Silvina Ocampo
Desde el nacimiento de Leopoldina
en la familia de Yapurra, las mujeres llevaban nombres que empiezan con L., y a
mí, por ser tan pequeño, me llamaban Changuito.
Ludovica y Leonor, que eran las menores, buscaban un milagro, junto
al arroyo, todas las tardes, a la caída del sol. Íbamos a la vertiente llamada Agua
de la Salvia. Dejábamos las damajuanas junto a la fuente, y nos sentábamos sobre
una piedra, esperando con ojos muy abiertos el advenimiento de la noche. Todos los
diálogos llevaban el mismo tema.
–Juan Mamanís estará en Catamarca –decía Ludovica.
–¡Ay! ¡Qué lindita bicicleta llevaba! Todos los años visita la Virgen
del Valle.
–¿Harías la promesa tú de ir a pie, como Javiera?
–Tengo los pies delicados.
–¡Si tuviésemos una Virgen como ésa!
–Juan Mamanís no iría a Catamarca.
–Me tiene sin cuidado. La Virgen es lo que me aflige.
Yo nunca me quedaba quieto; ellas conocían mi costumbre. “Changuito
deje eso”, me decía Ludovica, “las arañas son ponzoñosas”, o bien “Changuito no
haga eso. No se orina en la fuente”.
Alguien les había dicho, tal vez la curandera, que a esa hora brillaba
una luz en un hueco de las piedras y que una sombra aparecía en la orillita del
arroyo.
–Un día la hallaremos –decía Leonor–. Ha de parecerse a la Virgen
del Valle.
–Puede que sea un ánima –respondía Ludovica–. Yo no me ilusiono –metiendo
los pies en el arroyo salpicaba mis ojos y mis orejas con agua. Yo temblaba.
–¿Qué harás, Changuito cuando caiga la nieve, cuando todos los árboles
y el suelo estén blancos? No saldrás de la orilla del fuego ¿eh? Hasta el agua tibia
te hace tiritar como una estrella.
–Si descubrimos la nueva Virgen saldremos en los diarios. Dirán así:
“Dos niñas en Chaquibil vieron la aparición de una nueva Virgen. Las altas autoridades
irán a presenciar el acto”. Se hará una gruta iluminada para la estatua y después
se construirá la basílica. La imagino muy bien a la Virgen de Chaquibil: morocha,
con vestido punzó, con espejitos y un manto azul, con guarda dorada.
–Yo me contentaría si tuviera una falda como la nuestra y un pañuelo
en la cabeza, siempre que nos hiciera regalos.
–Las vírgenes no regalan cosas ni se visten como nosotros.
–Siempre quieres tener razón.
–Cuando la tengo, la tengo.
–Para estar de acuerdo contigo no se puede ni decir “esta boca es
mía” –comentaba Leonor, acariciándome la cabeza.
Bruscamente cayó la noche, con olor a menta y a lluvia.
Ludovica y Leonor llenaron las damajuanas, bebieron agua y volvieron
a la casa. En el camino se detuvieron a hablar con un viejo que llevaba una bolsa.
Hablaron del esperado milagro. Dijeron que de noche oían el llamado de aquella aparición.
El viejito respondió:
–Andará cantando el zorro. Para qué buscar milagros afuera de la
casa, cuando la tienen a Leopoldina, que hace milagros con los sueños.
Ludovica y Leonor se preguntaron si sería cierto.
En la cocina, en una sillita de mimbre con un respaldo altísimo,
Leopoldina estaba sentada, fumando. Era tan vieja que parecía un garabato; no se
le veían los ojos, ni la boca. Olía a tierra, a hierba, a hoja seca; no a persona.
Como un barómetro anunciaba las tormentas o el buen tiempo; antes que yo, olía al
león que bajaba del cerro, a comer los chivitos o a torcerle el pescuezo a los potrillos.
A pesar de que hacía treinta años que no salía de su casa, sabía, como los pájaros,
en qué valle, junto a qué arroyo estaban las nueces, los higos, los duraznos maduros,
y hasta el mismo Crispín, con su canto desolado, que es arisco como el zorro, bajó
un día a comer migas de galleta, mojadas en leche, de sus manos, creyendo seguramente
que era un arbusto.
Leopoldina soñaba, sentada en la sillita de mimbre. A veces, al despertar,
sobre su falda o al pie de la sillita, hallaba los objetos que aparecían en los
sueños; pero los sueños eran tan modestos, tan pobres –sueños de espinas, sueños
de piedras, sueños de ramas, sueños de plumitas–, que a nadie asombraba el milagro.
–¿Qué soñó, Leopoldina? –preguntó Leonor, aquella noche, al entrar
en la casa.
–Soñé que andaba por un arroyo seco, juntando piedritas redondas.
Aquí tengo una –dijo Leopoldina, con voz de flauta.
–¿Y cómo consiguió la piedrita?
–Mirándola no más –respondió.
Junto a la vertiente, Leonor y Ludovica no esperaron, como otras
tardes, la llegada de la noche, en la esperanza de asistir a un milagro. Volvieron
a la casa, con paso apresurado.
–¿Con qué soñó, Leopoldina? –preguntó Ludovica.
–Con las plumas de una torcaza, que caían al suelo. Aquí tengo una
–agregó Leopoldina, mostrándole una plumita.
–Diga, Leopoldina, ¿por qué no sueña con otras cosas? –dijo Ludovica
con impaciencia.
–M’hijita, ¿con qué quiere que sueñe?
–Con piedras preciosas, con anillos, con collares, con esclavas.
Con algo que sirva para algo. Con automóviles.
–M’hijita, no sé.
–¿Qué es lo que no sabe?
–Lo que son esas cosas. Tengo como ciento veinte años y he sido muy
pobre.
–Es tiempo de hacernos ricos. Usted puede traer la riqueza a esta
casa.
Los días siguientes Leonor y Ludovica se sentaban junto a Leopoldina,
para verla dormir. A cada rato la despertaban.
–¿Qué soñó? –le preguntaban–. ¿Qué soñó?
Ella respondía algunas veces que había soñado con plumitas, otro
día con piedritas y otros con hierbas, con ramas o con ranas. Ludovica y Leonor
a veces protestaban agriamente, a veces con ternura, para conmoverla, pero Leopoldina
no era dueña de sus sueños: tanto la molestaron que ya no podía dormir. Resolvieron
darle un guiso indigesto.
–El estómago pesado da sueñito –dijo Ludovica, preparando una fritura
oscura con un olor riquísimo.
Leopoldina comió, pero no tuvo sueño.
–Le daremos vino –dijo Ludovica–. Vino caliente.
Leopoldina bebió, pero no durmió.
Leonor, que era previsora, fue en busca de la curandera, para pedirle
unas hierbas dormitivas. La curandera vivía en un lugar apartado. Tuvimos que atravesar
la Ciénaga y una de las mulas se hundió en un pantano. Las hierbas que Leonor consiguió
tampoco dieron ningún resultado. Ludovica y Leonor discutieron durante unos días
adónde les convendría ir en busca de un médico; si a Tafí del Valle o a Amaicha.
–Si vamos a Amaicha traeremos uvas –dijo Leonor a Leopoldina, para
consolarla. Luego rio:
–No es la época de las uvas.
–Y si vamos a Tafí del Valle, de la Quesería del Churquí traeremos
un quesito –dijo Ludovica.
–¿Lo llevarán al Changuito, para que dé un paseo? –contestó Leopoldina,
como si no le gustara ni el queso ni las uvas.
Fuimos a Tafí del Valle. Cruzamos muy lentamente, a caballo, la Ciénaga
donde murió la mula. En la villa fuimos al hospital y Leonor preguntó por el médico.
Nosotros la esperamos en el patio. Mientras Leonor hablaba con el médico, tuvimos
tiempo de dar un paseo por el pueblo; cuando volvimos Leonor nos recibió en la puerta
del hospital, con un envoltorio en la mano. El envoltorio contenía un remedio, una
jeringa y una aguja para inyecciones. Leonor sabía dar inyecciones: una enfermera,
que había conocido, le enseñó el arte de clavar la aguja en una naranja o en una
manzana. Dormimos en Tafí del Valle y de mañana, muy temprano, emprendimos el regreso.
Al vernos llegar, como si ella hubiera hecho el viaje, Leopoldina
dijo que estaba cansada, y durmió por primera vez después de veinte días de insomnio.
–Qué bandida –dijo Ludovica–. Duerme para hacernos un desprecio.
En cuanto vieron que despertaba le preguntaron:
–¿Qué soñó? Tiene que decirnos lo que soñó.
Leopoldina balbuceó algunas palabritas. Ludovica la zarandeó del
brazo.
–Si no nos dice lo que soñó, Leonor le pondrá una inyección –agregó,
mostrándole la aguja y la jeringa.
–Soñé que un perro escribía mi historia: aquí está –dijo Leopoldina,
mostrando unas hojas de papel arrugado y sucio–. ¿No las leerían ustedes, hijitas,
para que yo la escuche?
–¿No puede soñar con cosas más importantes? –dijo Leonor indignada,
tirando al suelo las hojas. Luego trajo un libro enorme que olía a pis de gato,
con láminas en colores, que le había prestado la maestra. Después de hojearlo atentamente,
se detuvo en algunas láminas, que mostró a Leopoldina, restregándolas con el índice.
–Automóviles –daba vuelta las hojas–, collares –daba vuelta las hojas–,
pulseras –soplaba sobre las hojas–, joyas –se humedecía el pulgar con saliva–, relojes
–giraban las hojas entre sus dedos–. Con estas cosas tiene que soñar y no con basuritas.
Fue en ese momento, Leopoldina, cuando te hablé, pero tú no me oíste,
porque dormías de nuevo y algo se había deslizado entre tu sueño anterior y el presente.
–¿Te acuerdas de mis antepasados? Si los evocas panzones, ásperos,
hirvientes y temblorosos como yo, recordarás los objetos más suntuosos que conociste:
aquel medallón, con baño de oro, y en el interior un mechón de pelo, que te regalaron
para el casamiento; las piedras del collar de tu madre, que tu nuera robó; aquel
cofre lleno de medallitas con aguamarinas; la máquina de coser, el reloj; el coche
con caballos tan viejos que eran mansos. Es increíble, pero existió todo eso. Recuerdas,
en Tafí del Valle, aquella tienda deslumbrante donde compraste un prendedor, con
la cabeza de un perro parecido a mí, grabada en una piedra: sólo yo, para curarte
el asma, puedo recordártelo, porque fui el abrigo de tu pecho.
–Si no se duerme le pondrán la inyección –amenazó Ludovica.
Leopoldina, aterrada, volvió a dormir. La silla de mimbre, meciéndose,
hacía un ruidito extraño.
–¿Habrá ladrones? –interrogó Leonor. –No hay luna.
–Serán las ánimas –contestó Ludovica.
¿Sabía por qué lloraba yo? Porque sentía venir el viento Zonda. Ni
Leonor ni Ludovica lo oían, porque sus voces retumbaban, desesperadas o tal vez
esperanzadas, preguntando:
–¿Qué soñó? ¿Qué soñó?
Esta vez Leopoldina salió afuera, sin contestar, y me dijo:
–Vamos, Changuito, es la hora.
Inmediatamente comenzó a soplar el viento Zonda. Para los cristianos
se había anunciado siempre con anticipación, con un cielo muy limpio, con un sol
desteñido y bien dibujadito, con un amenazador ruido de mar (que no conozco) a lo
lejos. Pero esta vez llegó como un relámpago, barrió el piso del patio, amontonó
hojas y ramas en los huecos de los cerros, degolló, entre las piedras, los animales,
destruyó las mieses y en un remolino levantó en el aire a Leopoldina y a mí, su
perro pila, llamado Changuito, que escribió esta historia en el penúltimo sueño
de su patrona.
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