Jim Phelan
Era una madrugada de un frío
día de invierno. La luz grisácea del amanecer se pulía en la gruesa colcha de la
nieve caída durante la noche. Unos cuantos troncos sin hojas, y algunos yerbajos,
se destacaban como sombras negras sobre el albo paisaje del camino. Un cuervo graznaba
débilmente.
Una superficie
lisa, nivelada, cubierta de nieve; aparentemente un camino como de unos veinte pies
de anchura se perdía en la distancia hacia el horizonte. Derecha, como tirada a
plomo, esa superficie cubierta de nieve sin huella alguna de pasos humanos, estaba
flanqueada a lo largo por una ruta quebrada, de un metro de ancho. Solamente una
que otra yerba saliendo a la superficie, indicaban que eso era un canal convertido
en hielo.
Sobre este camino
angosto, la superficie helada del canal, desfilaba lentamente una procesión de unos
cuantos hombres. Parecían cansados; estaban pobremente vestidos, casi todos ellos
borrachos. Continuamente cambiaban de lugar en la procesión, cargando por turno
un enorme y mal construido ataúd de pino. Al final de todos ellos venían dos hombrachones,
cansados y tristes, que arreaban a los demás, amenazando a los que, borrachines,
intentaban desertar del grupo.
Cada tantos
pasos el cortejo se detenía. Mientras dos hombres soportaban la parte trasera del
catafalco, los de adelante se hacían a un lado, los de atrás tomaban la delantera,
y dos hombres nuevos tomaban sobre sus hombros la caja, por la parte de atrás. Aquellos
que se liberaban de la carga, se iban hasta el final de la caravana. De esa forma
todos descansaban y ayudaban a llevar al muerto, por turno.
Cada vez que
se relevaban, aquellos que se quedaban al final de la fila, trataban de evadirse.
Sus cuerpos somnolientos, exhaustos por el licor, trataban de alcanzar el campo,
el camino. Huir. Pero siempre los dos hombrachones estaban alertas para ponerlos
en orden, y la procesión seguía su marcha.
Al cambiar turnos,
los hombres se descubrían, reverentemente. Hablaban bien del hombre muerto, mientras
lo llevaban, y cuando eran relevados por otros. Se lo estaban llevando, furtivamente,
hacia el campo, para poderlo enterrar en algún panteón rural, ahorrando veinte libras
a la comunidad. El muerto iba acomodado en una caja corriente de pino, en lugar
de ir en un catafalco “decente”. Nadie oraba, pero en cambio, en cada alto del camino
se expresaban bien del difunto.
En ciertas ocasiones
se efectuaba un cambio completo de hombres, pues había cuatro, bajos de estatura,
que no podrían haber llevado la caja junto con dos grandes. Uno de ellos, particularmente,
era locuaz en sus elogios hacia el muerto.
–Descansa en
paz, Bartle –decía al féretro al recibir su esquina del cajón sobre el hombro–,
descansa en paz, que siempre fuiste un alma limpia.
–Descanse en
paz, amén –respondían los otros, sofocados y arrastrando los pies, cargando el gigantesco
ataúd–. Amén, descansa en paz, amén.
No caminaban
mucho sin que se detuvieran, pues el muerto era enorme, y el cajón pesaba mucho.
–Sí, ciertamente
–decía el más bajito–, pobre Bartle, el mejor hombre del mundo.
–El mejor del
mundo, Dios lo tenga en su seno –respondía otro.
–Sí, Tim –le
hacían coro al apologista–, tienes razón. El mejor del mundo.
Con su sombrero
aún en la mano, murmurando una especie de plegaria, Tim, el de la elegía, viéndose
relegado, tomó su lugar al final de la procesión. Delgado, con aire de estar hambriento,
ojillos alertas encima de un enorme mostachón rubio, bebido y cansado, se fue quedando
rezagado poco a poco. Todavía mascullando plegarias, su sombrero ocultando una parte
de la cara, hizo como que se tropezaba a un lado, y trató de huir a campo traviesa.
Inmediatamente,
los vigilantes, a la zaga, lo devolvieron al grupo. Como era pequeño, desistió de
huir al primer cambio de palabras.
–Ándale, es
tu turno –le aclaró uno.
–Sí, toma tu
turno. Comiste y bebiste, pues ahora lleva la carga –dijo el otro.
El aludido comenzó
a caminar con el cortejo, su cara hambrienta en un mohín de disgusto. Murmuraba,
colérico, solamente pausando al decir “amén”, como corolario a la letanía del que
le pasaba su puesto.
–Que Dios llene
de luz su alma.
Otros dos hombres
intentaron desertar, cada uno por rumbo distinto. Pero los vigilantes estaban alertas,
y tuvieron que volver al cortejo, tropezando, mezclando las imprecaciones con las
plegarias.
Las pausas se
hacían más y más frecuentes. Mientras los hombres helados se cambiaban la carga,
las exclamaciones piadosas se hacían más largas y elocuentes. Cada tantos pasos
se detenía el cajón; los hombres se turnaban; se pronunciaban las buenas palabras;
los que habían sido relevados trataban de escapar; los dos vigilantes los hacían
volver nuevamente a la línea, y la procesión reasumía la marcha unos diez o doce
pasos, sobre el hielo.
–Dios lo bendiga.
Era un gran hombre, si lo hubo alguna vez –dijo uno, con voz fuertemente laudatoria.
–Sí, sí, un
gran hombre. Y que Dios lo bendiga.
–Ya van veinte
turnos que tomo –dijo otro–, y nunca he llevado un cadáver más grande… ni más bueno.
Que descanse en santa paz.
–Amén –dijo
Tim, a quien le había llegado nuevamente el turno–. Amén y que Dios lo bendiga –terminó
con prisa.
–Nunca le hizo
mal a nadie –dijo sofocándose el bajito que acompañaba a Tim–. Dios lo bendiga,
amén.
Una vez más
el ataúd pasó a otros hombros, después de una disputa sobre cuánto habían recorrido.
–Está bien,
yo tomaré mi turno, no se preocupen. Y me aguanto lo que me toque. Dios lo bendiga
–pronunció uno de los nuevos.
–Siempre un
amigo en tiempos de necesidad –afirmó otro, y después, como para convencerse él
mismo–: si así no fuera, no estaría yo aquí. Claro que no estaría. Que Dios lo bendiga.
–Cierto lo que
dices –respondió el que salía del turno–, cierto. Nunca supe nada malo de él, que
si no, no lo estaría cargando. Dios lo bendiga, amén –terminó.
Avanzaban cada
vez más lentamente. A cada rato se peleaban discutiendo la distancia que cada grupo
había recorrido. Los dos hombres, atrás, batallaban más para mantener juntos a los
demás y evitar que escaparan. Las plegarias escaseaban cada vez más, y comenzaba
a rebatirse más abiertamente la impresión sobre el carácter del difunto. Las voces
se hacían violentas, perdiéndose la reverencia.
–¡Bueno, bueno!
¿Quién se está echando para atrás? ¡Buen hombre, este Bartle!
–¿Cuándo nos
cambian? ¿Lo vamos a llevar todo el maldito camino?
–¡Epa, álcenlo!
Tomen su turno. Ya sé que pesa como el diablo… buen hombre, descanse en paz.
–¡Qué! ¿Nosotros
de nuevo? ¡Si ustedes no dieron ni un paso con él! ¡Descanse en paz!
–Pobre Bartle,
hay que llevarlo, fue un buen hombre.
–Yo nunca lo
conocí.
–No por hablar
mal de los muertos, pero me pegó una vez…
–Era medio de
mal carácter. Pobre. Era su modo de ser.
–No es porque
no quiera llevarlo, pero…
La procesión
se detuvo. Los hombres atrás intentaron reanudar la marcha. En vano. Caras enojadas
los miraban silenciosamente, maldiciones entre dientes se escapaban de sus labios
amoratados. Los que más protestaban eran los que en ese momento soportaban la caja,
sin que nadie los relevara.
–Es un crimen,
salir a andar tan lejísimos.
–No lo digo
por mal, pero Bartle nunca me cayó bien.
–¿Quién fue
el que le hizo un chamaco a Ana Hennessy? ¿Quién fue, a ver?
–No soy chismoso,
pero fue Bartle.
–¡Y me pegó,
cuando que era más grandote que yo!
–Si hubiera
sido bueno, yo…
–Nunca fue bueno…
–Al diablo con
él…
–¡Con él!
Tiraron el cajón
sobre el hielo del canal. Al caer, abrió un boquete negro y desapareció bajo la
capa de hielo, con un sonido sordo y acuoso. Los hombres se quedaron mirando el
agujero unos instantes, después se desparramaron con gran ligereza por el campo.
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