John Steinbeck
Sucedió hace años en el
distrito de Monterrey, en California. El Cañón del Castillo es uno de los muchos
valles que atraviesa la cordillera de Santa Lucía, entre cortaduras y riscos abruptos.
Del cañón parten multitud de arroyuelos que parecen tallados en la roca viva, cañones
disimulados bajo espesos robledales y vaguadas tapizadas de salvia grisácea. Al
fondo del cañón de Santa Lucía se alza un formidable castillo de piedra, almenado
y adornado con majestuosos torreones, como las fortalezas que dejaron los Cruzados
en la ruta de sus conquistas. Pero una detenida visita al castillo basta para revelar
que no se trata de una fábrica de arquitectura, sino del caprichoso resultado de
la erosión natural del agua y del viento a través de los siglos. Desde lejos sus
bastiones ruinosos, sus puentes levadizos, sus altas torres y sus aspilleras góticas
se distinguen claramente, sobre todo si el espectador deja volar un poco su fantasía.
Más
abajo del lugar que ocupa el castillo, casi en el fondo del cañón, se halla el edificio
de un viejo rancho, con su granero de troncos podridos y recubiertos de musgo y
su semiderruido establo. La casa está abandonada desde hace tiempo; las puertas,
moviéndose sobre sus goznes herrumbrosos, gimen y retumban las noches en que el
viento baja con fuerza desde el castillo. Pocos viajeros visitan la casa. A veces
una pandilla de chiquillos recorren sus habitaciones, asomándose a todos los rincones
y desafiando a gritos a los fantasmas en los que dicen no creer.
Jim
Moore, el propietario de aquellas tierras, no quiere que nadie ronde la casa abandonada.
Sale a caballo de su nuevo domicilio, más abajo del valle, y ahuyenta a los traviesos
invasores. En todas las cercas hay letreros de “Prohibido el paso” que hacen que
los curiosos se mantengan a distancia. Más de una vez he pensado en prender fuego
al viejo edificio, pero parece haber algo especial en aquellas puertas gimientes
y en aquellas ventanas de rotos cristales que hacen que sean salvadas de la destrucción.
Porque si quemara la casa destruiría una parte importante de su vida, y sabe que
cuando va a la ciudad del brazo de su esposa, regordeta pero todavía hermosa, la
gente se vuelve a mirarlos con respeto y admiración.
Jim
Moore nació en la vieja casa y creció en ella. Conocía muy bien todos los maderos
del establo y cada una de las vigas del granero. Sus padres murieron antes de que
él cumpliera los treinta años. Había celebrado su mayoría de edad dejándose la barba.
Al quedarse solo vendió todos los cerdos y decidió no tener nunca ninguno. Luego
compró un toro de Guernesey para mejorar su ganado y empezó a acostumbrarse a visitar
Monterrey los sábados por la noche, emborrachándose y divirtiéndose en compañía
de las escandalosas bailarinas del Tres Estrellas.
Al
cabo de un año se casó con Jelka Sepic, una muchacha yugoeslava, hija de un tranquilo
y modesto granjero del Cañón del Pino. A Jim no le gustaba mucho la familia de su
mujer, con tantísimos hermanos y primos, pero sí la belleza de Jelka. Tenía unos
ojos grandes e interrogadores que recordaban los de una gacela. Su nariz era fina
y delicada y sus labios gruesos y blandos. La piel aterciopelada de Jelka era siempre
una maravillosa sorpresa para Jim, quien olvidaba su encanto durante el día para
volver a descubrirlo maravillado cada noche. Además, era tan paciente y cariñosa
y un ama de casa tan perfecta que Jim no podía recordar sino con disgusto las palabras
de su suegro el día de la boda. El viejo, que había bebido más cerveza de la que
cabía en su cuerpo, dio a Jim un codazo en las costillas, mientras sonreía y sus
ojuelos casi desaparecían entre los pliegues de su rostro hinchado y enrojecido.
–No
seas tonto, muchacho, Jelka es eslava. No es como una chica americana. Si se porta
mal, pégale. Y si es buena demasiado tiempo, pégale también. Yo le he pegado a mi
mujer y mi padre le pegaba a mi madre. Es eslava, no lo olvides. Necesita que el
hombre le enseñe el látigo de vez en cuando.
–Yo
no sería capaz de pegar a Jelka –había contestado Jim.
Su
suegro soltó una risita y volvió a darle con el codo.
–Te
digo que no seas tonto. Con el tiempo lo comprenderás.
Jim
no tardó en descubrir que, efectivamente, Jelka era muy distinta de las chicas americanas.
Era tranquila y apacible. Nunca hablaba primero, esperando a que lo hicera él para
contestar a sus preguntas. Estaba pendiente de cuanto decía su marido como si se
tratara de las Sagradas Escrituras. Cuando llevaban casados algún tiempo, era imposible
para Jim encontrar algún deseo expresable en relación con su vida doméstica, porque
todo había sido previsto por Jelka antes de que él pensara en pedirlo. Era una esposa
como había pocas, pero resultaba imposible establecer un compañerismo con ella.
Nunca hablaba. Sus grandes ojos seguían todos sus movimientos, y cuando él sonreía,
ella sonreía también. Sus labores de punto y de costura eran interminables. A veces
le parecía a Jim que tenía en Jelka a un útil animal doméstico, y acariciaba su
nuca suave siguiendo los mismos impulsos que le llevaban a acariciar el largo cuello
de su caballo.
Como
ama de casa Jelka era extraordinaria. Jim podía llegar a la hora más intempestiva
con la certeza de que encontraría la cena preparada y caliente. Ella lo contemplaba
mientras comía, retirándole los platos en cuanto estaban vacíos, y llenándole el
vaso cuando lo apuraba.
Al
principio de estar casados él solía explicarle todo lo que sucedía en la granja,
pero ella se limitaba a sonreír con la expresión de quien desea mostrarse agradable
pero no entiende de qué le hablan.
–El
alazán se ha herido en la alambrada de espino –decía él.
–Sí
–contestaba ella sin que fuera posible adivinar si sentía algún interés por el asunto.
Jim
no tardó en comprender que no había manera de intimar con Jelka. Ella vivía una
vida aparte, remota y completamente fuera de su alcance. La barrera que encontraba
en el fondo de sus ojos Jim no podía derribarla, porque no era voluntaria ni tampoco
hostil.
Por
la noche acariciaba sus negros cabellos y sus hombros dorados, increíblemente suaves.
Cuando se abrazaban con cariño, aunque Jelka dejaba por un momento de ser indiferente
y distante, seguía manteniendo incólume su personalidad, incomprensible e inescrutable.
–¿Por
qué no me hablas? –preguntaba él con frecuencia. –¿Es que no quieres hablarme?
–Sí
–decía ella–. ¿Qué quieres que diga? –Hablaba perfecto inglés, pero su mentalidad
no era americana.
Al
cabo de un año, Jim empezó a desear la compañía de otras mujeres, sus conversaciones
intrascendentes, su obscena vulgaridad, y hasta sus insultos soeces. Entonces volvió
a la ciudad, a beber y a divertirse en el Tres Estrellas. Allí era siempre bien
recibido porque era simpático, honrado y risueño.
–¿Dónde
está tu mujercita? –le preguntaban.
–En
casa, zurciendo calcetines –contestaba, provocando la risa de todos.
Los
sábados por la tarde ensillaba un caballo y cogía un rifle por si veía algún gamo
en el camino.
–¿No
te importa quedarte sola? –preguntaba, invariable.
–No;
no me importa.
Entonces
preguntaba él:
–¿Y
si viniese alguien?
Los
ojos de Jelka se iluminaban un momento. Luego sonreía, diciendo: –Lo echaría de
aquí.
–Estaré
de vuelta mañana a mediodía. No me gusta cabalgar de noche. –Se daba cuenta de que
ella sabía a dónde iba, pero nunca la oyó protestar.
–Tendrías
que tener un hijo –le dijo Jim en cierta ocasión.
Su
rostro se había transformado visiblemente al oír aquellas palabras.
–Algún
día Dios me escuchará –contestó.
Jim
la compadecía por su soledad. Si visitara a las mujeres de los demás ranchos del
cañón se sentiría menos sola, pero no parecía agradarle la idea. Una vez al mes
uncía los caballos al carro y se iba a pasar una tarde en compañía de su madre y
de la caterva de primos y primas que vivían con ella.
–Supongo
que te divertirás mucho –le decía Jim–. Hablarás ese idioma endiablado durante toda
la tarde y te reirás con las payasadas de tu primo el gigante. Si algo pudiera echarte
en cara, sería el tener una familia de extranjeros. –Recordaba haberla visto bendecir
el pan con la señal de la cruz antes de introducirlo en el horno, y arrodillarse
junto a la cama por las noches, con las manos juntas, mirando una imagen que ocupaba
una hornacina del cuarto.
Un
caluroso sábado de junio, Jim estaba segando en el llano. El día se le hacía interminable,
y no tuvo concluido el trabajo hasta las seis en punto. Entonces guardó la segadora
en el cobertizo y dio suelta a los caballos para que pastaran libremente. Cuando
entró en la cocina, Jelka servía la cena. Jim se lavó manos y cara antes de sentarse
a la mesa.
–Estoy
muy cansado –declaró–. Sin embargo, me parece que me iré a Monterrey. Esta noche
habrá luna llena.
Ella
sonrió sin decir nada.
–Voy
a decirte lo que se me ha ocurrido –siguió hablando él–. Si quisieras venir, podría
preparar el carro y nos iríamos los dos.
Ella
sonrió otra vez y movió la cabeza.
–No;
las tiendas estarán cerradas. Prefiero quedarme aquí.
–Está
bien. Me iré solo. No creía que iría y he soltado todos los caballos. Tal vez pueda
encontrar alguno cerca de aquí. ¿Estás segura de que no quieres ir?
–Si
fuera más temprano y las tiendas estuvieran abiertas… pero no podemos llegar antes
de las diez.
–Si
es por eso… a caballo podríamos estar allí a las nueve y media.
Ella
sonrió de nuevo y Jim le preguntó, intrigado:
–¿En
qué piensas?
–¿En
qué pienso? Me parece que esa pregunta me la has hecho cada día desde que nos casamos.
–Sí,
pero dime, ¿en qué piensas? –insistió él, con cierta irritación.
–Pues…
pienso en los huevos que empolla la gallina negra. –Se levantó para acercarse al
calendario–. Estarán incubados mañana o tal vez el lunes.
Era
ya de noche cuando Jim terminó de afeitarse y de ponerse la camisa limpia y las
botas nuevas. Jelka, entretanto, había fregado y secado los platos. Cuando Jim atravesó
la cocina vio que había pasado la lámpara a la mesita junto a la ventana y se había
sentado a zurcir unos calcetines.
–¿Por
qué te sientas ahí? –le preguntó–. No es tu sitio de costumbre. A veces haces cosas
muy raras.
Ella
levantó los ojos de su labor.
–Es
por la luna –contestó con dulzura–. Has dicho que esta noche habría luna llena.
Quiero verla.
–¡Mira
que eres tonta! Desde esa ventana no verás la luna. Creía que sabías orientarte
mejor.
Ella
sonrió levemente.
–Entonces
me asomaré a la ventana del dormitorio.
Jim
se puso el sombrero negro y salió. Entró un momento en el establo obscuro y vacío
y cogió una brida y un bocado. Cuando estuvo en mitad del prado se detuvo y silbó
con fuerza. Los caballos dejaron de pastar y empezaron a acercarse, deteniéndose
a unos metros de distancia. Con cautela fue aproximándose al bayo hasta estar a
su lado y acariciarle el lomo. Entonces le puso los arreos y la silla, apretando
la cincha con destreza. Cogiendo la brida condujo al animal hacia la casa. Por encima
de las montañas iba apareciendo un resplandor anaranjado. La luna llena saldría
antes de que el valle hubiera perdido totalmente la luz diurna.
En
la cocina Jelka seguía trabajando junto a la ventana. Jim se dirigió a un rincón
y cogió su carabina del treinta, treinta. Mientras introducía unos cartuchos en
la recámara, dijo:
–Ya
empieza a verse el resplandor de la luna. Si quieres verla será mejor que salgas
fuera. Me parece que esta noche estará muy roja.
–Dentro
de un momento –contestó ella–. Deja que acabe este zurcido. –Entonces él se acercó
y le acarició el cabello sedoso.
–Buenas
noches. Probablemente estaré de regreso mañana a mediodía. –Sus negros ojos lo siguieron
hasta que salió de la habitación.
Jim
introdujo el rifle en la funda, montó y obligó al caballo a tomar el camino que
descendía hacia el cañón. A su derecha, por encima de las montañas cada vez más
negras, ascendía el disco gigantesco y enrojecido de la luna. Las luces combinadas
del lento crepúsculo y de la rojiza luna daban una misteriosa perspectiva a las
siluetas de los árboles, cuyas sombras parecían de terciopelo. De los ranchos próximos
llegaban hasta Jim los ladridos de los perros y el canto de los gallos que debían
suponer que el alba estaba próxima. Jim puso al trote su montura y el ruido de los
cascos se lo devolvió el eco desde el castillo, a sus espaldas. Pensó en May, la
alegre rubia del Tres Estrellas, en Monterrey.
–Llegaré
tarde –pensó–, y alguien estará ya con ella.
Había
recorrido una milla cuando oyó los cascos de otro caballo que se acercaba. Un jinete
apareció en el recodo, deteniéndose.
–¿Eres
tú, Jim?
–Sí.
Hola, George.
–Iba
a tu casa. Quería decirte… ¿recuerdas el manantial que está en la parte alta de
mis tierras?
–Sí,
desde luego.
–Pues
verás: he estado allí esta tarde. He encontrado una hoguera recién apagada y los
restos de un ternero. El cuero estaba entre las cenizas, mas al sacarlo he visto
que llevaba tu marca.
–¡Diablos!
–exclamó Jim–. ¿Y dices que el fuego era reciente?
–La
tierra todavía estaba caliente. De anoche, supongo. Mira, Jim, yo no puedo acompañarte,
porque me voy a la ciudad, pero he pensado que era mejor advertirte para que eches
un vistazo.
Jim
preguntó con calma:
–¿Tienes
idea de cuántos hombres debían ser?
–No.
No me fijé en las huellas.
–Está
bien. Creo que lo mejor será ir a verlo. También yo iba a la ciudad, pero si rondan
ladrones de ganado, les pararé los pies. Si no te importa, George, desearía atravesar
tus propiedades.
–Te
acompañaría, pero tengo que estar forzosamente en la ciudad esta noche. ¿Llevas
armas?
–Sí,
desde luego. Un rifle. Y gracias por el aviso.
–No
hay de qué. Puedes pasar por donde quieras. Buenas noches. –El vecino obligó a su
caballo a volverse y se alejó hacia Monterrey.
Durante
unos momentos Jim permaneció inmóvil, mirando su sombra. Sacó el rifle de la funda,
soltó el seguro y colocó el arma atravesada en el arzón de la silla. Luego se apartó
del camino hacia la izquierda, subió la empinada ladera, atravesando un bosquecillo
de encinas antes de adentrarse en una garganta lateral.
Tardó
media hora en llegar al campamento abandonado. Recogió del sudo la cabeza destrozada
del ternero y le palpó la lengua intentando calcular por su rigidez el tiempo que
llevaba muerto. A la luz de una cerilla examinó la marca de su hierro en el cuero
medio quemado. Por último volvió a montar y cabalgó por la cresta de los montes
hasta penetrar en terrenos que le pertenecían.
Un
viento cálido soplaba de poniente. La luna iba perdiendo su tono rojizo a medida
que ascendía por el cielo. En las cumbres desnudas aullaban los coyotes y los perros
de los ranchos les contestaban a coro desde el fondo del valle.
Jim
siguió un rumor de cencerros y encontró a su ganado paciendo tranquilamente en un
altozano. Unos ciervos se habían acercado al rebaño y no parecieron asustarse al
ver el caballo. Jim escuchó atentamente por si el viento le traía rumor de cascos
o voces de hombres.
Eran
más de las once cuando decidió regresar a su casa. Rodeó la torre occidental del
castillo rocoso, quedando oculto bajo su inmensa sombra durante un rato, hasta surgir
de nuevo al otro lado, a la luz de la luna. Desde allí veía el tejado de su granja.
Una de las ventanas brillaba refulgente bajo un rayo de luna.
Los
caballos levantaron las cabezas al atravesar Jim el prado. Había llegado a la valla
del corral cuando oyó que un caballo piafaba en el establo. Detuvo su montura. Escuchó
atentamente unos segundos y el ruido se repitió. Entonces Jim desmontó, amartillando
el rifle silenciosamente.
Se
asomó al establo. Estaba completamente en tinieblas, pero oía el ruido de las quijadas
de un caballo que masticaba heno. Entró de puntillas hasta que estuvo junto al pesebre,
y entonces encendió un fósforo. Un caballo, ensillado y embridado, estaba comiendo
tranquilamente en el establo. El animal dejó de masticar y volvió la cabeza para
mirar la luz.
Jim
apagó el fósforo y salió rápidamente. Sentándose al borde del abrevadero, contempló
el agua. Le costaba tanto pensar que tenía que hacerlo en voz alta para comprender
el significado de sus ideas.
–¿Debo
mirar por la ventana? No, porque mi sombra se proyectaría dentro de la habitación.
Miró
el rifle que tenía en la mano. En muchos sitios estaba gastado y brillante, porque
había sido usado con mucha frecuencia.
Por
fin, decidido, se levantó dirigiéndose a la casa. En los escalones de la entrada
se esforzó por no hacer el menor ruido, probando los peldaños antes de apoyar en
ellos todo su peso. Los tres perros del rancho salieron corriendo del granero y
describieron vueltas a su alrededor, antes de volverse en silencio a sus rincones.
La
cocina estaba obscura, pero Jim sabía dónde estaban los muebles. Adelantando una
mano fue tocando sucesivamente la mesa, el respaldo de una silla, el toallero… Atravesó
la estancia tan silenciosamente que él mismo solo podía oír su respiración y el
tic-tac del reloj en su bolsillo.
La
puerta del dormitorio estaba abierta y un rectángulo de luz de luna se proyectaba
en el suelo de la cocina. Jim llegó por fin a la puerta y se asomó con cautela.
El
lecho estaba enteramente iluminado. Jim vio a Jelka acostada boca arriba, cubriéndose
los ojos con un brazo desnudo. No pudo ver quién era el hombre, porque tenía la
cabeza vuelta hacia el otro lado. Jim contempló la escena largo rato, conteniendo
la respiración. Por último Jelka se movió en sueños y el hombre volvió la cabeza
y emitió un suspiro. Era el primo de Jelka, su estúpido y gigantesco primo.
Jim
se volvió en redondo y atravesando la cocina, salió al exterior. Se acercó al abrevadero
y se sentó de nuevo en el borde. La luna se reflejaba, blanquísima, en el agua obscura
en que flotaban briznas de paja, mosquitos muertos y la espuma verdosa del limo,
que parecía de encaje.
Seca,
roncamente, emitió unos sollozos entrecortados. Luego guardó silencio, como asombrado,
porque su pensamiento estaba muy lejos de allí, entre la hierba de las cumbres y
las ráfagas del viento cálido del verano.
Acudió
a su mente la imagen de su madre, sosteniendo un cubo para recoger la sangre de
un cerdo que su padre había degollado. Para que no se mancharan sus ropas, se mantenía
lo más apartada posible.
Introdujo
una mano en el agua y rompió la imagen de la luna en mil fragmentos danzantes. Se
humedeció la frente con las manos chorreantes y se incorporó. Esta vez no actuó
con tanta cautela, limitándose a atravesar la cocina de puntillas, deteniéndose
en el umbral del dormitorio. Jelka movió el brazo y entreabrió los ojos. Inmediatamente
los abrió del todo, sobresaltada. Jim la miró; su rostro carecía de expresión. Una
gota de humedad apareció bajo su nariz, rompiéndose luego sobre el labio superior.
Jim
amartilló el rifle. El ruido metálico resonó por toda la casa. El hombre dormido
se agitó inquieto. Las manos de Jim temblaban visiblemente. Se echó la carabina
a la cara y la sujetó con fuerza. Encima del punto de mira veía el cuadro blanco
entre las cejas y el nacimiento del pelo del intruso. El cañón del arma osciló un
momento, inmovilizándose por fin.
El
disparo rasgó el aire. Jim, mirando todavía por el visor del rifle, vio que la cama
entera se estremecía bajo el impacto. Un orificio diminuto y negro había aparecido
en la frente del que dormía. Pero el proyectil había salido al exterior por la parte
posterior de la cabeza derramando sangre y masa encefálica sobre la almohada.
El
primo de Jelka emitió un sonido ahogado. Sus manos asomaron sobre el embozo como
enormes arañas blancas, que corretearon inciertas un momento, antes de quedarse
inmóviles.
Jim
se volvió a mirar a Jelka. Estaba gimiendo débilmente, sin apartar de él la mirada.
Parecía un perro castigado.
Jim
giró en redondo, presa de inexplicable pánico. Una vez fuera de la casa, volvió
junto al abrevadero. Tenía un amargo sabor en la boca y le parecía que el corazón
iba a estallarle. Se quitó el sombrero y metió la cabeza en el agua. Luego, inclinándose,
vomitó en el suelo. Oía a Jelka moverse por la casa. Seguía gimiendo en tono muy
bajo. Jim se irguió, sintiéndose súbitamente débil y enfermo.
Atravesó
el corral y salió al prado. Su caballo, todavía ensillado, acudió en respuesta a
su silbido. De modo automático le apretó la cincha, montó y se alejó hacia el valle.
Su sombra le seguía en silencio. La luna parecía haberse detenido en lo alto, mientras
los perros ladraban con monotonía.
A
primera hora de la mañana entró en el patio un carro tirado por dos caballos, espantando
a las gallinas. El sheriff y el juez de paz acompañaban a Jim Moore. Su bayo trotaba
detrás del carro. El sheriff detuvo el vehículo y todos saltaron al suelo.
–¿Tengo
que entrar? –preguntó Jim–. Estoy muy cansado y me parece que no podría resistirlo.
El
juez se mordió el labio inferior, meditabundo.
–Bueno,
supongo que no es necesario. Ya nos encargaremos nosotros de todo.
Jim
se dirigió al abrevadero.
–Por
favor –pidió–. Adecenten un poco el cuarto, ¿quieren? Ya se pueden imaginar cómo
estará.
Los
otros penetraron en la casa.
Minutos
después salieron llevando el cuerpo rígido del muerto. Lo depositaron en el carro.
Jim se acercó a ellos.
–¿Tengo
que ir con ustedes?
–¿Dónde
está su esposa, señor Moore? –preguntó el sheriff.
–No
lo sé –contestó–. Por ahí… en algún rincón.
–¿Está
seguro de que no la mató también?
–No.
Ni siquiera la toqué. Esta tarde la buscaré y la haré volver. Es decir, si no es
preciso que vaya ahora con ustedes.
–Tenemos
su declaración –contestó el juez–. Además, creo que también tenemos ojos, ¿no es
cierto, Will? Claro está que en realidad hay contra usted una acusación de asesinato,
pero no será tenida en cuenta. Es la costumbre en esta parte del país. Pero sea
bondadoso con su esposa, señor Moore.
–No
le haré nada –contestó Jim.
Vio
cómo se alejaba el carricoche y se volvió hacia la casa, dejando profundas huellas
en el polvo. El sol era fuerte en el mes de junio y Jim tenía el rostro bañado en
sudor.
Entró
en la casa, de donde salió poco después empuñando un recio látigo de los que empleaba
para conducir reses. Atravesó el patio y penetró en el granero. Cuando subía la
escalera del altillo, oyó el débil sollozo que recordaba el llanto de un perro castigado.
Cuando
Jim salió de nuevo del granero, llevaba a Jelka sobre un hombro, como un fardo.
La depositó en el suelo junto al abrevadero. Su negra cabellera estaba llena de
briznas de paja. La espalda de la blusa se veía manchada de sangre.
Jim
mojó un pañuelo y le lavó la sangre reseca de los labios, que se había mordido ferozmente.
Luego le arregló un poco el pelo, lavándole el rostro. Sus ojos negros seguían todos
los movimientos que hacía su marido. –Me haces daño –protestó–. Mucho daño.
Él
asintió, muy serio.
–Todo
el que puedo sin llegar a matarte.
El
sol era insoportable. Unas moscas revoloteaban, atraídas por el olor de la sangre.
Los
labios tumefactos de Jelka intentaron sonreír.
–¿Has
desayunado alguna cosa?
–No
–contestó Jim–. Nada.
–Entonces
te freiré unos huevos. –Con gran esfuerzo se puso en pie.
–Déjame
que te ayude –dijo él–. Te quitaré la blusa, porque se te está pegando a la espalda.
Si te la quitas tú, te dolerá mucho.
–No,
no; ya me la quitaré yo misma. –Su voz sonaba extraña, casi irreconocible. Sus ojos
obscuros lo miraron con ternura durante unos momentos, antes de volverse y desaparecer
cojeando en el interior de la casa.
Jim
se quedó esperando, sentado en el borde del abrevadero. Vio que una columna de humo
empezaba a salir por la chimenea, ascendiendo verticalmente hasta desvanecerse a
gran altura. Momentos después oyó que Jelka lo llamaba desde la ventana de la cocina.
–Ven,
Jim. Ya está listo tu desayuno.
Cuatro
huevos fritos y cuatro gruesas lonchas de tocino ahumado le esperaban en un plato.
–El
café estará listo en seguida –dijo ella.
–¿Y
tú; no comes?
–No,
todavía no. Ahora no podría.
Jim
comió con apetito. Cuando terminó, alzó la mirada para contemplar a su mujer. Se
había peinado cuidadosamente y se había puesto una blusa blanca y limpia.
–Esta
tarde iremos a la ciudad –dijo él, limpiándose la boca con la servilleta–. Tengo
que encargar madera para levantar una nueva casa más abajo, en el cañón.
Ella
miró fugazmente la puerta cerrada del dormitorio, y luego a su marido.
–Sí
–murmuró–. Me parece una buena idea –. Al cabo de unos momentos, añadió–: ¿Volverás
a pegarme… por esto?
–No;
por esto, nunca más.
Jelka
sonrió. Fue a sentarse junto a él, y Jim, conmovido, le acarició el pelo y la nuca.
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