Siegfried Lenz
Primero
apareció el marido. Lo vio salir, solo, de la casa baja techada de caña detrás
del dique, el gigante de rostro triste. Llevaba sus altas botas impermeables de
siempre y la chaqueta gruesa con el cuello de piel. Desde la ventana observó
cómo se lo subía. Escaló encorvado el dique y se detuvo arriba, bajo la
embestida del viento, para mirar sobre las aguas bajas, desiertas y apacibles,
hacia el horizonte donde la isla formaba una elevación exigua y solitaria
encima de ellas. Sin despegar los ojos de esta, bajó del dique por el otro
lado, desapareció por un momento detrás del talud verde y volvió a aparecer
abajo, junto a la hilera de estacas de fierro cubiertas de algas que se
extendía desde la costa. Un montón de piedras señalaba su fin. El hombre se agachó,
se deslizó por la orilla salpicada de piedras y paró sobre la blanda superficie
gris, entre los canales trazados por el agua durante su retirada y las huellas
precisas de las lombrices de lodo; caminó sobre el mullido suelo, la tierra que
pertenecía al mar; rodeó un canal inerte, una fosa de agua negra que se
extendía como para hacer recordar a la marea que al cabo de seis horas debía
volver y absorberla bajo el ascenso de su corriente. Caminó entre el olor a
algas y a podredumbre, detrás de las aves marinas que en ángulo agudo bajaban
sobre los canales y daban pasitos cortos para hurgar con rápidos picotazos; fue
alejándose cada vez más de la orilla hacia la isla sobre el horizonte,
encogiéndose como todos los días cuando recorría un punto errante sobre el
llano oscuro cubierto por el vasto cielo gris del Norte: le quedaba hasta la
marea…
Desde la ventana vio, entonces, a la
mujer. Llevaba una bufanda larga y zapatos de tacón alto; por la parte baja del
dique se dirigió, haciéndole señas, a la casa en la que él la esperaba. La
escuchó sobre la escalera, percibió cómo abría la puerta y se le acercaba,
vacilante, por la espalda. Solo entonces sé volvió para mirarla.
–Tom –dijo ella–, oh, Tom–, y trató de
sonreír mientras se acercaba a él, alzando los brazos.
–¿Por qué no lo acompañaste? –preguntó él.
La mujer bajó los brazos y se quedó
callada mientras él repetía la pregunta:
–¿Por qué no acompañaste a tu marido a la
isla? Irías alguna vez. Me lo prometiste.
–No pude –replicó–. Lo intenté, pero no
pude.
Con las manos apoyadas en la cruz de la
ventana y las rodillas apretadas contra el muro, miró el punto perdido sobre
las aguas bajas. Percibió el paso del viento fuera del cristal y esperó. Se dio
cuenta de que la mujer se había sentado en la vieja silla de mimbre a sus
espaldas: el mueble crujió levemente, lo arrastró y volvió a crujir, y entonces
se quedó quieta. No la oía respirar siquiera.
De súbito se volvió y la contempló, sin
apartarse de la ventana; miró sus mechones de cabello castaño despeinado por el
viento, escudriñó su rostro cansado y sus labios estirados con la expresión de
un desprecio sosegado; bajó la vista sobre su cuello y brazos hasta llegar al
pequeño bolso negro apoyado en la pata de la vieja silla de mimbre.
–¿Por qué no lo acompañaste? –preguntó.
–Es demasiado tarde –afirmó ella–. Ya no
soporto estar con él. No soporto estar con él a solas.
–Pero viniste aquí con él.
–Sí –admitió–. Vine a esta isla porque él
creía que aquí era posible olvidarlo todo. Pero es todavía más difícil aquí que
en casa. Aquí es peor.
–¿Le has dicho a dónde vas cuando él no
está?
–No tengo necesidad de decírselo, Tom.
Debe contentarse con el hecho de que haya venido. No me martirices.
–No quiero martirizarte –dijo él–, pero
hubiera estado bien que lo acompañaras hoy. Lo seguí con la mirada cuando
salió; estuve en la ventana todo el tiempo y lo observé afuera, en las aguas
bajas. Creó que me dio lástima.
–Sé que te da lástima –contestó la mujer–,
que por eso tuve que prometerte que lo acompañaría hoy. Quise hacerlo, por ti,
pero no pude. No podré hacerlo nunca, Tom… Dame un cigarrillo.
El hombre encendió un cigarrillo y se lo
dio. Tras la primera fumada, ella sonrió y se pasó los dedos por el cabello
castaño y despeinado.
–¿Cómo me veo, Tom? –preguntó–. ¿Estoy muy
desarreglada?
–Me da lástima –insistió el hombre.
Ella alzó la cara, una cara llena de
cansancio a la que volvía a asomarse la expresión de un desprecio añejo y
sosegado, y dijo:
–Olvídalo, Tom. Deja de compadecerte de
él. No sabes qué pasó. No puedes juzgarlo.
–Perdón –contestó el hombre–. Me da gusto
que hayas venido–. Se acercó a ella y le quitó el cigarrillo. Lo apagó debajo
de la repisa de la ventana, frotándola para eliminar los restos de la lumbre y
las migajas de tabaco, y arrojó la colilla sobre una cómoda. La parte de abajo
de la repisa estaba salpicada por las manchas sucias de los cigarrillos
apagados ahí. “Tengo que limpiar eso –pensó–, cuando ella se vaya, quitaré las
manchas”. Se acercó a la vieja silla de mimbre, asió el respaldo con ambas manos
y la inclinó hacia atrás.
–Tom –exclamó ella–, oh, Tom, ya no, por
favor, ya no, me voy a caer. Tom, no vas a poder sostenerme.
Y sobre su rostro se dibujó un miedo
feliz, y un rechazo lleno de esperanzas…
–Vámonos de aquí, Tom –dijo después–, a
cualquier lado. Quédate conmigo.
–Voy a asomarme –contestó él–, espérame.
Fue a la ventana y con la mirada recorrió
la soledad y la melancolía de las aguas bajas; buscó el punto errante en el
yermo, entre los canales que centelleaban a lo lejos, pero ya no lo veía.
–Tenemos tiempo hasta la marea –afirmó–.
¿Por qué no lo dices? Solo vienes a estar conmigo cuando él atraviesa las aguas
bajas para ir a la isla. Di que nos queda hasta la marea. Anda, dilo.
–No sé qué te pasa, Tom –replicó ella–, ni
por qué estás tan irritado. Los últimos diez días no has estado así. Los
últimos diez días me has recibido sobre la escalera.
–Es tu marido –afirmó, dirigiéndose a la
ventana–. Sigue siendo tu marido, y te pedí que lo acompañaras hoy.
–¿Se te acaba de ocurrir que es mi marido?
Se te ocurrió muy tarde, Tom –dijo ella, y su voz sonaba cansada, sin ningún
asomo de amargura–. Tal vez se te ocurrió demasiado tarde. Pero puedes estar
tranquilo: dejó de ser mi marido cuando volvió de Dahrán. Hace dos años, Tom,
que ya no es mi marido. Tú sabes lo que pienso de él.
–Sí –confirmó él–, me lo has dicho muchas
veces. Pero no te separaste de él; te quedaste, durante dos años lo has
aguantado.
–Hasta hoy –contestó, y su voz era tan
baja que él se apartó de la ventana y asustado la miró la cara, la cara cansada
cubierta ahora por una expresión de intenso desprecio.
–¿Sucedió algo? –preguntó
precipitadamente.
–Fue hace dos años que algo sucedió.
–¿Por qué no lo acompañaste?
–No pude hacerlo –afirmó–, y ya no habrá
necesidad.
–¿Qué hiciste? –preguntó él.
–Traté de olvidar, Tom. Nada más. Hace dos
años que no hago otra cosa. Pero no lo logré.
–Y te quedaste, no te separaste de él –repitió–.
Quiero saber por qué lo aguantas.
–Tom –empezó ella, y sonaba como una
última y resignada advertencia–, escúchame, Tom. Era mi esposo hasta que le
dieron el trabajo en Dahrán y se fue, por seis meses se fue. Pasó el tiempo, y
cuando regresó todo había acabado. Ya que hoy has descubierto cuánta lástima le
tienes, y parece que acabas de darte cuenta de que es mi marido, te diré lo que
pasó. Regresó enfermo, Tom. Se contagió con algo en Dahrán, y él lo sabía.
Estuvo lejos de mí durante seis meses, Tom; seis meses es mucho tiempo y hay
muchas mujeres que comprenden que algo así ocurra. Tal vez también lo hubiera
comprendido, Tom. Pero fue demasiado cobarde para decírmelo. No me dijo ni una
palabra.
El hombre la escuchó sin mirarla; le dio
la espalda y miró hacia afuera, hacia el abultamiento verde del dique cuyo
amplio arco se extendía hasta el horizonte. Una bandada de aves marinas volvió
sobre las aguas bajas desde los canales lejanos, pasó casi rozando el dique y
se precipitó en brusco descenso a la caña que bordeaba las charcas de turba.
Observó el llano hasta la isla, de la que debía soltarse un punto en movimiento
que tendría que emprender ya el regreso para poder llegar al dique antes de que
subiera la marea; pero no lo encontró.
–Y te quedaste con él durante dos años –insistió
el hombre–. Lo aguantaste todo ese tiempo sin hacer nada.
–Tardé dos años en comprender lo que había
sucedido. Hasta la mañana de hoy. Cuando debí acompañarlo me di cuenta, Tom, y
sin habértelo propuesto me ayudaste. Por lástima o por remordimientos, me
pediste que lo acompañara.
–Todavía no aparece –señaló el hombre–.
Para poder llegar a tiempo antes de la marea, ya debía haber aparecido.
Abrió la ventana, la afianzó contra el
viento con un gancho de hierro y miró por encima de las aguas bajas.
–Tom –dijo ella–, oh, Tom. Vámonos de
aquí, a donde sea. Hagamos algo, Tom. He esperado mucho tiempo.
–Te has engañado durante mucho tiempo –afirmó
él–; trataste de olvidar algo, pero sabías que no sería posible.
–Sí –admitió–, sí, Tom. Nadie puede
olvidar una cosa así. Si me lo hubiera dicho en cuanto regresó, todo habría
sido más fácil. Lo hubiera comprendido, tal vez, con una sola palabra que me
dijese.
–Dame los binoculares –pidió.
La mujer quitó los binoculares del poste
de la cama y se los entregó dentro del estuche de piel; él lo abrió, levantó
los binoculares y revisó las aguas bajas en silencio.
–No lo encuentro –declaró–, y desde el
Oeste se acerca la marea.
Vio cómo desde el Oeste se aproximaban los
largos impulsos de la marea, cómo el agua se extendía, baja y poderosa, sobre
la arena; se adelantaba y se detenía, por un instante, como para recobrar el
aliento, y luego se derramaba sobre los surcos y los canales para surgir otra
vez, espumosa, hasta alcanzar la hilera de estacas de fierro, donde se acumuló,
subió y siguió por la pendiente inclinada y rocosa de la orilla, cortando la
superficie oscura del fondo hacia el Este.
–La marea es puntual –afirmó–. Tu marido
también lo ha sido siempre, pero ahora no lo veo.
–Vámonos de aquí, Tom, a cualquier lado.
–¡Ya no va a llegar! ¿No oyes lo que te
digo? La marea le cortó el camino, ¿entiendes?
–Sí, Tom.
–Todos los días regresó a tiempo, mucho
antes de la marea. ¿Por qué no llegó hoy? ¿Por qué?
–Por su reloj, Tom –le dijo la mujer–. Hoy
trae atrasado el reloj…
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