personas no se hallara fray Lorenzo, la cosa no sería tan grave. Pero es él precisamente quien debe enterarse primero y aparecer como agente de mi salvación. Tendrá a su cargo la vigilancia estrecha de mi vida, y cada una de mis acciones deberá desnudarse ante sus ojos.

Volver al infierno es también una idea desalentadora; porque no se trata únicamente de condenación, sino de algo más fundamental: del fracaso de toda mi labor. Mi presencia en el infierno carece ya de sentido, no tiene importancia, desde el momento en que volvería incapacitado para convencer a nadie, para alentar la menor esperanza, ya que Dios ha puesto punto final a mis ensueños. Esto, descontando la naturalísima circunstancia de que en el infierno todos habrían de sentirse defraudados. Llamándome farsante y traidor, darían a mi mudanza interpretaciones malignas y torcidas; se dedicarían, sin duda alguna, a martirizarme in aeternum por su cuenta…

Y aquí estoy, al borde del tiempo, asistido de mis más precarias cualidades, hablando de miedos mezquinos, haciendo gala de amor propio. Porque no puedo olvidar el éxito que obtuve en el infierno. Un triunfo, me atrevo a asegurarlo, que no han visto los apóstoles de la tierra. Era un espectáculo grandioso, y en medio estaba mi fe, inquebrantable, multiplicada, como una espada resplandeciente en las manos de todos.

Fui a dar de bruces en el infierno, pero no dudé un solo instante. Rodeado de diablos tenebrosos, la idea de perdición no pudo abrirse paso en mi cabeza. Legiones de hombres sufrían tormento en máquinas horribles; sin embargo, a cada hecho desolador, mi fe respondía: Dios quiere probarme.

Las dolencias que en la tierra me causaron mis verdugos no parecían interrumpirse, sino que hallaban una exacta continuación. Dios mismo ha examinado todas mis heridas y no ha podido discernir cuáles me fueron causadas en el mundo y cuáles provenían de manos diabólicas.

No sé cuánto estuve en el infierno, pero recuerdo con claridad la rapidez y la grandeza del apostolado. Me di incansablemente a la tarea de trasmitir a los demás las convicciones propias: no estábamos definitivamente condenados; el castigo subsistía gracias a la actitud rebelde y desesperada. En vez de blasfemar, había que dar muestras de sacrificio, de humildad. El dolor sería el mismo y nada iba a perderse con hacer una prueba. Pronto volvería Dios su vista hacia nosotros, para darse cuenta de que habíamos comprendido sus secretos fines. Las llamas cumplirían su obra de purificación y las puertas del cielo iban a abrirse ya a los primeros perdonados.

Pronto empezó a tomar vuelo mi canto de esperanza. El venero de la fe comenzó a refrescar los corazones endurecidos, con su dulce acento olvidado. Debo confesar ciertamente que para muchos aquello significaba sólo una especie de novedad a lo largo de la cruel monotonía. Pero al clamor se unieron hasta los más empedernidos, y hubo demonios que olvidaron su condición y se sumaban resueltamente a nuestras filas. Se vieron entonces cosas sorprendentes: condenados que iban ellos mismos a los hornos y se aplicaban contra el pecho brasas y cauterios, que saltaban a las calderas hirvientes y bebían con deleite largos vasos de plomo fundido. Demonios temblorosos de compasión iban a ellos y los obligaban a tomar reposo, a hacer una tregua en su actitud conmovedora. De lugar abyecto y abisal, el infierno se había transformado en santo refugio de espera y penitencia.

¿Qué harán ellos ahora? ¿Habrán vuelto a su rebeldía, a su desesperación, o estarán aguardando con angustia mi regreso a un infierno que ya no podré mirar con ojos de iluminado?

Yo, que rechacé todos los argumentos humanos, que vi sonreír el rostro de Dios detrás de todos los tormentos, debo confesar ahora mi fracaso. Me cabe el alivio de que fue Dios mismo quien me desengañó, y no fray Lorenzo. Me ha sido impuesto el sacrificio de reconocerlo como salvador para castigar suficientemente mi vanidad; y el orgullo que no se rompió en los potros, irá a doblarse ante sus ojos crueles.

Y todo gracias a que yo quise vivir a la buena de Dios. Cosa sorprendente, vivir a la buena de Dios trae los peores resultados. A Dios ofende una fe ciega; pide una fe vigilante, sobrecogida. Yo aniquilé totalmente la voluntad, y por mi espíritu y por mi cuerpo transitaron libremente los instintos y las virtudes. En vez de dedicarme a clasificar, puse todas las fuerzas en la fe, para hacer de mi quietismo una llama recóndita y potente; y las acciones, las dejé al capricho de esa fuerza oscura y universal que mueve cuanto existe sobre la tierra.

Todo esto se vino abajo de golpe, cuando me di cuenta de que los actos, buenos y malos, que yo había remitido al depósito de la conciencia general –vana creación de nuestra mente de herejes–, se hallaban estrictamente anotados en mi cuenta personal. Dios me hizo comprobar la existencia de balanzas y registros; señaló uno por uno mis errores y me puso ante los ojos la afrenta de un saldo negativo. Yo no tuve a mi favor sino la fe, una fe totalmente errada, pero cuya solvencia Dios quiso reconocer.

Me doy cuenta de que en mi caso se comprueba la predestinación, pero ignoro si estaré a salvo durante la nueva tentativa. Dios ha fortalecido reiteradamente mi incertidumbre y me ha soltado de sus manos sin una sola prueba palpable, con igual turbación ante los diferentes caminos que se abren a mis ojos inexpertos. La humana incapacidad ha sido cuidadosamente restaurada; lo veo todo como un sueño y no traigo ni una sola verdad como equipaje.

Poco a poco las fronteras de mi cuerpo se reducen. El vago continente va incorporándose a la masa de mi persona. Siento que la piel envuelve y limita la sustancia que se había derramado en un orbe de inconsciencia. Renacen lentamente los sentidos y me comunican con el mundo y sus objetos.

Estoy en mi celda, sobre el suelo. Veo el crucifijo de la pared. Muevo una pierna, palpo mi frente. Mis labios se remueven; percibo ya el soplo de la vida y trato de articular, de ensayar las palabras terribles: “Yo, Alonso de Cedillo, me retracto y abjuro…”

Luego, frente a la reja, con su linterna en la mano, observándome, distingo a fray Lorenzo.

 

De los Apeninos a los Andes

Edmundo de Amicis

 

Hace mucho tiempo un muchacho genovés, de trece años, hijo de un obrero, viajó desde Génova hasta América sólo para buscar a su madre.

Ella se había ido dos años antes a Buenos Aires, capital de Argentina, para ponerse al servicio de alguna casa rica y ganar así, en poco tiempo, el dinero necesario para levantar a la familia, la cual, por efecto de varias desgracias, había caído en la pobreza y tenía muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan largo viaje con aquel objetivo. Gracias a los buenos salarios que allí encuentran las personas que se dedican a servir, éstas vuelven a su patria, al cabo de algunos años, con algunos miles de pesos.

La pobre madre había llorado lágrimas de sangre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero marchó muy animada y con el corazón lleno de esperanzas. El viaje fue feliz; apenas llegó a Buenos Aires encontró en seguida, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía mucho tiempo, una excelente familia del país, que le daba buen salario y la trataba bien.

Por algún tiempo mantuvo con los suyos una correspondencia regular. Como habían convenido entre sí, el marido dirigía las cartas al primo, quien las entregaba a la mujer; ésta, a su vez, le daba las contestaciones para que las mandase a Génova, escribiendo él, por su parte, algunos renglones. Ganaba ochenta pesos al mes, y como no gastaba nada en ella, enviaba a su casa, cada tres meses, una buena suma, con la cual el marido, que era un hombre de bien, iba pagando poco a poco las deudas más urgentes y adquiriendo así buena reputación. Entre tanto, trabajaba y estaba contento con lo que hacía; pero también esperaba que su mujer volviera dentro de poco, pues la casa parecía que estaba como en sombra desde que ella faltaba, y el hijo menor, que quería mucho a su madre, se entristecía y no podía resignarse a su ausencia.

Pero transcurrido un año desde la marcha, después de una carta breve en la que decía no estar bien de salud, no se recibieron más. Escribieron dos veces al primo, y éste no contestó. Escribieron, también, a la familia del país donde estaba sirviendo la mujer; pero sospecharon que no llegaría la carta, porque habían equivocado el nombre en el sobre, y, en efecto, no tuvieron contestación.

Temiendo una desgracia, se dirigieron al consulado italiano de Buenos Aires, pidiéndole que hiciese investigaciones; después de tres meses, les contestó el cónsul: a pesar del anuncio publicado en los periódicos, nadie se había presentado, ni para dar noticias. Y no podía suceder de otro modo, entre otras razones, por ésta: que con la idea de salvar el decoro de su familia, que creía manchar trabajando como criada, la buena mujer no había dicho a la familia argentina su verdadero nombre.

Pasaron otros meses sin que tampoco hubiera ninguna noticia. Padre e hijos estaban consternados; el más pequeño se sentía oprimido por una tristeza que no podía vencer. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? La primera idea del padre fue marcharse a buscar a su mujer a América. Pero ¿y el trabajo? ¿quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía marchar el hijo mayor, porque comenzaba entonces a ganar algo y era necesario para la familia. En este afán vivían, repitiendo todos los días las mismas conversaciones dolorosas o mirándose unos a otros en silencio. Una noche, Marcos, el más pequeño, dijo resueltamente:

–Voy a América a buscar a mi madre.

El padre movió la cabeza tristemente, y no respondió. Era un buen pensamiento, pero impracticable. ¡A los trece años, solo, hacer un viaje a América, cuando se necesitaba un mes para llegar! Pero el muchacho insistió pacientemente. Insistió aquel día, el siguiente, todos los días, con gran parsimonia, y razonando como un hombre.

–Otros han ido –decía–, más pequeños que yo. Una vez que esté en el barco, llegaré allí como los demás, y no tendré más que buscar la casa del tío. Como hay allá tantos italianos, alguno me enseñará la calle. Encontrando al tío, encuentro a mi madre, y si no la encuentro, buscaré al cónsul y a la familia argentina. Haya ocurrido lo que haya ocurrido hay allí trabajo para todos; yo también encontraré una ocupación que me permita, al menos, ganar lo suficiente para volver a casa.

Y así, poco a poco, casi llegó a convencer a su padre. Éste lo apreciaba, sabía que tenía juicio y ánimo, que estaba acostumbrado a las privaciones y los sacrificios, que todas estas buenas cualidades reforzaban su decisión de buscar a su madre a quien adoraba. Sucedió también que cierto comandante de un buque mercante amigo de un conocido suyo, habiendo oído hablar del asunto, se empeñó en ofrecerle, gratis, un billete de tercera clase para ir a Argentina. Entonces, después de nuevas vacilaciones, el padre consintió y se decidió el viaje. Llenaron de ropa un pequeño baúl, le pusieron algunas liras en el bolsillo, le dieron las señas del tío, y una hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron.

–Marcos, hijo mío –le dijo el padre, dándole el último beso con lágrimas en los ojos, sobre la escalerilla del buque que estaba por salir–: ¡Ten ánimo, vas con un fin santo; Dios te ayudará!

¡Pobre Marcos! Tenía corazón esforzado y estaba preparado también para las más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vio desaparecer del horizonte la hermosa Génova y se encontró en alta mar, sobre aquel gran navío lleno de compatriotas que emigraban, solo, desconocido de todos, con aquel pequeño baúl que encerraba toda su fortuna, le asaltó un repentino desánimo.

Dos días permaneció arrinconado en la proa, como un perro, casi sin comer y sintiendo gran necesidad de llorar. Toda clase de tristes pensamientos lo asaltaban, y el más triste, el más terrible era el que más se apoderada de él: el pensamiento de que hubiese muerto su madre. En sus sueños interrumpidos y penosos, veía siempre la faz de un desconocido que lo miraba con aire de compasión, y después le decía al oído: ¡Tu madre ha muerto! Y entonces se despertaba ahogando un grito.

Al fin, pasado el estrecho de Gibraltar, en cuanto vio el océano Atlántico, tomó un poco de ánimo y cobró esperanzas. Pero fue un breve alivio. Aquel inmenso mar, igual siempre, el creciente calor, la tristeza de toda aquella pobre gente que lo rodeaba, el sentimiento de la propia soledad, volvieron a echar por tierra sus pasados bríos.

Los días se sucedían tristes y monótonos, confundiéndose unos con otros en la memoria, como les sucede a los enfermos. Le parecía que hacía ya un año que estaba en el mar. Cada mañana, al despertar, experimentaba un nuevo estupor encontrándose allí solo, en medio de aquella inmensidad de agua, viajando hacia América.

Los hermosos peces voladores que caían a cada instante en el barco; aquellas admirables puestas de sol de los trópicos con esas inmensas nubes color de fuego y sangre; aquellas fosforescencias nocturnas, que hacían que todo el océano apareciera encendido como un mar de lava, no le hacían el efecto de cosas reales, sino más bien de fantasmas vistos en el sueño.

Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permaneció encerrado continuamente en el camarote, donde todo bailaba y se caía, en medio de un coro espantoso de quejidos e imprecaciones, y creía que había llegado su última hora. Hubo otros días de mar tranquilo y amarillento, de calor insoportable e infinitamente aburridos; horas interminables y siniestras, durante las cuales los pasajeros, encerrados, tendidos inmóviles sobre las tablas, parecían muertos. Y el viaje no acababa nunca: mar y cielo, cielo y mar hoy como ayer, mañana como hoy, siempre, eternamente.

Y él se pasaba las horas apoyado en la borda y mirando aquel mar sin fin, aturdido, pensando vagamente en su madre hasta que los ojos se le cerraban y la cabeza se le caía, rendida por el sueño; y entonces volvía a ver aquella cara desconocida que lo miraba con aire de lástima y le repetía al oído: ¡Tu madre ha muerto! Y aquella voz lo despertaba sobresaltado para volver a soñar con los ojos abiertos y mirando el inalterable horizonte.

Veintisiete días duró el viaje. Pero los últimos fueron los mejores. El tiempo estaba bueno y era fresco el aire. Había entablado relaciones con un buen viejo lombardo que iba a América a reunirse con su hijo, labrador de la ciudad de Rosario; le había contado todo lo que ocurría en su casa, y el viejo, a cada instante, le repetía, dándole palmaditas en el cuello:

–¡Ánimo, muchachito!, tú encontrarás a tu madre sana y contenta.

Aquella compañía lo animaba, y sus presentimientos, de tristes, se habían tornado alegres. Sentado en la proa, al lado del viejo labrador que fumaba en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en medio de grupos de emigrantes que cantaban, se representaba mil veces en su pensamiento su llegada a Buenos Aires: se veía en una calle, encontraba la tienda, se echaba en brazos del tío: ¿Cómo está mi madre? ¿Dónde está? ¡Vamos en seguida! En seguida vamos. Corrían juntos, subían una escalera, se abría una puerta… Y aquí el sordo soliloquio se detenía, se perdía su imaginación en un sentimiento de inexplicable ternura que le hacía sacar, a escondidas, una medallita que llevaba al cuello y murmurar, besándola, sus oraciones.

El vigesimoséptimo día después de la salida, llegaron. Era una hermosa mañana de mayo cuando el buque echó el ancla en el inmenso río de la Plata, sobre una orilla en la cual se extiende la vasta ciudad de Buenos Aires, capital argentina. Aquel tiempo espléndido le pareció de buen agüero. Estaba fuera de sí de alegría y de impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas millas de distancia de él! ¡Dentro de pocas horas la habría ya visto! ¡Y él se encontraba en América, en el Nuevo Mundo; y había tenido el atrevimiento de ir allí solo! Todo aquel larguísimo viaje le parecía, entonces, que había pasado en un momento.

Le parecía haber volado, soñando, y haber despertado entonces. Y era tan feliz, que casi no se sorprendió ni se afligió cuando se registró los bolsillos y se encontró una sola de las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para estar seguro de no perderlo todo. Le habían robado la mitad, no le quedaban más que unas pocas liras; pero, ¿qué le importaba ya, estando tan cerca de su madre? Con su baúl al hombro, pasó, con otros muchos italianos, a un vaporcito que lo llevó a poca distancia de la orilla; saltó del vaporcito a una lancha que llevaba el nombre de Andrea Doria, desembarcó en el muelle, se despidió de su viejo amigo lombardo y se dirigió de prisa a la ciudad.

Llegado a la desembocadura de la primera calle que encontró, detuvo a un hombre que pasaba y le rogó le indicase qué dirección debía tomar para ir a la calle de las Artes. Por casualidad, se había encontrado con un obrero italiano. Éste lo miró con curiosidad, y le preguntó si sabía leer. El muchacho contestó que sí.

–Pues bien –le dijo el obrero, indicándole la calle de que salía– sube derecho, leyendo siempre los nombres de las calles en todas las esquinas y acabarás por encontrar la que buscas.

El muchacho le dio las gracias, y siguió adelante por la calle que le indicaron.

Era una calle recta y larga, pero estrecha, flanqueada por casas bajas y blancas que parecían otras tantas casitas de campo; llenas de gente, de coches, de carros, que producían un ruido ensordecedor; aquí y allá se izaban inmensas banderas de varios colores en las que había escritos, en gruesos caracteres, anuncios de salidas de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, volviéndose a derecha e izquierda, veía otras calles que parecían tiradas a cordel, flanqueadas de casas, también blancas y bajas, llenas de gente y de carruajes, y situadas en el mismo plano de la extensa llanura americana, semejante al horizonte del mar.

La ciudad le parecía infinita; creía que se podían pasar días y semanas viendo siempre, aquí y allá, otras calles como aquéllas, y que toda América estaba formada así. Miraba atentamente los nombres de las calles; nombres raros, que le costaba trabajo leer. A cada calle nueva que divisaba, sentía que le latía más de prisa el corazón, pensando que fuese la que buscaba.

Miraba a todas las mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vio una delante de sí, y le dio una sacudida el corazón; la alcanzó, la miró: era una negra. Y seguía andando, apretando el paso; llegó a una plazoleta, leyó y quedó como clavado en la acera. Era la calle de las Artes. Volvió, vio el número 117; la tienda del tío era el número 175. Apretó más el paso, casi corría; en el número 171 tuvo que detenerse para tornar aliento, diciendo para sí: ¡Ah, madre mía! ¿Es verdad que te veré dentro de un instante? Corrió más: llegó a una pequeña tienda de quincalla. Ésa era. Se asomó. Vio a una señora con el pelo gris y anteojos.

–¿Qué quieres, niño? –le preguntó aquélla en español.

–¿No es ésta –dijo el muchacho, procurando echar fuera la voz– la tienda de Francisco Merelo?

–Francisco Merelo murió –respondió la señora en italiano.

El chico recibió una fuerte impresión al oírlo.

–¿Cuándo murió?

–¡Oh! Hace tiempo –respondió la señora–; algunos meses; tuvo malos negocios, y se fue. Dicen que se fue a Bahía Blanca, muy lejos de aquí, y murió apenas llegó allá. La tienda es mía.

El muchacho palideció.

Después dijo precipitadamente:

–Merelo conocía a mi madre; ella estaba aquí sirviendo en casa del señor Mequínez. Sólo él podría decirme dónde está. He venido a América a buscar a mi madre. Merelo le mandaba las cartas. Necesito encontrar a mi madre.

–Hijo mío –respondió la señora–, yo no sé de eso. Puedo preguntarle al muchacho del corral, que conoce al joven que le hacía los encargos a Merelo. Puede ser que éste sepa algo.

Fue al fondo de la tienda y llamó al chico, que llegó en seguida.

–Dime –le preguntó la tendera–: ¿recuerdas si el dependiente de Merelo iba alguna vez a llevar cartas a una mujer que estaba de criada en casa de hijos del país?

–En casa del señor Mequínez –respondió el muchacho–, sí, señora, alguna vez. Al final de la calle de las Artes.

–¡Ah! ¡Gracias, señora! –gritó Marcos–. Dígame el número…, ¿no lo sabe? Hágame acompañar, acompáñame tú mismo en seguida, chico. Aún tengo algunos cuartos.

Y dijo esto con tanto calor, que sin esperar la venia de la señora, el muchacho respondió:

–Vamos –y salió el primero a muy ligero paso.

Casi corriendo, sin decir una palabra, fueron hasta el fin de la larguísima calle; atravesaron el portal de una pequeña casa blanca y se detuvieron delante de una hermosa reja de hierro, desde la cual se veía un patio lleno de macetas de flores. Marcos tocó la campanilla.

Apareció una señorita.

–Vive aquí la familia Mequínez ¿no es verdad? –preguntó con ansiedad el muchacho.

–Aquí vivía –respondió la señorita, pronunciando el italiano a la española–. Ahora vivimos nosotros, la familia Ceballos.

–¿Y a dónde han ido los señores Mequínez? –preguntó Marcos, latiéndole el corazón.

–Se han ido a Córdoba.

–¡Córdoba! –exclamó Marcos–; ¿dónde está Córdoba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer, mi madre, la criada era mi madre. ¿Se han llevado también a mi madre?

La señorita lo miró y dijo:

–No lo sé. Quizá lo sepa mi padre, que los vio cuando se fueron. Espérate un momento.

Se fue, y volvió con su padre, un señor alto, con la barba gris. Éste miró fijamente un momento a aquel simpático tipo de pequeño marinero genovés, de cabellos rubios y nariz aguileña, y le preguntó en mal italiano:

–¿Es genovesa tu madre?

Marcos respondió que sí.

–Pues bien; la criada genovesa se fue con ellos, estoy seguro.

–¿Y a dónde han ido?

–A la ciudad de Córdoba.

El muchacho dio un suspiro; después dijo con resignación:

–Entonces…, iré a Córdoba.

–¡Ah, pobre niño! –exclamó el señor mirándolo con lástima–. ¡Pobre niño! Córdoba está a mil leguas de aquí.

Marcos se quedó pálido como un muerto y se apoyó con una mano en la reja.

–Veamos, veamos –dijo entonces el señor, movido a compasión, abriendo la puerta–; entra un momento, veremos si se puede hacer algo. Siéntate.

Le ofreció asiento, le hizo contar su historia, estuvo escuchándolo muy atento y se quedó un rato pensativo; después le dijo con resolución:

–Tú no tienes dinero, ¿no es verdad?

–Tengo todavía, pero muy poco –respondió Marcos.

El señor estuvo pensando otros cinco minutos; después se sentó a una mesa, escribió una carta, la cerró, y dándosela al muchacho, le dijo:

–Oye, italianito, ve con esta carta a Boca. Es una ciudad pequeña, medio genovesa, que está a dos horas de camino de aquí. Todo el que te encuentre te puede indicar el camino. Ve allí y busca a este señor, al cual va dirigida la carta, y que es muy conocido. Entrégale esta carta. Él te hará salir mañana para la ciudad de Rosario y te recomendará a alguno de allí que podrá proporcionarte un medio para que sigas el viaje hasta Córdoba, en donde encontrarás a la familia Mequínez y a tu madre. Entretanto, toma esto –y le dio algunos pesos–. Anda y ten ánimo; aquí hay por todas partes compatriotas tuyos, y no te abandonarán. Adiós.

El muchacho le dijo:

–Gracias.

Sin ocurrírsele otras palabras, salió con su cofre y, despidiéndose de su pequeño guía, se puso en caminó lentamente hacia Boca, atravesando la gran ciudad, lleno de tristeza y de estupor.

Todo lo que le sucedió desde aquel momento hasta la noche del día siguiente, le quedó después en la memoria, confuso e incierto como ensueños de calenturiento: ¡tan cansado, turbado y debilitado se encontraba!

Al día siguiente, al anochecer, después de haber dormido la noche antes en un cuartucho de una casa de Boca, al lado de un almacén del muelle; después de haber pasado casi todo el día sentado sobre un montón de maderos, y como entre sueños, enfrente de millares de barcos, de lanchas y de vapores, se encontraba en la popa de una barcaza de vela, cargada de frutas, que salía para la ciudad de Rosario conducida por tres robustos genoveses bronceados por el sol, cuyas voces y el dialecto querido que hablaban llevó algunos bríos al ánimo de Marcos.

Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, siendo continua la admiración del pequeño viajero. Tres días y tres noches remontó aquel maravilloso río Paraná, en cuya comparación nuestro gran Po no es más que un arroyuelo, y la extensión de Italia, cuadruplicada, no alcanza a la de su curso.

El barco iba lentamente a través de aquella masa de agua inconmensurable. Pasaba por medio de largas islas, antiguos nidos de serpientes, cubiertas de árboles frondosos, semejantes a bosques flotantes; y ora se deslizaba entre estrechos canales, de los cuales parecía que no podía salir, ora desembocaba en vastas extensiones de agua, que semejaban grandes lagos tranquilos; después, saliendo de entre las islas, por los canales intrincados de un archipiélago, llegaba a sitios rodeados de montones inmensos de vegetación.

Reinaba profundo silencio. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias y vastísimas evocaban la imagen de un río desconocido, que aquel pobre barco de vela era el primero en el mundo que se aventuraba a surcar.

Mientras más avanzaban, tanto más aumentaba aquel inmenso río. Pensaba que su madre se encontraba aún a gran distancia, y que la navegación debía durar años todavía. Dos veces al día comía un poco de pan y de carne en conserva con los marineros, quienes, viéndole triste, no le dirigían nunca la palabra.

Por la noche dormía sobre cubierta, y se despertaba a cada instante bruscamente, admirando la luz clarísima de la luna que blanqueaba las inmensas y lejanas orillas: entonces el corazón se le oprimía. ¡Córdoba!, repetía este nombre: Córdoba, como el de una de aquellas ciudades misteriosas de las que había oído hablar en las leyendas. Pero después pensaba: Mi madre ha pasado por aquí; ha visto estas islas, aquellas orillas; y entonces no le parecían ya tan raros y solitarios aquellos lugares en los cuales se había fijado la mirada de su madre… Por la noche alguno de los marineros cantaba. Aquella voz le recordaba las canciones de su madre cuando lo adormecía de niño. La última noche, al oír aquel canto, sollozó. El marinero se interrumpió. Después le gritó:

–¡Ánimo, chico, valor! ¡Qué diablo! ¡Un genovés que llora por estar lejos de su casa! ¡Los genoveses atraviesan todo el mundo tan contentos como orgullosos!

Aquellas palabras le hicieron experimentar una sacudida; oyó la voz de sangre genovesa que corría por sus venas, y levantó la frente con orgullo, dando un golpe en el timón. Bien –dijo para sí–; también daré yo la vuelta al mundo; viajaré años y años, andaré a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta que encuentre a mi madre. Llegaré, aunque sea moribundo, para caer muerto a sus pies. ¡Con tal de que vuelva a verla una sola vez!… ¡Ánimo!… Y con estos bríos llegó, al clarear una fría y hermosa mañana, frente a la ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, reflejándose en las aguas los palos y banderas de mil barcos de todos los países.

Poco después de haber desembarcado, subió a la ciudad, con su cofre al hombro, buscando a un señor argentino, para el cual su protector de Boca le había dado una tarjeta con algunas líneas de recomendación.

Al entrar en Rosario, le pareció que se encontraba en una ciudad ya conocida. Aquellas calles eran interminables, rectas, flanqueadas de casas blancas y bajas, atravesadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por espesas fajas de hilos telegráficos y telefónicos, que parecían inmensas telarañas, oyéndose gran ruido de gente, caballos y carruajes. La cabeza se le iba: casi creía que volvía a entrar en Buenos Aires, y que iba otra vez a buscar a su tío. Anduvo cerca de una hora de aquí para allá, dando vueltas y revueltas, y pareciéndole que volvía siempre a la misma calle; y a fuerza de tantas preguntas encontró al fin la casa de su nuevo protector. Tocó la campanilla. Se asomó a la puerta un hombre grueso, rubio, áspero, que tenía aspecto de corredor de comercio, y que le preguntó fríamente con pronunciación extranjera:

–¿Qué quieres?

El muchacho dijo el nombre del patrón.

–El patrón –respondió el corredor– ha salido anoche para Buenos Aires, con toda su familia.

El muchacho se quedó paralizado.

Después balbuceó:

–Pero yo… no tengo a nadie aquí…, ¡soy solo! –Y le dio la tarjeta.

El corredor la tomó, la leyó y dijo con mal humor:

–No sé qué hacer. Ya le diré dentro de un mes, cuando vuelva…

–¡Pero yo estoy solo! ¡Estoy necesitado! –exclamó el chico con voz suplicante.

–¡Eh, anda –dijo el otro–; ¿no hay ya bastantes pordioseros de tu país en Rosario? Vete a pedir limosna a Italia.

Y le dio con la puerta en las narices.

El muchacho se quedó petrificado.

Después tomó con desaliento su baúl, y salió con el corazón angustiado, con la cabeza hecha una bomba, y asaltado de un cúmulo de pensamientos desagradables.

¿Qué hacer? ¿A dónde ir? De Rosario a Córdoba hay un día de viaje en ferrocarril. Le quedaba ya muy poco dinero. Deduciendo lo que habría de gastar en aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde encontrar dinero para pagarse el viaje? ¡Podía trabajar! Pero ¿cómo? ¿A quién pedir trabajo? ¡Pedir limosna! ¡Ah, no! Ser arrojado, insultado, humillado como hace poco, no; nunca, jamás, ¡prefiero morir! Y ante aquella idea, al ver otra vez delante de sí la inmensa calle que se perdía a lo lejos en la interminable llanura, sintió que le faltaban otra vez las fuerzas, echó a tierra el cofre, se sentó en él apoyando la espalda contra la pared, y se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente lo tocaba con los pies al pasar; los carruajes hacían ruido por la calle; algunos muchachos se detenían para mirarlo. Estuvo así buen rato.

De su letargo lo sacó una voz que le dijo medio en italiano, medio en lombardo:

–¿Qué tienes, chiquillo?

Alzó la cara al oír aquellas palabras, y en seguida se puso en pie, lanzando una exclamación de sorpresa:

–¿Usted aquí?

Era el viejo labrador lombardo, con el cual había contraído amistad durante el viaje.

La admiración del viejo no fue menor que la suya.

Pero el muchacho no le dejó tiempo para preguntarle, y le contó rápidamente lo ocurrido.

–Heme aquí ahora, sin dinero; es menester que trabaje; búsqueme usted trabajo para poder reunir algunos pesos; yo haré de todo: llevar ropa, barrer las calles, hacer encargos, hasta trabajar en el campo; me contento con vivir solo de pan; pero que pueda yo marchar pronto, que pueda encontrar alguna vez a mi madre; ¡hágame usted esta caridad, búsqueme usted trabajo, por amor de Dios, que yo no puedo resistir más!

–¡Cáspita, cáspita! –dijo el viejo, mirando alrededor y rascándose la barba–: ¿Qué historia es ésta? Trabajar… se dice muy pronto. ¡Veamos! ¿No habrá aquí algún medio de encontrar treinta pesos entre tantos compatriotas?

El muchacho lo miraba, animado por un rayo de esperanza.

–Ven conmigo –le dijo el viejo.

–¿Dónde? –preguntó el chico, volviendo a cargar con el baúl.

–Ven conmigo.

El viejo se puso en marcha. Marcos lo siguió y anduvieron juntos un buen trecho de calle, sin hablar.

El lombardo se detuvo en la puerta de una fonda que tenía en el rótulo una estrella, y escrito debajo: La Estrella de Italia; se asomó adentro, y volviéndose hacia el muchacho, le dijo alegremente:

–Llegamos a tiempo.

Entraron en una habitación grande, en donde había varias mesas y muchos hombres sentados que bebían y hablaban alto. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y en el modo cómo saludó a los seis parroquianos que estaban a su alrededor, se comprendía que se había separado de ellos poco antes. Estaban muy encarnados, y hacían sonar sus vasos, voceando y riendo.

–¡Camaradas! –dijo sin más preámbulos el lombardo, quedándose en pie y presentando a Marcos–: he aquí un pobre muchacho, compatriota nuestro, que ha venido solo, desde Génova a Buenos Aires, para buscar a su madre. En Buenos Aires le dijeron: No está aquí; está en Córdoba. Viene embarcado a Rosario, en tres días y cuatro noches, con dos líneas de recomendación; presenta la carta, lo reciben mal. No tiene un céntimo. Está aquí solo, desesperado. Es un pobre niño muy animoso. Hagamos algo por él; ¿no ha de encontrar lo necesario para pagar el billete hasta Córdoba y buscar a su madre? ¿Hemos de dejarle aquí como un perro?

–¡Nunca, por Dios! ¡Nunca nos lo perdonaríamos! –gritaron todos a la vez, pegando puñetazos en la mesa–. ¡Un compatriota nuestro!

–¡Ven aquí, pequeño!

–¡Cuenta con nosotros, los emigrantes!

–¡Mira qué hermoso muchacho!

–¡Aflojen los pesos, camaradas!

–¡Bravo! ¡Ha venido solo! ¡Tiene ánimos! Bebe un sorbo, compatriota.

–Te enviaremos con tu madre, no hay que dudarlo.

Uno le tiraba un pellizco en la mejilla, otro le daba palmadas en la espalda, un tercero le aliviaba del peso del cofrecillo; otros emigrantes se levantaron de las mesas próximas y se acercaban; la historia del muchacho corrió por toda la hostería; acudieron de la habitación inmediata tres parroquianos argentinos, y, en menos de diez minutos, el lombardo, que presentaba el sombrero, le reunió cuarenta y dos pesos.

–¿Has visto –dijo entonces, volviéndose hacia el muchacho– qué pronto se hace esto en América?

–¡Bebe! –le gritó otro, pasándole un vaso de vino–. ¡A la salud de tu madre!

Todos levantaron los vasos. Y Marcos repitió:

–A la salud de mi… –pero un sollozo de alegría le impidió concluir, y dejando el vaso sobre la mesa, se echó en brazos del viejo lombardo.

A la mañana siguiente, al romper el día, había ya salido para Córdoba, animado y sonriente, lleno de presentimientos halagüeños. Pero esta alegría no correspondía al aspecto siniestro de la naturaleza.

El cielo estaba cerrado y oscuro; el tren, casi vacío, corría a través de una inmensa llanura, en la que no se veía ninguna señal de habitación. Se encontraba solo en un vagón grandísimo, que se parecía a los de los trenes para los heridos. Miraba a derecha e izquierda y no se veía más que una soledad sin fin, ocupada sólo por pequeños árboles deformes, de ramas y troncos contrahechos, que ofrecían figuras raras y casi angustiosas y airadas; una vegetación oscura, extraña y triste, que daba a la llanura el aspecto de inmenso cementerio.

Dormitaba una media hora, y volvía a mirar; siempre veía el mismo espectáculo. Las estaciones del camino estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el tren se paraba no se oía una voz; le parecía que se encontraba solo, en un tren perdido, abandonado en medio del desierto.

Creía que cada estación debía ser la última, y que se entraba, después de ella, en las tierras misteriosas y horribles de los salvajes. Una brisa helada le azotaba el rostro. Embarcándolo en Génova a fines de abril, su familia no había pensado que en América podría encontrar el invierno, y le habían vestido de verano

Al cabo de algunas horas comenzó a sentir frío, y con el frío, el cansancio de los días pasados, llenos de emociones violentas y de noches de insomnio y agitadas. Se durmió; durmió mucho tiempo y se despertó aterido, sintiéndose mal. Y entonces le acometió un vago terror de caer enfermo, de morirse en el viaje y de ser arrojado allí, en medio de aquella llanura solitaria, donde su cadáver sería despedazado por los perros y por las aves de rapiña, como algunos cuerpos de caballos y de vacas que veía al lado del camino, de vez en cuando, y de los cuales apartaba la mirada con espanto.

En aquel malestar inquieto, en medio de aquel tétrico silencio de la naturaleza, su imaginación se excitaba y volvía a pensar en lo más negro. ¿Estaba, por otra parte, bien seguro de encontrar en Córdoba a su madre? ¿Y si no estuviera allí? ¿Y si aquellos señores de la calle de las Artes se hubieran equivocado? ¿Y si se hubiese muerto? Con estos pensamientos volvió a adormecerse y soñó que estaba en Córdoba de noche, y oía gritar en todas las puertas y desde todas las ventanas: ¡No está aquí! ¡No está aquí! ¡No está aquí! Se despertó sobresaltado, aterido, y vio en el fondo del vagón a tres hombres con barba envueltos en mantas de diferentes colores, que lo miraban hablando bajo entre sí, y le asaltó la sospecha de que fuesen asesinos y lo quisiesen matar para robarle el equipaje.

Al frío, al malestar, se agregó el miedo; la fantasía, ya turbada, se le extravió –los tres hombres lo miraban siempre; uno de ellos se movió hacia él–; entonces le faltó la razón, y corriendo al encuentro de ellos, con los brazos abiertos, gritó:

–No tengo nada. Soy un pobre niño. Vengo de Italia; voy a buscar a mi madre; estoy solo; ¡no me hagan daño!

Los viajeros lo comprendieron todo en seguida; tuvieron lástima, le hicieron caricias y lo tranquilizaron, diciéndole muchas palabras, que no entendía; y viendo que le castañeteaban los dientes por el frío, le echaron encima una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que se durmiera. Y se volvió a dormir al anochecer. Cuando lo despertaron, estaba en Córdoba.

¡Ah! ¡Qué bien respiró y con qué ímpetu se bajó del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde vivía el ingeniero Mequínez; le dijo el nombre de una iglesia, al lado de la cual estaba su casa; el muchacho echó a correr hacia ella. Era de noche. Entró en la ciudad. Le pareció entrar en Rosario otra vez, al ver calles rectas, flanqueadas de pequeñas casas blancas y cortadas por otras calles rectas y larguísimas. Pero había poca gente, y a la luz de los escasos faroles que había, encontraba rostros extraños, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso; y, alzando la cara de vez en cuando, veía iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban muy grandes y negras sobre el firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa; pero después de haber atravesado aquel inmenso desierto, le pareció alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto encontró la iglesia y la casa; tocó la campanilla con mano temblorosa, y se apretó la otra contra el pecho, para sostener los latidos de su corazón que se le quería subir a la garganta.

Una vieja fue a abrir con una luz en la mano.

–¿A quién buscas? –preguntó aquélla en español.

–Al ingeniero Mequínez –dijo Marcos.

La vieja, despechada, respondió, meneando la cabeza:

–¡También tú ahora preguntas por el ingeniero Mequínez! Me parece que ya es tiempo de que esto concluya. Ya hace tres meses que nos importunan con lo mismo. No basta que lo hayamos dicho en los periódicos. ¿Será menester anunciar en las esquinas que el señor Mequínez se ha ido a vivir a Tucumán?

El chico hizo un movimiento de desesperación. Después dijo en una explosión de rabia:

–¡Me persigue, pues, una maldición! Yo me moriré en medio de la calle sin encontrar a mi madre. ¡Yo me vuelvo loco! ¡Me mato! ¡Dios mío! ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Dónde está? ¿A qué distancia?

–¡Pobre niño! –respondió la vieja, compadecida–. ¡Una friolera! Estará a cuatrocientas o quinientas leguas, por lo menos.

El muchacho se cubrió la cara con las manos; después preguntó sollozando:

–Y ahora…. ¿qué hago?

–¿Qué quieres que te diga, hijo mío? –respondió la mujer–; yo no sé.

Pero de pronto se le ocurrió una idea, y la soltó en seguida.

–Oye, ahora que me acuerdo. Haz una cosa. Volviendo a la derecha, por la calle, encontrarás, a la tercera puerta, un patio; allí vive un capataz, un comerciante, que parte mañana para Tucumán con sus carretas y sus bueyes; ve a ver si te quiere llevar, ofreciéndole tus servicios; te dejará, quizás, un sitio en el carro; anda en seguida.

El muchacho cargó con su cofre, dio las gracias a escape, y al cabo de dos minutos se encontró en un ancho patio, alumbrado por linternas, donde varios hombres trabajaban en cargar sacos de trigo sobre algunos grandes carros, semejantes a casetas de titiriteros, con la cubierta curvada y las ruedas altísimas.

Un hombre alto, con bigote, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, con dos anchos borceguíes, dirigía la faena. El muchacho se acercó a él y le expuso tímidamente su pretensión, diciéndole que venía de Italia y que iba a buscar a su madre.

El capataz, es decir, el conductor de aquel convoy de carros, le echó una ojeada de pies a cabeza y le dijo secamente:

–No tengo colocación para ti.

–Tengo quince pesos –replicó el chico, suplicante–; se los doy. Trabajaré por el camino. Iré a buscar agua y pienso para las bestias; haré todos los servicios. Un poco de pan me basta. Déjeme ir, señor.

El capataz volvió a mirarlo, y respondió, con mejor ánimo:

–No hay sitio…, y, además, no vamos a Tucumán; vamos a otra ciudad, a Santiago. Tendríamos que dejarte en el camino, y andar todavía un buen trecho a pie.

–¡Ah! ¡Yo andaría el doble! –exclamó Marcos–; yo andaré, no lo dude usted; llegaré de todas maneras; ¡déjeme un sitio, señor, por caridad; por caridad, no me deje aquí solo!

–¡Mira que es un viaje de veinte días!

–No importa.

–¡Es un viaje muy penoso!

–Todo lo sufriré.

–¡Tendrás que viajar solo!

–No tengo miedo a nada. Con tal de que encuentre a mi madre… ¡Tenga usted compasión!

El capataz le acercó a la cara una linterna, y lo miró. Después dijo:

–Está bien.

El muchacho le besó las manos.

–Esta noche dormirás en un carro –añadió el capataz, dejándolo–; mañana a las cuatro te despertaré. Buenas noches.

Por la mañana a las cuatro, a la luz de las estrellas, la larga fila de los carros se puso en movimiento con gran ruido; cada carro iba tirado por seis bueyes. Seguía un gran número de animales, que servirían para mudar los tiros. El muchacho, despierto y metido dentro de uno de los carros, con su bagaje, se durmió muy pronto, profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un lugar solitario, bajo el sol, y todos los hombres, los peones, estaban sentados en círculo alrededor de un cuarto de ternera, que se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en tierra, al lado de un gran fuego, agitado por el viento.

Comieron todos juntos, durmieron, y después volvieron a emprender la jornada; y así continuó el viaje regulado, como una marcha militar. Todas las mañanas se ponían en camino a las cinco; se detenían a las nueve; volvían a andar a las cinco de la tarde y se detenían nuevamente a las diez. Los peones iban a caballo, y excitaban a los bueyes con palos largos. El muchacho encendía el fuego para el asado, daba de comer a las bestias, limpiaba los faroles y llevaba el agua para beber.

El país pasaba delante de él como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros; aldeas de pocas casas, dispersas, con las fachadas rojas y almenadas; vastísimos espacios, quizá antiguos lechos de grandes lagos salados, blanqueados por la sal, hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, y siempre, llanura, soledad, silencio. Rarísima vez encontraban dos o tres viajeros a caballo, seguidos de otros cuantos caballos sueltos, que pasaban al galope, como una exhalación.

Los días eran todos iguales, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo estaba hermoso. Los peones, como el muchacho se había hecho un servidor obligado, se tornaban día tras día más exigentes; algunos lo trataban brutalmente, con amenazas; todos se hacían servir de él sin consideración; lo obligaban a llevar cargas enormes de forraje; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él, extenuado por la fatiga, no podía ni aun dormir de noche, despertando a cada instante por las sacudidas violentas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y de los maderos. Además, se había levantado viento y una tierra fina, rojiza y sucia, que lo envolvía todo, penetraba en el carro, se le introducía por entre la ropa, le quitaba la vista y la respiración, oprimiéndolo continuamente de un modo insoportable.

Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado desde la mañana hasta la noche, el pobre muchacho se debilitaba más cada día, y habría decaído su ánimo por completo si el capataz no le hubiera dirigido de vez en cuando alguna palabra agradable. A veces, en un rincón del carro, cuando no lo veían, lloraba con la cara apoyada en su baúl, que no contenía ya más que andrajos. Cada mañana se levantaba más débil y más desanimado, y al mirar al campo y ver siempre aquella implacable llanura sin límites, como un océano de tierra, decía para sí:

¡Oh, a la noche no llego, no llego a la noche! ¡Hoy me muero en el camino! Y los trabajos crecían, los malos tratamientos se redoblaban. Una mañana, porque había tardado en llevar el agua, uno de los hombres, no estando presente el capataz, le pegó. Desde entonces comenzaron a hacerlo por costumbre; cuando le mandaban algo, le daban un trastazo, diciéndole: ¡Haz esto, holgazán!, ¡Lleva esto a tu madre! El corazón se le quería salir del pecho; enfermo, estuvo tres días en el carro con una manta encima, con calentura, sin ver a nadie más que al capataz, que iba a darle de beber y a tomarle el pulso. Entonces se creía perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola mil veces por su nombre: ¡Oh madre mía! ¡Madre mía!… ¡Oh pobre madre mía, que ya no te veré más! ¡Pobre madre, que me encontrarás muerto en medio del camino! Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba. Después se puso mejor, gracias a los cuidados del capataz, y se curó por completo; mas con la curación llegó el día más terrible de su viaje, el día en que debía quedarse solo.

Hacía más de dos semanas que estaban de marcha. Cuando llegaron al punto en que el camino de Tucumán se aparta del que va a Santiago, el capataz le avisó que debían separarse. Le hizo algunas indicaciones respecto al trayecto, le cargó el equipaje sobre las espaldas, de modo que no le incomodase para andar, y abreviando, como si temiera conmoverse, lo despidió. El muchacho apenas tuvo tiempo para besarle en un brazo. También los demás hombres, que tan duramente lo habían tratado, parece que sintieron un poco de lástima al verlo quedarse tan solo, y le decían adiós con la mano, al alejarse. Él devolvió el saludo, permaneció unos momentos mirando el convoy que se perdía entre el rojizo polvo del campo, y después se puso en camino, tristemente.

Una cosa, sin embargo, lo animó algo desde el principio. Después de tres días de viaje, a través de aquella llanura, interminable y siempre igual, vio delante de sí una cadena de altísimas montañas azules, con las cimas blancas, que le recordaban los Alpes. Le parecía acercarse a su país. Eran los Andes, la espina dorsal del continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del Fuego hasta el mar glacial del Polo Ártico, por 110 grados de latitud.

También lo animaba sentir que el aire se iba haciendo cada vez más cálido; y esto sucedía porque, marchando hacia el norte, se iba acercando a las regiones tropicales. A grandes distancias encontraba pequeños grupos de casas con una tiendecilla, y compraba algo para comer. Encontraba hombres a caballo; veía, de vez en cuando, mujeres y niños sentados en el suelo, inmóviles y serios. Eran caras completamente nuevas para él, color de tierra, con los ojos oblicuos, los huesos de las mejillas prominentes. Lo miraban fijo y lo seguían con la mirada, volviendo la cabeza lentamente, como autómatas. Eran indios.

El primer día anduvo hasta que le faltaron las fuerzas, y durmió debajo de un árbol. El segundo anduvo bastante menos, y con menos ánimos. Tenía las botas rotas, los pies desollados y el estómago débil por la mala alimentación. En la noche empezaba a tener miedo. Había oído decir, en Italia, que en aquel país había serpientes; creía oírlas arrastrarse; se detenía, tomaba luego carrera y sentía frío en los huesos. A veces sentía una gran lástima de sí mismo, y lloraba en silencio, mientras caminaba. Después pensaba: ¡Oh, cuánto sufriría mi madre si supiese que tengo tanto miedo! Y este pensamiento le daba ánimos. Luego, para distraerse del terror, pensaba en ella, traía a su mente sus palabras cuando salió de Génova, y el modo como le solía arreglar las mantas bajo la barbilla, cuando estaba en la cama; y cuando era niño, que a veces lo cogía en sus brazos, diciéndole: ¡Estate aquí un poco conmigo!; y estaba así mucho tiempo, con la cabeza apoyada sobre la suya y entregada a sus pensamientos. Y decía para sí:

¿Volveré a verte alguna vez, madre querida? ¿Llegaré al fin de mi viaje, madre mía? Y andaba; andaba, en medio de árboles desconocidos, entre vastas plantaciones de cañas de azúcar, por prados sin fin, siempre con aquellas grandes montañas azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus altísimos conos. Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le iban faltando rápidamente, y los pies le sangraban. Al fin, una tarde, al ponerse el sol, le dijeron:

–Tucumán está a cinco leguas de aquí.

Dio un grito de alegría y apretó el paso, como si hubiese recobrado en el momento todo el vigor perdido. Pero fue breve ilusión. Las fuerzas lo abandonaron de nuevo, y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Mas el corazón le saltaba de gozo. El cielo, cubierto de estrellas, nunca le había parecido tan hermoso. Lo contemplaba, echado sobre la hierba para dormir, y pensaba que su madre miraría quizá también al mismo tiempo el cielo: ¡Oh madre mía! ¿Dónde estás? ¿Qué haces en este instante? ¿Piensas en tu hijo? ¿Te acuerdas de tu Marcos, que está tan cerca de ti?

¡Pobre Marcos! Si él hubiese podido ver en qué estado se encontraba entonces su madre, hubiera hecho esfuerzos sobrehumanos para caminar aún, y llegar hasta ella cuanto antes. Estaba enferma en la cama, en un cuarto de un piso bajo de la casita solariega donde vivía toda la familia Mequínez, la cual le había tomado mucho cariño y la asistía muy bien.

La pobre mujer estaba ya delicada cuando el ingeniero Mequínez tuvo que salir precipitadamente de Buenos Aires, y no se había mejorado del todo con el buen clima de Córdoba. Pero después, el no haber recibido contestación a sus cartas, del marido ni del primo, el presentimiento siempre vivo de alguna gran desgracia, la ansiedad continua en que vivía, dudando entre marchar y quedarse, cada día esperando una mala noticia, la habían hecho empeorar considerablemente. Por último, se había presentado una enfermedad gravísima: una hernia intestinal estrangulada.

Desde hacía quince días no se levantaba. Era necesaria una operación quirúrgica para salvarle la vida. Precisamente, en aquel momento, mientras su Marcos la invocaba, estaban junto a su cama el amo y el ama de la casa convenciéndola, con mucha dulzura, para que se dejase hacer la operación.

Un afamado médico de Tucumán había ya venido la semana anterior, inútilmente.

–No, queridos señores –decía ella–, no tiene objeto; yo no tengo ya más fuerza para resistir, y moriré bajo los instrumentos del cirujano. Mejor es que me dejen morir así. No me importa la vida. Todo ha concluido para mí. Es preferible que muera antes de saber lo que haya ocurrido en mi familia.

Los dueños volvían a decirle que no, que tuviese valor, que las últimas cartas enviadas a Génova directamente tendrían respuesta, que se dejase operar, que lo hiciese por sus hijos. Pero aquella idea de sus hijos agravaba más y más, con mayor angustia, el desaliento profundo que la postraba hacía largo tiempo. Al oír aquellas palabras, prorrumpía en llanto.

–¡Oh, hijos míos! ¡Hijos míos! –exclamaba, juntando sus manos–; ¡quizá ya no existen! Mejor es que muera yo también. Muchas gracias, buenos señores; se los agradezco de corazón. Más vale morir. Ni aún con la operación me curaría, estoy segura. Gracias por tantos cuidados. Es inútil que pasado mañana vuelva el médico. ¡Quiero morirme; es mi destino! Estoy decidida.

Y ellos, sin cesar de consolarla, repetían:

–No, no diga eso –cogiéndola de las manos y suplicándole.

La enferma entonces cerraba los ojos agotada, y caía en un sopor que la hacía parecer muerta… Los señores permanecían a su lado algún tiempo, mirando con gran compasión a la débil luz de la lamparilla, a aquella madre admirable, que había venido a servir a seis mil millas de su patria, y a morir… ¡después de haber sufrido tanto! ¡Pobre mujer! ¡Tan honrada, tan buena y tan desgraciada!

Al día siguiente, muy de mañana, entraba Marcos con su saco a la espalda, encorvado y tambaleándose, pero lleno de ánimos, en la ciudad de Tucumán, una de las más jóvenes y florecientes del país. Le parecía volver a ver Córdoba, Rosario, Buenos Aires; eran aquellas mismas calles derechas, y larguísimas, y aquellas casas bajas y blancas; pero por todas partes se veía una nueva y magnífica vegetación; se notaba un aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo límpido y profundo, como jamás lo había visto ni siquiera en Italia.

Caminando por las calles, volvió a sentir la agitación febril que se había apoderado de él en Buenos Aires; miraba las ventanas y las puertas de todas las casas, se fijaba en todas las mujeres que pasaban, con la angustiosa esperanza de encontrar a su madre; hubiera querido preguntar a todos, y no se atrevía a detener a nadie. Todos, desde el umbral de sus puertas, se volvían a contemplar a aquel pobre muchacho harapiento, lleno de polvo, que daba señales de venir de muy lejos. Buscaba entre la gente una cara que le inspirase confianza, a quien dirigir aquella tremenda pregunta, cuando se presentó ante sus ojos, en el rótulo de una tienda, un nombre italiano. Dentro había un hombre con anteojos, y dos mujeres. Se acercó lentamente a la puerta, y con ánimo resuelto preguntó:

–¿Me sabrían decir, señores, dónde está la familia Mequínez?

–¿Del ingeniero Mequínez? –preguntó a su vez el de la tienda.

–Sí, del ingeniero Mequínez –respondió el muchacho con voz apagada.

–La familia Mequínez –dijo el de la tienda– no está en Tucumán.

Un grito desesperado de dolor, como de persona herida de repente por artero puñal, fue el eco de aquellas palabras.

El tendero y las mujeres se levantaron; acudieron algunos vecinos.

–¿Qué ocurre? ¿Qué tienes, muchacho? –dijo el tendero, haciéndole entrar en la tienda y sentarse–; no hay por qué desesperarse, ¡qué diablo! Los Mequínez no están aquí, pero no están muy lejos: ¡a pocas horas de Tucumán!

–¿Dónde? ¿Dónde? –gritó Marcos, levantándose como un resucitado.

–A unas quince millas de aquí –continuó el hombre–, a orillas del Saladillo; en el sitio donde están construyendo una gran fábrica de azúcar; en el grupo de casas está la del señor Mequínez; todos lo saben, y llegarás en pocas horas.

–Yo estuve allá hace poco –dijo un joven que había acudido al oír el grito.

Marcos se le quedó mirando, con los ojos fuera de las órbitas, y le preguntó precipitadamente, palideciendo:

–¿Habéis visto a la criada del señor Mequínez, la italiana?

–¿La genovesa? La he visto.

Marcos rompió en sollozos convulsivos, entre risa y llanto.

Luego, con un impulso de violenta resolución:

–¿Por dónde se va? ¡Pronto, el camino; me marcho en el acto, enséñeme el camino!

–¡Pero si hay una jornada de marcha! –le dijeron todos a una voz–; estás cansado y debes reposar; partirás mañana.

–¡Imposible! ¡Imposible! –respondió el muchacho–. ¡Díganme por dónde se va; no espero ni un momento, en seguida, aun cuando me cayera muerto en el camino!

Viendo que era irrevocable su propósito, no se opusieron más.

–¡Que Dios te acompañe! –le dijeron–. Ten cuidado con el camino por el bosque. Buen viaje, italianito.

Un hombre lo acompañó fuera de la ciudad, le indicó el camino, le dio algún consejo y se quedó mirando cómo empezaba su viaje. A los pocos minutos el muchacho desapareció, cojeando, con su cofrecito a la espalda, por entre los espesos árboles que flanqueaban el camino.

Aquella noche fue tremenda para la pobre enferma. Tenía dolores atroces, que le arrancaban alaridos capaces de destrozar sus venas y que le producían momentos de delirio. Las mujeres que la asistían perdían la cabeza. El ama acudía de cuando en cuando, descorazonada. Todos comenzaron a temer que aunque hubiera decidido dejarse hacer la operación, el médico, que debía llegar a la mañana siguiente, llegaría ya demasiado tarde. En los momentos en que no deliraba, se comprendía, sin embargo, que su desconsuelo mayor y más terrible no lo causaban los dolores del cuerpo, sino el pensamiento de su familia lejana. Moribunda, descompuesta, con la fisonomía deshecha, metía sus manos por entre los cabellos, con actitudes de desesperación que traspasaban el alma, gritando:

–¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Morir tan lejos! ¡Morir sin volverlos a ver! ¡Mis pobres hijos, que se quedan sin madre; mis criaturas, mi pobre sangre! ¡Mi Marcos, todavía tan pequeñito, así de alto, tan bueno y tan cariñoso! ¡No saben qué muchacho era! Señora, ¡si usted supiese! No me lo podía quitar de mi cuello cuando partí: sollozaba que daba compasión oírlo; ¡pobrecillo!, parecía que sospechaba que no había de volver a ver a su madre; ¡pobre Marcos, pobre niño mío! Creí que estallaba mi corazón. ¡Ah, si me hubiese muerto en aquel mismo instante en que me decía adiós! ¡Si hubiera entonces muerto atravesada por un rayo! ¡Sin madre, pobre hijo, él, que me quería tanto, que tanto me necesitaba; sin madre, en la miseria, tendrá que andar pidiendo limosna, él, Marcos, mi Marcos, que extenderá su mano hambriento! ¡Oh, Dios eterno! ¡No! ¡No quiero morir! ¡Un médico! ¡Llámenlo en seguida! ¡Que venga, que me opere, que me haga enloquecer, pero que me salve la vida! ¡Quiero curarme; quiero irme, huir, mañana, ahora mismo! ¡El médico! ¡Socorro! ¡Socorro!

Y las mujeres le sujetaban las manos, la calmaban, suplicantes; procuraban hacerla volver en sí poco a poco, y le hablaban de Dios y de esperanza. Y volvía a sumirse en un abatimiento mortal, lloraba con las manos entre sus cabellos grises, gemía como una niña, lanzaba prolongados gemidos y murmuraba:

–¡Oh, Marcos mío, mi pobre Marcos! ¡Dónde estará ahora la pobre criatura!

Eran las doce de la noche. Su pobre Marcos, después de haber pasado muchas horas sobre la orilla de un foso, extenuado, caminaba entonces a través de una vastísima floresta de árboles gigantescos, monstruos de vegetación, con fustes desmesurados semejantes a pilastras de una catedral, que a cierta altura maravillosa entrecruzaban sus enormes cabelleras plateadas por la luna.

Vagamente, en aquella media oscuridad, veía miles de troncos de todas formas, derechos, inclinados, retorcidos, cruzados, en actitudes extrañas de amenaza y de lucha; algunos caídos en tierra, como torres arruinadas de pronto; todo cubierto de una vegetación exuberante y confusa que semejaba a furiosa multitud disputándose palmo a palmo el terreno; otros formando grupos verticales y apretados, como si fueran haces de lanzas gigantescas cuyas puntas se escondieran en las nubes: una grandeza soberbia, un desorden prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majestuosamente terrible que jamás le hubiese ofrecido la naturaleza vegetal. Por momentos le sobrecogía gran estupor. Pero pronto su alma volaba hacia su madre.

Estaba muerto de cansancio, con los pies sangrando, solo, en medio de aquel imponente bosque, donde no veía más que, a grandes intervalos, pequeñas viviendas humanas, que colocadas al pie de aquellos árboles parecían nidos de hormigas; estaba agotado, pero no sentía el cansancio; estaba solo y no tenía miedo. La grandeza del campo engrandecía su alma; la cercanía de su madre le daba la fuerza y la decisión de un hombre; el recuerdo del océano, de los abatimientos, de los dolores que había experimentado y vencido, de las fatigas que había sufrido, de la férrea voluntad que había desplegado, le hacían levantar la frente; toda su fuerte y noble sangre genovesa refluía a su corazón en ardiente oleada de altanería y audacia.

Y algo nuevo pasaba en él: hasta entonces había llevado en su mente una imagen de su madre oscurecida y como un poco borrada por los años de alejamiento, y ahora aquella imagen se aclaraba; tenía delante de sus ojos el rostro entero y puro de su madre como hacía mucho tiempo no lo había contemplado; la volvía a ver cercana, iluminada, como si estuviera hablando; volvía a ver los movimientos más fugaces de sus ojos y de sus labios, todas sus actitudes, sus gestos, las sombras de sus pensamientos; y apenado por aquellos vivos recuerdos, apretaba el paso, y un nuevo cariño, una ternura indecible, iba creciendo en su corazón, y hacía correr por sus mejillas lágrimas tranquilas y dulces. Según iba andando en medio de las tinieblas, le hablaba, le decía las palabras que le hubiera dicho al oído dentro de poco:

–¡Aquí estoy, madre mía; aquí me tienes; no te dejaré jamás; juntos volveremos a casa, estaré siempre a tu lado en el vapor, apretado contra ti, y nadie me separará de ti nunca, nadie, jamás, mientras tengas vida! Y no advertía entretanto que sobre la cima de los árboles gigantescos iba poco a poco apagándose la argentina luz de la luna con la blancura delicada del alba.

A las ocho de aquella mañana, el médico de Tucumán –un joven argentino– estaba ya al lado de la cama de la enferma acompañado de un practicante, intentando por última vez persuadirla para que se dejase hacer la operación; a su vez, el ingeniero Mequínez volvía a repetir las más calurosas instancias, lo mismo que su señora. Pero ¡todo era inútil! La mujer, sintiéndose sin fuerza, ya no tenía fe en la operación; estaba certísima o de morir en el acto, o de no sobrevivir más que algunas horas, después de sufrir en vano dolores mucho más atroces que los que debían matarla naturalmente. El médico tenía buen cuidado de decirle una y otra vez:

–¡Pero si la operación es segura y su salvación es cierta, con tal de que tenga algo de valor! Y, por otro lado, si se empeña en resistir, la muerte es segura.

Eran palabras lanzadas al aire.

–No –respondía siempre con su débil voz–, todavía tengo valor para morir, pero no lo tengo para sufrir inútilmente. Gracias, señor médico. Así está dispuesto. Déjeme morir tranquila.

El médico, desanimado, desistió. Nadie pronunció una palabra más. Entonces la mujer volvió el semblante hacia su ama, y le dijo, con voz moribunda, sus postreras súplicas.

–Mi querida y buena señora –dijo con gran trabajo, sollozando–, usted mandará los pocos pesos que tengo y todas mis cosas a mi familia… por medio del señor cónsul. Yo supongo que todos viven. Mi corazón me lo predice en estos últimos momentos. Me hará el favor de escribirles… que siempre he pensado en ellos…, que he trabajado para ellos…, para mis hijos…, y que mi único dolor es no volverlos a ver más…, pero que he muerto con valor…, resignada…, bendiciéndolos; y que recomiendo a mi marido… y a mi hijo mayor al más pequeño, a mi pobre Marcos, a quien he tenido en mi corazón hasta el último momento.

Y poseída de gran exaltación repentina, gritó juntando las manos:

–¡Mi Marcos! ¡Mi pobre niño! ¡Mi vida!… –pero girando los ojos anegados en llanto, vio que su ama no estaba ya a su lado: habían venido a llamarla furtivamente. Buscó al señor, también había desaparecido. No quedaban más que las dos enfermeras y el practicante. En la habitación inmediata se oía el rumor de pasos presurosos, murmullo de voces precipitadas y bajas, y de exclamaciones contenidas. La enferma fijó su vista en la puerta en ademán de esperar. Al cabo de pocos minutos volvió a presentarse el médico, con semblante extraño; luego su señora y el amo, también con la fisonomía visiblemente alterada. Los tres se quedaron mirando con singular expresión, y cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja. Le pareció oír que el médico decía a la señora:

–Es mejor en seguida.

La enferma no comprendía.

–Josefa –le dijo el ama con voz temblorosa–. Tengo que darte una noticia buena. Prepara tu corazón a recibir una buena noticia.

La mujer se quedó mirándola con fijeza.

–Una noticia –continuó la señora cada vez más agitada– que te dará mucha alegría.

La enferma abrió los ojos desmesuradamente.

–Prepárate –prosiguió su ama– a ver a una persona… a quien quieres mucho.

La mujer levantó la cabeza con ímpetu vigoroso, y empezó a mirar a la señora y a la puerta con ojos que despedían fulgores.

–Una persona –añadió su ama, palideciendo– que acaba de llegar… inesperadamente.

–¿Quién es? –gritó, con voz sofocada y angustiosa, como llena de espanto.

Un instante después lanzó un agudísimo grito, de un salto se sentó sobre la cama, y permaneció inmóvil, con los ojos desencajados y con las manos apretadas contra las sienes, como si se tratase de una aparición sobrehumana.

Marcos, lacerado y cubierto de polvo, estaba de pie en el umbral, detenido por el doctor, que lo sujetaba por un brazo.

La mujer prorrumpió por tres veces:

–¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!

Marcos se lanzó hacia su madre, que extendía sus brazos descarnados, apretándole contra su seno como un tigre, rompiendo a reír violentamente y mezclándose a su risa profundos sollozos sin lágrimas, que la hicieron caer rendida y sofocada sobre las almohadas.

Pronto se rehízo, sin embargo, gritando como una loca, llena de alegría, y besando a su hijo:

–¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Eres tú? ¡Cómo has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Estás solo? ¿No estás enfermo? ¡Eres tú, Marcos! ¡No es esto un sueño! ¡Dios mío! ¡Háblame!

Luego, cambiando de tono repentinamente:

–¡No! ¡Calla! ¡Espera! –y volviéndose hacia el médico–: Pronto, en seguida doctor. Quiero curarme. Estoy dispuesta. No pierda un momento. Llévense a Marcos para que no sufra. ¡Marcos mío, no es nada! Ya me contarás todo. ¡Dame otro beso! ¡Vete! Heme aquí, doctor.

Sacaron a Marcos de la habitación. Los amos y criados salieron en seguida, quedando sólo con la enferma el cirujano y el ayudante, que cerraron la puerta.

El señor Mequínez intentó llevarse a Marcos a una habitación lejana: fue imposible; parecía que lo habían clavado en el pavimento.

–¿Qué es? –preguntó–. ¿Qué tiene mi madre? ¿Qué le están haciendo?

Entonces Mequínez, bajito e intentando siempre llevárselo de allí:

–Mira; oye; ahora te diré; tu madre está enferma; es preciso hacerle una sencilla operación; te lo explicaré todo; ven conmigo.

–No –respondió el muchacho–, quiero estar aquí. Explíquemelo aquí.

El ingeniero amontonaba palabras y más palabras, y tiraba de él para sacarlo de la habitación; el muchacho comenzaba a espantarse, temblando de terror.

Un grito agudísimo, como el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa.

El niño respondió con otro grito horrible y desesperado:

–¡Mi madre ha muerto!

El médico se presentó en la puerta y dijo:

–Tu madre se ha salvado.

El muchacho lo miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando:

–Gracias, doctor.

Pero el médico lo hizo levantar, diciéndole:

–¡Levántate!… ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!