Gustav Meyrink
–¡Knödlseder, hazte a un
lado! –ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo
de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.
–Porquería
de animal, ojalá se muera –protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes,
que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista
y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad;
voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de
dar en su adversario.
Pero
Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible
la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas
de su cola mientras se mofaba:
–¡No
te pongas belicoso, que te doy una cachetada!
¡Y
esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!
–¡Esto
no puede seguir así –rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa
desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su
rincón aparentaba estar “dando gracias a Dios”, una actividad a la que su condición
de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso–, esto no puede
seguir así!
Knödlseder
dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su
memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original
del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad
en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos –zancudos igual
que las cigüeñas– y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila
exclamó:
–¡Epa,
epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?
–Somos
grullas vírgenes –fue la respuesta.
–Para
quien se lo quiera creer –había respondido el águila real para regocijo de todos
los presentes; pero lástima que pronto el carácter zumbón de este muchacho también
se volvió contra él, y fue así que un día se puso secretamente de acuerdo con un
cuervo, que hasta entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando
el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al enrejado con su
cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de las ruedas; luego colocaron
el caño de goma en el comedero de la jaula y el águila real había tenido el tupé
de señalarlo con el pulgar diciendo:
–Amadeo,
ahí tienes un chorizo.
Y
él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín Zoológico, él, el venerado
buitre de los Alpes… se lo creyó: se apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido
vuelo hasta su barra, donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue
haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin arrojándolo hacia atrás
con violencia, de modo que, por primera vez en su vida, cayó al suelo provocándose
una dolorosa torcedura en el cogote. Inconscientemente, Knödlseder se estaba tanteando
ahora, al recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de furia,
pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión de una nueva burla.
Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por suerte el antipático animalejo no había
notado nada y seguía tranquilamente hincado “dando gracias a Dios”.
Esta
noche se concreta una huida, resolvió el buitre de los Alpes tras largo cavilar:
“prefiero la libertad con su lucha por la vida, antes que permanecer un solo día
más con ese ser indigno”. Un breve ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta
de la jaula seguían oxidadas –un secreto que ya conocía desde hacía mucho tiempo
y que guardaba celosamente para sí–, lo que facilitaba considerablemente sus planes.
Consultó
su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche! Esperó una hora más y
comenzó a empacar silenciosamente su maleta. Un camisón, tres pañuelos (se los acercó
uno por uno a los ojos: ¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su
libro de misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las gastadas
páginas, y por fin –una lágrima nostálgica mojó sus párpados– el viejo y querido
braguero, pintado amorosamente para simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita
le había regalado para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran
… y con el que tanto le había gustado jugar.
Bueno,
ya estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su buche. Casi
me convendría, pensaba Knödlseder, esperar a que el señor Director me diera un certificado
de buena conducta. Nunca se puede saber…; pero desechó este pensamiento casi de
inmediato; no sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la dirección
del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su partida.
–No,
creo que me conviene más dormir una horita.
Ya
estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo sobresaltó un ruido sospechoso.
Aguzó el oído. No era nada de importancia: el marabú, que secretamente era un gran
adicto a los juegos de azar, estaba jugando al par o impar bajo palabra de honor
consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente manera: tragaba
un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas: si el número que resultaba de
esta operación era impar, había “ganado”. El buitre de los Alpes lo estuvo observando
durante un buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a cada
rato, hasta que un nuevo ruido –proveniente esta vez de la construcción de cemento
que embellecía el interior de la jaula– distrajo abruptamente su atención. Era un
cuchicheo y estaba dirigido a él:
–Pst,
señor Knödlseder.
–¿Qué
hay? –contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz y bajó volando suavemente
de su barra.
Era
un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el águila real, se diferenciaba
fundamentalmente de este por su carácter apacible y bonachón, enemigo declarado
de las bromas pesadas.
–Usted
está por huir –comenzó diciendo mientras señalaba la maleta. Por un instante el
buitre de los Alpes pensó terminar con esta intromisión cerrando la boca del erizo
para siempre –por pura cautela, se entiende–, pero la confiada mirada de su interlocutor
lo desarmó por completo–. ¿Conoce usted bien los alrededores de Munich, señor Knödlseder?
–No
–tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.
–Ya
me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble
hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va
a dar cuenta. Y después … –el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez
una pizquita de rapé–, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha
suerte en el viaje, señor vecino –cerró el erizo su locución y desapareció.
Todo
resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knödlseder había logrado
abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del
sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón
roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque
toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada
desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse
en su rincón para dar gracias a Dios.
–¡Uf,
cuánta chatura! –protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida
en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba
hacia el Sur– ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!
Acalorado
por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito
que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de
cerveza. Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía
no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta
inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: Almacén de Ramos Generales, de Bárbara
Muschelknaus.
El
buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con
atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta
de la tienda y entró muy decidido. Durante la noche anterior ya lo había estado
atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar
volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada?
¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en
primer término, comer, y comer mucho: ex nihilo nihü fit; pero ahora, súbitamente,
se le abría un camino nuevo.
–¡Cielos,
qué animalejo más repulsivo! –chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar
el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knödlseder,
tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente
escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de
muy buen gusto, como las que estaban expuestas en el escaparate.
Conquistada
por el comportamiento tan educado y jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó
a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador. Y al distinguido
caballero le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando
en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas,
una color rojo fuego, solo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña
con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras
ella así lo hacía, él canturreaba:
Un beso ardiente de tu boca de rosa
me recuerda
aquellos rojos amaneceres, hurrá;
hurrá, hurrá, hurrá.
–Vaya, qué bien le queda
–exclamó feliz la vieja–. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda,
casi se le escapa)… duque!
–Bueno,
ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca
–trinó el buitre de los Alpes.
Casi
loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la
casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knödlseder tomó la caja de
cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba
flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír
los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor
remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre
las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter. Recién
a altas horas de la tarde –los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el
beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes–, condujo su raudo vuelo
hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su
vista se perdía embriagada en el paisaje.
De
las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores,
acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero
de un hijo de los aires, Amadeo Knödlseder descubrió bien pronto, para su enorme
regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de
una próspera aldea de lirones. Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso
visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores
se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knödlseder
no solo no le tocó ni un solo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir
a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino
que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle
si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.
–A
juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? –dijo para entablar una conversación,
después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.
–No,
no –balbuceó el anciano caballero.
–¿Del
sur tal vez?
–No.
De… de Praga.
–Ah,
y por lo tanto judío, ¿no? –siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras
le sonreía amigablemente guiñando un ojo.
–¿Yo?
¿Y… yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! –negó enfáticamente el
lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso–. ¿Judío yo? Todo lo
contrario, por más de diez años fui shabes–goy con una familia judía pero buena.
Una
vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca
de la vida y las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda
satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos,
ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar
donde afincarse. La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya
había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con
su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con
entrada independiente.
Los
días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos
ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo
se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes. Prolijamente
escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre
la entrada de la tienda recién inaugurada: CORBATAS EN TODOS LOS COLORES. Vende
AMADEO Knödlseder (se conceden rebajas), y todos se agolpaban para admirar
las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.
Antes,
cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes
corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre
cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado
las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de
primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules,
amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar
del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba
constantemente entre las patas delanteras.
La
firma Amadeo Knödlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes
que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las
virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres
(solo bebía limonada). Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente
dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado
a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato,
haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya
que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que,
tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.
El
hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante,
no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás!
Después del cierre, Amadeo Knödlseder solía sentarse en un escarpado para tocar
melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón –una gamuza
solterona, con lentes y manta escocesa– se acercaba con sus breves pasitos por las
rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba
con un recatado movimiento de su cabecita. Ya se estaba corriendo la voz de que
ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación,
ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio
tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente
debía tener todo buitre de los Alpes.
Lo
único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia
–tan desdichada como sorprendente– de que el número de la población disminuía de
un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba
una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la
sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se
seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al
hogar.
Y
cierto día se notó la falta de… ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su
frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había caído
al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja
de Amadeo Knödlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas
hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para –así afirmaba él con
desconsuelo–, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura.
Y, entre vuelo y vuelo, se le podía ver sentado entre las piedras –en la boca un
mondadientes– con la vista perdida en el vacío.
Llegó
al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas. Y entonces, cierta
noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble –un viejo gruñón
y chismoso– hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara
la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba
dispuesto a seguir esperando un solo día más el pago del alquiler adeudado.
–¡Hum!
¡Qué extraño! ¿El señor Knödlseder adeuda el alquiler? –el oficial de guardia no
podía creerlo–, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar
en casa durmiendo, con despertarlo basta!
–¿Ese
y en casa? –el viejo lirón estalló en una sonora carcajada– ¿Nada menos que ese?
¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como
una cuba!
–¿Borracho?
–el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.
Ya
comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando
sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo
de la tienda. Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza
del mercado.
–¡Quiebra
fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio –y así iban cambiando sucesivamente
las diversas versiones.
–¡Jí,
jí, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí!
El
que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde
aquel encuentro tan enojoso con Knödlseder no se había dejado ver nunca más en la
vía pública.
El
desconcierto general iba creciendo y creciendo. Hasta las elegantes damitas que
regresaban a casa –de vaya a saber uno qué diversiones– envueltas en sus finas pieles,
hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía. Y de pronto un ruido formidable:
la puerta había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué horrible
espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes! De la habitación
abierta salía un olor nauseabundo y adonde quiera que uno dirigiera la mirada: trozos
de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban
hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en
los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos. La multitud quedó
como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos.
Knödlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente
adquirida… ¡un segundo “Joyero Cardillac” de la novela de la señorita de Scuderi!
–¿Y
qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? –comenzó de nuevo el viejo marmota
acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como
para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.
–¿Cómo
es posible, estimado vecino, que usted fuese el único que mantuviera en pie su desconfianza?
¡Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado…!
–¿Un
buitre de los Alpes cambiar? –preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de
burla–. ¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de
su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp…! –no pudo seguir hablando: voces
humanas se acercaban. ¡Turistas!
En
un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron. Incluido el marmota
sabio.
–¡Qué
belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! –exclamaba una
de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto
seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos
muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (solo que no tan amarillos, sino
más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación
de la naturaleza–. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura
ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, señor Klempe, lo que
me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted. Cuando la guerra
haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano
y reconocer:
–¡Querida
Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!
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