Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Molestó a todo el pasaje
cuando subió al autobús.
El
portafolios repleto de papeles ajenos, el enorme envoltorio que le obligaba a arquear
el brazo izquierdo, la bufanda de felpa gris y el paraguas que se abría a cada momento
le impedían mostrar el boleto de regreso; tuvo que apoyar el paquetote en la tabla
del boletero, lo cual provocó una imponderable caída de la morralla; quiso agacharse,
para recogerlas, desencadenando con ello las protestas de los que estaban detrás
de él, temerosos de que las faldas de sus abrigos quedaran atrapadas entre los batientes
de la puerta automática. Logró colarse entre la gente amontonada en el pasillo.
Era de complexión delgada, pero los bultos que llevaba lo hacían semejante a una
monja blindada de siete faldas. Mientras se deslizaba a lo largo del pasillo enlodado,
por entre los pasajeros que se desplazaban caóticamente, la inoportunidad de su
mole propagó el descontento en todo el autobús: pisó pies, se los pisaron, oyó reproches
airados, y cuando escuchó a sus espaldas tres sílabas que aludían a sus presuntos
infortunios conyugales, el honor le hizo volver la cabeza y se ilusionó de haber
adoptado una amenaza en la expresión extenuada de los ojos.
En
tanto el autobús recorría calles en las cuales fachadas de un barroco rústico ocultaban
la abyecta franja costera que, en todas las esquinas, aparecía en pleno; luego desfiló
frente a las luces amarillentas de las tiendas octogenarias.
Al
aproximarse a su parada tocó el timbre, bajó, tropezándose con el paraguas y se
halló finalmente solo en su metro cuadrado de acera resquebrajada. Ni tardo ni perezoso
constató si aún tenía su billetera de plástico. Y se sintió libre de saborear su
felicidad.
Muy
bien guardadas en la billetera estaban las 37,245 liras, el aguinaldo que había
cobrado una hora antes, la oportunidad de sacarse varias espinas: la del insistente
casero, a quien le debía ya tres meses de alquiler; la del puntualísimo cobrador
de los abonos del saco de piel de conejo que le compró a su mujer (“Te queda mejor
que un abrigo largo, querida; con este saco te ves más esbelta”); la de las terribles
miradas del pescadero y del verdulero. Esos cuatro billetes de alta denominación
eliminaban también el temor al próximo recibo de la luz, las vehementes ojeadas
a los zapatos de los niños, la observación ansiosa de la palpitación de las hornillas
de gas líquido. No significaban la opulencia, desde luego, pero prometían una pausa
de la angustia, lo que es la verdadera felicidad de los pobres. Tal vez hubieran
podido sobrevivir unas 2000 liras, para gastarlas luego luego en el fulgor de la
cena de Navidad.
Pero
no le atribuía a la felicidad fugaz del aguinaldo la dicha que ahora lo invadía,
una dicha rosada. Rosada, sí, como el envoltorio que le martirizaba el brazo izquierdo.
Esta brotaba del panettone de siete kilos que le habían regalado en la
oficina. Y no tanto porque se desviviera por aquella dudosa mezcla de harina, azúcar,
huevo en polvo y pasitas. Es más, esa cosa no le gustaba. ¡Pero siete kilos juntos
de pan de lujo! ¡Tanta abundancia en una casa en la que los víveres entraban en
hectogramos y medios litros! ¡Un producto ilustre en una despensa consagrada a las
etiquetas de baja categoría! ¡Qué felicidad para María, qué alboroto el de los niños,
que durante dos semanas podrían recorrer ese Far West inexplorado, una
merienda!
Sin
embargo, esta era la felicidad de los demás, felicidades materiales hechas de vainilla
y de cartón coloreado, el panettone, para acabar pronto. Su felicidad personal
era muy diferente, una felicidad espiritual, una mezcla de orgullo y ternura; espiritual,
sí señor.
Poco
antes, cuando el jefe de la oficina había distribuido los sobres con los aguinaldos
y las felicitaciones navideñas con la altanera cortesía del viejo jerarca que era,
anunció que el panettone de siete kilos que la Gran Empresa Productora
había enviado a la oficina le sería entregado al empleado con mayores merecimientos,
y que por lo tanto les rogaba a los estimados colaboradores que designaran democráticamente
al afortunado (así lo dijo, con esas mismas palabras).
Mientras
tanto, el panettone estaba allí, al centro del escritorio, severo, herméticamente
cerrado, “pletórico de presagios”, como el mismo jefe había dicho 20 años antes,
vestido de paño. Entre los colegas corrieron risitas y murmullos; luego todos, incluso
el jefe, gritaron su nombre. Una gran satisfacción, la seguridad de seguir en el
empleo, un triunfo, para acabar pronto. Desde ese momento nada había podido disminuir
esa tonificante sensación, ni las 300 liras que tuvo que pagar en el “bar” de abajo,
en la doble lividez del crepúsculo borrascoso y del “neón” a bajo voltaje, cuando
les invitó un café a los amigos, ni el peso del botín, ni los insultos oídos en
el autobús; nada, ni siquiera el profundo barrunto en su conciencia de que solo
se trataba de un gesto de desdeñosa piedad de los otros empleados que conocían su
pobreza. Era en verdad demasiado pobre para permitir que la cizaña de la arrogancia
brotara donde no debía.
Se
dirigió a su casa a través de una calle decrépita, a la que los bombardeos de 15
años antes le habían dado los últimos retoques. Llegó a la plazoleta espectral,
al fondo de la cual estaba acurrucado el edificio miserable.
Pero
saludó con gallardía al portero Cósimo, que lo despreciaba porque sabía que ganaba
un sueldo inferior al suyo. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones: el
piso donde vivía el caballero Fulano. ¡Qué asco! Tenía un coche compacto, es verdad,
pero también una mujer fea, vieja y desvergonzada. Nueve escalones, luego tres,
y otros nueve escalones: el apartamiento del licenciado Sempronio: ¡peor que nunca!
Con un hijo holgazán que soñaba con lambrettas y vespas, y con el despacho siempre
vacío. Nueve escalones, tres, luego otros nueve: su apartamiento, pequeño, pero
de un hombre bienquisto, honesto, honrado, premiado, el de un contador fuera de
serie.
Abrió
la puerta, atravesó el estrecho pasillo que olía a cebolla frita; sobre una caja-banco
alto como un cesto depositó el pesado paquete, el portafolios repleto de asuntos
ajenos y la estorbosa bufanda. Su voz tintineó: “¡María, ven acá! ¡Ven a ver qué
hermosura!”
La
mujer salió de la cocina en una bata de color azul celeste manchada con el tizne
de las sartenes, con las pequeñas manos enrojecidas de tanto lavar, posadas sobre
el vientre deformado por los partos. Los niños, con las narices llenas de mocos,
se arremolinaban alrededor del monumento rosado y lanzaban agudos gritos de contento,
pero no se atrevían a tocarlo.
“¡Bien!
¿Traes lo del aguinaldo? Ya no me queda ni una lira”. “Aquí está, mi amor. Yo me
quedo con el resto, con las 245 liras. ¡Pero nada más ve qué regalo de Dios!”
Su
mujer había sido bonita hasta algunos años atrás, cuando aún tenía las facciones
afiladas y unos ojos caprichosos. Pero los altercados con los tenderos habían enronquecido
su voz, la mala alimentación estropeado su tez y el constante escrutar un porvenir
cargado de niebla y escollos había apagado el brillo de sus ojos. En ella sobrevivía
solamente un alma santa, es decir: inflexible y carente de ternura, una profunda
bondad obligada a expresarse con regaños y prohibiciones, y también un mortificado
orgullo de casta, pero tenaz, porque era sobrina de un gran sombrerero de la calle
Independencia, y despreciaba los no muy análogos orígenes de su Girolamo, al que
adoraba como se adora a un niño tonto, pero querido.
La
mirada de ella resbaló indiferente sobre el paquete adornado. “Muy bien. Mañana
se lo mandaremos al abogado Risma, que ha sido muy atento con nosotros.”
Dos
años antes, el abogado le había pedido a Girolamo que se encargara de un complicado
trabajo contable, y, además de pagárselo, los había invitado a comer en su propio
apartamiento abstraccionista y metálico, en el cual el contador había sufrido las
de Caín a causa de los zapatos que compró para asistir a dicha comida. Y ahora,
por culpa de este abogado que no tenía necesidad de nada, María, Andrea, Saverio,
la pequeña Giuseppina y él mismo ¡debían renunciar al único filón de abundancia
encontrado después de tantos años!
Corrió
hacia la cocina, cogió un cuchillo y se dispuso a cortar los listones dorados que
una industriosa obrera milanesa había anudado tan bellamente alrededor del paquete;
pero una mano enrojecida le tocó el hombro, despacio: “No seas niño, Girolamo. Tú
sabes bien que le debemos favores a Risma.”
Hablaba
la Ley, la Ley emanada de los sombrereros inmaculados.
“¡Pero
mi amor, este es un premio, un testimonio en reconocimiento al mérito, una prueba
de consideración.”
“Olvídalo.
¡Tus colegas te engañan con sus sentimientos delicados! Es una limosna, Giro, solamente
una limosna.” Lo llamaba de nuevo con el viejo diminutivo cariñoso, le sonreía con
los ojos en los cuales solo él podía redescubrir los antiguos encantos.
“Mañana
comprarás otro panettone más chico, suficiente para nosotros; y cuatro
de esas velas rojas en forma de tirabuzón que venden en la Standa. Y haremos nuestra
gran fiesta.”
En
efecto, al día siguiente compró un minúsculo panettone anónimo; no cuatro
sino dos de las vistosas velas y, por medio de una agencia, le envió el mastodonte
al abogado Risma, lo que le costó otras 200 liras.
Para
colmo de males, después de Navidad tuvo que comprar un tercer pastel que, mimetizado
en rebanadas, debió llevarles a los colegas que le tomaban el pelo por no haberles
dado ni siquiera una miga del suntuoso premio.
Una
cortina de niebla cayó sobre la suerte del panettone primigenio.
Se
presentó en la agencia “Relámpago”, para reclamar. Le presentaron con desprecio
la lista de los recibos, y en uno de estos aparecía la firma del sirviente del abogado,
que lo había recibido. Sin embargo, después del Día de Reyes, llegó una tarjeta
de visita con “gratitud y calurosas felicitaciones”.
El
honor estaba salvado.
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