Rudyard Kipling
Rojas son nuestras caras y plomo es el cielo,
de par en par las puertas del infierno,
y sus vientos furiosos están sueltos;
sube el polvo a la faz del firmamento
y bajan las nubes, sudario ardiendo,
peso al subir y duras al posarse.
El alma humana pierde su alimento,
lejos de la pequeñez y el esfuerzo,
dolido el corazón, enfermo el cuerpo,
como polvo de un sudario se echa al vuelo
el alma, que se aparta de su carne,
como el cuerno del cólera, en su estruendo.
Himalayo
Cuatro hombres, cada uno con derecho “a
la vida, a la libertad y a la conquista del bienestar”, jugaban al whist sentados
a una mesa. El termómetro señalaba –para ellos– ciento un grados de temperatura.
La habitación estaba tan oscurecida que apenas era posible distinguir los puntos
de las cartas y las pálidas caras de los jugadores. Un punkah viejo, roto, de calicó
blanco removía el aire caliente y chirriaba, lúgubre, a cada movimiento. Fuera reinaba
la lobreguez de un día londinense de noviembre. No había cielo ni sol ni horizonte:
nada que no fuese una calina marrón y púrpura. Era como si la tierra se estuviese
muriendo de apoplejía.
De vez en cuando, del
suelo se alzaban nubes de polvo rojizo, sin viento ni advertencia, que, como si
fueran manteles, se lanzaban sobre las copas de los árboles resecos para bajar después.
Entonces un polvo demoníaco y arremolinado se precipitaba por la llanura a lo largo
de un par de millas, se quebraba y caía, aun cuando nada había que le impidiese
volar, excepto una larga hilera de traviesas de ferrocarril blanqueadas por el polvo,
un racimo de cabañas de adobe, raíles condenados y lonas, y un único bungalow bajo,
de cuatro habitaciones, que pertenecía al ingeniero ayudante a cargo de la sección
de la línea del estado de Gaudhari, por entonces en construcción.
Los cuatro, desnudos
bajo sus pijamas ligerísimos, jugaban al whist con mal talante, discutiendo acerca
de quién era mano y quién devolvía. No era un whist óptimo, pero se habían tomado
cierto trabajo para llegar hasta allí. Mottram, del Servicio Indio de Topografía,
desde la noche anterior, había cabalgado treinta millas y recorrido en tren otras
cien más desde su puesto solitario en el desierto; Lowndes, del Servicio Civil,
que llevaba a cabo una tarea especial en el departamento político, había logrado
escapar por un instante de las intrigas miserables de un estado nativo empobrecido,
cuyo soberano ya adulaba, ya vociferaba para obtener más dinero que el aportado
por los lamentables tributos de labriegos exprimidos y criadores de camellos desesperados;
Spurstow, el médico del ferrocarril, había dejado que un campamento de culis azotado
por el cólera se cuidara por sí mismo durante cuarenta y ocho horas mientras él,
una vez más, se unía a los blancos. Hummil, el ingeniero ayudante, era el anfitrión.
No se arredraba y recibía a sus amigos cada sábado, si podían acudir. Cuando uno
de ellos no lograba llegar, el ingeniero enviaba un telegrama a su última dirección,
a fin de saber si el ausente estaba muerto o con vida. Hay muchos lugares en Oriente
donde no es bueno ni considerado permitir que tus amistades se pierdan de vista
ni aun durante una breve semana.
Los jugadores no tenían
conciencia de que existiese un especial afecto mutuo. Discutían en cuanto estaban
juntos, pero experimentaban un deseo ardiente de verse, tal como los hombres que
no tienen agua desean beber. Eran personas solitarias que conocían el significado
terrible de la soledad. Todos tenían menos de treinta años: una edad demasiado temprana
para que un hombre posea ese conocimiento.
–¿Pilsener? –dijo Spurstow,
después de la segunda mano, secándose la frente.
–No queda cerveza, lo
siento, y apenas si hay soda para esta noche –dijo Hummil.
–¡Qué organización tan
lamentable! –rezongó Spurstow.
–No tiene remedio. He
escrito y telegrafiado, pero los trenes todavía no llegan con regularidad. La semana
pasada se acabó el hielo, como bien lo sabe Lowndes.
–Me alegra no haber
venido. Sin embargo, podría haberte enviado un poco, si lo hubiese sabido. ¡Uf!
Hace demasiado calor para estar jugando tan poco científicamente –dijo eso con una
expresión de burla salvaje contra Lowndes, que solo rio. Era difícil agraviarle.
Mottram se apartó de
la mesa y echó una mirada por una hendija del postigo.
–¡Qué día tan bonito!
–dijo.
Sus compañeros bostezaron
todos a la vez y se dedicaron a una investigación sin objetivo de todas las posesiones
de Hummil: armas, novelas viejas, guarniciones, espuelas y cosas similares. Las
habían manoseado docenas de veces antes, pero por cierto que no había nada más que
hacer.
–¿Has recibido algo
nuevo? –dijo Lowndes.
–La Gazette of India
de la semana pasada y un recorte de un periódico inglés. Mi padre me lo ha enviado;
es bastante divertido.
–Otra vez uno de esos
remilgados que se llaman a sí mismos miembros del Parlamento, ¿verdad? –dijo Spurstow
que leía los periódicos cuando podía conseguirlos.
–Sí. Escuchad esto.
Se refiere a tu zona, Lowndes. El hombre estaba diciendo un discurso a sus votantes
y exageró. Aquí hay un ejemplo: “Y afirmo sin vacilaciones que la Administración
en India es la reserva, la más preciada de las reservas, de la aristocracia inglesa.
¿Qué obtiene la democracia, qué obtienen las masas, de ese país que, paso a paso,
nos hemos anexado de modo fraudulento? Yo respondo: nada, absolutamente nada. Es
cultivado por los vástagos de la aristocracia con el ojo puesto tan solo en sus
propios intereses. Ellos se toman buen trabajo para mantener su espléndida escala
de ingresos, para evitar o sofocar cualquier investigación sobre la índole y el
comportamiento de sus administraciones, en tanto que ellos mismos obligan al labriego
desgraciado a pagar con el sudor de su frente todo el lujo en que se sumergen”.
–Hummil agitó el recorte por encima de su cabeza.
–¡Bravo! ¡Bravo! –dijeron
sus oyentes.
Entonces Lowndes, meditabundo,
dijo:
–Daría…, daría tres
meses de mi paga para conseguir que ese caballero pásase un mes conmigo y viera
cómo hace las cosas un príncipe nativo libre e independiente. El viejo Timbersides
–ése era el apelativo irrespetuoso de un honrado y condecorado príncipe feudal–
me ha hecho la vida imposible la semana pasada pidiéndome dinero. ¡Por Júpiter!
¡Su última proeza ha sido enviarme a una de sus mujeres como soborno!
–¡Mejor para ti! ¿Aceptaste?
–dijo Mottram.
–No, pero ahora pienso
que tendría que haberlo hecho. Era una personita muy guapa, que no paró de contarme
cuentos sobre la indigencia horrible que hay entre las mujeres del rey. Esos encantos
hace casi un mes que no se compran ningún vestido nuevo, mientras el viejo quiere
comprarse una carrindanga nueva en Calcuta, con adornos de plata maciza y faros
de plata y chucherías de esa clase. He procurado hacerle entender que ya se ha jugado
el desempate con los ingresos de los últimos veinte años y tiene que ir despacio.
Es incapaz de comprenderlo.
–Pero tiene las cámaras
del tesoro familiar para seguir adelante. Ha de haber por lo menos tres millones
en joyas y monedas debajo de su palacio –dijo Hummil.
–¡Encuentra tú a un
rey nativo que perturbe su tesoro familiar! Los sacerdotes lo prohíben, como no
sea a modo de recurso extremo. El viejo Timbersides ha sumado algo así como un cuarto
de millón al depósito a lo largo de su reinado.
–¿De dónde sale la cosa?
–dijo Mottram.
–Del pueblo. La situación
de la gente bastaría para ponerte enfermo. He visto recaudadores que esperaban a
que una camella lechera pariese su cría para llevarse a la madre como pago por atrasos.
¿Y yo qué puedo hacer? No consigo que los empleados judiciales me entreguen ninguna
cuenta; no le arranco más que una sonrisa tonta al comandante en jefe cuando descubro
que los soldados no cobran sus pagas desde hace tres meses, y el viejo Timbersides
se echa a llorar cuando le hablo. Se ha dado a la bebida cómo un rey: coñac por
whisky y Heidsieck en lugar de soda.
–Lo mismo que toma el
Rao de Jubela. Hasta un nativo es incapaz de resistirlo por mucho tiempo –dijo Spurstow–.
Se va a morir.
–Y estará bien. Después,
me figuro, habrá un consejo de regencia, un tutor del joven príncipe, y se le devolverá
su reino con lo acumulado en diez años.
–Con lo cual el joven
príncipe, tras haber adquirido todos los vicios de los ingleses, jugará a hacer
rebotes en el agua con el dinero, y en dieciocho meses destruirá el trabajo de diez
años. Ya he visto esto mismo antes –dijo Spurstow–. Si estuviese en tu lugar, Lowndes,
yo manejaría al rey con mano suave. Te odiarán lo bastante en cualquier caso.
–Eso está bien. El hombre
que mira de lejos puede hablar de mano suave; pero no puedes limpiar la pocilga
con una pluma mojada en agua de rosas. Sé cuáles son mis riesgos, aunque nada ha
ocurrido aún. Mi sirviente es un viejo patán y me prepara la comida. Es difícil
que quieran sobornarle y yo no acepto comestibles de mis verdaderos amigos, como
ellos se denominan a sí mismos. ¡Oh, es un trabajo pesado! Más me gustaría estar
contigo, Spurstow. Hay caza cerca de tu campamento.
–¿De veras? Creo que
no. Unas quince muertes por día no inducen a un hombre a disparar contra otra cosa
que no sea él mismo. Y lo peor es que esos pobres diablos te miran como si debieses
salvarles. Sabe Dios que lo he intentado todo. Mi última prueba ha sido empírica,
pero le salvó la vida a un viejo. Me lo trajeron aparentemente desahuciado, y le
di ginebra con salsa de Worcester y cayena. Se curó con eso, pero no lo recomiendo.
–¿Cuál es el tratamiento,
en general? –dijo Hummil.
–Muy sencillo, por cierto.
Clorodine, un comprimido de opio, clorodine, un colapso, nitrato, ladrillos en los
pies y a continuación… la pira funeraria. Esto último parece ser lo único que termina
con el problema. Se trata del cólera negro, ya sabéis. ¡Pobres diablos! Pero he
de reconocer que Bunsee Lal, mi boticario, trabaja como un condenado. He recomendado
que le asciendan si sale con vida de esto.
–¿Y qué posibilidades
tienes, amigo? –dijo Mottram.
–No lo sé ni me importa
demasiado; pero ya he enviado la carta. ¿Cómo te va a ti?
–Sentado ante una mesa
en la tienda y escupiendo encima del sextante para enfriarlo –dijo el topógrafo–.
Me lavo los ojos para evitar oftalmías, que sin duda me pillaré, y trato de lograr
que un ayudante comprenda que un error de cinco grados en un ángulo no es tan pequeño
como parece. Estoy completamente solo, ya sabéis, y así estaré hasta que terminen
los calores.
–Hummil es un hombre
de suerte –dijo Lowndes, echándose en una tumbona–. Tiene un techo de verdad, aunque
la lona del techo estaba rasgada, pero aun así era un techo– sobre su cabeza. Ve
un tren cada día. Puede comprar cerveza, soda y hielo cuando Dios es clemente. Tiene
libros, cuadros –eran recortes del Graphic– y la compañía del excelente subcontratista
Jevins, además del placer de recibirnos todas las semanas.
Hummil sonrió con una
mueca torva.
–Sí, me figuro que soy
un hombre de suerte. La de Jevins es mejor.
–¿Cómo? ¿Acaso…?
–Sí. Ha muerto. El lunes
pasado.
–¿Se suicidó? –dijo
Spurstow con rapidez, señalando la sospecha que estaba en la mente de todos. No
había cólera en torno a la sección de Hummil. Hasta la fiebre otorga a un hombre,
al menos, una semana de gracia y la muerte repentina por lo común implica el suicidio.
–No enjuicio a ningún
hombre con estas temperaturas –dijo Hummil–. Supongo que le afectó el sol, porque
la semana pasada, después de marcharos vosotros, se acercó a la galería y me dijo
que esa noche pensaba ir a su casa, a ver a su mujer, en Market Street, Liverpool.
–Llamé al boticario
para que le examinara y tratamos de acostarle. Al cabo de una hora o dos se restregó
los ojos, y dijo que creía que le había dado un ataque y que esperaba no haber dicho
nada poco cortés. Jevins tenía mucho interés en mejorar su situación social. Se
parecía a Chucks en la forma de hablar.
–¿Y entonces?
–Entonces se fue a su
bungalow y empezó a limpiar su rifle. Le dijo al sirviente que iba a cazar por la
mañana. Como es natural tocó el gatillo y se disparó una bala en la cabeza… por
accidente. El boticario envió un informe a mi jefe y Jevins está enterrado por allí.
Te hubiera telegrafiado, Spurstow, si hubiese sido posible que hicieras algo.
–Eres un tipo especial
–dijo Mottram–. Si tú mismo hubieses asesinado al hombre, no podrías haber permanecido
más callado al respecto.
–¡Dios santo! ¿Qué importa?
–dijo Hummil con calma–. Tengo que hacer buena parte de su trabajo de supervisión
además del mío. Soy la única persona perjudicada. Jevins está fuera del tema, por
puro accidente, desde luego, pero fuera al fin. El boticario iba a escribir una
larga perorata sobre el suicidio. Nadie mejor que un babu para escribir tonterías
interminables cuando se le presenta la ocasión.
–¿Por qué no has permitido
que se supiera que fue un suicidio? –dijo Lowndes.
–No había ninguna prueba
concluyente. En este país un hombre no tiene muchos privilegios, pero al menos hay
que permitirle que haga un manejo torpe de su propio rifle. Además, algún día puede
que yo necesite de un hombre que disimule algún accidente mío. Vive y deja vivir.
Muere y deja morir.
–Toma un comprimido
–dijo Spurstow, que había observado de cerca la cara pálida de Hummil–. Toma un
comprimido y no seas borrico. Este tipo de conversación es un simple juego. De todas
formas, el suicidio se desentiende de tu trabajo. Si yo fuese Job multiplicado por
diez, tendría que estar tan interesado en lo que vaya a ocurrir de inmediato que
me quedaría para verlo.
–¡Ah! He perdido esa
curiosidad –dijo Hummil.
–¿El hígado te funciona
mal? –dijo Lowndes con interés.
–No. No puedo dormir,
que es peor.
–¡Por Júpiter que sí!
–dijo Mottram–. A mí me ocurre de cuando en cuando, y el ataque tiene que irse por
sí solo. ¿Tú qué tomas?
–Nada. ¿Para qué? No
he dormido ni siquiera diez minutos desde el viernes por la mañana.
–¡Pobre muchacho! Spurstow,
tú deberías ocuparte del asunto –dijo Mottram–. Ahora que lo mencionas, tus ojos
están algo irritados e hinchados.
Spurstow, que no había
dejado de observar a Hummil, rió con ligereza.
–Ya le arreglaré después.
¿Os parece que hace demasiado calor para salir a cabalgar?
–¿Para ir adonde? –dijo
Lowndes, fatigado–. Tendremos que marcharnos a las ocho y ya cabalgaremos lo suficiente
entonces. Detesto cabalgar cuando tengo que hacerlo por necesidad. ¡Cielos! ¿Qué
se puede hacer por aquí?
–Empezar otra partida
de whist, cada punto un chick (se supone que un chick equivale a ocho chelines)
y un mohur de oro la partida –dijo Spurstow con presteza.
–Poker. La paga de un
mes entero para la banca, sin Emites, y cincuenta rupias la apuesta. Alguien estará
en la ruina antes que nos marchemos –dijo Lowndes.
–No puedo decir que
me dé gusto arruinar a ninguno de los de esta reunión –dijo Mottram–. No es muy
estimulante y es una tontería –cruzó el cuarto hacia un viejo, deteriorado y pequeño
piano de campaña, residuo del matrimonio que viviera en tiempos en el bungalow,
y lo abrió.
–Hace mucho que no funciona
–dijo Hummil–. Los sirvientes lo han hecho pedazos.
El piano estaba, en
efecto, desafinado sin esperanzas, pero Mottram se ingenió para que las notas rebeldes
llegaran a una especie de acuerdo, y de las teclas desniveladas surgió algo que
podía haber sido alguna vez el fantasma de una canción popular de music-hall. Los
hombres, desde sus tumbonas, se volvieron con evidente interés mientras Mottram
aporreaba con entusiasmo cada vez mayor.
–¡Eso está bien! –dijo
Lowndes–. ¡Por Júpiter! La última vez que oí esa canción fue en el 79 aproximadamente,
justo antes de partir.
–¡Ah! –dijo Spurstow
con orgullo–. Yo estaba en nuestra tierra en el 80 –y nombró una canción popular
muy conocida por entonces.
Mottram la tocó bastante
mal. Lowndes hizo una crítica y sugirió correcciones. Mottram pasó a otra cancioncilla,
no de las de music-hall e hizo ademán de levantarse.
–Siéntate –dijo Hummil–,
no sabía que la música entrara en tu composición. Sigue tocando hasta que no se
te ocurra nada más. Haré que afinen el piano para la próxima vez que vengas. Toca
algo alegre.
Muy simples en verdad
eran las melodías que el arte de Mottram y las limitaciones del piano podían concretar,
pero los hombres escuchaban con placer, y en las pausas hablaban todos a la vez
de lo que habían visto u oído la última vez que habían estado en su tierra. Una
densa tormenta de polvo se alzó fuera y barrió la casa, rugiendo y envolviéndola
en una oscuridad asfixiante de medianoche, pero Mottram continuó sin prestar atención,
y el tintineo loco llegaba a los oídos de los oyentes por encima del aleteo de la
tela rota del techo.
En el silencio posterior
a la tormenta, se deslizó desde las más personales canciones escocesas, que tarareaba
a medias al tocar, hasta un himno vespertino.
–Domingo –dijo mientras
asentía con la cabeza.
–Continúa. No te disculpes
–dijo Spurstow.
Hummil se rió larga
y estentóreamente.
–Tócalo, sea como sea.
Hoy eres todo sorpresas. No sabía que tuvieses tal don de sarcasmo sutil. ¿Cómo
es?
Mottram comenzó a tocar
la melodía.
–El tiempo, al doble.
Así pierdes el matiz de gratitud –dijo Hummil–. Tendría que ser como el tiempo de
la Polka del saltamontes, así –y comenzó a cantar prestissimo:
Mi Dios, gloria a ti esta noche
por todas las bendiciones
de la luz.
–Esto demuestra que
sentimos cuán bendecidos somos. ¿Cómo sigue?
Si de noche estoy tendido
en mi lecho, sin dormir,
que mi alma siempre tenga
su potencia puesta en ti,
y ningún sueño maligno
mi descanso turbará…
–¡Más rápido, Mottram!
Ni las fuerzas me molesten
de esa hosca oscuridad!
–¡Bah! ¡Qué viejo hipócrita
eres!
–No seas borrico –dijo
Lowndes–. Estás en libertad de burlarte de cualquier otra cosa, pero no te metas
con ese himno. En mi cabeza se asocia con los recuerdos más sagrados…
–Tardes de verano en
el campo, vidrieras, la luz que se desvanece y tú y ella juntando vuestras cabezas
sobre el libro de himnos –dijo Mottram.
–Sí, y un abejorro gordo
que te daba en el ojo cuando volvíais a casa. El olor del heno y una luna grande
como una sombrerera encima del pajar; murciélagos, rosas, leche y mosquitos –dijo
Lowndes.
–También madres. Recuerdo
a mi madre cantando para hacerme dormir cuando yo era un pequeñín –dijo Spurstow.
La oscuridad había invadido
el cuarto. Podían oír cómo se removía Hummil en su silla.
–Por consiguiente –dijo
con malhumor–, tú cantas el himno cuando estás a siete brazas de profundidad en
el infierno. Es un insulto a la inteligencia de la divinidad pretender que somos
algo más que rebeldes torturados.
–Toma dos comprimidos
–dijo Spurstow–, es un hígado torturado.
–Hummil, el que siempre
se muestra plácido, hoy está de mal humor. Lo siento por sus culis, mañana –dijo
Lowndes, mientras los sirvientes traían las luces y preparaban la mesa para la cena.
Cuando estaban a punto
de ocupar sus puestos ante miserables chuletas de cabra y un pudín ahumado de tapioca,
Spurstow aprovechó la ocasión para susurrar a Mottram: “¡Bien hecho, David!”.
–Cuida de Saúl, pues
–fue la respuesta.
–¿Qué estáis murmurando?
–dijo Hummil, suspicaz.
–Solo decíamos que como
anfitrión eres condenadamente pobre. Este pájaro no se puede cortar –respondió Spurstow
con una sonrisa dulce–. ¿Tú llamas cena a esto?
–No tiene remedio. ¿O
acaso esperas un banquete?
Durante aquella comida,
Hummil se aplicó con laboriosidad a insultar de modo directo y agudo a todos sus
huéspedes, uno tras otro, y a cada insulto Spurstow daba un puntapié al ofendido
por debajo de la mesa, pero no se atrevió a cambiar miradas de inteligencia con
ninguno de ellos. La cara de Hummil se veía pálida y contraída, en tanto que sus
ojos estaban dilatados de forma poco natural. Ninguno de los hombres soñó siquiera
por un momento en responder a sus salvajes agresiones personales, pero tan pronto
como terminó la cena se dieron prisa en partir.
–No os marchéis. Ahora
os empezáis a animar, muchachos. Espero no haber dicho nada que os haya molestado.
Sois unos demonios de susceptibilidad –después, cambiando la tesitura a una súplica
casi abyecta, Hummil agregó–: ¿no iréis a marcharos, verdad?
–En la lengua del bendito
Jorrocks, donde ceno, duermo –dijo Spurstow–. Quiero echarles un vistazo a tus culis
mañana, si no te importa. ¿Puedes hacerme un lugar para dormir, me figuro?
Los otros argüyeron
la urgencia de sus diversas obligaciones del día siguiente y, tras ensillar, partieron
juntos, al tiempo que Hummil les rogaba que volvieran el domingo siguiente. Mientras
se alejaban al trote, Lowndes abrió su pecho a Mottram.
–… Jamás en mi vida
he tenido tantas ganas de patear a un hombre en su propia mesa. Dijo que yo había
hecho trampas en el whist y me recordó las deudas. ¡A ti te dijo en la cara que
eres un mentiroso! No estás tan indignado como deberías.
–Oh, no –dijo Mottram–.
¡Pobre diablo! ¿Alguna vez habías visto al bueno de Hummy comportarse así o de una
manera remotamente parecida?
–No es una excusa. Spurstow
me pateó las espinillas durante toda la cena, y por eso me controlé. De otro modo
hubiese…
–No, no hubieses. Tendrías
que haber hecho lo que ha hecho Hummy con respecto a Jevins: no juzgar a un hombre
con estos calores. ¡Por Júpiter! El metal de las bridas me quema las manos. Galopemos
un poco, y cuidado con las madrigueras de las ratas.
Diez minutos de galope
extrajeron de Lowndes una observación sensata cuando se detuvo, sudando por todos
los poros:
–Está bien que Spurstow
se haya quedado con él esta noche.
–Síí. Buen hombre, Spurstow.
Nuestros caminos se separan aquí. Nos veremos otra vez el domingo próximo, si el
sol no me destruye.
–Me figuro que sí, a
menos que el ministro de finanzas del viejo Timbersides se arregle para envenenarme
alguna comida. Buenas noches y… ¡que Dios te bendiga!
–¿Y qué pasa ahora?
–Oh, nada –Lowndes recogió
la fusta y al tiempo que con ella rozaba el flanco de la yegua de Mottram, agregó–:
tampoco tú eres mal muchacho, eso es todo –y tras esas palabras, su yegua se lanzó
al galope durante media milla y a través de la arena.
En el bungalow del ingeniero
ayudante, Spurstow y Hummil fumaban juntos la pipa del silencio, observándose uno
a otro con mucha atención. La capacidad de dar albergue de un soltero es tan elástica
como simple su instalación. Un sirviente se llevó la mesa de la cena, trajo un par
de rústicos camastros nativos, hechos de tiras entrelazadas dentro de un ligero
marco de madera, puso sobre cada uno una estera de tela fresca de Calcuta, los colocó
uno junto a otro, prendió con alfileres dos toallas al punkah, para que sus flecos
no llegasen a tocar la nariz y la boca de los durmientes y anunció que las camas
estaban preparadas.
Los hombres se acostaron,
y pidieron a los culis que se ocupaban del punkah que, por todas las potencias del
infierno, lo mantuviesen en movimiento. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas
porque fuera el aire era un horno. Dentro, el ambiente estaba solo a ciento cuatro
grados, tal como lo probaba el termómetro, y pesado, a causa del olor de las lámparas
de petróleo mal despabiladas; y ese hedor, sumado al del tabaco del país, los ladrillos
de homo y la tierra reseca pone el corazón, del hombre más vigoroso a la altura
de sus pies, porque es el olor del Gran Imperio Indio cuando se convierte durante
seis meses en una sala de tormento. Spurstow ahuecó las almohadas con habilidad,
para estar reclinado y no tendido, con la cabeza a una altura mayor que la de sus
pies. No es bueno dormir con una almohada baja en tiempo de calor, si tienes un
cuello muy robusto, ya que se puede pasar de los ronquidos y gorgoteos vivos del
sueño natural a la honda somnolencia del golpe de calor.
–Ahueca tus almohadas
–dijo el médico, tajante, al ver que Hummil se preparaba a tenderse en posición
horizontal.
La luz de la mariposa
era tenue, la sombra del punkah ondulaba a través de la habitación, y el roce de
las toallas y el gemido leve de la cuerda que pasaba por un agujero de la pared
la seguían. De pronto el punkah flaqueó, casi se detuvo. El sudor caía por la frente
de Spurstow. ¿Debía salir a estimular al culi? El ventilador volvió a moverse con
un salto brusco y un alfiler cayó de las toallas. Cuando estuvo otra vez en su lugar,
un tam-tam comenzó a sonar en las líneas culis, con el latido firme de una arteria
congestionada dentro de un cerebro febril. Spurstow se volvió y soltó un juramento
suave. No hubo movimiento por parte de Hummil. El hombre se había acomodado con
tanta rigidez como un cadáver, con los puños cerrados junto al cuerpo. Su respiración
era demasiado rápida como para sospechar que dormía. Spurstow observó la cara rígida.
Tenía las mandíbulas apretadas y una arruga en torno a los párpados temblorosos.
“Está lo más rígido
que puede”, pensó Spurstow. “¿Qué diablos le ocurre?”.
–¡Hummil!
–Sí –con la voz pastosa
y forzada.
–¿Puedes dormir?
–No.
–¿Frente ardorosa? ¿La
garganta hinchada o qué?
–Nada de eso, gracias.
No duermo mucho, sabes.
–¿Te encuentras mal?
–Bastante mal, gracias.
Se oye un tam-tam fuera, ¿verdad? Al principio pensé que era mi cabeza… ¡Oh, Spurstow,
por piedad, dame algo que me haga dormir…, dormir profundamente, siquiera durante
seis horas! –se enderezó de un salto, temblando de la cabeza a los pies–. No logro
dormir desde hace días y no lo puedo soportar… ¡no lo puedo soportar!
–¡Pobre amigo!
–Eso no sirve. Dame
algo que me haga dormir. Te aseguro que me estoy volviendo loco. No sé lo que digo
durante la mayor parte del día. Hace tres semanas que tengo que pensar y deletrear
cada palabra que me viene a los labios antes de atreverme a decirla. ¿No basta eso
para enloquecer a un hombre? Ahora no veo con claridad y he perdido el sentido del
tacto. Me duele la piel… ¡Me duele la piel! Haz que duerma. ¡Oh, Spurstow, por el
amor de Dios, hazme dormir profundamente! No basta con adormilarme. ¡Haz que duerma!
–De acuerdo, muchacho,
de acuerdo. Tranquilo, que no estás tan mal como piensas.
Rotos los diques de
la reserva, Hummil se agarró a él como un niño aterrado.
–Me estás partiendo
el brazo a pellizcos.
–Te partiré el cuello
si no haces algo por mí. No, no he querido decir eso. No te enfades, amigo –se enjugó
el sudor a la vez que luchaba por recobrar la compostura–. Estoy nervioso y desganado,
tal vez tú puedas recetarme alguna mezcla soporífera…, bromuro de potasio.
–¡Bromuro de bobadas!
¿Por qué no me lo has dicho antes? Suéltame el brazo y veré si tengo algo en la
cigarrera para aliviar tus males –Spurstow buscó entre sus ropas de calle, subió
la luz de la mariposa, abrió una pequeña cigarrera y se acercó al expectante Hummil
con la más pequeña y frágil de las jeringas.
–El último atractivo
de la civilización –dijo– y algo que detesto usar. Extiende el brazo. Bien, tus
insomnios no te han estropeado la musculatura. ¡Qué piel tan dura! Es como si le
estuviera poniendo una inyección subcutánea a un búfalo. Ahora, en unos pocos minutos
empezará a obrar la morfina. Échate y espera.
Una sonrisa de gusto
puro y estúpido comenzó a invadir la cara de Hummil.
–Creo –susurró–, creo
que me estoy yendo. ¡Dios! ¡Es realmente celestial! Spurstow, tienes que darme esa
cigarrera para que te la guarde. Tú… –la voz calló mientras la cabeza caía hacia
atrás.
–Ni por todo el oro
del mundo –dijo Spurstow a la forma inconsciente–. Pues bien, amigo mío, los insomnios
de esta clase son muy adecuados para debilitar la fibra moral en los pequeños asuntos
de la vida y la muerte, de modo que me tomaré la libertad de inutilizar tus armas.
Descalzo, fue hasta
el cuarto en que Hummil guardaba los arneses; sacó de su caja un rifle del calibre
doce, un fusil automático y un revólver. Al primero le quitó el disparador y lo
escondió en el fondo de un baúl de arreos; al segundo le sacó el alza y de un puntapié
la mandó bajo un gran armario. Abrió el tercero y le partió la mira de la empuñadura
con el tacón de una bota de montar.
–Ya está –dijo mientras
se sacudía el sudor de las manos–. Estas pequeñas precauciones al menos te darán
tiempo para arrepentirte. Sientes demasiada simpatía por los accidentes con armas
de fuego.
Cuando se levantaba
del suelo, la voz pastosa y ronca de Hummil exclamó desde la puerta:
–¡Idiota!
Era el tono de quienes
hablan a sus amigos, en los intervalos de lucidez, poco antes de morir.
Spurstow se sobresaltó
y dejó caer la pistola. Hummil estaba en el vano de la puerta, meciéndose entre
carcajadas sin control.
–Has estado muy bien,
sin duda –dijo con lentitud, eligiendo cada palabra–. Por ahora, no me propongo
darme la muerte con mis propias manos. Mira, Spurstow, eso no funciona. ¿Qué puedo
hacer? ¿Qué puedo hacer? –y un terror pánico le anegaba los ojos.
–Échate y aguarda un
poco. Échate ahora mismo.
–No me atrevo. Solo
me dormiré a medias otra vez y ya no podré ir más allá. ¿Sabes? He tenido que hacer
un esfuerzo para volver ahora. En general soy veloz como el rayo, pero tú me habías
trabado los pies. Estuve a punto de quedarme.
–Oh, sí, comprendo.
Ve y acuéstate.
–No, no es delirio,
pero ha sido un truco despreciable para usarlo contra mí. ¿No sabes que podría haber
muerto?
Tal como una esponja
deja limpia una pizarra, así algún poder desconocido para Spurstow había borrado
todo lo que definía como la cara de un hombre el rostro de Hummil, que, desde el
vano, mostraba una expresión de inocencia perdida. Había vuelto en el sueño a una
infancia amedrentada.
“¿Irá a morirse ahora
mismo?”, pensó Spurstow, para agregar en voz alta:
–Bien, hijo. Vuelve
a la cama y cuéntamelo todo. No podías dormir. ¿Pero qué era todo el resto de disparates?
–Un lugar… un lugar
allá abajo –dijo Hummil con simple sinceridad. La droga obraba sobre él en oleadas,
llevándole del temor de un hombre fuerte al miedo de un niño, según recuperara el
sentido o se embotase.
–¡Dios mío! He temido
esto durante meses, Spurstow. Me ha convertido las noches en un infierno y sin embargo
no soy consciente de haber hecho nada malo.
–Tranquilo; te daré
otra dosis. Les pondremos fin a tus pesadillas, ¡tonto consumado!
–Sí, pero has de darme
lo suficiente como para que no pueda alejarme. Hazme dormir profundamente, no dormitar.
Porque entonces es difícil correr.
–Lo sé, lo sé. Yo mismo
he pasado por eso. Los síntomas son tal como los describes.
–¡Oh, no te burles de
mí, maldito seas! Antes de tener este insomnio horrible, trataba de dormir sobre
mi codo, y ponía una espuela en la cama para que me pinchara si caía sobre ella.
¡Mira!
–¡Por Júpiter! ¡El hombre
está espoleado como un caballo! ¡El jinete ha sido la pesadilla con una venganza!
Y todos le creíamos bastante sensato. ¡Que el cielo nos permita comprender! Quieres
hablar, ¿verdad?
–Sí, a veces. No cuando
tengo miedo. Entonces quiero correr. ¿A ti no te pasa eso?
–Siempre. Antes que
te dé la segunda dosis dime exactamente qué te sucede.
Hummil habló con susurros
entrecortados casi diez minutos, durante los cuales Spurstow le miró las pupilas
y pasó su mano ante ellas una o dos veces.
Al final del relato,
reapareció la cigarrera de plata y las últimas palabras que dijo Hummil, mientras
se echaba por segunda vez, fueron:
–Hazme dormir profundamente,
porque si me pillan, ¡me muero…! ¡Me muero!
–Sí, sí, a todos nos
pasa, tarde o temprano…, demos gracias al Cielo que ha establecido un límite para
nuestras miserias –dijo Spurstow, a la vez que acomodaba las almohadas bajo la cabeza–.
Se me ocurre que a menos que beba algo me iré yo antes de tiempo. He dejado de sudar,
aunque el cuello de la camisa es un diecisiete.
Se preparó un té bien
caliente, que es un buen remedio para los golpes de calor, si se toman tres o cuatro
tazas en el momento oportuno. Después observó al dormido.
–Una cara ciega que
llora y que no puede secarse los ojos, una cara ciega que le persigue por los corredores.
¡Hum! Está claro que Hummil tendría que obtener un permiso lo antes posible y, cuerdo
o no, es evidente que se ha clavado esa espuela con crueldad. En fin, ¡que el cielo
nos permita comprender!
A mediodía Hummil se
levantó; tenía mal sabor de boca pero los ojos límpidos y el corazón alegre.
–Anoche estaba bastante
mal, ¿verdad?
–He visto hombres en
mejores condiciones. Habrás cogido un principio de insolación. Oye: si te escribo
un certificado médico estupendo, ¿pedirás un permiso de inmediato?
–No.
–¿Por qué no? Si lo
quieres.
–Sí, pero puedo aguantar
hasta que el tiempo refresque.
–¿Pero por qué, si te
pueden reemplazar ahora mismo?
–Burkett es el único
al que pueden enviar y es tonto de nacimiento.
–Oh, no te preocupes
por el ferrocarril. Tú no eres imprescindible. Telegrafía para pedir un reemplazo,
si es necesario.
Hummil se mostraba muy
incómodo.
–Puedo esperar hasta
las lluvias –dijo Hummil, evasivo.
–No puedes. Telegrafía
a la central para que envíen a Burkett.
–No lo haré. Si quieres
saber de verdad por qué, Burkett está casado y su mujer acaba de tener un niño y
está arriba, en Simia, por el fresco, y Burkett está en un buen puesto, que le permite
ir a Simia de sábado a lunes. Esa pobrecita mujer no se encuentra del todo bien.
Si Burkett fuese trasladado, ella procuraría seguirle. Si deja al niño, se morirá
de preocupación. Si viene –y Burkett es uno de esos animalitos egoístas que siempre
están hablando de que el lugar de la mujer está junto a su marido–, se morirá. Es
cometer un asesinato traer a una mujer hasta aquí ahora. Burkett no tiene la resistencia
de una rata. Si viniese aquí, le perderíamos, y sé que ella no tiene dinero; además,
estoy seguro de que también ella moriría. En cierto sentido, yo estoy vacunado y
no tengo mujer. Espera hasta que lleguen las lluvias y entonces Burkett podrá adelgazar
aquí, le vendrá muy bien.
–¿Quieres decir que
te propones enfrentarte con… lo que te has enfrentado hasta que lleguen las lluvias?
–No será tan terrible,
ahora que me has indicado el camino para salir de eso. Te puedo telegrafiar. Además,
ahora que ya sé cómo meterme en el sueño, todo se arreglará. De todas formas, no
puedo pedir un permiso. Esto es todo.
–¡Mi excelente escocés!
Pensaba que toda esa clase de cosas estaba muerta y enterrada.
–¡Bobadas! Tú harías
lo mismo. Me siento como nuevo, gracias a esa cigarrera. Te vas al campamento ahora,
¿verdad?
–Sí, pero trataré de
venir cada dos días, si puedo.
–No estoy tan mal como
para eso. No quiero que te molestes. Dales a los culis ginebra y ketchup.
–¿O sea que te encuentras
bien?
–Preparado para luchar
por mi vida, pero no para quedarme al sol hablando contigo. En marcha, amigo, ¡y
que Dios te bendiga!
Hummil giró sobre sus
talones para enfrentarse con la desolación y los ecos de su bungalow, y lo primero
que vio, de pie en la galería, fue su propia figura. Una vez, antes, había visto
una aparición similar, en momentos en que estaba agobiado por el trabajo y agotado
por el calor.
–Esto está muy mal –dijo,
frotándose los ojos–. Si eso se aleja de mí de pronto, como un fantasma, sabré que
lo único que ocurre es que mis ojos y mi estómago no van bien. Si camina…, he perdido
la cabeza.
Se acercó a la figura
que, naturalmente, se mantenía a una distancia invariable de él, como ocurre con
todos los espectros que nacen del exceso de trabajo. El fantasma se deslizó a través
de la casa para disolverse en manchas que nadaban en sus ojos, tan pronto como llegó
a la luz llameante del jardín. Hummil se ocupó de su trabajo hasta la noche. Cuando
entró a cenar se encontró consigo mismo sentado ante la mesa. La visión se puso
de pie y salió a toda prisa. Excepto en que no proyectaba sombra, era real en todos
los demás rasgos.
No hay persona viviente
que sepa lo que esa semana reservó a Hummil. Un recrudecimiento de la epidemia mantuvo
a Spurstow en el campamento, entre los culis, y todo lo que pudo hacer fue telegrafiar
a Mottram, para pedirle que fuese al bungalow y durmiera allí. Pero Mottram estaba
a cuarenta millas de distancia del telégrafo más cercano, y no supo nada de nada
que no fuesen las necesidades de su tarea de topógrafo hasta que, a primera hora
de la mañana del domingo, se encontró con Lowndes y Spurstow, para dirigirse hacia
el bungalow de Hummil y la reunión semanal.
–Espero que el pobre
muchacho esté en mejores condiciones –dijo Mottram, desmontando en la puerta–. Supongo
que no se ha levantado aún.
–Le echaré una mirada
–dijo el médico–. Si está dormido no hay necesidad de despertarle.
Y un instante más tarde,
por el tono de la voz de Spurstow al pedirles que entrasen, los hombres supieron
lo que había sucedido. No había necesidad de despertarle.
El punkah todavía se
agitaba sobre la cama, pero Hummil había dejado esta vida al menos tres horas antes.
El cuerpo yacía de espaldas,
con los puños a los lados, tal como Spurstow lo había visto siete noches antes.
En los ojos abiertos y fijos estaba escrito un terror que supera la capacidad de
expresión de cualquier pluma.
Mottram, que había entrado
por detrás de Lowndes, se inclinó sobre el muerto y le rozó la frente con los labios.
–¡Oh, hombre de suerte,
hombre de suerte! –susurró.
Pero Lowndes había observado
los ojos, y se apartó temblando hasta el extremo opuesto del cuarto.
–¡Pobre muchacho! ¡Pobre
muchacho! Y la última vez que nos vimos me enfadé. Spurstow, tendríamos que haberle
controlado. ¿Se ha…?
Con habilidad, Spurstow
seguía investigando, para terminar con una búsqueda en toda la habitación.
–No, no lo ha hecho
–estalló–. No hay huellas de nada. Llamad a los sirvientes.
Llegaron, eran ocho
o diez, murmurando y mirando uno por encima del hombro del otro.
–¿A qué hora fue a la
cama vuestro sahib? –dijo Spurstow.
–A las once o a las
diez, creemos –dijo el sirviente personal de Hummil.
–¿Se encontraba bien
a esa hora? Pero tú no puedes saberlo.
–No se le veía enfermo,
tal como se entiende la palabra. Pero había dormido muy poco durante tres noches.
Lo sé porque le vi caminando largo rato, sobre todo en medio de la noche.
Mientras Spurstow extendía
la sábana, una gran espuela de caza, recta, cayó al suelo. El doctor gimió. El sirviente
de Hummil observó el cuerpo.
–¿Qué piensas, Chuma?
–dijo Spurstow al ver una expresión de la cara oscura.
–Hijo del cielo, en
mi humilde opinión, el que era mi amo ha bajado a los Lugares Oscuros y allí quedó
atrapado porque no pudo escapar tan rápido como es necesario. Tenemos la espuela
como prueba de que luchaba contra el Terror. También he visto a hombres de mi raza
hacer esto mismo con espinas, cuando les habían hechizado de modo que algo podía
sorprenderles durante las horas de sueño, y no se atrevían a dormir.
–Chuma, eres un tonto.
Ve y prepara los sellos para ponerlos en las cosas del sahib.
–Dios ha hecho al hijo
del cielo. Dios me ha hecho a mí. ¿Quiénes somos nosotros para preguntar por los
designios de Dios? Ordenaré a los otros sirvientes que se mantengan apartados mientras
tú preparas la lista de los bienes del sahib. Son todos ladrones y querrán robar.
–Por lo que puedo deducir,
ha muerto de…, oh, de cualquier cosa; paro cardíaco, golpe de calor o por alguna
otra disposición divina –dijo Spurstow a sus compañeros–. Debemos hacer un inventario
de sus efectos y demás cosas.
–Estaba muerto de terror
–insistió Lowndes–. ¡Mirad esos ojos! ¡Por piedad, no dejes que le entierren con
los ojos abiertos!
–Fuera lo que fuese,
ahora se ha librado de todos los problemas –dijo Mottram con suavidad.
Spurstow observaba los
ojos abiertos.
–Venid –dijo–. ¿No veis
algo allí?
–¡No puedo mirar! –sollozó
Lowndes–. ¡Tápale la cara! ¿Cuál es el miedo que puede haber en el mundo capaz de
convertir a un hombre en algo así? Es horrible. ¡Oh, Spurstow, tápalo!
–Ningún miedo… en la
tierra –dijo Spurstow. Mottram se inclinó por encima del hombro de su amigo y miró
con atención.
–Lo único que veo es
una mancha gris en las pupilas. Ya sabes que no puede haber nada allí.
–Así es. Bien, pensemos.
Llevará medio día preparar cualquier clase de ataúd y debe de haber muerto hacia
medianoche. Lowndes, amigo, ve fuera y diles a los culis que caven la tierra junto
a la tumba de Jevins. Mottram, recorre la casa con Chuma y comprueba que se pongan
los sellos en todas las cosas. Mándame un par de hombres aquí y yo me ocuparé del
resto.
Cuando los sirvientes
de brazos fornidos regresaron junto a los suyos, narraron una extraña historia acerca
del sáhib doctor que en vano había tratado de devolver la vida al amo mediante artes
mágicas; por ejemplo, el sahib doctor, sosteniendo una cajita verde que hacía un
ruido delante de cada uno de los ojos del muerto, susurraba algo, desconcertado,
antes de llevarse consigo la cajita verde.
El martillar resonante
sobre la tapa de un ataúd no es algo agradable de oír, pero los que han pasado por
la experiencia aseguran que es mucho más terrible el crujido suave de las sábanas,
el roce repetido de las tiras de tela con que el que ha caído en el camino es preparado
para su entierro, y se hunde poco a poco, mientras se deslizan las cuerdas, hasta
que la forma amortajada toca el suelo, y no protestas por la indignidad de una ceremonia
apresurada.
A último momento, Lowndes
se vio asaltado por escrúpulos de conciencia.
–¿Tienes que leer tú
el servicio, del principio al fin? –dijo a Spurstow.
–Pensaba hacerlo. Tú
eres mi superior como funcionario. Hazlo tú, si quieres.
–No se me había pasado
por la cabeza. Solo he pensado que tal vez podría venir un capellán de alguna parte…
Me ofrezco a ir a buscarle adonde sea, para ofrecerle algo mejor al pobre Hummil.
Eso es todo.
–¡Bobadas! –dijo Spurstow,
mientras preparaba sus labios para decir las palabras tremendas que dan comienzo
al oficio de difuntos.
Después del desayuno,
fumaron una pipa en silencio, en memoria del muerto. Entonces Spurstow dijo, ausente:
–No está en la ciencia
médica.
–¿Qué?
–Lo de cosas en los
ojos de un muerto.
–¡Por el amor de Dios,
no hables de ese horror! –dijo Lowndes–. He visto morir de puro pánico a un nativo
perseguido por un tigre. Yo sé qué es lo que ha matado a Hummil.
–¡Qué sabes tú! Yo trataré
de verlo –y el doctor se encerró en el cuarto de baño con una cámara Kodak. Después
de unos minutos se oyó el ruido de algo que era destrozado a golpes y Spurstow reapareció,
extremadamente pálido.
–¿Tienes la foto? –dijo
Mottram–. ¿Qué se ve?
–Era imposible, claro.
No tienes por qué mirar, Mottram. He destruido los negativos. No había nada. Era
imposible.
–Eso –dijo Lowndes,
subrayando las palabras, mientras observaba la mano temblorosa que luchaba por encender
la pipa– es una condenada mentira.
Mottram rió, incómodo.
–Spurstow tiene razón
–dijo–. Los tres nos encontramos en tal estado que creeríamos cualquier cosa. Por
piedad, procuremos ser racionales.
No se habló durante
largo rato. El viento caliente silbaba afuera y los árboles resecos sollozaban.
Por fin, el tren diario, bronce reluciente, acero pulido y vapor a chorros, subió
jadeante en medio del resplandor intenso.
–Será mejor que nos
marchemos en el tren –dijo Spurstow–. De vuelta al trabajo. He extendido el certificado.
No podemos hacer nada más aquí, y el trabajo nos dará calma. Vamos.
Ninguno se movió. No
es agradable viajar en tren en un mediodía de junio. Spurstow cogió su sombrero
y su fusta y, desde la puerta, dijo:
Es posible que haya cielo,
y sin duda hay un infierno,
aunque aquí está nuestra vida,
por ventura, ¿no es así?
Ni Mottram ni Lowndes
tenían respuesta para esa pregunta.
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