Katherine Anne Porter
Primera
parte: 1885-1902
Era una mujer
joven de aspecto resuelto, su cabello era oscuro, rizado y corto con raya a un lado,
la cara como un breve óvalo con las cejas rectas y la boca grande y curvada. Un
cuello blanco redondo sobresalía de la chaquetilla ajustada y abotonada, y unos
puños blancos y redondos resaltaban las manos con hoyuelos que descansaban relajadas
sobre los pliegues de su falda de volantes, fruncidos alrededor del polisón. Sentada
así, aun fijada para siempre en la pose de ser fotografiada, una imagen inmóvil
en su oscuro marco de nogal con hojas de roble plateadas en las esquinas, sus sonrientes
ojos grises seguían a quien estuviera en la habitación. Aquella sonrisa, temeraria
e indiferente, perturbaba bastante a sus sobrinas María y Miranda, quienes solían
preguntarse por qué todas las personas mayores que contemplaban esa fotografía decían:
“Qué preciosa”, y por qué todos los que la habían conocido la consideraron tan bella
y encantadora.
Al
fondo, con su búcaro de flores y sus cortinas de terciopelo drapeadas la clase de
búcaro y la clase de cortinas que ya nadie tenía–, había una especie de alegría
marchita. El vestido no tenía un aire romántico, sencillamente estaba pasado de
moda, y todo eso se relacionaba en la mente de las niñas con cosas muertas: el olor
de los cigarrillos medicinales de la abuela, sus muebles que olían a cera y su anticuado
perfume Flor de Naranjo. La mujer de la fotografía había sido la tía Amy, pero entonces
era únicamente un fantasma en un marco y una historia triste y bonita de otra época.
Había sido bella, muy querida, desdichada y había muerto joven.
María
y Miranda, de doce y ocho años respectivamente, sabían que eran jóvenes, aunque
tenían la sensación de haber vivido ya mucho tiempo. No habían vivido solamente
los años que tenían, les parecía que sus recuerdos habían comenzado antes de que
hubieran nacido, en las vidas de los adultos que las rodeaban, viejos de más de
cuarenta años, la mayoría de los cuales se empeñaba en decir que ellos también habían
sido jóvenes. Era difícil de creer.
Su
padre, Harry, era hermano de la tía Amy. Ella había sido su hermana favorita. A
veces él miraba la fotografía y decía: “No es muy buena. Su cabello y su sonrisa
eran su principal belleza, pero aquí no lucen nada. Además, era mucho más esbelta.
Gracias a Dios nunca ha libido mujeres gordas en la familia”.
Cuando
oían a su padre decir cosas así, María y Miranda sencillamente se preguntaban, sin
intención de criticar, qué quería decir. Su abuela era delgada como una cerilla;
las fotografías de su madre, que murió hacía ya mucho tiempo, demostraban que había
sido casi un pabilo. Apuestas jovencitas que resultaban ser, para asombro de Miranda,
también nietas de su abuela, los visitaban durante sus vacaciones escolares y presumían
de sus cinturas de cincuenta y cuatro centímetros. Pero ¿qué tenía que decir su
padre acerca de la tía abuela Eliza, que apenas cabía por las puertas y que, cuando
estaba sentada, era un sólido monumento piramidal del suelo al cuello? ¿Y de la
tía abuela Keziah, de Kentucky? Su marido, el tío abuelo John Jacob, se había negado
a permitirle montar los caballos buenos cuando ella alcanzó los ciento diez kilos.
“No –había dicho el tío abuelo John Jacob–, los sentimientos de caballerosidad no
han muerto en mi corazón, pero tampoco ha muerto mi sentido común, por no hablar
de la caridad hacia nuestros fieles amigos mudos. Y, entre ambos sentimientos, vence
la caridad.” Alguien señaló al tío abuelo John Jacob que la caridad debería impedirle
herir la vanidad femenina de la tía abuela Keziah con semejante comentario acerca
de su figura. “La vanidad femenina se repondrá –contestó el tío abuelo John Jacob,
insensible –, pero ¿y el lomo de mis caballos? Si ella hubiese tenido desde el principio
la suficiente vanidad femenina, nunca habría llegado a tener esa figura.” Bueno,
la tía abuela Keziah era famosa por su corpulencia, ¿y acaso no era de la familia?
Pero a la memoria de su padre parecía sucederle algo cuando pensaba en las chicas
de la familia que había conocido en su juventud y declaraba firmemente que todas
habían sido, en todas las generaciones sin excepción, tan esbeltas como juncos y
tan elegantes como sílfides.
Esa
lealtad de su padre ante las pruebas contrarias a su ideal se debía a su amor por
la familia y a la pasión por la leyenda que compartía con los demás. Les encantaba
contar historias románticas y poéticas o divertidas con un humor romántico; no embellecían
las circunstancias externas, pues lo que importaba era el sentimiento. Sus corazones
y sus fantasías estaban fascinados por su pasado, un pasado en el cual las consideraciones
materiales habían desempeñado un papel sin importancia. Sus relatos eran casi siempre
historias de amor bajo un cielo luminoso y despejado de un azul celestial.
Las
fotografías, los retratos de pintores ineptos que se empeñaban en halagar y las
prendas de fiesta dobladas y guardadas entre hierbas secas y alcanfor eran decepcionantes
cuando las niñas trataban de ajustarlas a los seres vivos creados en su mente por
las palpitantes palabras de sus mayores. Dos veces al año la abuela, impulsada por
el cambio de estación, se pasaba casi todo un día sentada al lado de viejos baúles
y cajas en el trastero, desdoblando capas de prendas y pequeños recuerdos; los extendía
a su alrededor sobre sábanas en el suelo, llorando al ver ciertas cosas, casi siempre
las mismas, mirando de nuevo las fotografías de las cajas de terciopelo, desenvolviendo
mechones de pelo y flores secas, llorando con dulzura, fácilmente, como si las lágrimas
fuesen el único placer que le quedaba.
En
esas ocasiones si María y Miranda permanecían calladas y no tocaban nada hasta que
se les ofreciese, podían quedarse junto a ella o entrar y salir. Había un acuerdo
tácito de que su dolor era exclusivamente suyo y ellas no debían advertirlo ni mencionarlo.
Las niñas examinaban los objetos, uno a uno, pero en sí mismos no las impresionaban.
Unas coronitas de flores y unos collares, algunos de ellos hechos con conchas perladas,
eran tan poco atractivos; un montón de plumas de avestruz rosas para el pelo estaban
tan apolillados; unos alfileres para la pechera y unas pulseras de oro y esmaltes
coloreados eran tan grandes e incómodos; unos peinecillos, pegados a unas púas muy
largas y rematados con aljófares y adornos de fantasía, eran tan absurdos. Miranda,
sin saber por qué, sentía melancolía. Le apenaba pensar que esas cosas descoloridas
–esos guantes largos amarillentos, esas zapatillas de raso deformadas, esas cintas
anchas agrietadas por donde estaban dobladas – hubiesen constituido todos los complementos
que aquellas muchachas desaparecidas tenían para arreglarse. ¿Y dónde estaban ahora
aquellas muchachas y los muchachos que llevaban esos extraños cuellos? Con sus chaquetas
abotonadas hasta muy arriba, sus corbatas abultadas, sus bigotes engominados, su
abundante pelo ondulado cuidadosamente peinado sobre la frente los muchachos parecían
aún más irreales que las chicas. ¿Quién podía habérselos tomado en serio con aquel
aspecto?
No,
a María y a Miranda les resultaba imposible sentir alguna afinidad con aquellas
personas jóvenes, sentadas con muchísima rigidez ante la cámara e irremediablemente
anticuadas, pero les atraía y les fascinaba el misterioso amor de los vivos, que
recordaban y apreciaban a esos muertos. Los restos visibles no eran nada: eran polvo,
perecederos como la carne; los rasgos grabados en el papel y el metal no eran nada,
pero su recuerdo vivo encantaba a las niñas. Todas oídos y mentes ávidas, escuchaban
y, entre los cabos sueltos de la narración, cogían un detalle de aquí o allá y lo
unían lo mejor que podían con otros fragmentos que parecían pedacitos de poesía
o de música, pues de hecho estaban relacionados con la poesía que habían oído o
leído, con la música y con el teatro.
–Dime
otra vez cómo se marchó la tía Amy cuando se casó.
–Salió
corriendo al frío gris, entró en el carruaje, se volvió, sonrió con la cara tan
pálida como la muerte y gritó: “Adiós, adiós” y, rechazando su capa, dijo: “Dadme
un vaso de vino”. Y ninguno de nosotros volvió a verla viva.
–¿Por
qué no quiso llevar su capa, prima Cora?
–Porque
no estaba enamorada, cariño.
La
ruina me ha enseñado a rumiar así; el tiempo vendrá y se llevará mi amor.
–¿Era
tan bella, tío Bill?
–Como
un ángel, niña mía.
Había
ángeles de cabellos dorados con grandes faldas azules plisadas bailando alrededor
del trono de la Santísima Virgen. Ninguno de ellos se parecía en lo más mínimo a
la tía Amy, ni tenía la clase de belleza que les habían enseñado a admirar. Había
determinados aspectos por los cuales la belleza de una persona era juzgada severamente.
Primero, una mujer bella debía ser alta; cualquiera que fuese el color de sus ojos,
el cabello debía ser oscuro, cuanto más oscuro mejor, y la piel debía ser blanca
y suave. La ligereza y la rapidez de movimientos eran puntos importantes. Una mujer
bella debía ser buena bailarina y magnífica amazona, su actitud debía ser serena
y su amable alegría debía estar moderada por la dignidad a todas horas. Y, por supuesto,
dientes y manos hermosos, pero, por encima de todo, un misterioso halo de encanto
que atraía y cautivaba los corazones. Resultaba tan emocionante como desalentador.
Durante
toda su infancia, Miranda persistió en creer, a pesar de su pequeñez, su delgadez,
su pecosa naricita respingona, sus ojos grises moteados y sus frecuentes rabietas,
que por algún milagro llegaría a convertirse en una morena alta de piel lechosa,
como la prima Isabel, y decidió que siempre llevaría un vestido de raso blanco con
cola. María, sensata de nacimiento, no se hacía ilusiones: “Nosotras vamos a salir
a la familia de mamá –dijo–. No hay vuelta de hoja, así es. Nunca seremos mujeres
bellas, siempre tendremos pecas. Y tú –le dijo a Miranda– ni siquiera tienes buen
carácter”.
Miranda
admitió la verdad y la justicia de esa afirmación tan poco amable, pero secretamente
siguió creyendo que algún día recibiría de pronto la belleza, como una herencia,
una riqueza puesta de repente en sus manos sin tener que hacer ningún mérito. Durante
bastante tiempo creyó que algún día seria como la tía Amy, no como aparecía en la
fotografía, sino como la recordaban los que la habían visto. Cuando la prima Isabel
salía con su ajustado traje de montar negro rodeada de jóvenes y montaba con gracia,
dominando su caballo con tal autoridad que le hacía cabriolear sin moverse del sitio,
bien entrenado, mientras los otros jinetes saltaban a sus sillas con el mismo sosegado
revuelo, el corazón de Miranda se encogía con un dardo de admiración, envidia y
orgullo indirecto tan agudo que casi le dolía, pero siempre había cerca un adulto
que ponía una mano sobre sus emociones para enfriarlas: “Monta casi tan bien como
Amy, ¿verdad? Pero Amy dominaba el puro estilo español y era capaz de sacar pasos
impensables a un caballo”. La joven prima Amy, camino de un baile, cruzaba el vestíbulo
vestida de tafetán blanco con volantes fruncidos, brillando como una falena a la
luz de las lámparas, con los codos pegados hacia atrás como alas, deslizándose corno
si fuese sobre patines conforme a los andares que estaban de moda en su época. Se
la consideraba la mejor bailarina en cualquier fiesta, y María, olfateando la estela
de perfume que seguía a Amy, se apretaba las manos y decía: “Oh, no puedo esperar
a ser mayor”. Pero los adultos estaban de acuerdo en que la primera Amy había sido
más ligera, más suave y delicada en su manera de bailar el vals; la joven Amy nunca
podría igualarla. La prima Molly Parrington, que había dejado muy atrás su juventud,
de hecho pertenecía a la generación anterior a la de la tía Amy, era una gran seductora.
Incluso hombres que la habían conocido toda su vida seguían cortejándola, así que
estando felizmente viuda por segunda vez, nadie dudaba de que se casaría por tercera
vez. La cuestión, comentaban los mayores, era que Amy también era animosa y poseía
un ingenio que no caía en el descaro, y añadían que no se podía decir que Molly
fuera una mujer discreta: se teñía el pelo y bromeaba acerca de ello; tenía la costumbre
de reunir a los hombres a su alrededor en un rincón para contarles historias; era
una madre desnaturalizada, cuya fea hija Eva era una solterona de más de cuarenta
años, mientras su madre seguía siendo la beldad del baile. “Nació cuando yo tenía
quince años, ¿recuerdas? –decía Molly desvergonzadamente, mirando a los ojos a un
viejo petimetre, mientras ambos recordaban que él había sido padrino en su primera
boda, cuando ella tenía más de veintiún años –. Todo el mundo decía que parecía
una niña con su muñeca.”
Eva,
tímida, sin barbilla, siempre esforzándose por cubrir dos enormes dientes con su
labio superior, se sentaba en un rincón y observaba a su madre. Parecía hambrienta,
sus ojos estaban cansados. Llevaba los vestidos viejos de su madre arreglados y
enseñaba latín en un colegio femenino. Era partidaria de conceder el voto a las
mujeres y había viajado dando discursos. Cuando su madre no estaba presente, Eva
florecía un poco, bailaba bien, sonreía enseñando todos sus dientes y era como una
plantita seca a la que se pone bajo una suave lluvia. A Molly le divertía su patito
feo: “Es una suerte para mí que mi hija sea una solterona. No es muy probable –decía
traviesa– que me haga abuela”.
Eva
se sonrojaba como si la hubiesen abofeteado.
Eva
era una mancha en la leyenda familiar, sin duda, pero las niñas sentían que pertenecía
a su mundo diario de lecciones aburridas que aprender, zapatos duros que amoldar,
franela áspera que soportar cuando hacía frío, sarampiones y expectativas frustradas.
La tía Amy pertenecía al mundo de la poesía. El romanticismo de la larga historia
de amor no correspondido del tío Gabriel por ella y su temprana muerte parecían
pertenecer a una historia de las que se encuentran en los libros antiguos: libros
de otro mundo, pero verdaderos, tales como Vita Nuova, los Sonetos de Shakespeare,
Wedding Song de Spenser y los poemas de Edgar Allan Poe. “Su espíritu atormentado
reposa ahora suavemente, olvidando o al menos sin lamentar sus rosas…”, les leyó
su padre y dijo: “Fue nuestro poeta más grande”, y ellas supieron que “nuestro”
significaba que era del sur. La tía Amy era real del mismo modo en que lo eran las
imágenes de los viejos libros de Holbein y Durero. Las niñas se tumbaban boca abajo
y se asomaban a un mundo de maravillas, volviendo las páginas gastadas que se desprendían
fácilmente, sin sorprenderse al ver a la Madre de Dios sentada en un tronco hueco
amamantando al Niño; sin cuestionar a la Muerte o al Diablo montados en los estribos
del sombrío caballero; sin poner en duda el decoro de las damas vestidas con toda
formalidad en el hogar de Tomás Moro, que según parecía sabían sentarse en el suelo
con mucha dignidad. Se perdieron todas las exposiciones de perros y de ponis y los
espectáculos de linterna mágica, pero su padre las llevó a ver Hamlet, La fierecilla
domada y Ricardo III y una obra larga y triste en la que aparecía María, la reina
de los escoceses. Miranda pensó que la espléndida dama vestida de terciopelo negro
era verdaderamente la reina de los escoceses y le dolió saber que la verdadera reina
había muerto hacía mucho tiempo y no la noche en que ella, Miranda, había estado
presente.
A
las niñas les encantaba el teatro, ese mundo de personajes más altos que los seres
humanos, que entraban majestuosamente en escena y la investían de dignidad con su
presencia, sus voces sobrehumanas y sus gestos de dioses y diosas gobernando su
universo, pero siempre había alguien que recordaba otras ocasiones más grandiosas.
La abuela había oído en su juventud a Jenny Liad y consideraba que Nellie Melba
había sido muy sobreestimada. Papá había visto a la Bernhardt, con quien no podía
compararse madame Modjeska. Cuando Paderewski tocó por primera vez en la ciudad,
acudieron primas y primos de todo el estado y salieron de casa de la abuela para
ir a escucharlo. Las niñas quedaron excluidas de ese gran acontecimiento. Compartieron
la emoción de la salida y el hermoso momento del regreso, cuando los primos estaban
de pie en grupos, con tazas de café y copas en la mano, hablando en voz baja, impresionados
y felices. Las niñas, excitadas por la sensación de un gran acontecimiento, rondaban
por allí en camisón sin dejar de escuchar, hasta que alguien se fijó en ellas y
las alejó del dulce mundo de toda esa gloria. Un anciano caballero, sin embargo,
había oído a Rubinstein con frecuencia. No podía por menos de pensar que Rubinstein
había alcanzado las más altas cimas de la interpretación musical y, para él, Paderewski
había sido una pequeña decepción. Las niñas oyeron que continuaba murmurando, con
una mano levantada, dando palmaditas en el aire como si pidiera silencio. Los demás
le miraban y le escuchaban sin que sus palabras alteraran sus estados de ánimo,
tan seguros y fascinados estaban. Ellos no habían oído nunca a Rubinstein; ellos
habían oído, hacía una hora, a Paderewski, y ¿qué necesidad había de recordar el
pasado? Miranda, mientras se la llevaban a la fuerza, comprendiendo a medias al
anciano caballero, le odió. Se sentía como si ella también hubiera escuchado a Paderewski.
De
manera que no solo había una vida después de esta, sino que también había otra vida
en este mundo; tales episodios les confirmaban a las niñas la nobleza de los sentimientos
humanos, la divinidad de la visión del hombre de lo nunca visto, la importancia
de la vida y la muerte, las profundidades del corazón humano, el valor romántico
de la tragedia. La prima Eva, en una visita, tratando de que se interesaran por
el estudio del latín, les contó la historia de John Wilkes Booth, quien, elegantemente
ataviado con una larga capa negra, había saltado al escenario después de asesinar
al presidente Lincoln. Sic semper tyrannis, había declarado de manera espléndida
a pesar de su pierna fracturada. Las niñas nunca dudaron de que había sucedido exactamente
así y la moraleja parecía ser que uno siempre debía saber latín o, por lo menos,
haber memorizado una buena cita de poesía clásica para recurrir a ella en los momentos
trascendentales o desesperados. La prima Eva les recordó que nadie, ni siquiera
un buen sudista, podía aprobar la acción de John Wilkes Booth. Después de todo era
un asesinato. No debían olvidarlo, pero Miranda, acostumbrada a la tragedia en los
libros y en las leyendas familiares –dos tíos abuelos se habían suicidado y una
antepasada remota se había vuelto loca de amor–, consideró que sin el asesinato
no habría tenido sentido vestirse elegantemente y saltar al escenario declamando
en latín, así que ¿cómo podía condenar aquella acción? Era una hermosa historia.
Ella conocía a un caballero anciano, lejanamente emparentado con ellos, que había
sido admirador del arte de Booth y le había visto en numerosas obras, pero no, por
desgracia, en su momento culminante. Miranda lo lamentaba mucho; habría sido estupendo
contar con la historia del asesinato de Lincoln en la familia.
El
tío Gabriel, que había amado a la tía Amy tan desesperadamente, todavía vivía, pero
Miranda y María no le habían visto nunca. Se había marchado lejos, muy lejos, después
de la muerte de su amada. Todavía poseía caballos de carreras que competían en los
mejores hipódromos del país, y Miranda pensaba que no podía haber ninguna otra profesión
con tanto brillo. Se había casado de nuevo, bastante pronto, y le había escrito
a la abuela pidiéndole que aceptase a su nueva esposa como una hija en lugar de
Amy. La abuela le contestó con frialdad, aceptando a su nueva nuera e invitándoles
a que la visitaran, pero por alguna razón el tío Gabriel nunca había aparecido con
su esposa. Harry les había hecho una visita en Nueva Orleans y había informado de
que su segunda mujer era una chica rubia, bien parecida y educada que sin duda sería
una buena esposa para Gabriel. No obstante, el tío Gabriel tenía el corazón roto.
Una vez al año, fielmente, escribía una carta a alguien de la familia mandándole
dinero para que comprase una corona para la tumba de Amy. Había escrito un poema
para su lápida y había viajado a la ciudad, dejando a su segunda mujer en Atlanta,
para asegurarse de que fuese bien tallado. Nunca pudo explicar cómo había escrito
aquel poema, pues desde que salió del colegio nunca había intentado escribir una
sola rima. Sin embargo, un día, cuando estaba pensando en Amy, se le ocurrió el
verso de repente. María y Miranda lo habían leído impreso en oro sobre una tarjeta
de luto. El tío Gabriel había enviado muchas para que se repartiesen entre la familia.
Vive de nuevo la que sufrió la vida,
luego sufrió la muerte y ahora, liberada,
un ángel cantor, olvida
las penas de la vieja mortalidad.
–¿De
veras ella cantaba? –le preguntó María a su padre.
–¿Y
eso qué tiene que ver? –preguntó él–. Es un poema.
–Creo
que es muy bonito –dijo Miranda, impresionada.
El
tío Gabriel era primo segundo de su padre y de la tía Amy. Así que sentía mucho
la poesía. –No está mal para ser una poesía destinada a una lápida –dijo su padre–,
pero debería ser mejor. El tío Gabriel había esperado cinco años para casarse con
la tía Amy. Ella había estado enferma, pues era delicada del pecho; se comprometió
dos veces con otros jóvenes y rompió los compromisos sin ningún motivo, riéndose
de los consejos de algunas personas mayores y más bondadosas que consideraban muy
caprichoso por su parte no corresponder a la proposición de un joven tan apuesto
y romántico como Gabriel, que además era primo segundo suyo; no sería como casarse
con un extraño. Se decía que su frialdad había empujado a Gabriel a una vida irregular
e incluso a la bebida. El abuelo de Gabriel era rico y Gabriel era su preferido;
en una ocasión acudieron juntos a las carreras de caballos y Gabriel había gritado:
“Por Dios Santo, he de tener algo”. Como si no tuviese ya todo: juventud, salud,
apostura, perspectivas de riqueza y una familia cariñosa. Su abuelo le acusó de
ser un verdadero desagradecido y de dar muestras de ser además un manirroto.
–Usted
tenía caballos de carreras e hizo algo bueno de ellos –dijo Gabriel.
–Mi
supervivencia nunca dependió de ellos –contestó su abuelo.
Gabriel
escribía canas a Amy contándole aquel episodio y otros muchos desde Saratoga, desde
Kentucky y desde Nueva Orleans; le enviaba regalos, flores empaquetadas con hielo
y telegramas. Los regalos eran divertidos: una enorme jaula llena de periquitos
verdes o, como adorno para el pelo, una rosa abierta de esmalte con gotas de rocío
de vidrio y una mariposa esmaltada en vivos colores, suspendida de un alambre de
oro, temblorosa sobre ella, pero los telegramas siempre asustaban a su madre, y
las flores, después de un viaje en tren y luego en diligencia por todo el país,
llegaban muy estropeadas. Enviaba rosas cuando la rosaleda de casa estaba en pleno
esplendor. Amy no podía contener una sonrisa, aunque su madre insistía en que era
un gesto conmovedor y cariñoso por parte de Gabriel. Así le demostraba a Amy que
estaba siempre en sus pensamientos.
“Este
no es lugar para mí”, decía Amy, pero tenía una forma de hablar, un tono de voz,
que hacía imposible descubrir lo que quería decir. Siempre cabía la posibilidad
de que estuviese hablando en serio. Y no respondía a las preguntas.
–El
traje de novia de Amy –dijo la abuela desplegando una inmensa capa de terciopelo
color tórtola, extendiendo a su lado un vestido de muaré gris plata y un sombrerito
de terciopelo gris con plumas rojo oscuro.
La
prima Isabel, la beldad, estaba sentada con ella. Hablaban entre sí y Miranda podía
escucharlas si quería.
–No
quiso ir de blanco ni llevar velo –dijo la abuela–. No pude oponerme porque había
dicho que mis hijas llevarían exactamente el vestido de novia que deseasen, pero
Amy me sorprendió. “¿Qué aspecto tendría vestida de raso blanco?”, nos preguntó.
Es cierto que era pálida, pero habría parecido un ángel y todos se lo dijimos. “Si
lo deseo iré de luto –dijo–, es mi funeral, ya lo sabéis.” Le recordé que Lou y
tu madre habían ido de blanco y con velo y que me complacería que todas mis hijas
fuesen igual. Amy dijo: “Lou e Isabel no son como yo”, pero no conseguí que me explicase
qué quería decir con ello. Un día, cuando estaba enferma, me dijo: “Mami, no estaré
mucho en este mundo”, pero no parecía decirlo en serio. Yo le contesté: “Si al menos
fueses sensata podrías vivir tanto como cualquiera”. “Ese es todo el problema –dijo
Amy–. Siento pena por Gabriel: no sabe lo que se está buscando.”
“Traté
de decirle una vez más –siguió diciendo la abuela– que el matrimonio y los hijos
la curarían de todos sus males. “Todas las mujeres de nuestra familia son delicadas
de salud en su juventud. A tu edad nadie confiaba en que yo pudiese vivir un año
más. Padecía clorosis y todo el mundo sabía que solo había un remedio.” “Aunque
viva cien años y me ponga tan verde como la hierba –dijo Amy–, seguiré sin querer
casarme con Gabriel.” Así que le dije muy seriamente que si de verdad era eso lo
que sentía, no debía casarse con él, debía decírselo a Gabriel de una vez por todas
y romper. Él acabaría superándolo. “Ya se lo he dicho y ya he roto con él dijo Amy–,
pero no me escucha.” Las dos nos reímos y le dije que las chicas jóvenes encontraban
cien maneras de negar que deseaban casarse y mil más para poner a prueba su poder
sobre los hombres, pero ella ya había jugado bastante y ya era hora de que fuese
completamente sincera y tomara una decisión. En cuanto a mí –dijo la abuela–, deseaba
con todo mi corazón casarme con tu abuelo y, si él no me lo hubiese pedido, con
toda seguridad se lo habría pedido yo. Amy insistió en que no podía imaginarse deseando
casarse con nadie. Sería una simpática solterona como Eva Parrington, dijo, porque
ya entonces estaba bastante claro que Eva había nacido para solterona. Harry dijo:
“Oh, Eva, Eva no tiene barbilla, ese es su problema. Si no tuvieses barbilla, Amy,
estarías en el mismo apuro que Eva, sin duda”. Tu tío Bill decía: “Cuando las mujeres
no tienen ninguna otra cosa, se agarran a un voto como consuelo, un compañero de
cama muy delgado”. “Lo que realmente necesito es una buena pareja de baile que me
guíe por la vida –dijo Amy–: ese es el casamiento que estoy buscando.” Era inútil
tratar de hablar en serio con ella.
Sus
hermanos la recordaban con ternura como una chica sensata. Después de escuchar los
comentarios acerca de su carácter y sus costumbres, María llegó a la conclusión
de que la consideraban sensata porque les pedía consejo acerca de su aspecto cuando
iba a salir a bailar. Si ellos encontraban algún defecto, ella se cambiaba el vestido
o el peinado hasta que les agradaba su aspecto y ella les decía: “Eres un ángel
por no dejar que tu pobre hermana salga hecha un mamarracho”. Pero a su padre y
a Gabriel no les hacía caso. Si Gabriel alababa el vestido que llevaba era capaz
de desaparecer y volver con otro puesto. Él amaba su largo cabello negro y, una
vez, alzándolo de la almohada cuando ella estaba enferma dijo: “Me encanta tu pelo,
Amy, es el más hermoso del mundo”. Cuando volvió a visitarla, la encontró con el
pelo cortito y rizado, pegado a la cabeza. Se quedó horrorizado, como si ella se
hubiese mutilado por terquedad. Ella se negó a dejárselo crecer de nuevo, ni siquiera
para complacer a sus hermanos. La fotografía colgada en la pared se la hizo en aquella
época para mandársela a Gabriel, quien se la devolvió sin una palabra. Aquella reacción
le encantó e hizo enmarcar la fotografia. Había unos finos garabatos en una esquina:
“Para mi querido hermano Harry, a quien sí le gusta mi pelo corto”.
Aquella
dedicatoria era una maliciosa alusión a un escándalo muy grave. Las niñas solían
mirar a su padre, preguntándose qué habría sucedido si realmente le hubiese dado
al joven a quien disparó. Se creía que el joven había besado a la tía Amy, cuando
no estaban prometidos en absoluto. El tío Gabriel se enfrentaría en duelo con el
joven, pero papá llegó primero. Era un padre amable, normal y corriente, que sentaba
a sus hijas sobre sus rodillas si estaban bien vestidas y se portaban bien, y las
apartaba si no tenían el pelo recién peinado y las uñas bien restregadas. “Marchaos,
me avergonzáis”, decía sin alterarse. Se fijaba en si llevaban las costuras de las
medias torcidas. Las obligaba a lavarse los dientes con una repulsiva mezcla de
tiza preparada, polvo de carbón y sal. Cuando se comportaban como estúpidas no soportaba
verlas. Ellas comprendían vagamente que todo eso era por su propio bien pero, cuando
les goteaba la nariz a causa de un catarro, les recetaba deliciosos ponches calientes
y se encargaba de que se los diesen. Siempre estaba confiando en que al crecer no
fuesen tan tontas como le parecían de vez en cuando y tenía una desconcertante manera
de preguntar “¿Cómo lo sabes?” cuando hacían afirmaciones dogmáticas olvidando su
presencia. Siempre resultaba muy embarazoso responder que no tenían ni idea y que
repetían algo que habían oído. Eso hacía difícil la conversación con él, porque
les ponía trampas y caían en ellas, pero llegaron a considerar muy importante que
su padre no las creyese bobas. Bien, una vez ese mismo padre había escapado a México
y se había quedado allí casi un año, porque le había disparado un tiro a un hombre
con quien la tía Amy había coqueteado en un baile. Había estado muy mal por su parte,
porque debería haber desafiado a aquel hombre a un duelo, como había hecho el tío
Gabriel, pero en lugar de eso, él simplemente le disparó, lo que era de pésima educación.
Había montado un gran escándalo en toda la población y casi había provocado que
la relación entre la tía Amy y el tío Gabriel se rompiese para siempre. El tío Gabriel
insistía en que el joven había besado a la tía Amy y la tía Amy insistía en que
el joven únicamente le había hecho un cumplido sobre su cabello.
Durante
las vacaciones del Martes de Carnaval se celebraría un gran baile de disfraces.
Harry iría vestido de torero porque su novia, Mariana, tenía una mantilla de encaje
negro nueva y una peineta alta que le había regalado de México. Mafia y Miranda
habían visto una fotografía de su madre con ese vestido. Su preciosa cara sin pizca
de coquetería miraba con expresión grave bajo una tremenda cascada de encaje que
caía desde la cima de la peineta, con una rosa firmemente sujeta sobre una oreja.
Amy copió su disfraz de una pequeña pastora de porcelana de Dresde que había en
la repisa de la chimenea de la sala: una copia cuidadosa con sombrero de cintas,
cayado dorado, corpiño de cordones muy escotado, faldas cortas recogidas, zapatillas
verdes y todo lo demás. Lo llevaba con un antifaz negro, pero no le funcionaba como
disfraz. “Se podía reconocer a Amy a cualquier distancia”, dijo papá. Gabriel, que
medía un metro ochenta y ocho, se había vestido para hacer pareja con ella y era
todo un espectáculo con unos pantalones de raso azul pálido hasta la rodilla y una
peluca de rizos rubios con una cinta. “Se sentía ridículo y sin duda lo estaba –dijo
el tío Bill– y se portó de un modo ridículo antes de que acabara la noche.”
Todo
fue de maravilla hasta que el grupo se reunió en las escaleras para ir al baile.
El padre de Amy –debía haber nacido abuelo, pensó Miranda–echó una ojeada a su hija
y al ver aquellos blancos tobillos brillantes, los senos casi al aire y dos chapetas
redondas de colorete en sus mejillas, enloqueció por semejante ofensa contra el
decoro.
–Es
vergonzoso –declaró en voz muy alta–. Y ninguna de mis hijas se exhibirá con semejante
vestimenta. Es obscena –tronó–. ¡Obscena!
Amy
se había quitado el antifaz para sonreírle.
–¿Por
qué, papá –dijo con mucha dulzura–, qué tiene de malo? Mira en la repisa de la chimenea.
Siempre ha estado allí y tú nunca te has escandalizado.
–Hay
una gran diferencia –dijo su padre–, toda la diferen¬cia del mundo, jovencita, y
tú lo sabes. Sube ahora mismo, ciérrate ese corpiño con unos alfileres y suéltate
esas faldas hasta un largo decente antes de salir de esta casa. ¡Y lávate la cara!
–No
veo nada de malo en ese disfraz –dijo la madre de Amy con firmeza– y tú no deberías
usar semejante lenguaje delante de muchachas inocentes.
Ella
y Amy se sentaron y, con la ayuda de varias sirvientas, resolvieron el asunto rápidamente.
Amy regresó a los diez minutos, con la cara lavada, el escote cubierto con un encaje
y la falda de pastora barriendo pudorosa la alfombra a su paso.
Cuando
Amy salió del tocador para su primer baile con Gabriel, el encaje había desaparecido
del corpiño, las faldas estaban arremangadas incluso con más atrevimiento que antes
y las chapetas en sus mejillas parecían granadas.
–Dime
la verdad, Gabriel, ¿no habría sido una pena estropear mi disfraz?
Gabriel,
encantado de que le pidiera su opinión, declaró que era perfecto. Coincidieron,
mostrándose amablemente tolerantes, en que los viejos solían resultar molestos,
pero no había necesidad de disgustarles desobedeciéndolos abiertamente, pues habiendo
perdido la juventud, ¿qué razón tenían para vivir?
Harry,
mientras bailaba con Mariana, que movía con habilidad su pesada cola en torno a
sí en cada vuelta del vals, empezó a inquietarse por su hermana Amy; estaba cosechando
demasiado éxito. Veía a los jóvenes cruzar la pista en línea recta con los ojos
fijos en aquellos tobillos de seda blanca. A algunos de los jóvenes no los conocía
en absoluto, pero a otros los conocía demasiado bien y no podía aprobarlos para
su hermana. Gabriel, incómodo con su atuendo pastoril de raso y tocado con una peluca,
permanecía de pie sosteniendo su cayado con cintas como si le hubiesen salido espinas.
Apenas bailó con Amy, no disfrutaba bailando con nadie más y estaba pasando un rato
horrible.
Ya
tarde, solo, disfrazado de Jean Lafitte, apareció un joven caballero criollo que
hacía dos años había estado prometido con Amy durante algún tiempo. Con la actitud
de un enamorado feliz fue derecho hacia ella y le dijo lo bastante fuerte para que
todos los que estaban cerca le oyesen:
–He
venido únicamente porque sabía que estabas aquí. Solo quiero bailar contigo y luego
me iré.
–¡Raymond!
–gritó Amy mostrándose tan encantada como si se dirigiera a un amante.
Bailó
cuatro piezas con él y después abandonó la pista cogida de su brazo.
Harry
y Mariana, vestidos con los típicos disfraces pintorescos, irreprochablemente comprometidos,
a salvo en su felicidad, bailaban lentamente su canción favorita, la melancólica
despedida del rey moro al abandonar Granada. Se cantaban en un susurro el uno al
otro, en su vacilante español, una canción de amor y despedida y esa punzada de
dolor que dejan en el corazón sensible todos los demás seres perdidos y desheredados:
“Oh, mansión de amor, mi paraíso terrenal… que nunca volveré a ver… ¿Adónde vuela
la pobre golondrina, cansada y sin hogar, buscando cobijo donde no hay cobijo? Yo
también estoy lejos de casa y no puedo volar… Ven a mi corazón, dulce pájaro, amado
peregrino, haz tu nido cerca de mi lecho, deja que escuche tu canto y llore por
mi perdida tierra de alegría…”.
En
medio de esta dicha irrumpió Gabriel. Se había deshecho de su cayado de pastor y
llevaba la peluca en la mano. Quería hablar con Harry inmediatamente y, antes de
que Mariana supiese lo que estaba ocurriendo, se encontró sentada al lado de su
madre y los dos jóvenes se habían ido emocionados. Esperando, preocupada y disgustada,
le sonrió a Amy, quien pasó bailando un vals con un joven vestido de diablo de arriba
abajo: unas pezuñas escarlata que no le ajustaban bien. Casi enseguida volvieron
Harry y Gabriel con el semblante serio, Harry entró en la pista de baile y regresó
con Amy. Les dijo a las muchachas y a sus carabinas que tenían que llevarlas a casa
de inmediato. Todo era muy misterioso y repentino, y Harry le dijo a Mariana: “Ya
te contaré lo que está ocurriendo, pero ahora no…”.
De
ese desgraciado incidente la abuela solo recordaba que Gabriel llevó a Amy a casa
y que Harry llegó algo después. Los otros miembros del grupo fueron llegando a distintas
horas, así que la historia se fue reconstruyendo progresivamente. Amy estaba silenciosa
y, como descubrió su madre más tarde, ardiendo de fiebre. “Vi enseguida que algo
iba muy mal. “¿Qué ha pasado, Amy?” “Oh, Harry va por ahí disparándole a la gente
en las fiestas”, dijo ella, sentándose como si estuviera agotada. “Ha sido por ti,
Amy”, dijo Gabriel. “Oh, no, no lo fue”, dijo Amy. “No le creas, mami.” Así que
yo les dije: “Basta ya. Dime lo que ha sucedido, Amy”. Y Amy me dijo: “Mami, la
cosa fue así. Vino Raymond y ya sabes que Raymond me gusta y es buen bailarín. Así
que bailamos juntos, tal vez, demasiado. Luego salimos a la galería para tomar el
aire y nos quedamos allí. Él dijo: ’Qué bonito tienes el pelo, me gusta este nuevo
estilo corto’ –le lanzó una mirada a Gabriel–. Y luego vino otro joven y me dijo:
‘La he estado buscando por todas partes. Este es nuestro baile, ¿no?’. Y entré a
bailar. Y por lo que parece Gabriel salió enseguida y desafió a Raymond a un duelo
por alguna razón, pero Harry no se esperó. Raymond ya había salido a pedir su caballo,
supongo que uno no se bate en duelo disfrazado –dijo mirando a Gabriel, quien se
encogió dentro de su traje pastoril de raso azul– y Harry simplemente fue y le disparó.
Creo que no ha sido razonable”, dijo Amy.”
Su
madre coincidió en que sin duda alguna no había sido razonable, ni siquiera decente,
así que no podía imaginar qué le había pasado a su hijo Harry para que actuara así.
–Esa
no es manera de defender el honor de tu hermana –le dijo más tarde.
–No
quería que Gabriel se batiese en duelo –contestó Harry–, pues eso tampoco habría
sido muy conveniente.
Gabriel
se había quedado de pie al lado de Amy, volcado sobre ella, preguntándole una vez
más lo mismo que al parecer le había preguntado durante todo el camino de vuelta
a casa.
–¿Te
besó, Amy?
Amy
se quitó el sombrero de pastora y se echó el pelo hacia atrás.
–Puede
que sí –contestó– y puede que yo lo deseara.
–Amy,
no debes decir esas cosas –dijo su madre–. Responde a la pregunta de Gabriel.
–No
tiene derecho a hacerla –contestó Amy, pero no parecía enfadada.
–¿Le
amas, Amy? –preguntó Gabriel, con el sudor humedeciéndole la frente.
–Eso
no importa –contestó Amy, recostándose en su butaca.
–Oh,
sí importa, importa muchísimo –dijo Gabriel–. Debes contestarme.
Le
cogió ambas manos y trató de retenerlas. Ella las retiró con firmeza, de modo que
él tuvo que soltarlas.
–Déjala
en paz, Gabriel –dijo la madre de Amy–. Será mejor que te vayas ahora. Todos estamos
cansados. Ya hablaremos de esto mañana.
Ayudó
a Amy a desnudarse y se fijó en el corpiño sin encajes y la falda acortada.
–No
deberías haberlo hecho, Amy. No ha sido nada sensato por tu parte. Estaba mejor
de la otra manera.
–Mami,
estoy harta de este mundo. No me gusta nada de lo que hay en él. Es tan aburrido
–dijo, y por un momento pareció que iba a echarse a llorar.
Nunca
había sido llorona, ni siquiera de niña, y su madre se alarmó. Fue entonces cuando
descubrió que Amy tenía fiebre.
–Gabriel
es aburrido, mamá, se enfurruña –dijo–. Le he visto enfurruñado cada vez que nos
hemos cruzado. Lo estropea todo. Oh, quiero dormir.
Su
madre se quedó sentada mirándola y preguntándose cómo había podido traer al mundo
una criatura tan bella.
–Mientras
dormía –dijo su madre– su cara era angelical.
Durante
aquella noche febril, el duelo previsto entre Gabriel y Raymond fue impedido por
el buen hacer de los amigos de ambos contendientes. Quedaba abierta la cuestión
del impulsivo disparo de Harry, un problema que no era tan fácil de resolver. Raymond
parecía vengativo al respecto y podría causar dificultades. Harry, siguiendo los
consejos de Gabriel, de sus hermanos y de sus amigos, decidió que el mejor modo
de evitar mayor escándalo era desaparecer durante una temporada. En cuanto lo decidió,
los jóvenes regresaron al amanecer, ensillaron el mejor caballo de Harry y le ayudaron
a meter unas cuantas cosas en la bolsa; acompañado por Gabriel y Bill, Harry se
dirigió hacia la frontera con bastante buen humor aventurero.
Amy,
que había despertado por el jaleo de la casa, descubrió el plan. Cinco minutos después
de que se fueran, bajó con traje de montar, hizo ensillar su propio caballo y partió
tras ellos. Como cabalgaba casi todas las mañanas, encontraron su nota antes de
que sus padres hubieran tenido tiempo de inquietarse por su prolongada ausencia.
Lo
que amenazaba con ser una tragedia se convirtió en una simple travesura. Amy cabalgó
hasta la frontera, se despidió de su hermano con un beso y regresó con Bill y Gabriel.
Era un viaje de tres días y, cuando llegaron, fue preciso desmontar a Amy cogiéndola
en brazos. Había caído enferma de verdad, pero estaba de muy buen humor. Su madre
y su padre habían estado dispuestos a mostrarse severos con ella, pero al verla
sus sentimientos cambiaron. Se volvieron hacia Bill y Gabriel.
–¿Por
qué le habéis permitido que hiciera esto? –preguntaron.
–Ustedes
saben que no pudimos impedírselo –dijo Gabriel–, ¡y ha disfrutado tanto!
Amy
se rio.
–Mami,
fue fantástico, el viaje más encantador que he hecho nunca. Y si voy a ser la heroína
de esta novela, ¿por qué no sacarle el mayor partido posible?
El
escándalo, dedujeron María y Miranda, había sido notable. Amy sencillamente se metió
en la cama y permaneció en ella sin moverse y Harry continuó huido tan contento
a la espera de que el asunto quedase olvidado. El resto de la familia tenía que
recibir visitas, escribir canas, ir a la iglesia, devolver visitas y soportar todo
el peso, como ellos decían. Vivían en su pequeño mundo a la luz crepuscular del
escándalo, manteniendo la rigidez y padeciendo la misma tensión como si todos sus
nervios arrancaran de un centro común. Ese centro había recibido un duro golpe y
toda la familia se estremeció tanto que la tensión llegó hasta los más remotos lugares
de Kentucky. Desde allí, a su debido tiempo, la bisabuela Sally Rhea le dirigió
una carta a “Mifs Amy Rhea”. En una tinta de un marrón intenso que parecía sangre
seca, con una letra de patas de araña cargada de símbolos y abreviaturas arcaicos,
la tía bisabuela Sally informaba a Amy de que estaba convencida de que esa calamidad
era solamente el anuncio de una serie de desgracias con que Dios Todopoderoso castigaría
muy pronto a una raza ya condenada por su propia maldad, una advertencia de que
el tiempo del hombre era breve y de que todos debían prepararse para el fin del
mundo. Por lo que a ella se refería, hacía mucho tiempo que lo esperaba, estaba
totalmente resignada a la perspectiva de reunirse con su creador, y Amy, al igual
que su malvado hermano Harry, debía ponerse en manos de Dios y prepararse para lo
peor. “Oh, mi querida y desdichada joven pariente –decía la tía bisabuela Sally–,
en nuestra adversidad debemos unir nuestras manos y presentarnos ante el pavoroso
trono del juicio como una familia unida, y si falta una oveja del rebaño, ¿qué dirá
Jesús?”
La
trayectoria religiosa de la tía bisabuela Sally se había convertido en una divertida
leyenda. Había abandonado su formación católica por un joven cuyos familiares eran
presbiterianos de Cumberland. Sin embargo, incapaz de aceptar sus opiniones, se
había convertido al baptismo intransigente, una secta tan aborrecible para la familia
de su marido como podía ser el catolicismo. Escudándose en su fe, durante toda su
vida se había permitido toda clase de perversos martirios; como comentaba Harry:
“La religión le puso garras a la tía Sally y le dio un poste donde afilárselas”.
Había derrotado y sobrevivido a toda su generación, pero no los echaba de menos.
Acosaba sin cesar a la segunda generación y estaba comenzando ávidamente a hacer
de las suyas con la tercera.
Amy,
leyendo esa carta, estalló con esa alegre risa suya que siempre contagiaba a quienes
la rodeaban, incluso antes de saber la razón de esa risa, y hasta sus periquitos
verdes se removieron en su jaula y la miraron solemnemente.
–Imaginaos
que nos tocase un banco en el cielo al lado de la tía Sally dijo–. Menuda perspectiva.
–No
te rías tan pronto –dijo su padre–. El cielo está hecho a la medida de la tía Sally.
Allí estará en su propio terreno.
–Por
todos mis pecados –dijo Amy– tendré que ir al cielo con la tía Sally.
Durante
el incómodo período de la ausencia de Hany, Amy continuó negándose a casarse con
Gabriel. Su madre oía sus voces en un interminable coloquio durante muchos y largos
días. Una tarde Gabriel salió de la habitación con una expresión muy grave y desanimada.
Se quedó de pie mirando a la madre de Amy, que estaba sentada cosiendo, y le dijo:
“Creo que todo ha terminado, creo que Amy no me aceptará nunca”. La abuela siempre
contaba después: “Nunca me compadecí de nadie tanto como del pobre Gabriel en ese
momento, pero le dije muy firmemente: “Entonces, déjala en paz, está enferma”. Así
que Gabriel se fue y Amy no supo nada de él durante más de un mes.
Al
día siguiente de que Gabriel se despidiera, Amy se levantó con un aspecto muy saludable,
salió de caza con sus hermanos Bill y Stephen, se compró una capa de terciopelo,
fue a que le cortaran y le rizaran el pelo otra vez y escribió largas cartas a Harry,
que disfrutaba de un exilio sumamente placentero en Ciudad de México.
Después
de bailar durante horas tres noches en una semana, una mañana se despertó con una
hemorragia. Pareció asustarse y pidió que llamaran al médico, prometiendo hacer
lo que él prescribiera. Durante unos días estuvo muy callada, leyendo. Preguntó
por Gabriel. Nadie sabía dónde estaba.
–Deberías
escribirle una carta. Su madre se la haría llegar.
–Oh,
no –dijo–. Echo de menos verle entrar con su cara agria. Las cartas no sirven de
nada.
Gabriel
entró, solo unos días después, con una cara muy agria y noticias desagradables.
Su abuelo había muerto después de un día de agonía. En su lecho de muerte, en nombre
de Dios, estando en su sano juicio, había desheredado a su nieto favorito, Gabriel,
dejándole un dólar. “En nombre de Dios, Amy –dijo Gabriel–, el viejo diablo me ha
arruinado con una sola frase.”
Lo
que le había amargado fue la conducta de sus parientes cercanos ante ese asunto;
apenas pudieron ocultar su satisfacción. Habían conocido y envidiado las justas
y bien fundadas expectativas de Gabriel. Ninguno de ellos se ofreció a hacer una
donación, ni siquiera se les ocurrió reparar ese acto de venganza senil de última
hora. En el fondo bendecían su buena suerte.
–Me
ha desheredado con un dólar –dijo Gabriel– y ellos se alegran. Creo que les parece
que de alguna forma justifican todas las críticas que me han ido lanzando. Así creen
que siempre tuvieron razón cuando opinaban sobre mí. Soy un pariente pobre que no
vale nada. Dios, me gustaría que los vieses.
–Me
pregunto cómo vas a poder mantener a una esposa ahora –dijo Amy.
–Oh,
no es tan grave. Si tú quisieras, Amy… –dijo Gabriel.
–Gabriel,
si nos casamos enseguida tendremos el tiempo justo para estar en Nueva Orleans para
el Martes de Carnaval. Si esperamos hasta después de Cuaresma, tal vez sea demasiado
tarde.
–¿Por
qué, Amy? –dijo Gabriel–. ¿Cómo podría ser demasiado tarde?
–Podrías
cambiar de opinión –dijo Amy–. Ya sabes lo voluble que eres.
En
los cientos de paquetes de cartas de la abuela que María y Miranda leyeron cuando
ya eran adultas, destacaban dos cartas; una de ellas era de Amy y estaba fechada
diez días después de su boda.
Querida mamá:
Nueva Orleans no ha cambiado tanto como he
cambiado yo desde la última vez que nos vimos. Ahora soy una mujer casada muy seria,
y Gabriel es muy cariñoso y amable. Candilejas ganó una carrera ayer, era la favorita
y fue maravilloso. Voy a las carreras todos los días y nuestros caballos se están
portando estupendamente; me dio a elegir entre Erin Go Bragh o Miss Lucy, y elegí
a Miss Lucy. Ahora es mía y corre como un rayo. Gabriel dice que cometí una equivocación.
Din Go Bragh vivirá más. Yo creo que Miss Lucy vivirá tanto como yo.
Lo estamos pasando muy bien. Voy a disfrazarme
con un dominó y salir a la calle con Gabriel el Martes de Carnaval. Estoy cansada
de ver el carnaval desde un balcón.
Gabriel dice que es peligroso. Dice que si
insisto me llevará, pero lo dudo. Mamá. él es muy bueno. No te preocupes por mí.
Tengo un precioso vestido de terciopelo negro y rosa para el baile de Proles. Madame,
mi suegra, me preguntó si no era un poco ostentoso. Le dije que eso esperaba, de
lo contrario me habrían estafado. El corpiño se ajusta perfectamente y es muy escotado
por los hombros – papá no lo aprobaría y la falda va sujeta en ondas con una cinta
plateada ancha entre la cintura y las rodillas y luego se abulta y lleva un enorme
recogido en la espalda con una cola de solo un metro. Ahora tengo una cintura de
cincuenta y cinco centímetros, gracias a madame Duré. Espero que sea tan ostentoso
que a mi suegra le dé un ataque. Le dan ataques a menudo. Gabriel os manda muchos
recuerdos. Por favor cuidad bien a Graylie y a Piddler. Quiero volver a montarlos
cuando regrese a casa. Nos vamos a Saratoga, no sé exactamente cuándo. Dad a todo
el mundo un fuerte abrazo de mi parte. Aquí llueve todo el tiempo, por supuesto…
P.D. Mamá, en cuanto tenga un minuto para
mí misma, voy a sentir muchísima nostalgia. Adiós, querida mamá.
La
otra carta era de la enfermera de Amy, fechada seis semanas después de su boda con
Gabriel.
Le corté el mechón de pelo porque estaba segura de que a ustedes
les gustaría tenerlo. Y no quiero que piensen que fui descuidada dejando su medicina
donde ella pudiera cogerla, el médico ya les ha escrito explicándolo. No le habría
hecho ningún daño si no fuera porque tenía el corazón débil. Ella no sabía cuánto
tomaba, solía decirme que una más de esas capsulitas no le haría ningún daño y yo
le decía que tuviese cuidado y que no tomase nada más que lo que yo le daba. Me
las pedía a veces, pero yo solo le daba lo que el médico ordenaba. Dormí durante
la noche porque no parecía que estuviese tan enferma y el médico no me mandó que
la velase. Por favor, acepten mi pésame por su gran pérdida y, por favor, no piensen
que nadie fue descuidado con su querida hija. Sufrió mucho y ahora descansa. No
podía recuperarse, pero quizá podía haber vivido más. Suya respetuosamente…
Esas
cartas y todos sus extraños recuerdos estuvieron guardados y olvidados durante muchísimos
años. Parecía que no hubiese lugar para ellos en el mundo.
Segunda
parte: 1904
Durante las vacaciones
en la granja de su abuela, María y Miranda, que leían con la misma naturalidad y
constancia con la que los ponis pastan y, en buena medida, con el mismo placer,
habían encontrado por una feliz casualidad un material de lectura prohibido que,
sin duda, algún primo protestante había dejado allí con propósito misionero. Si
su finalidad era el placer, cayó en las mejores manos; impreso con mala letra en
papel poroso y adornado con borrosas ilustraciones, aquel material emocionó sobremanera
a las niñas precisamente porque no entendían nada en absoluto. Los cuentos trataban
de bellas pero desgraciadas doncellas que, por misteriosas razones, habían sido
engañadas por monjas y curas en horrenda connivencia; entonces eran “confinadas”
en conventos, donde las obligaban a tomar el velo –un espantoso rito durante el
cual las víctimas chillaban muchísimo– y quedaban condenadas para siempre a una
existencia sumamente desagradable y desordenada. Parecía que dividían su tiempo
entre estar encadenadas en oscuras celdas y ayudar a otras monjas a enterrar a recién
nacidos estrangulados bajo piedras en mazmorras polvorientas e infestadas de ratas.
¡Confinadas!
Era la palabra que María y Miranda habían necesitado siempre para describir su situación
en el convento del Niño Jesús, en Nueva Orleans, donde pasaban los largos inviernos
tratando de salvarse de aquella educación. En el Niño Jesús no había mazmorras,
y esa era solo una de las numerosas y notables diferencias entre la vida conventual
que María y Miranda conocían y la emocionante versión en rústica. Sabían que los
cuentos no tenían por qué coincidir con la vida, así que ni siquiera intentaron
buscar semejanzas: hacía mucho tiempo que habían aprendido a trazar la línea divisoria
entre la vida, que era real y seria, cuyo objetivo no era la tumba; la poesía, que
era verdad pero no era real, y los cuentos o las lecturas prohibidos, donde las
cosas sucedían como en ninguna otra parte, con la mayor intrascendencia e improbabilidad
y donde no cabía ni preocuparse, puesto que no había nada de verdad en aquellas
palabras.
Era
cierto que las niñas estaban cercadas y confinadas, pero en un enorme jardín con
árboles y una gruta; por las noches las encerraban en un dormitorio grande y frío
con todas las ventanas abiertas y en cada extremo siempre había una monja. Sus camas
tenían cortinas de muselina y había lamparillas dispuestas de tal modo que las monjas
podían ver a través de las cortinas, pero las niñas no podían ver a las hermanas.
Miranda se preguntaba si las monjas dormían alguna vez o se pasaban toda la noche
sentadas vigilando en silencio a las durmientes a través de la muselina. Trató de
encontrar algo emocionante y un poco siniestro en ese misterio, pero apenas le interesaba
lo que hicieran las hermanas; eran mujeres bondadosas y poco alegres que hacían
que todo el dormitorio pareciese aburrido. De hecho, todos los días y todas las
cosas en el convento del Niño Jesús eran aburridas, y María y Miranda vivían solo
para los sábados.
Nadie
les había insinuado que debiesen hacerse monjas. Por el contrario, Miranda sentía
que la desalentadora actitud de la hermana Claude, la hermana Austin y la hermana
Úrsula hacia su expresa ambición de ser monja apenas ocultaba sus profundas y graves
deficiencias espirituales. No obstante, María y Miranda habían descubierto en sus
lecturas estivales una palabra estupenda y se referían a sí mismas como “confinadas”.
Le daba un viso romántico a lo que por lo demás era una vida muy aburrida para ellas,
exceptuando las benditas tardes de los sábados durante la temporada de las carreras.
Si
las monjas podían asegurar a la familia que la conducta y los logros académicos
de María y Miranda eran por lo menos aceptables, siempre aparecía algún primo o
prima sonriente, con ánimo festivo, para llevarlas a las carreras, donde cada una
recibía un dólar para apostar por el caballo que eligiesen. De vez en cuando había
sábados negros, en los que María y Miranda se quedaban sentadas, muy compuestas,
con los sombreros en la mano, el pelo rizado alisado y engominado detrás de las
orejas, sus faldas azul marino perfectamente plisadas extendidas a su alrededor,
esperando mientras el corazón se les caía poco a poco hasta los zapatos de caña
alta y cordones. Nunca se ponían los sombreros hasta el último minuto, porque hubiese
sido demasiado horrible tener el sombrero puesto cuando, después de todo, el primo
Henry y la prima Isabel o el tío George y la tía Polly no aparecieran para llevarlas
a las carreras. Cuando así ocurría y el sábado pasaba como un lamentable desperdicio,
les daban a entender que era un castigo por las malas notas de la semana. Nunca
lo sabían hasta que era demasiado tarde para evitar la decepción. Era muy deprimente.
Un
sábado las mandaron bajar a esperar en la sala de visitas y allí estaba su padre.
Había acudido desde Texas a verlas. Dieron un brinco al verle y luego se pararon
en seco, suspicaces. ¿Había venido para llevadas a las carreras? En tal caso, se
alegraban de verlo.
–Hola
–dijo su padre besándolas en las mejillas–. ¿Habéis sido buenas? Una yegua de vuestro
tío Gabriel corre hoy en Crescent City, así que iremos todos y apostaremos por ella.
¿Os apetece?
María
se puso el sombrero sin decir palabra, pero Miranda se dirigió a su padre con severidad,
pues había estado inquieta. Había tenido muchas dudas hasta ese momento.
–¿Por
qué no avisaste ayer? Podía haber disfrutado de la espera todo este tiempo.
–No
sabíamos –dijo su padre con su actitud paternal más suave– si ibais a merecerlo.
¿Te acuerdas de hace dos sábados?
Miranda
agachó la cabeza y se puso el sombrero con el elástico bajo la barbilla. Se acordaba
demasiado bien. A mitad de semana se había dejado llevar por la desesperación a
causa de la aritmética y se había tirado de bruces en el suelo de la clase, negándose
a levantarse hasta que se la llevaron en volandas. El resto de la semana había sido
una sucesión de nuevas privaciones y el sábado, un día de duelo; de duelo secreto,
porque si una se lamentaba de manera muy manifiesta, le imponían otra mala nota
en conducta.
–No
importa –dijo su padre, como si no tuviera la menor importancia–. Hoy sí vais a
las carreras. Vámonos ya, tenemos el tiempo justo.
En
esas expediciones todo era siempre motivo de alegría, desde el momento en que subían
a una balina tirada por un solo caballo –un placer en sí mismo con su oscura y gruesa
tapicería empapada de extraños perfumes y humo de tabaco–, hasta el emocionante
momento en que entraban en un restaurante profusamente iluminado y les daban de
cenar exquisiteces que nunca comían en casa y, mucho menos, en el convento. Se sentían
sofisticadas y adultas, cada una con su vaso de agua coloreada de rosa por el clarete.
La
muchedumbre siempre era tan emocionante como la primera vez; las bellas damas sofisticadamente
vestidas, todas plumas y flores y colorete, y los elegantes caballeros con guantes
amarillos. Las orquestas se turnaban para tocar con atronadores tambores e instrumentos
de viento, y de vez en cuando un hermoso caballo atravesaba la pista con un pequeño
muchacho con aspecto de mono en la grupa, calentándose para la carrera.
Miranda
tenía un especial interés en las carreras, un secreto que sabía que no debía confiarle
a nadie, ni siquiera a María. A María menos que a nadie. A los diez minutos se habría
enterado toda la familia. Recientemente había decidido ser yóquey cuando fuese mayor.
Su padre le había dicho que iba a ser menuda toda la vida, que nunca sería alta;
eso significaba, claro está, que nunca sería una beldad como la tía Amy o la prima
Isabel. Mantuvo su esperanza de terminar siendo una belleza hasta que de repente
se le ocurrió la idea de ser yóquey y se convirtió en su obsesión. En silencio,
contentísima, antes de dormirse por las noches, y con demasiada frecuencia durante
el día cuando hubiese debido estar estudiando, planeaba su carrera de yóquey. Aunque
los detalles no estaban claros, su carrera sería brillante. Así que era absurdo
preocuparse por la aritmética, cuando lo que necesitaba para su futuro era montar
mejor, mucho mejor. “Deberías avergonzarte –le dijo su padre después de verla galopar
a toda velocidad por el sendero de la granja, montando a Trixie, el potro hembra.
A cada salto que das, veo el sol, la luna y las estrellas entre tu cuerpo y la silla.”
El
estilo español exigía sentarse pegada a la silla y hacer maravillas con las rodillas
y las riendas. Los yóqueys rebotaban ligeramente, con las rodillas pegadas casi
a la altura de la grupa del caballo, subiendo y bajando como una pelota de goma.
Miranda creía que podría hacerlo sin dificultad. Sí, sería yóquey como Tod Sloan,
que ganaba por lo menos la mitad de las carreras. Hasta entonces, mientras se entrenara,
guardaría el secreto, y un día saldría a la pista, también rebotando ligeramente
con los otros yóqueys, ganaría una carrera y sorprendería así a todo el mundo, sobre
todo a su familia.
Ese
sábado montaba su ídolo, el gran Tod Sloan, quien ganó dos carreras. Miranda deseaba
apostar su dólar por Tod Sloan, pero su padre le dijo: “Hoy no, cariño. Hoy debes
apostar por el caballo del tío Gabriel. Guarda tu dólar hasta la cuarta carrera
y apuesta por Miss Lucy. Tienes cien a uno. Imagínate si gana”.
Miranda
sabía muy bien que cien a uno no era una verdadera apuesta. Se enfurruñó y arrugó
el dólar en su mano hasta humedecerlo y calentarlo. Ya podía haber ganado tres dólares
con Tod Sloan. María dijo virtuosa: “No estaría bien no apostar por el tío Gabriel.
Apostando por él el dinero se queda en la familia”. Miranda le hizo una mueca a
su hermana sacando el labio inferior. María era de lo más remilgada. Y le devolvió
la mueca a Miranda amigando la nariz.
Ya
habían entregado su dólar al corredor de apuestas para la cuarta carrera cuando
un hombre enorme con la cara colorada y unos inmensos bigotes irregulares de color
castaño con vetas grises les llamó desde la fila inferior de la tribuna principal,
saludando por encima de las cabezas de la gente.
–Eh,
¿Harry?
–Válgame
Dios, es Gabriel –dijo papá.
Hizo
un gesto a aquel hombre, quien se abrió paso subiendo con dificultad los bajos escalones.
María y Miranda se quedaron mirándole, luego se miraron entre sí. “¿Es posible que
este sea nuestro tío Gabriel? –preguntaban sus ojos –. ¿Es este el apuesto y romántico
petimetre de la tía Amy? ¿Es este el hombre que escribió el poema acerca de la tía
Amy?” Oh, ¿qué querían decir realmente los mayores cuando hablaban?
Era
un hombre gordo y desastrado con sus ojos azules inyectados en sangre, unos ojos
tristes y derrotados, y una gran risa melancólica, como un gemido. Se elevaba por
encima de ellos gritándole a su padre:
–Bueno,
vaya por Dios, Harry, hace siglos. Deberías venir a visitarnos. No has cambiado
nada, Harry. ¿Cómo estás?
La
banda empezó a tocar “Over the River” y el tío Gabriel gritó aún más fuerte.
–Ven,
salgamos de aquí. ¿Qué estás haciendo aquí con estos jugadores de poca monta?
–No
puedo –gritó papá–. He traído a mis niñas. Aquí están.
Los
ojos turbios del tío Gabriel las miraron sin verlas.
–Una
estupenda pareja, Harry –vociferó–, bonitas como estampas. ¿Cuántos años tienen?
–Diez
y catorce –dijo papá–, edades difíciles. Un nido de víboras alardeó–, un perfecto
montón de dientes de serpientes. No puedo hacer carrera de ellas.
Pretendiendo
acariciarle el pelo despeinó a Miranda.
–Bonitas
como estampas –aulló el tío Gabriel–, pero ni juntándolas para hacer una sola llegan
a la altura de Amy, ¿verdad?
–No,
es cierto –admitió su padre a voz en grito–, pero están solo a medio hacer.
“Junto
al río, junto al río –gimió la banda–, mi amada me está esperando.”
–Ahora
tengo que volver –chilló el tío Gabriel. Las niñas apenas oían nada y se sentían
confusas–. Tengo el peor yóquey del mundo, Harry. Vaya suerte la mía. Tengo que
atarle a la silla. Ayer se cayó de Fiddler, simplemente se cayó de culo. ¿Te acuerdas
de la yegua de Amy, Miss Lucy? Bueno, esta es su tocaya, Miss Lucy IV. Sin embargo
ninguna de ellas estuvo a la altura de la primera. Quedaos donde estáis, enseguida
vuelvo.
María
gritó con descaro:
–Tío
Gabriel, dile a Miss Lucy que hemos apostado por ella.
El
tío Gabriel se agachó y pareció que había lágrimas en sus ojos hinchados.
–Dios
bendiga tu dulce corazón –gritó–, se lo diré.
Se
lanzó por entre la multitud, su enorme espalda ligeramente encorvada debajo de sus
ropas sueltas, su papada rebosando sobre el cuello de la camisa. Miranda y María,
desanimadas por su mala apuesta y por su primer encuentro con el romántico tío Gabriel,
cuya manera de hablar era tan basta, se quedaron sentadas desganadas y, perdidas
sus oportunidades, desperdiciados sus dólares y heridos sus corazones, ni se dignaron
mirar la pista. Ni siquiera se movieron hasta que su padre se inclinó y las hizo
levantarse.
–Mirad
vuestro caballo –les advirtió–, mirad cómo entra Miss Lucy.
Se
pusieron de pie en el banco, de pronto todas sus venas les latieron con tanta violencia
que apenas pudieron fijar la vista y vieron un pequeño y delgado relámpago color
caoba pasar por delante de la tribuna de los jueces, adelantado solo por una cabeza,
pero su Miss Lucy, oh, su querida, su adorada… oh, Miss Lucy, la Miss Lucy de su
tío Gabriel, había ganado, había ganado. Dieron brincos chillando y batiendo palmas,
con los sombreros caídos a la espalda y el pelo volando desordenadamente. “So, vaquilla”,
berreó la banda haciendo resoplar los instrumentos de viento, y la multitud estalló
en un largo rugido como en el derrumbamiento de las murallas de Jericó.
Las
niñas se sentaron, porque se sentían mareadas, mientras su padre trataba de ponerles
derechos los sombreros, sacaba su pañuelo y lo acercaba a la cara de Miranda, diciendo
muy dulcemente: “Toma, suénate”. Y de paso le secó los ojos. Luego se levantó y
las sacó de su aturdimiento. Al sonreír se le marraban unas profundas arrugas alrededor
de los ojos y les habló como si fueran señoritas a las que acompañaba.
–Salgamos
de aquí y vayamos a presentar nuestros respetos a Miss Lucy –dijo–. Es la estrella
del día.
Los
caballos iban entrando: su piel parecía empapada y enjabonada, sus costillas subían
y bajaban, sus ollares se abrían y se cerraban. Los yóqueys estaban encorvados y
distendidos, con gestos tranquilos, balanceándose un poco por la cintura con el
movimiento de sus caballos. Miranda se fijó en ese detalle para repetirlo en el
futuro; así volvía uno de una carrera, tranquilo y callado, hubiese ganado o perdido.
Miss Lucy llegó la última y un puñado de ganadores aplaudieron y vitorearon al yóquey.
Este sonrió y levantó su fusta, los ojos y la cara morena y arrugada aparecían serenos.
Miss Lucy sangraba tanto por la nariz que dos riachuelos rojos estaban endureciendo
su boca tierna y su barbilla, redonda y aterciopelada, que a Miranda le parecía
la más bonita del mundo. Miss Lucy tenía los ojos enloquecidos, le temblaban las
rodillas y roncaba al respirar.
Miranda
se quedó mirándola. Eso también era ganar. Se le encogió el corazón; eso era ganar
para Miss Lucy. Su corazón rechazó de plano y de manera tan rápida aquella victoria
que no sabía siquiera cuándo había sucedido, pero la detestó y se avergonzó de sí
misma por haber chillado y derramado lágrimas de alegría cuando Miss Lucy, con su
nariz ensangrentada y su corazón estallando, había pasado por delante de la tribuna
de los jueces llevando una cabeza de ventaja. Se sintió tan vacía y mareada que
se agarró a la mano de su padre tan fuerte que él la sacudió con un poco de impaciencia
y le dijo:
–¿Qué
te pasa? No te pongas tan nerviosa.
El
tío Gabriel estaba allí esperando, completamente borracho. Observó entrar a la yegua,
luego se apoyó en la valla de postes encalados y sollozó en público.
–Tiene
hemorragia nasal, Harry –dijo–. Desde ayer está sangrando. Creíamos que la habíamos
curado. Pero lo ha conseguido, vaya si lo ha conseguido. Tiene el corazón de una
leona. Voy a dedicarla a la cría, Harry. Solo su corazón ya vale un millón de dólares.
Dios la bendiga. –Las lágrimas corrían por su cara de color ladrillo y se perdían
en sus descuidados bigotes–. Si le ocurriera algo, me vuelo la tapa de los sesos.
Es mi última esperanza. Me ha salvado la vida. He tenido una racha… –dijo gimiendo
detrás de un gran pañuelo y frotándose toda la cara con él–, he tenido una racha
de mala suerte que hubiese acabado con cualquiera. Dios, Harry, vámonos a alguna
parte a tomar un trago.
–Primero
tengo que llevar a las niñas al colegio –dijo su padre, cogiéndolas de la mano.
–No,
no, no te vayas todavía –dijo el tío Gabriel, desesperado–. Espérate aquí un minuto,
veo al veterinario, le echo un vistazo a Miss Lucy y vuelvo enseguida. No te vayas,
Hany, por Dios Santo. Quiero hablar contigo unos minutos.
María
y Miranda, al ver la espalda cargada y vacilante del tío Gabriel, estaban pensando
que era la primera vez que veían borracho a un hombre que conocían. Habían visto
grabados y habían leído y oído descripciones, así que reconocieron los síntomas
inmediatamente. Miranda sintió que era un momento importante en muchos sentidos.
–El
tío Gabriel es un borracho, ¿verdad? –le preguntó a su padre con tono orgulloso.
–¡Chisss…!
No digas esas cosas –dijo su padre frunciendo el entrecejo–o nunca volveré a traerte
aquí.
Parecía
preocupado y abatido, pero sobre todo indeciso. Las niñas se tensaron resentidas
por tan evidente injusticia. Se soltaron de su mano y se apartaron fríamente, permaneciendo
juntas en silencio. Su padre no se percató, pues miraba hacia el lugar por donde
el tío Gabriel había desaparecido. Este volvió al cabo de unos minutos, aún frotándose
la cara, como si tuviera telarañas en ella, y llevando el gran sombrero negro en
la mano. Les saludó agitando el brazo desde muy cerca, llamándoles con voz alegre.
–Se
pondrá bien, Harry. Ya ha parado la hemorragia. Dios, será una buena noticia para
la señorita Honey. Vamos, Harry, podemos ir todos a casa para decírselo a la señorita
Honey. Se merece una buena noticia.
–Será
mejor que primero lleve a las niñas al colegio y luego vayamos nosotros –dijo papá.
–No,
no –dijo el tío Gabriel afectuosamente–. Quiero que conozca a las niñas. Le alegrará
mucho verlas, Harry. Tráelas.
–¿Vamos
a ver otro caballo de carreras? –susurró Miranda al oído de su hermana.
–No
seas boba –dijo María–. Es la segunda esposa del tío Gabriel.
–Vamos
a coger un carruaje, Harry –dijo el tío Gabriel–, llevaremos a tus niñas para que
animen a la señorita Honey. Juntando sus rasgos se parecen mucho a Amy, te lo juro.
Quiero que la señorita Honey las conozca. Siempre le ha gustado nuestra familia,
Harry, aunque, por supuesto, no es lo que llamaríamos una mujer efusiva.
María
y Miranda se sentaron de cara al cochero y el tío Gabriel se metió muy apretado
frente a ellas al lado de su padre. El aire se volvió agrio enseguida a causa de
su aliento. Parecía triste y pobre. Su corbata estaba torcida y su camisa arrugada.
–Vais
a conocer a la segunda esposa del tío Gabriel, niñas –dijo papá, como si ellas no
lo hubiesen oído todo, y luego a Gabriel–: ¿Cómo está últimamente tu esposa? Debe
de hacer veinte años que no la veo.
–Está
muy triste, esa es la verdad –dijo el tío Gabriel–. Se sumió en la tristeza hace
años y nada parece sacarla de ese estado de ánimo. Nunca le gustaron los caballos,
Harry, no sé si lo recuerdas; desde que nos casamos no ha ido a un hipódromo más
de tres veces. Cuando pienso en que Amy no se hubiese perdido una carrera por nada
del mundo… Es muy diferente de Amy, Harry, una clase de mujer muy diferente. A su
manera una mujer excelente donde las haya, pero odia los cambios y los viajes, vive
solo para el muchacho.
–¿Dónde
está Gabe ahora? –preguntó papá.
–Terminando
la universidad –dijo el tío Gabriel–. Un muchacho muy listo, pero parecidísimo a
su madre. Parecidísimo –dijo, melancólico–. Ella detesta separarse de él. Lo único
que quiere es permanecer en la misma ciudad y esperar a que él termine sus estudios.
Pues, lo siento, pero si es eso lo que quiere, no puede ser, por Dios Todopoderoso…
Y esta última racha de mala suerte casi la hunde. Espero que puedas alegrarla un
poco, Harry, lo necesita.
Las
niñas observaron que las calles se iban volviendo cada vez más oscuras, más sucias
y más estrechas, hasta que al fin los zarrapastrosos blancos dieron paso a negros
bien trajeados y luego a negros zarrapastrosos y, después de un largo camino, el
carruaje se detuvo ante un hotelito de aspecto desolador en Elysian Fields. Su padre
ayudó a María y Miranda a apearse, le dijo al cochero que esperara y siguieron al
tío Gabriel a través de un patio sucio que olía a humedad, por un largo vestíbulo
iluminado con lámparas de gas y que hedía –Miranda no lograba saber de qué estaba
compuesto aquel olor pero incluso tenía un sabor amargo–, y por unas largas escaleras
con una alfombra andrajosa. El tío Gabriel abrió una puerta sin previo aviso y dijo:
–Pasad,
aquí es.
Una
mujer alta y pálida, con el pelo pajizo descolorido y los párpados ribeteados de
rosa se levantó repentinamente de una mecedora chirriante. Llevaba una tiesa blusa
de rayas azules y blancas y una tiesa falda negra de una tela rígida y brillante.
Al ver a los visitantes sus manos grandes y nudosas subieron hasta su cuidado y
redondo peinado pompadour.
–Honey
–dijo el tío Gabriel con falsa cordialidad–, nunca adivinarías quién ha venido a
verte. –Le dio un torpe abrazo. La cara de la mujer no cambió de expresión y sus
ojos permanecieron fijos en los tres desconocidos –. El hermano de Amy, Harry. Honey,
te acuerdas, ¿verdad?
–Por
supuesto –dijo la señorita Honey, alargando su mano tan recta como un remo–, por
supuesto que te recuerdo, Harry –añadió sin sonreír.
–Y
las dos sobrinitas de Amy –continuó el tío Gabriel haciéndolas adelantarse.
Ellas
tendieron la mano con suavidad y la señorita Honey les dio un ligero golpecito a
cada una y dejó caer la mano.
–Y
tenemos buenas noticias para ti –siguió el tío Gabriel tratando de sostener la penosa
situación–. Miss Lucy se lució hoy y mostró todo lo que vale, Honey. Somos ricos
otra vez, querida, anímate.
La
señorita Honey volvió su cara larga y desesperanzada hacia sus visitantes.
–Sentaos
–dijo con un profundo suspiro, sentándose ella y señalándoles varias sillas desvencijadas.
Había
una cama grande llena de bultos con una colcha de un blanco grisáceo, un lavabo
con tablero de mármol, unas cortinas de basto encaje grisáceo en las dos ventanitas,
una pequeña chimenea cerrada con un agujero para el tubo de una estufa y dos baúles,
descolorados, como si alguien acabase de llegar o estuviera a punto de marcharse.
Todo estaba deslustrado y mugriento, pero ni un alfiler fuera de su sitio.
–Nos
trasladaremos al Saint Charles mañana –dijo el tío Gabriel, tanto a Harry como a
su esposa–. Prepara tus mejores vestidos, Honey, la larga sequía ha terminado.
La
señorita Honey apretó las aletas de la nariz y se meció ligeramente, con los brazos
cruzados.
–Ya
he vivido en el Saint Charles y ya he vivido aquí antes –dijo con una voz tensa
y cargada de intención–, así que en esta ocasión voy a quedarme donde estoy, gracias.
Prefiero quedarme a tener que volver a trasladarme aquí dentro de tres meses. Ahora
estoy instalada, me siento a gusto aquí –le dijo echándole una mirada a Harry con
sus pálidos ojos ardiendo con un fuego azul y una rígida línea blanca en tomo a
su boca.
Las
niñas estaban sentadas tratando de no mirar fijamente, muy incómodas. Aunque su
abuela había declarado que las niñas de Harry eran las más difíciles de educar que
había conocido en su larga experiencia con los jóvenes, indirectamente sí habían
aprendido una cosa: la gente bien no se pelea delante de extraños. Las peleas familiares
eran sagradas, había que libradas en privado, en furiosos susurros sibilantes, en
murmullos y gruñidos ahogados. Si gritaban y pataleaban, tenía que ser de puertas
adentro y con las ventanas cerradas. La segunda esposa del tío Gabriel estaba loca
de atar y parecía dispuesta a atacar con violencia al tío Gabriel en cualquier momento,
mientras él estaba allí sentado como un sabueso ante el que alguien hace restallar
una fusta.
“Ella
detesta y desprecia a todos los presentes –pensó Miranda con frialdad– y teme que
no nos demos cuenta. No tenía de qué preocuparse: lo hemos visto nada más entrar.”
Deseaba marchame de inmediato, pero su padre, aunque su cara era un poema, no hacía
ningún movimiento. Parecía estar tratando de encontrar algo agradable que decir.
María, sintiéndose culpable, aunque no sabía por qué, estaba calculando rápidamente:
“Bueno, dado que solo es la segunda esposa del tío Gabriel y este tan solo era el
marido de la tía Amy, ella no es pariente nuestra en absoluto, de lo cual me alegro”.
Se apoyó en el respaldo y dejó caer las manos abiertas sobre el regazo; sin duda
se marcharían dentro de unos minutos, y no tendrían que volver nunca.
Entonces
su padre dijo:
–No
debemos entreteneros, solo pensábamos estar unos minutos. Queríamos ver cómo estabas.
La
señorita Honey no dijo nada, pero hizo un pequeño gesto con las manos, desde la
muñeca, como diciendo: “Bueno, ya has visto cómo estoy, ¿y ahora qué?”.
–Tengo
que llevar a estas jovencitas a su colegio –dijo papá.
–Mira,
Honey, ¿no crees que se parecen un poco a Amy? Sobre todo en los ojos, sobre todo
María, ¿no crees, Harry? –comentó estúpidamente el tío Gabriel.
Su
padre miró primero a una y luego a la otra.
–Realmente
no sabría decirte –afirmó, y las niñas comprendieron que estaba más azorado que
nunca. Se volvió a la señorita Honey–: No había visto a Gabriel desde hace muchos
años y pensamos que saldríamos a charlar un rato acerca de los viejos tiempos. Ya
sabes lo que pasa.
–Sí,
lo sé –dijo la señorita Honey, meciéndose un poco, y todo lo que sabía fulguró con
un odio y una amargura pálidos pero tan insaciables que parecían suficientes para
que su largo cuerpo se levantara de la silla en un ataque de furia–. Lo sé. –Y se
quedó mirando al suelo. Su boca tembló y se contrajo.
Se
hizo un insoportable silencio, que se rompió cuando las niñas vieron que su padre
se levantaba. Se pusieron en pie también y a duras penas lograron contenerse de
no salir corriendo hacia la puerta.
–Debo
llevarme a las niñas –dijo su padre–. Ya han tenido suficientes emociones por un
día. Han ganado cien dólares cada una con Miss Lucy. Fue una buena carrera –añadió
completamente desesperado, como si no pudiese liberarse de la situación–. ¿No es
cierto, Gabriel?
–Fue
una carrera magnífica –dijo Gabriel, agobiado–, una carrera magnífica.
La
señorita Honey se puso en pie y dio un paso hacia la puerta.
–¿De
verdad que las llevas a las carreras? –preguntó, y parpadeó mirándolas como si fuesen
aborrecibles insectos, pensó María.
–Si
considero que se merecen una pequeña recompensa, sí –dijo su padre con naturalidad
pero arrugando la frente.
–Yo
preferiría, con mucho –dijo la señorita Honey de manera tajante–, ver a mi hijo
muerto a mis pies que verle merodeando por un hipódromo.
Los
momentos que se sucedieron fueron prácticamente un vacío, pero al fin habían salido
de allí, estaban bajando las escaleras y cruzando el patio, acompañados por el tío
Gabriel hasta el carruaje. La cara se le había descolgado, los rasgos se habían
caído como si la carne se hubiese desprendido de los huesos y sus párpados estaban
hinchados y azules.
–Adiós,
Harry –dijo con seriedad–. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí?
–Me
vuelvo mañana –dijo Harry–. Solo he venido para cerrar un pequeño negocio y para
ver cómo estaban las niñas.
–Bueno
–dijo el tío Gabriel–, puede que yo me deje caer por tu mundo un día de estos. Adiós,
niñas –les dijo cogiéndoles la mano, una tras otra, entre sus grandes y cálidas
manazas–. Son buenas chicas, Harry. Me alegro de que ganaseis con Lucy –les dijo
a las niñas con ternura–, pero no os gastéis el dinero en tonterías. Bueno, hasta
la vista, Harry.
Mientras
el coche se alejaba traqueteando, él se quedó allí parado, gordo y hundido, levantando
un brazo y diciéndoles adiós con la mano.
–Dios
mío –dijo María, con el tono de una adulta, quitándose el sombrero y poniéndoselo
sobre una rodilla–. Me alegro de que ya haya pasado todo.
–Lo
que yo quiero saber –dijo Miranda– es si el tío Gabriel es realmente un borracho.
–Oh,
silencio –dijo su padre con sequedad–, tengo ardor de estómago.
Hubo
una pausa respetuosa, como ante un monumento público. Cuando su padre tenía ardor
de estómago debían quedarse calladas. El carruaje avanzaba ruidosamente, regresando
a calles limpias y alegres en las que las luces se encendían en la temprana oscuridad
de febrero, pasando por delante de deslumbrantes escaparates y aceras lisas, avanzaba
y avanzaba, pasaba por delante de hermosas casas antiguas erguidas en medio de enormes
jardines, avanzaba y avanzaba, llevándolas de vuelta a los oscuros muros sobre los
cuales colgaban las pesadas copas de los árboles. Miranda estaba pensando con tanta
intensidad que se le olvidó y sin pensarlo comentó en voz alta:
–Después
de todo he decidido que no voy a ser yóquey”.
Como
de costumbre, hubiese querido morderse la lengua, pero, como de costumbre, ya era
demasiado tarde.
Su
padre se animó y le guiñó un ojo, como si su comentario no le hubiera sorprendido
en absoluto.
–Bueno,
bueno –dijo–, ¡así que no vas a ser yóquey! Es muy sensato por tu parte. Creo que
deberías ser domadora de leones, ¿no te parece, María? Esa es una profesión bonita
para una mujer.
Miranda,
al ver que María, con la autoridad de sus catorce años, iba a unirse a su padre
para reírse de ella, tomó una decisión instantánea y se rio de sí misma con ellos.
Fue una buena idea. Los tres estallaron en risas y fue un alivio reírse tanto.
–¿Dónde
están mis cien dólares? –preguntó María, ansiosa.
–Voy
a meterlos en el banco –dijo su padre–, y los tuyos también añadió, dirigiéndose
a Miranda–. Serán vuestros ahorros.
–Con
tal de que no me compren medias con ellos –dijo Miranda, a quien le molestaba desde
hacía tiempo el uso que su abuela hacía del dinero que le daban por Navidad–. Tengo
medias suficientes para un año.
–Me
gustaría comprarme un caballo de carreras –dijo María–, pero sé que con eso no tengo
suficiente. –Las estrecheces económicas la agobiaban ¿Qué se puede comprar con cien
dólares? –preguntó, irritada.
–Nada,
nada en absoluto –dijo su padre–. Cien dólares es una cantidad que solo sirve para
meterla en el banco.
María
y Miranda perdieron interés. Ya habían ganado cien dólares en las carreras de caballos,
aquello ya pertenecía al pasado lejano. Empezaron a charlar de otras cosas.
La
hermana lega les abrió la puerta con un largo cordón desde detrás de la reja; María
y Miranda entraron en silencio en su mundo conocido de desnudos suelos brillantes,
comida sana e insípida, baños de agua fría y oraciones a sus horas; su mundo de
pobreza, castidad y obediencia, de acostarse temprano y levantarse temprano, de
pequeñas reglas estrictas y de chismorreos. Sus caras infantiles reflejaban resignación
cuando las levantaron para recibir un beso.
–Sed
buenas –dijo su padre, con esa extraña actitud seria y bastante desvalida que tenía
siempre al despedirse de ellas–. Escribid a papá, ¿eh?, cartas largas y bonitas
–añadió apretándoles los brazos por un momento con firmeza antes de soltarlas. Luego
desapareció y la hermana cerró la puerta tras él.
María
y Miranda subieron al dormitorio a lavarse la cara y las manos y a peinarse otra
vez antes de la cena.
Miranda
estaba hambrienta.
–Con
todo lo que ha pasado no hemos tomado nada –gruñó–. Ni siquiera una chocolatina
con nueces. Creo que es una tacañería. No nos ha dado ni veinticinco centavos para
gastar.
–Ni
un bocado –dijo María–. Ni cinco centavos.
Echó
agua fría en el lavabo y se arremangó.
Entró
otra chica, más o menos de su misma edad, y se acercó a un lavabo próximo a otra
cama.
–¿Dónde
habéis estado? –preguntó–. ¿Lo habéis pasado bien?
–Fuimos
a las carreras con nuestro padre –dijo María, enjabonándose las manos.
–El
caballo de nuestro tío ha ganado –dijo Miranda.
–Vaya
–dijo la otra chica distraídamente–, eso ha debido de ser fantástico.
María
miró a Miranda, que se estaba subiendo las mangas, y aunque trató de sentirse una
mártir, no lo consiguió.
–Confinadas
una semana más –dijo, con sus ojos centelleando por encima del borde de la toalla.
Tercera
parte: 1912
Miranda siguió
al mozo por el pasillo mal ventilado hasta un asiento en el extremo opuesto del
coche cama, donde casi todas las literas estaban ya hechas y las polvorientas cortinas
verdes abotonadas.
–Cuando
usted desee, puedo prepararle su litera, señorita –dijo el mozo.
–Ahora
quiero estar sentada un rato –dijo Miranda.
Una
anciana muy delgada levantó unos coléricos ojos negros y fijó sobre ella una mirada
cargada de desaprobación. Tenía dos inmensos incisivos y la barbilla hundida, pero
no le faltaba carácter. Había amontonado su equipaje a su alrededor como una barricada
y miró indignada al mozo cuando este retiró parte del mismo para hacer sido a la
nueva pasajera. Miranda se sentó diciendo maquinalmente:
–¿Me
permite?
–Desde
luego –dijo la anciana, porque parecía una anciana a pesar de la brusca y crujiente
energía que desprendía. Sus enaguas de tafetán chirriaban como goznes cada vez que
se movía. Tras una breve pausa, añadió muy sarcástica–: Puede sentarse, ¡pero no
en mi sombrero!
Miranda,
horrorizada, se levantó al instante y entregó a la anciana un ajado artilugio hecho
de pelo de caballo negro trenzado y amapolas blancas aplastadas.
–Lo
siento muchísimo –tartamudeó, porque había sido educada para tratar respetuosamente
a las ancianas antipáticas, y esta parecía capaz de darle una azotaina allí mismo–.
No se me ocurrió que pudiera ser su sombrero.
–¿Y
de quién imaginó que sería? –interrogó la anciana, mostrando los dientes y haciendo
girar el sombrero sobre un índice para devolverle la forma.
–No
creí que pudiera ser un sombrero –dijo Miranda con un matiz de histeria.
–Ah,
¿así que no pensó que era un sombrero? ¿Dónde diablos tiene usted los ojos, muchacha?
–Y demostró la naturaleza y función del objeto poniéndoselo en la cabeza algo torcido,
aunque seguía sin parecer un sombrero–. ¿Ve lo que es?
–Si,
claro, sí –dijo Miranda, con una mansedumbre con que esperaba desarmarla.
Se
atrevió a volver a sentarse después de una cuidadosa inspección del estrecho espacio
que iba a ocupar.
–Bueno,
bueno –dijo la anciana–, vamos a llamar al mozo para que retire algunos de estos
trastos tan molestos.
Apuñaló
el timbre con un dedo delgado y afilado. A continuación hubo un revuelo de reordenamiento,
durante el cual ambas se quedaron de pie en el pasillo; la anciana estuvo dando
una serie de instrucciones al negro, quien las soportó con filosofía mientras disponía
el equipaje exactamente como había decidido. Sentada de nuevo, la anciana preguntó
con tono autoritario, pero amable:
–¿Y
cómo se llama usted, muchacha?
Al
oír la respuesta de Miranda, parpadeó, desdobló sus lentes, se los puso sobre el
alto caballete de la nariz y miró larga y atentamente la cara que tenía al lado.
–Si
hubiese tenido los lentes puestos –dijo con una voz asombrosamente cambiada–, te
habría reconocido. Soy tu prima Eva Parrington, la hija de Molly Panington, ¿recuerdas?
Te conocí cuando eras niña. Eras una niña muy vivaracha –añadió como para consolarla–
y muy terca. Lo último que supe de ti era que pensabas ser equilibrista. Ibas a
tocar el violín y andar por la cuerda floja al mismo tiempo.
–Supongo
que lo vi en un teatro de variedades –dijo Miranda–. No creo que me lo inventara.
¡Ahora quiero ser piloto de aviación!
–Yo
solía ir a los bailes con tu padre –dijo la prima Eva, abstraída en sus propios
pensamientos–, y a grandes fiestas durante las vacaciones que pasábamos en casa
de tu abuela, mucho antes de que tú nacieras. Oh, sí, mucho tiempo antes.
Miranda
recordó varias cosas a la vez. La tía Amy había amenazado con convenirse en una
solterona como Eva. Oh, Eva, el problema de Eva es que no tiene barbilla. Eva se
ha resignado y está dando clases de latín en un colegio de señoritas. Eva está haciendo
campaña a favor del voto de la mujer, Dios la ayude. La ventaja de tener una hija
fea es que no es probable que me haga abuela… “No te sirvieron de mucho, aquellas
fiestas, querida prima Eva”, pensó Miranda.
–No
me sirvieron de mucho aquellas fiestas –dijo la prima Eva como si le hubiese leído
el pensamiento, y por un momento a Miranda le dio vueltas la cabeza por temor a
haber hablado en voz alta–. Al menos, no sirvieron en mi caso, puesto que nunca
me casé; pero de todas formas las disfrutaba. Me lo pasaba bien en aquellas fiestas,
aunque no fuese una beldad. Así que eres la hija de Harry y hace un momento yo estaba
enfurruñada contigo. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
–Sí
–dijo Miranda.
Pensó
que aunque la prima Eva hubiese sido realmente una solterona diez años antes, no
podía tener muchos más de cincuenta, pero parecía tan ajada, tan cansada, tan famélica,
sus mejillas estaban tan hundidas, de alguna manera era tan vieja. Miranda miró
con dolorosa premonición a través del abismo que separaba a su prima Eva de su propia
juventud. “Oh, ¿llegaré a ser así alguna vez?” Y en voz alta dijo:
–Sí,
usted solía leerme en latín, y me decía que no me preocupase del sentido, que memorizase
el sonido y que luego me resultaría más fácil.
–Ah,
efectivamente –dijo la prima Eva, encantada–, efectivamente. Por casualidad, ¿no
te acordarás de un precioso vestido de terciopelo color zafiro con cola que tuve
hace mucho tiempo?
–No,
no recuerdo ese vestido –contestó Miranda.
–Era
un viejo vestido de mi madre arreglado y reducido a mi tamaño dijo la prima Eva–
y, aunque no me favorecía en lo más mínimo, fue el único vestido verdaderamente
bueno que tuve, lo recuerdo como si fuera ayer. El azul nunca ha sido mi color.
Suspiró
riéndose de su amargura. La sonrisa parecía momentánea, pero la amargura era su
estado de ánimo constante.
Miranda,
tratando de ofrecerle la comprensión de una compañera de sufrimientos, dijo:
–La
entiendo. Me han arreglado los vestidos de María muchas veces y nunca me han sentado
bien. Era horrible.
–Bueno
–dijo la prima Eva, con el tono de quien no desea compartir decepciones que considera
únicas–. ¿Cómo está tu padre? Siempre me agradó, era uno de los jóvenes más apuestos
que he conocido. También vanidoso, como toda su familia. Solo montaba los mejores
caballos que podía comprar y yo solía decir que les hacía dar cabriolas para poder
contemplar su propia sombra. Solía hacer ese comentario en las cenas, y él me odiaba
por ello. Estoy convencida de que me odiaba. –Un matiz de complacencia en la voz
de la prima Eva explicaba mejor que las palabras que tenía su propio método de reclamar
atención y despertar emociones–. Te preguntaba cómo está tu padre, querida.
–No
le he visto desde hace casi un afro –contestó Miranda rápidamente, antes de que
la prima Eva se le adelantase de nuevo–. Ahora vuelvo a casa para el funeral del
tío Gabriel. El tío Gabriel murió en Lexington y le han traído para enterrarle al
lado de la tía Amy.
–Así
que por eso hemos coincidido –dijo la prima Eva–. Sí, Gabriel ha bebido hasta matarse.
Yo también voy a su funeral. No he estado en casa desde que fui al funeral de mamá,
debe de hacer… Veamos, sí, en julio hará nueve años. Sin embargo, voy al funeral
de Gabriel. No me lo perdería. Pobre hombre, qué vida tuvo. Pronto habrán desaparecido
todos.
–Quedamos
nosotros, prima Eva –dijo Miranda, refiriéndose a los miembros de su misma generación,
a los jóvenes.
–¡Pse!
–dijo la prima Eva–, para nosotros vosotros viviréis por siempre y, además, ni os
molestaréis en venir a nuestros funerales.
No
parecía pensar que fuese una desgracia, pero lanzó el comentario como una mujer
acostumbrada a decir lo que piensa.
Miranda
se quedó pensando: “Supongo que sería agradable si pudiera decir algo que le hiciese
creer que lamentaremos su muerte y la de todos ellos, pero… pero…”. Con una sonrisa
que esperaba que fuese una negación del cinismo de Eva respecto a la generación
más joven, dijo:
–Tenía
usted razón respecto al latín, prima Eva. Sus lecturas me ayudaron cuando empecé
con él. Sigo estudiando. Latín también.
–¿Y
por qué no ibas a hacerlo? –preguntó la prima Eva, cortante, añadiendo enseguida
con más suavidad–: Me alegro de que utilices tu mente un poco, muchacha. No dejes
que la pereza te eche a perder. La mente dura más que muchas de las cosas que puedes
anhelar, puedes disfrutar de ella cuando te hayan arrebatado todas las demás cosas.
–Su melancolía hizo que Miranda se estremeciera. La prima Eva continuó–: En nuestra
región, en mis tiempos, éramos tan provincianos… Una mujer no se atrevía a pensar
ni a actuar por su cuenta. El mundo entero era un poco así, pero creo que nosotros
éramos los peores. Supongo que debes de saber que luché por conseguir el sufragio
para las mujeres en una época que casi me convirtió en una paria. Me expulsaron
de mi puesto de trabajo en el colegio, pero me alegro de haberlo hecho y volvería
a hacerlo. Las jóvenes no os dais cuenta. Viviréis en un mundo mejor porque nosotras
trabajamos para lograrlo.
Miranda,
que sabía algo de la carrera de la prima Eva, dijo sinceramente:
–Creo
que fue usted muy valiente, y me alegro de que lo hiciese. Siempre he admirado su
valor.
–No
era simplemente un alarde, ¿comprendes? –dijo la prima Eva rechazando las alabanzas,
irritada–. Cualquier idiota puede ser valiente. Nosotras trabajábamos por algo que
sabíamos que era bueno y resultó que para hacerlo necesitamos mucho valor. Eso fue
todo. No pensé que iría a la cárcel, pero fui tres veces, e iría tres veces más
si fuese necesario. No votamos todavía, pero votaremos.
Miranda
no se aventuró a dar una respuesta, pero estaba convencida de que sin duda alguna
las mujeres votarían pronto si nada fatal le sucedía a la prima Eva. Había algo
en su actitud que decía que esas cosas podían dejarse en sus manos sin temor alguno.
Miranda se sentía vagamente estimulada por la causa; le parecía heroica y digna
de sufrir por ella, pero desalentadora también para quienes venían detrás, pues
era evidente que la prima Eva no había dejado oportunidades para nadie.
Se
quedaron calladas unos minutos, mientras la prima Eva revolvía en su bolso sacando
objetos diversos: caramelos de menta, un colirio, un paquete de agujas, tres pañuelos,
un frasquito de perfume de violetas, un directorio, dos botones, uno negro y otro
blanco, y, por último, un sobrecito de polvos contra el dolor de cabeza.
–Tráeme
un vaso de agua, por favor, querida –le pidió a Miranda.
Se
echó los polvos para la jaqueca en la lengua, bebió el agua y se puso dos caramelos
de menta en la boca.
–Así
que ahora van a enterrar a Gabriel cerca de Amy –dijo después de un rato, como si
al aliviársele el dolor de cabeza se hubiese puesto a pensar en otra cosa–. A la
señorita Honey le habría encantado de haberlo sabido, pobrecilla. Después de escuchar
historias acerca de Amy durante veinticinco años, ahora descansará sola en su tumba
de Lexington mientras Gabriel se escapa a Texas para compartir la cama con Amy otra
vez. Fue una especie de infidelidad que duró toda una vida, Miranda, y ahora, encima,
una infidelidad eterna. Debería avergonzarse de sí mismo.
–Él
amaba a la tía Amy –dijo Miranda, preguntándose cómo habría sido la señorita Honey
antes de sufrir tantas crisis con el tío Gabriel–. A la que amó primero, por lo
menos.
–Oh,
esa Amy –dijo la prima Eva con los ojos echando chispas–. Tu tía Amy era un diablo
y una alborotadora, pero yo la quería muchísimo. Yo defendía a Amy cuando su reputación
no valía ni esto. –Hizo sonar los dedos como castañuelas–. Solía decirme con ese
tono alegre y suave que tenía: “Escucha, Eva, no te pongas a hablar del voto para
la mujer cuando los hombres te saquen a bailar. No les recites poemas en latín,
acabaron hartos de latinajos en el colegio. Baila y no digas nada, Eva –decía con
una mirada absolutamente diabólica– y mantén la barbilla alta, Eva”. La barbilla
era mi punto débil, ¿sabes? “Nunca atraparás un marido si no tienes cuidado”, decía.
Luego se reía y se iba corriendo, ¿y hacia dónde comió? –preguntó la prima Eva,
con sus penetrantes ojos clavados en Miranda para que reconociera la amargura del
caso–. Al escándalo y la muerte, a ningún otro sitio.
–Estaba
bromeando, prima Eva –dijo Miranda inocentemente–, y todo el mundo la quería.
–No
la quería todo el mundo, ni mucho menos –dijo la prima Eva, triunfal–. Tenía enemigos.
Si lo sabía, fingía no saberlo. Si le importaba, nunca lo decía. No había forma
de pelearse con ella. Era dulce como la miel con todo el mundo. Con todo el mundo
–añadió–: eso era lo malo. Pasó por la vida como una niña mimada, haciendo lo que
le daba la gana y permitiendo que otras personas sufrieran por ello y recogieran
los pedazos que dejaba tras de sí. Nunca creí ni por un momento –dijo la prima Eva
acercando mucho la boca al oído de Miranda y soltando en él un aliento caliente
con olor a menta – que Amy fuese una mujer impura. ¡Nunca! Pero permíteme decirte
que había mucha gente que sí lo creía. Había mucha gente que compadecía al pobre
Gabriel por estar ciego por ella. Muchísimas personas no se sorprendieron al enterarse
de que Gabriel siempre se sentía muy desgraciado, incluso durante su luna de miel,
en Nueva Orleans. Celos. ¿Y por qué no? Pero yo solía decir a esas personas que,
más allá de las apariencias, yo tenía fe en la virtud de Amy. Alocada, les decía,
indiscreta, les decía, despiadada, les decía, pero virtuosa, estoy segura. Si bien
no se podía culpar a nadie por equivocarse al respecto. La forma en que ella se
levantó de pronto estando a las puertas de la muerte para casarse con Gabriel Breaux,
después de haberle rechazado y haberle tratado corno un perro durante años, parecía
extraña, por no decir algo peor. Por no decir algo peor –añadió después de un momento
–, extraño es una palabra muy suave. Y hubo algo muy misterioso en su muerte, solo
seis semanas después de su boda.
Miranda
se animó. Creía que conocía bien esta parte de la historia y que podía sacar de
su error a la prima Eva respecto a un detalle:
–Murió
de una hemorragia pulmonar –dijo Miranda–. Llevaba cinco años enferma, ¿no lo recuerda?
La
prima Eva estaba preparada para eso.
–Ja,
eso es lo que contaron, por supuesto. La versión oficial, se podría decir. Oh, sí,
la he escuchada muchas veces, pero ¿no has oído hablar de ese tal Raymond como se
llame, de Calcasieu Parish, casi un desconocido, que una noche convenció a Amy de
que se fugase con él de un baile, y ella salió corriendo en la oscuridad sin siquiera
detenerse a recoger su capa, así que tu pobre y querido padre (tú entonces no existías)
tuvo que perseguirlo y pegarle un tiro?
Miranda
se echó hacia atrás para apartarse de la riada de palabras.
–Prima
Eva, mi padre le disparó, pero no le dio, ¿no lo recuerda?
–Bueno,
fue una verdadera pena.
–Y
solo habían salido a tomar el aire entre dos bailes. Todo estalló por los celos
del tío Gabriel. Y mi padre le disparó al hombre porque pensó que eso era mejor
que dejar que el tío Gabriel se batiese en duelo por la tía Amy. No hubo nada real
en toda esa historia, salvo los celos del tía Gabriel.
–Pobre
criatura –dijo la prima Eva, pero enseguida la compasión dio a sus ojos un brillo
de dagas–, querida inocente, tú… ¿te lo has creído? ¿Qué edad tienes?
–Ya
he cumplido dieciocho años –contestó Miranda.
–Si
no entiendes lo que te digo –dijo la prima Eva pomposamente–, ya lo entenderás más
adelante. El conocimiento no puede hacerte daño; no debes vivir en una bruma romántica
respecto a la vida. Ya lo entenderás cuando te cases.
–Estoy
casada, prima Eva –dijo Miranda sintiendo casi por primera vez que eso podía ser
una ventaja–, desde hace casi un año. Me fugué del colegio.
Incluso
mientras lo decía le pareció muy irreal y sintió que aquello no tenía nada que ver
con el futuro; sin embargo, era importante, debía confesárselo, pues era una situación
personal respecto a la cual la gente parecía ser muy exigente, si bien el único
sentimiento que esa declaración podía despertar en sí misma era una inmensa fatiga,
como si fuese una enfermedad de la que tal vez podría recuperarse.
–Qué
vergüenza, qué vergüenza –gritó la prima Eva, horrorizada–. Si hubieses sido mi
hija, te habría llevado a casa y te habría dado una azotaina.
Miranda
se rio. La prima Eva parecía creer que las cosas podían arreglarse así. Era tan
seria y tan agresiva, tan divertida y tan desconcertante.
–Y
usted debería saber que yo me hubiese escapado otra vez por la ventana más próxima
–la provocó–. Si huí una vez, ¿por qué no dos?
–Sí,
supongo que sí –dijo la prima Eva–. Espero que te hayas casado con un hombre rico.
–No
mucho –dijo Miranda–. Lo suficiente. –¡Como si alguien se hubiese detenido a pensar
en semejante cosa!
La
prima Eva se ajustó los lentes y valoró el vestido de Miranda y su equipaje, examinó
su sortija de pedida y su anillo de boda, con las aletas de la nariz vibrando levemente
como si pudiese oler la riqueza.
–Bueno,
más vale eso que nada –dijo la prima Eva–. Le doy gracias a Dios todos los días
de mi vida por tener una pequeña renta. Es una garantía. ¿Qué habría sido de mí
si no hubiese tenido un centavo? Bueno, ahora podrás hacer algo por tu familia.
Miranda
recordó lo que había oído decir siempre acerca de los Parrington. Eran avariciosos,
amaban el dinero más que nada y cuando lo tenían lo guardaban. Los lazos de sangre
no tenían valor entre los Parrington cuando se trataba de dinero.
–Somos
bastante pobres –dijo Miranda aliándose obstinadamente con la familia de su padre
en lugar de hacerlo con la de su marido–, pero una buena boda no lo resuelve –comentó
con el mayor esnobismo de la pobreza.
Estaba
pensando: “Si cree lo contrario, querida prima Eva, no conoce mi rama de la familia”.
–Tu
rama de la familia –dijo la prima Eva con esa aterradora costumbre que tenía de
robar las frases de la cabeza de cualquiera– no tiene más sentido práctico que un
niño. Todo por amor –dijo con un gesto de auténtica náusea –: ahí radicaba todo.
Gabriel habría sido rico si su abuelo no le hubiese desheredado, pero ¿estuvo Amy
dispuesta a ser sensata y casarse con él y hacerle sentar la cabeza para que el
viejo estuviese contento? No. ¿Y qué podía hacer Gabriel sin dinero? Me hubiera
gustado que vieras la vida que le dio a la señorita Honey, un día le compraba vestidos
de París y al otro empeñaba sus pendientes. Todo dependía de cómo corriesen los
caballos, pero los caballos corrían cada vez peor y Gabriel bebía cada vez más.
Miranda
no dijo: “Fui testigo de eso”. Estaba tratando de imaginarse a la señorita Honey
con vestidos de París.
–Pero
el tío Gabriel estaba tan loco por la tía Amy que no había duda de que al final
ella se casaría con él, con dinero o sin dinero –terminó diciendo Miranda.
La
prima Eva se esforzó por apretar bien los labios sobre sus dientes, luego los abrió
de nuevo y aferrando el brazo de Miranda se inclinó.
–Lo
que me pregunto, lo que me he estado preguntando repetidamente murmuró– es ¿qué
relación hubo entre ese Raymond de Calcasieu y el repentino matrimonio de Amy con
Gabriel y qué hizo Amy para quitarse de en medio tan pronto? Porque, créeme, muchacha,
Amy no estaba tan enferma. Después de que los médicos dijesen que tenía los pulmones
débiles no había dejado de corretear de aquí para allí durante años. Amy se mató
para escapar a alguna deshonra, para evitar algún descubrimiento al que tenía que
enfrentarse.
Sus
turbios ojitos negros relucieron haciendo que la cara de la prima Eva, tan próxima
y tan intensa, resultara bastante aterradora. Miranda deseaba decir “Basta. Déjela
descansar en paz. ¿Qué daño le hizo nunca?”, pero era tímida, estaba nerviosa y
en lo más hondo de sí misma sentía una horrible fascinación por los terrores y la
oscuridad que la prima Eva había evocado. ¿Cuál era el final de esa historia?
–Era
una chica mala y alocada, pero yo le tuve cariño hasta el final –dijo la prima Eva–.
Se metió en algún lío y no pudo salir de él, así que tengo muchas razones para creer
que se mató con la droga que le administraron para tranquilizarla después de aquella
hemorragia. Si no fue así, ¿qué sucedió, qué sucedió?
–No
lo sé –dijo Miranda–. ¿Cómo iba a saberlo? Era muy bella –dijo, como si esto lo
explicase todo–. Todo el mundo decía que era muy bella.
–No
todo el mundo –dijo la prima Eva negando con la cabeza firmemente–. Yo, entre otros,
nunca pensé que fuera tan bella. Exageraron las alabanzas. Era bastante guapa, pero
¿por qué pensaban que era bella? No puedo entenderlo. Cuando era muy joven estaba
demasiado delgada, y más tarde pensé que estaba demasiado gorda, pero el último
año de su vida estuvo otra vez excesivamente delgada. Siempre se arreglaba para
que la mirasen y, claro, la gente la miraba. Montaba a caballo con mucha violencia,
bailaba a lo loco y hablaba por los codos; había que ser ciego, sordo y mudo para
no fijarse en ella. No quiero decir que fuese chillona o vulgar, no lo era, pero
era demasiado libre.
Se
detuvo para tomar aliento y ponerse un caramelo de menta en la boca. Miranda podía
imaginarse a la prima Eva en el estrado, haciendo discursos, deteniéndose para tomar
un caramelo de menta, pero ¿por qué odiaba tanto a la tía Amy, cuando la tía Amy
había muerto y ella estaba viva? ¿No bastaba con estar viva?
–Y
su enfermedad tampoco era romántica –continuó la prima Eva–, aunque al oír sus explicaciones
se diría que se marchitaba como un lirio. Bueno, tosía sangre, y dicen que eso es
romántico… Si la hubieran obligado a cuidarse como debía, si la hubiesen atendido
sensatamente, tal vez aún viviría. Pero no, nada de eso. Estaba recostada en un
sofá, envuelta en preciosos chales, rodeada de flores, comía lo que le apetecía
o no comía nada, se levantaba después de una hemorragia y salía a montar a caballo
o a bailar, dormía con las ventanas cerradas. A todas horas había una multitud de
gente entrando y saliendo, riendo y charlando, y Amy permanecía sentada para que
no se le deshiciera ningún rizo. Con el tiempo esa clase de vida habría matado a
una persona sana. Yo he estado a punto de morirme dos veces en mi vida y las dos
veces me enviaron a un hospital, que era donde tenía que estar, hasta que salí.
Y salí –dijo bajando su voz hasta una nota de corneta– y me puse a trabajar otra
vez.
“La
belleza se esfuma, el carácter perdura”, dijo la vocecilla de la moralidad axiomática
al oído de Miranda. Era una perspectiva deprimente; ¿por qué los caracteres fuertes
eran tan retorcidos? Miranda deseaba ser fuerte, pero no sabía cómo ser fuerte sin
caer en el mismo defecto.
–Tenía
un cutis precioso –dijo la prima Eva–, absolutamente transparente, con un rubor
en cada mejilla, pero se debía a la tuberculosis que padecía…, y ¿es bella la enfermedad?
Además se la provocó ella misma por beber limón con sal para cortar su menstruación
cuando quería ir a los bailes. Había una superstición entonces entre las chicas
jóvenes respecto a eso. Se figuraban que los jóvenes se daban cuenta al tocarles
la mano o incluso al mirarlas. Como si eso importase. Pero eran terriblemente inseguras
y sentían un inmenso respeto por la sabiduría mundana de los hombres en aquellos
tiempos. Mi opinión es que los hombres no podían… pero, en cualquier caso, todo
aquello era estúpido.
–Yo
les habría aconsejado que se quedasen en casa si no eran capaces de nada mejor –dijo
Miranda sintiéndose muy entendida y moderna.
–No
se atrevían. Aquellas fiestas y bailes eran el único mercado en que podían exhibirse,
así que una chica no podía permitirse el lujo de faltar, pues siempre había rivales
esperando a pisarles el terreno. La rivalidad –dijo la prima Eva levantando la cabeza
y arqueándose como una montura de caballería que percibe el olor del campo de batalla–,
no puedes imaginarte cómo era la rivalidad. El modo en que aquellas chicas se trataban…
Nada era demasiado mezquino, nada demasiado falso si se trataba de conseguir su
propósito… –La prima Eva se retorció las manos–. No era más que sexo dijo desesperada–.
No pensaban en otra cosa. Desde luego, no lo llamaban así; todo estaba encubierto
bajo nombres bonitos, pero no era más que eso, sexo. –Miró por la ventanilla hacia
la oscuridad, la mejilla hundida que daba a Miranda, bastante sonrojada. Volvió
de nuevo la cabeza–. Yo me he subido a plataformas improvisadas o al estrado cuando
me ha correspondido –dijo orgullosa– y he ido a la cárcel cuando ha sido necesario,
no importaba cuál fuese mi estado de salud. Me abucheaban, se burlaban de mí y me
empujaban como si estuviese perfectamente sana, pero formaba parte de nuestra filosofía
no permitir que nuestras debilidades físicas afectasen a nuestro trabajo. Ya sabes
lo que quiero decir –dijo, como si hasta entonces todo hubiese sido un misterio–.
Bueno, Amy mostraba más ímpetu que las otras y parecía que no entablaba ninguna
clase de batalla, pero sencillamente estaba obsesionada por el sexo, igual que las
demás. Actuaba como si no tuviese una rival en el mundo y fingía no saber en qué
consistía el matrimonio, pero sé bien que no era así. Ninguna de ellas tenía, ni
quería tener, otra cosa en que pensar y es cierto que no sabían mucho al respecto,
así que se pudrían por dentro, se pudrían…
Miranda
deliberadamente se imaginó contemplando una larga procesión de cadáveres vivientes,
de mujeres putrefactas caminando alegres hacia el osario; su corrupción, oculta
bajo encajes y flores; sus caras muertas, orgullosas y sonrientes y pensó con frialdad:
“Por supuesto, no fue así. Esta versión no es más cierta que la que me han contado
toda mi vida, pero era igual de romántica”, y se dio cuenta de que estaba cansada
de su vehemente prima Eva, de que quería dormir, de que quería estar en casa, de
que deseaba que ya fuese el día siguiente para poder ver a su padre y a su hermana,
tan vivos y tan firmes, que se meterían con sus pecas y le preguntarían si quería
comer algo.
–Mi
madre no era así –dijo como una niña–. Mi madre era una mujer muy natural a la cual
le gustaba cocinar. He visto algunas de sus labores de costura. He leído su diario.
–Tu
madre era una santa –contestó la prima Eva automáticamente.
Miranda
se quedó callada, indignada. “Mi madre no era nada semejante”, pensó deseando escupir
a la enorme dentadura de la prima Eva, pero esta había estado acumulando más amargura
hasta que volvió a estallar en palabras:
–“Levanta
la barbilla, Eva”, solía decirme Amy –comenzó cerrando los puños y sacudiéndolos
un poco–. Durante toda mi vida, toda la familia me acosó por mi barbilla, tanto
que hundieron mi juventud. ¿Puedes imaginarte –preguntó con una ferocidad que parecía
demasiado profunda para solo deberse a esa causa– a personas que se consideran civilizadas
amargándole la vida a una chica joven porque tiene un rasgo desafortunado? Por supuesto,
supones bien al imaginar que todo se hacía con el mejor humor, todo el mundo era
muy gracioso al respecto, no pretendían hacerme ningún daño, oh, no, ningún daño.
Eso era lo más infernal. Eso es lo que no puedo perdonarles –gritó, y se retorció
las manos como si fueran bayetas–. Ah, la familia dijo soltando el aliento y recostándose
en el asiento–, debería borrarse de la faz de la tierra esa horrible institución.
Es la raíz de todos los males humanos –concluyó, y se relajó, su expresión se volvió
tranquila. Estaba temblando. Miranda le cogió la mano y la retuvo. La mano se agitó
y luego se quedó quieta, y la prima Eva dijo–: No tienes la menor idea de lo que
algunas de nosotras hemos pasado, pero quería que oyeses la otra versión de la historia.
Y te estoy entreteniendo cuando necesitas un sueño reparador –dijo sombríamente,
removiéndose con un inmenso crujir de enaguas.
Miranda,
que se había sentido agotada, se recobró y se levantó. La prima Eva alargó la mano
una vez más y atrajo a Miranda hacia sí.
–Buenas
noches, querida niña –dijo–. Y pensar que ya eres mayor.
Miranda
vaciló, luego, de pronto, besó a la prima Eva en la mejilla. Los negros ojos brillaron
entre las lágrimas un instante y la prima Eva dijo con una nota cariñosa en su clara
voz de oradora:
–Mañana
estaremos de nuevo en casa. Lo estoy deseando. ¿Y tú? Buenas noches.
A
Miranda la venció el sueño cuando todavía estaba desnudándose. De repente, ya era
por la mañana. Aún estaba tratando de cerrar su maleta cuando el tren entró en la
pequeña estación y vio a su padre en el andén, con aspecto cansado y preocupado,
con el sombrero cubriéndole los ojos. Dio unos golpecitos en la ventana para llamar
su atención, luego bajó corriendo y se arrojó sobre él.
–Bueno,
aquí está mi niña –dijo él, como si Miranda tuviese siete años, pero sus manos la
cogían por los brazos para mantenerla a cierta distancia y su tono era forzado.
No
era bienvenida, no había sido bienvenida desde que se fugó. No lograba convencerse
a sí misma de que debía recordar cómo se sucedían esas escenas: entre una visita
a casa y la siguiente, su mente se negaba a aceptar lo que ya sabía. Su padre miró
por encima de su cabeza y dijo, sin sorpresa:
–¡Vaya!,
hola, Eva, me alegro de que alguien te enviara un telegrama.
Miranda,
desairada una vez más, dejó caer los brazos, con la misma dolorosa y sorda sacudida
que sentía en el corazón.
–Nadie
de mi familia –dijo Eva, con su cara enmarcada en el fino velo negro que reservaba,
evidentemente, para los funerales familiares– me ha enviado en mi vida un telegrama.
Me dio la noticia la joven Keziah, que se había enterado por el joven Gabriel. Supongo
que Gabe está aquí.
–Parece
que todo el mundo está aquí –dijo papá–. La casa está llena.
–Si
lo prefieres me iré a un hotel –dijo la prima Eva.
–¡Maldición,
no! –dijo papá–. No quería decir eso. Tú vendrás con nosotros, donde debes estar.
Skid,
el criado para todo, agarró las maletas y echó a andar por la calle mal empedrada.
–Hemos
venido en coche –dijo papá.
Cogió
a Miranda de la mano, luego la soltó y trató de coger a la prima Eva por el codo.
–Puedo
perfectamente sola, gracias –dijo la prima Eva apartándose.
–Si
eres tan independiente ahora –dijo papá–, Dios nos ayude cuando consigas ese voto.
La
prima Eva se retiró el velo de la cara. Sonreía alegremente. Le gustaba Harry, siempre
le había gustado, así que podía tomarle el pelo todo lo que quisiese. Se cogió de
su brazo.
–De
manera que todo ha terminado para el pobre Gabriel, ¿no?
–Oh,
sí, sí –dijo papá–, sí. Efectivamente, todo ha terminado. Últimamente están cayendo
muchos. ¿Nos tocará pronto a nosotros, Eva?
–No
lo sé ni me importa –dijo Eva con despreocupación–. Es bueno volver de vez en cuando,
Harry, aunque sea solo para funerales. Me siento escandalosamente contenta.
–Oh,
a Gabriel no le importaría, le gustaría verte contenta. Cuando éramos jóvenes Gabriel
era el tipo más alegre que haya visto nunca. La vida para Gabriel –dijo papá– era
un picnic constante.
–Pobre
hombre –dijo la prima Eva.
–Pobre
Gabriel –dijo papá con tristeza.
Miranda,
que caminaba junto a su padre, se sintió desamparada, pero no lo lamentaba. Él no
la había perdonado, lo sabía. ¿Cuándo la perdonaría? No podía adivinarlo, pero sentía
que el perdón vendría por sí solo, sin palabras y sin reconocimiento por ninguna
de las dos partes, porque cuando llegase el momento ninguno de los dos necesitaría
recordar qué había causado esa división ni por qué había parecido tan importante.
Los viejos no pueden guardarnos rencor para siempre porque los jóvenes queramos
vivir también, pensó arrogante y orgullosa. Cometeré mis propios errores, no los
tuyos; dado que no puedo depender de ti más que hasta cierto punto, ¿por qué depender
en lo más mínimo? Aunque había algo más, aquel era el primer paso que dar, y lo
dio, caminando en silencio al lado de sus mayores, que ya no eran la prima Eva y
papá, puesto que habían olvidado su presencia, sino que se habían convertido en
Eva y Harry, que se conocían bien, que se sentían cómodos el uno con el otro por
ser coetáneos en términos de igualdad, que ocupaban por derecho propio su lugar
en este mundo en una época de la vida a la cual habían llegado por los caminos familiares.
No necesitaban desempeñar papeles de hija o de hijo respecto a personas de edad
que no les entendían; tampoco de padres o de prima anciana respecto a personas jóvenes
a quienes ellos no entendían. Eran exactamente ellos mismos: la mirada serena, las
voces tranquilas, y naturales, no necesitaban medir sus palabras ni calcular el
efecto de su actitud. “Soy yo quien no encuentra su lugar –pensó Miranda–. ¿Dónde
están los míos y dónde está mi época?” En silencio, se sintió muy agraviada por
la presencia de esos extraños que la sermoneaban y la amonestaban, que la querían
con amargura y le negaban el derecho a mirar el mundo con sus propios ojos, que
exigían que aceptase sus versiones de la vida pero no eran capaces de decir la verdad,
ni siquiera en las cosas más irrelevantes. “Les odio –se dijo en su interior más
íntimo y oculto–. Me liberaré de ellos, ni siquiera les recordaré.”
Se
sentó delante con Skid, el criado negro.
–Ven
aquí con nosotros, Miranda –dijo la prima Eva con esa pequeña nota aguda de mando–.
Sobra sitio.
–No,
gracias –dijo Miranda con voz firme y fría–. Estoy muy cómoda aquí, no os molestéis.
Ninguno
de los dos percibió su tono ni su actitud. Se acomodaron en el asiento y continuaron
hablando con familiaridad y cariño de sus muertos, de sus vivos, de sus asuntos,
de sus perspectivas, de sus recuerdos comunes, interrumpiéndose mutuamente, reanudando
pequeñas disputas, repasando viejos recuerdos y encontrando en ellos nuevos puntos
de interés con una alegría y una frescura de la que Miranda no les había creído
capaces.
Debido
al ruido del motor, Miranda no podía oír las historias que se contaban, pero le
parecía que las conocía bien, esas u otras similares. Conocía demasiadas historias
como esas, quería algo nuevo y suyo. El lenguaje les era familiar, pero a ella no,
ya no. Su padre había dicho que la casa estaba llena, estaría llena de primos y
tíos, muchos de ellos desconocidos. ¿Habría algún primo joven, alguien con quien
pudiese hablar de cosas que interesaran a ambos? Sintió un vago disgusto ante la
idea de ver a sus primos. Eran decenas y su sangre se revelaba contra los lazos
de la sangre. Estaba harta de primos. No quería más vínculos con esa casa, la abandonaría
y… tampoco regresaría con la familia de su marido. No tendría más lazos de amor
y odio que la asfixiaran. Ya sabía por qué había huido al matrimonio y ya sabía
que iba a huir del matrimonio; no se quedaría en ningún sitio ni con nadie que amenazase
con prohibirle hacer sus propios descubrimientos, con nadie que le dijese “No”.
Esperaba que nadie hubiese ocupado su antigua habitación, le gustaría dormir allí
por última vez, se despediría del lugar donde hacía años le había encantado dormir,
dormir y despertar y esperar a ser mayor, a empezar a vivir. Oh, ¿qué es la vida?,
se preguntó con desesperada gravedad, con esas palabras infantiles sin respuesta,
¿y qué haré con mi vida? Es mía, pensó en una furia de celosa posesividad, ¿qué
haré con mi vida? No sabía que se preguntaba esto porque había sido educada para
creer que la vida era una sustancia, un material que utilizar, que tomaba forma,
dirección y sentido solo cuando el poseedor lo guiaba y lo trabajaba: vivir era
un proceso de continuos y variados actos de la voluntad dirigidos hacia un fin determinado.
Le habían asegurado que había fines buenos y malos, que se tenía que elegir. Pero
¿qué era bueno y qué era malo? Odio el amor, pensó, como si esta fuese la respuesta,
odio amar y ser amada, lo odio. Y su turbada y agitada mente recibió un fuerte alivio
gracias a ese derrumbamiento súbito de una vieja y dolorosa estructura de imágenes
distorsionadas y conceptos erróneos. “No sabes nada acerca de eso –se dijo Miranda,
con extraordinaria claridad, como si fuese una persona mayor amonestando a otra
más joven y descaminada–. Tienes que averiguarlo.” Pero nada le impulsaba a decidir:
“Ahora haré esto, seré aquello, iré allí, tomaré este camino para llegar a aquel
objetivo”. Primero hay que hacer preguntas, pensó, pero ¿quién las contestará? Nadie,
o habrá demasiadas respuestas, ninguna de ellas correcta. ¿Cuál es la verdad?, se
preguntó con tanta gravedad como nadie se lo hubiese cuestionado jamás. ¿La verdad
que tengo que averiguar incluso acerca de lo más insignificante? ¿Y dónde empezaré
a buscarla? Su mente se negaba tercamente a recordar no ya el pasado sino la leyenda
del pasado, el recuerdo del pasado que tenían otras personas, el que se había pasado
la vida contemplando asombrada como un niño el espectáculo de la linterna mágica.
Ah, pero queda mi propia vida por venir, pensó, mi propia vida presente y futura.
No quiero promesas, no tendré falsas esperanzas, no seré romántica respecto a mí
misma, no puedo vivir en su mundo por más tiempo, se dijo, escuchando las voces
que continuaban hablando detrás de ella. Que se cuenten sus historias entre ellos.
Que continúen explicándose cómo sucedieron las cosas. No me importa. Por lo menos
podré saber la verdad acerca de lo que me ocurra a mí, afirmó en silencio y, esperanzada
e ignorante, se lo prometió firmemente a sí misma.
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