D. H. Lawrence
1
Los dos grandes
prados se extendían por la ladera de una colina orientada al sur. Al haberse recogido
el heno recientemente, eran de un verde dorado, y brillaban bajo el sol con resplandor
casi cegador. De lado a lado de la colina, a la mitad de su altura, un alto seto
la recorría y proyectaba su negra sombra sobre el brillo líquido del erial. Justo
al otro lado del seto estaban levantando el almiar. Era de tamaño enorme, inmenso,
pero de un tono tan plateado y de un brillo tan delicado que parecía ingrávido.
Se elevaba desordenado y radiante en medio del inalterable resplandor verde dorado
del prado. Un poco más atrás había otro almiar ya terminado.
La
carreta vacía entró por el hueco del seto. Desde la esquina más alejada del prado
inferior, donde entre el rastrojo todavía aparecían las franjas grises del desbroce,
la carreta ya cargada avanzaba colina arriba para llegar al almiar. Entre el heno
se veían claramente unos puntos blancos: eran los segadores.
Los
dos hermanos se habían tomado un minuto de descanso, a la espera de que llegase
el nuevo lote. De pie, se limpiaban el sudor con el brazo, entre suspiros causados
por el calor y el esfuerzo de haber colocado la tanda anterior. El almiar bajo sus
pies era alto, los elevaba sobre el borde del seto, y de gran anchura, una especie
de nave ligeramente hueca en la que entraba a borbotones la luz del sol, en la que
el aroma cálido y dulce del heno resultaba sofocante. Los dos hermanos aparecían
diminutos e inútiles, medio sumergidos en la enorme mole informe, elevados allí
en lo alto como si estuviesen sobre un altar erigido al sol.
Maurice,
el más joven de los hermanos, era un apuesto muchacho de veintiún años, despreocupado
y desenvuelto, que rebosaba vigor. Mientras se metía con su hermano, sus ojos grises
eran brillantes y parecían confundidos por una gran emoción. El rostro moreno mostraba
esa sonrisa peculiar, expectante, alegre y nerviosa, propia de un joven que por
vez primera es víctima de la pasión.
–Te
creías que me ibas a llevar la delantera, ¿a que sí? –dijo, apoyado en el mango
de la horca. Sonrió al hablar, y después se sumergió de nuevo en el delicioso tormento
de sus ensoñaciones.
–No,
no lo pensé: sabes demasiado –replicó Geoffrey, con un ligero tono de malicia. Su
hermano le superaba. Geoffrey era un joven corpulento y robusto, un año mayor que
Maurice. Sus ojos azules eran huidizos, apartaban la mirada con rapidez; la boca
sensible y mórbida. El retraimiento era evidente en todo su enorme cuerpo. El amor
propio hasta la exageración era como una enfermedad en él.
–Ya,
pero a pesar de eso, sé lo que hiciste –dijo Maurice con sorna–. Te escabulliste
–Geoffrey pegó un respingo convulsivo– pensando que era la última noche que teníamos
para pasar aquí, y me dejaste durmiendo aunque me tocaba a mí…
Sonrió
para sus adentros al pensar en el resultado de la artimaña de Geoffrey.
–Ni
me fui a hurtadillas –replicó Geoffrey, de aquella forma torpe y pesada suya, mostrando
su desagrado ante la frase–. ¿Es que no me mandó mi padre a buscar carbón…?
–Claro,
claro que sí: todos lo sabemos. Pero eso demuestra lo que te perdiste, hijo mío.
Maurice,
entre risillas, se dejó caer de espaldas sobre el lecho de heno. En aquel momento
no existía nada en el mundo excepto los endebles flancos del pajar y el sol abrasador.
Apretó los puños con fuerza, se cubrió el rostro con los brazos, y flexionó de nuevo
los músculos. No había duda de que la emoción le embargaba, y era tal su intensidad,
que apenas resultaba agradable, pero pese a ello todavía sonreía. Geoffrey, de pie
a sus espaldas, distinguía apenas los labios rojos, bajo aquel incipiente bigote
cual pelusa negra, que se entreabrían y mostraban los dientes al sonreír. El hermano
mayor apoyó la barbilla en el mango de la horquilla y contempló el panorama que
se extendía ante él.
Allá
a lo lejos se distinguía bajo un azulado velo el hacinamiento de la ciudad de Nottingham.
En medio se extendía la campiña, cubierta por una cálida neblina entre la que, aquí
y allá, ondeaban cual banderas los penachos de humo de las minas de carbón. Pero,
en la cercanía, al pie de la colina, al otro lado de la carretera que discurría
entre altos setos, no había otra cosa que el silencio de la vieja iglesia y de la
granja del castillo, rodeadas ambas de árboles. El amplio panorama solo sirvió para
que Geoffrey se sintiese más decaído. Apartó la mirada hacia las carretas vacías
que atravesaban el prado a sus pies, el carro vacío que cual enorme insecto iba
ladera abajo, la carga que se aproximaba, oscilante como un barco, la testa marrón
del caballo inclinada, los marrones flancos que se elevaban y se hincaban en el
suelo con esfuerzo. Geoffrey deseó que fuese rápido.
–No
pensaste que…
Geoffrey
pegó un respingo, se retrajo a su interior, y miró hacia los hermosos labios que
se movían al hablar bajo los morenos brazos de su hermano.
–No
pensaste que ella iba a estar allí conmigo; de lo contrario, no me hubieras dado
la oportunidad. –Aseguró Maurice, y terminó con una breve carcajada, excitado por
el recuerdo.
Geoffrey
enrojeció de odio, y sintió el impulso de pisar con el pie aquella boca burlona
en movimiento, que estaba allí bajo él. Reinó el silencio durante un rato y, a continuación,
con un tono peculiar de satisfacción, llegó de nuevo la voz de Maurice que vocalizó
con claridad las palabras:
Ich
bin klein, mein Herz ist rein
Ist niemand d’rin als Christ allein.
Maurice soltó
una risilla, después, con una convulsión producida por un retazo de aquel recuerdo,
agudo cual sacudida de dolor, se revolvió hasta girar el cuerpo, y se hundió en
el heno.
–Tú
sabes decir tus oraciones en alemán. –La voz le llegó en sordina.
–Pero
no quiero –dijo Geoffrey con un gruñido.
Maurice
se rio. Su rostro quedaba oculto, y en la oscuridad repasaba de nuevo sus experiencias
de la noche anterior.
–Qué
opinas de besarla junto a la oreja. Perdona –dijo, con voz extraña e inquieta; y
se retorció, sorprendido y excitado todavía por su primer contacto con el amor.
El
corazón de Geoffrey se inflamó en su interior, y la oscuridad lo rodeó: no podía
ver el paisaje.
–Y
la delicia de rodear sus pechos con las manos. –La voz de Maurice lo alcanzó, profunda
y provocativa. Parecía estar hablando consigo mismo.
Los
dos hermanos eran extremadamente tímidos ante las mujeres, y hasta esta recolección
del heno, la encarnación de todo el sexo femenino había sido su madre; en presencia
de cualquier otra mujer ambos se comportaban como dos torpes gañanes. Además, al
haber sido criados por una madre orgullosa, forastera en la región, consideraban
que las jóvenes corrientes estaban por debajo de ellos, porque eran inferiores a
su madre, que hablaba un inglés puro y era muy callada. Las muchachas normales eran
chillonas y mal habladas. Por eso, los dos muchachos habían crecido vírgenes y atormentados.
Ahora
de nuevo Maurice había tomado la delantera a Geoffrey, y el hermano mayor se sentía
hondamente humillado. Corría el peligro de hundirse en un estado insano, por falta
absoluta de vida, por total carencia de interés.
La
institutriz extranjera de la rectoría, cuyo jardín llegaba hasta el prado de arriba,
había hablado con los muchachos a través del seto, y les había dejado fascinados.
Había un enorme arbusto de saúco, con grandes flores cremosas que caían sobre el
sendero del jardín, y sobre el prado. Geoffrey jamás olía las flores del saúco sin
sorprenderse y sobresaltarse, al pensar en la extraña voz de acento extranjero que
tanto le había sorprendido cuando cortaba con la guadaña al pie del seto. Una niñita
había salido corriendo por el hueco del seto, y la fräulein, que la llamaba en alemán,
había aparecido tras ella, e iba tropezando con las flores al perseguirla. La joven
se había sobresaltado tanto al ver a un hombre allí en la sombra, que por un momento,
fue incapaz de moverse para, a continuación, pisar el rastrillo que estaba en el
suelo junto a él. Geoffrey, olvidándose de que era una mujer, la había cogido con
cuidado cuando salió despedida hacia delante, y le había preguntado:
–¿Se
ha hecho daño?
Entonces
ella se había echado a reír, le había contestado en alemán y le había mostrado los
brazos mientras enarcaba las cejas. Las ortigas se habían ensañado con ella.
–Necesita
una hoja de acedera –dijo Geoffrey.
La
joven frunció el ceño, desconcertada.
–¿Hoja
de ace… dera?
El
joven le había frotado los brazos con la verde hoja.
Y
ahora ella se había juntado con Maurice. Al principio, había dado la impresión de
preferirle a él. Ahora, se había sentado con Maurice a la luz de la luna, y le había
permitido que la besara. Geoffrey lo había sufrido con amargura, sin oponer resistencia.
Inconscientemente,
estaba mirando hacia el jardín de la rectoría. Allí estaba ella, con un vestido
marrón dorado. Geoffrey se quitó el sombrero, y levantó la mano derecha para saludarla.
La joven, diminuta figura dorada, agitó la mano con indiferencia entre las hileras
de patatas. Geoffrey se quedó inmóvil en aquella postura, con el sombrero en la
mano izquierda y la mano derecha alzada. Por la indolencia del saludo, adivinó que
era a Maurice a quien ella esperaba. Y de él ¿qué pensaba? ¿Por qué no le quería
a él?
Al
oír la voz del carretero que traía la carga, Maurice se levantó. Geoffrey continuó
igual, pero su rostro se mostraba sombrío, y la mano levantada, flácida por la decepción.
Maurice miró colina arriba. Los ojos se le iluminaron y se echó a reír. Geoffrey,
que le observaba, dejó caer la mano.
–¡Chico!
–exclamó Maurice entre risas–. No sabía que estaba ahí.
Agitó
la mano con torpeza. Para esas cosas, Geoffrey tenía más gracia. El hermano mayor
observó a la joven, que corrió hasta el final del sendero, tras los arbustos, para
ocultarse de la casa. Desde allí, agitó el pañuelo alocadamente. Maurice no percibió
la maniobra. Se oyó el grito de una niña, y la figura de la joven se desvaneció,
para reaparecer con un bulto infantil blanco entre los brazos y descender por el
sendero. Una vez allí, depositó su carga en el suelo, corrió colina arriba hasta
un enorme arce, trepó rápidamente hasta la plataforma horizontal que allí formaba
el seto y, tras ponerse en pie, empezó a lanzar besos con ambas manos en un gesto
foráneo que excitó a los hermanos. Maurice se rio con fuerza mientras agitaba su
pañuelo rojo.
–¿Cuál
es el peligro? –gritó una voz burlona desde abajo.
Maurice
se dejó caer mientras un intenso rubor le teñía las mejillas.
–¡Ninguno!
–respondió.
Allá
abajo resonó una fuerte carcajada.
La
carreta con la carga se aproximó, se detuvo con un crujido al rozar el almiar, y
después se echó hacia atrás y se apoyó sobre los topes. Los hermanos cruzaron la
base de heno, horquillas en mano. Al momento, un hombre grande y corpulento, enrojecido
y sudoroso, se subió sobre la carga de la carreta. Una vez en lo alto, se dio la
vuelta y sus ojos escudriñaron la ladera bajo las espesas cejas. Descubrió a la
joven bajo el arce.
–¡Ah!
Así que se trata de ella –dijo entre risas–. Sabía que se trataba de una pájara
de esa especie, pero no la veía.
Era
el padre, que, satisfecho, se rio de buena gana y a continuación empezó a descargar
el heno. Geoffrey, desde lo alto del pajar, recibía las grandes brazadas y se las
iba pasando a Maurice, que las cogía, las colocaba e iba formando el almiar. Bajo
el intenso sol, los tres trabajaban en silencio, unidos por la pasajera pasión del
laboreo. Durante un rato, el padre aminoró el ritmo para sacar el heno de debajo
de sus pies. Geoffrey esperó; los azulados dientes de la horquilla relucían expectantes:
el fardo se elevó, la horquilla se deslizó bajo él, hubo un ligero entrechocar de
metales y después el heno fue izado hasta el pajar y, allí, atrapado por Maurice,
que lo colocó de la forma debida. Uno tras otro, los tres hombres relajaron los
hombros y acomodaron sus posturas. Los tres vestían camisas gastadas de color azul
pálido, que se adherían a sus espaldas. El padre movió instintivamente los fuertes
hombros redondos, primero hacia arriba para después bajarlos despacio; la monotonía
guiaba sus movimientos. Geoffrey exhibía su fuerza. Los enormes hombros cogían y
movían el heno sin contención.
–¿Intentas
derribarme? –preguntó Maurice enfadado. Tenía que esforzarse para resistir el impacto.
Los
tres hombres trabajaban con intensidad, como si alguna fuerza los abocase a la urgencia.
Maurice era ágil y rápido en el trabajo, pero tenía que echar mano de su propio
sentido común. Además, al colocar el heno alrededor del borde más alejado, tenía
que recorrer cierta distancia. Así que resultaba demasiado lento para Geoffrey.
Normalmente, el hermano mayor le hubiese acercado el heno todo lo más posible, allí
donde Maurice lo quería. Ahora, sin embargo, lanzaba los montones al centro del
pajar. Maurice se acercaba veloz y con movimiento elegante sobre el lecho de heno,
pero el esfuerzo era demasiado para él. Los otros dos hombres, embebidos en recibir
y entregar, mantenían un ritmo muy veloz. Geoffrey continuaba lanzando el heno sin
mesura; Maurice sudaba profusamente con el calor y el esfuerzo. De vez en cuando,
Geoffrey se enjugaba la frente con el brazo con gesto mecánico, como un animal.
A continuación contemplaba con satisfacción el estado de agotamiento de Maurice,
y se hacía con el siguiente fardo.
–¿Adónde
te crees que lo lanzas, imbécil? –preguntó Maurice entre jadeos cuando su hermano
lanzó un montón fuera de su alcance.
–A
donde yo quiero –fue la respuesta de Geoffrey.
Maurice
continuó con su labor, ahora lleno de furia. Sentía que el sudor se deslizaba por
su cuerpo: le caían gotas sobre las largas pestañas negras y le cegaban, así que
tenía que detenerse y, furibundo, frotarse los ojos para despejarlos. Las venas
se marcaban en su poderoso cuello. Tenía la impresión de que iba a reventar, o a
desmayarse si el trabajo no se ralentizaba. Oía la horquilla de su padre arañar
el fondo de la carreta.
–Aquí
va, el último –anunció el padre jadeante.
Geoffrey
lanzó aquel último montón ligero a lo loco, se quitó el sombrero y, ardiendo bajo
el sol mientras se secaba, se quedó con aire complacido mientras Maurice luchaba
por ordenar el almiar.
–¿No
crees que el lado de allá está un poco hacia fuera? –preguntó la voz del padre desde
abajo–. Será mejor que lo metas hacia dentro, ¿no?
–Creí
que habías dicho que ahí iría la próxima carga –contestó Maurice con enfado.
–Bueno,
está bien. ¿Pero este lado de aquí abajo no está…?
Maurice,
impaciente, no le prestó atención.
Geoffrey
avanzó a zancadas por el pajar e hincó la horquilla en el lado de la discordia.
–¿Es
aquí? –gritó con voz potente.
–Sí.
¿No está un poco suelto? –inquirió desde abajo la irritante voz.
Geoffrey
introdujo la horca en la parte que sobresalía y, tras apoyar todo el peso sobre
el palo, levantó el heno. Le pareció que se movía. Volvió a hincar el apero con
toda su fuerza. El montón se inclinó.
–¿Qué
haces, imbécil? –gritó Maurice a voz en cuello.
–Ten
cuidado con a quién llamas imbécil –respondió Geoffrey, y se dispuso a empujar de
nuevo.
Maurice
se acercó de un salto, y apartó a su hermano de un codazo. Sobre el suelto y deslizante
lecho de heno, Geoffrey perdió el equilibrio, y cayó al fondo entre maldiciones.
Maurice tanteó el borde.
–Es
lo suficientemente sólido –gritó con furia.
–Está
bien –la voz del padre tenía un tono conciliador–. Descansad un poco ahora que hay
tanto trecho que recorrer para traerlo –añadió reflexivo.
Geoffrey
se había levantado.
–Ten
cuidado de con quién te metes, te aviso –dijo en tono muy amenazador, para añadir
mientras Maurice continuaba con su faena–: Y que no se te ocurra volver a tachar
a nadie de imbécil, ¿me has oído?
–Hasta
la próxima vez, no –respondió Maurice con sorna.
Al
ir trabajando en silencio alrededor del pajar, se fue acercando a donde estaba su
hermano meditabundo como una estatua, apoyado en el mango de la horca y contemplando
el panorama desde su atalaya. El ritmo del corazón de Maurice se aceleró. Siguió
adelante con su labor, hasta que una de las puntas de la horquilla chocó contra
el cuero de la bota de Geoffrey, y el metal resonó con un sonido agudo.
–¿Es
que no vas a moverte? –preguntó Maurice amenazador.
No
obtuvo respuesta de aquel enorme bloque. Maurice elevó el labio superior como un
perro. A continuación, con el impulso del codo, trató de empujar a su hermano hacia
dentro del pajar, de apartarlo de su camino.
–¿A
quién estás empujando? –La voz resonó profunda, preñada de amenazas.
–A
ti –contestó Maurice con sorna.
Y
sin transición, los hermanos se enfrentaron como si fuesen dos toros dispuestos
a la pelea: mientras Maurice intentaba con todas sus fuerzas que Geoffrey perdiese
el equilibrio, Geoffrey utilizaba todo su peso para oponer resistencia. Maurice,
con apoyo precario, se tambaleó un poco, y el peso de Geoffrey fue tras él. El hermano
menor se precipitó por encima del borde del almiar y desapareció.
Geoffrey
empalideció, y siguió en pie, a la escucha. Oyó la caída. Y a continuación le cubrió
un manto de oscuridad, y él permaneció firme solo porque tenía los pies plantados
sobre el heno. No tenía fuerzas para moverse. No le llegaba ningún sonido desde
abajo, apenas fue consciente de un grito agudo que procedía de muy lejos. Escuchó
de nuevo. De repente, el pánico se apoderó de él.
–¡Padre!
–rugió con su tremenda voz–. ¡Padre! ¡Padre!
El
valle resonó con el eco. El ganado menor que había en la ladera miró hacia arriba.
Figuras de hombres aparecieron corriendo desde el prado de abajo y, mucho más próxima,
la silueta de una mujer se aproximó a toda velocidad por el prado superior. Geoffrey
esperó en suspenso, presa del terror.
–¡Ay!
–oyó gritar horrorizada, con acento extranjero, a la joven–. ¡Ay! –Y le siguió una
retahíla plañidera e incomprensible. A continuación–: ¡Ay! ¿Es… estás muerto?
Geoffrey
continuaba petrificado, erguido sobre el pajar, sin atreverse a bajar, deseoso de
esconderse en el heno, pero demasiado espantado para desaparecer de la vista. Oyó
cómo Henry, el mayor de sus hermanos, llegaba cuesta arriba, jadeante.
–¿Qué
es lo que ha pasado?
Y
después al jornalero y a su padre:
–¿Qué
habéis estado haciendo? –Oyó preguntar al padre, mientras él seguía sin aproximarse
al borde del almiar. Y, a continuación, con tono bajo y amargo:
–¡Se
ha matado! Yo no tenía por qué haber puesto tanto heno en ese pajar.
Transcurrieron
uno o dos minutos en silencio, después la voz de Henry, el mayor de los hermanos,
dijo cortante:
–No
está muerto. Está recuperando el sentido.
Geoffrey
lo oyó, pero no se alegró. Hubiese deseado que Maurice estuviese muerto. Al menos
eso sería definitivo: mejor que enfrentarse a las acusaciones de su hermano, que
ver a su madre dirigirse a la habitación del enfermo. Si Maurice se hubiese matado,
él no habría dado ninguna explicación, no, no habría dicho ni palabra, y podían
ahorcarlo si lo deseaban. Si Maurice solo estaba herido, todo el mundo se enteraría,
y Geoffrey no podría levantar cabeza nunca más. Qué tortura añadida, pasar y que
todo el mundo lo supiese. Prefería algo de lo que pudiese apartarse, algo definitivo,
aunque fuese la certeza de que había matado a su hermano. Tenía que contar con algo
firme ante lo que retroceder, o se volvería loco. Estaba tan solo…, él, que por
encima de todo, necesitaba apoyo y comprensión.
–No,
está volviendo en sí, te digo que es así –afirmó el jornalero.
–No
está muer… to, no está muer… to. –Oyó la apasionada y extraña cantilena de la joven
extranjera–. No está muerto… no… o.
–Necesita
un poco de brandy… mira el color de sus labios –dijo la voz clara y fría de Henry–.
¿Puede traer un poco?
–¿Qué…
e? ¿Traer? –La fräulein no lo entendía.
–Brandy
–dijo Henry con toda claridad.
–¡Brrandy!
–repitió la joven.
–Ve
tú, Bill –gimió el padre.
–Sí,
ya voy –contestó Bill, y echó a correr a campo traviesa.
Maurice
no estaba muerto, ni se iba a morir. Geoffrey ahora lo comprendía. Después de todo,
se alegraba de la revocación de la máxima pena. Pero odiaba pensar en lo que tenía
por delante. Y es que a partir de ese momento, siempre se retraería. Siempre había
esperado, siempre, que llegase un momento en el que pudiese ser despreocupado, decidido
como Maurice, en el que no se asustase ni se retrajese. Ahora sería siempre el mismo,
se encerraría en sí mismo como una tortuga sin caparazón.
–¡Ay!
¡Está mejor! –llegó la voz descontrolada de la fräulein, que se echó a llorar, sonido
este extraño, que asustó a los hombres, que hizo que la bestia que llevaban en su
interior se pusiese en guardia. Geoffrey se estremeció al oír, entre los sollozos
de la muchacha, el quejido impaciente de su hermano al recobrar el aliento.
El
jornalero volvió a la carrera, seguido por el vicario. Después del brandy, Maurice
hizo más ruido de lamentos e hipidos. Oyó que el vicario pedía explicaciones. Todas
aquellas voces ansiosas, amortiguadas, contestaron con frases breves.
–Fue
ese otro –gritó la fräulein–. Le hizo caer… ¡ja!
Sonaba
aguda y vengativa.
–No
lo creo –dijo el padre al vicario, en voz audible pero confidencial, hablando como
si la fräulein no entendiese su idioma.
El
vicario, en mal alemán, se dirigió a la institutriz de sus hijos. La joven le contestó
con un torrente de palabras que él se negó a reconocer que le superaba. Maurice
emitía leves quejidos y suspiros.
–¿Dónde
te duele, muchacho? –preguntó el padre con voz patética.
–Déjale
un rato tranquilo –pidió Henry con tono firme–. Por de pronto, tiene que recuperar
la respiración.
–Será
mejor que compruebes que no tiene ningún hueso roto –dijo el vicario nervioso.
–Fue
una bendición que cayese sobre ese montón de heno de ahí –afirmó el jornalero–.
Si por casualidad hubiera caído sobre este trozo de madera, no lo hubiera contado.
Geoffrey
se preguntó cuándo tendría valor para aventurarse a bajar. Tuvo la alocada idea
de tirarse de cabeza desde lo alto del pajar: si pudiese desaparecer del mapa, estaría
a salvo. Frenético, deseó no existir. La idea de pasarse el resto de sus días encerrado
de aquella forma en sí mismo, dominado por la más espantosa de las vergüenzas, siempre
solo, amargado y presa de la desolación era suficiente para ponerse a pegar alaridos:
¿Qué iban a pensar todos cuando se enterasen de que había tirado a Maurice desde
lo alto del pajar?
Allá
abajo hablaban a Maurice. El muchacho se había recuperado en gran medida, y era
capaz de responder débilmente.
–¿Qué
era lo que hacías? –preguntó el padre con suavidad–. ¿Andabas jugando con Geoffrey?
¿Sí? ¿Y él? ¿Dónde está?
A
Geoffrey le dio un vuelco el corazón.
–No
lo sé –respondió Henry, con tono irónico y extraño.
–Ve
y echa una ojeada –le rogó el padre, que sentía al tiempo un alivio infinito por
uno de sus hijos, y una enorme preocupación por la suerte del otro.
Geoffrey
no pudo soportar la idea de que el hermano mayor subiese allá arriba y le interrogase
con aquel tono suyo agudo y lleno de curiosidad. El culpable, con la cabeza gacha,
empezó a bajar por la escala. Sus botas claveteadas se saltaron un travesaño.
–Ten
cuidado –gritó el padre histérico.
Geoffrey,
al pie de la escalera, se quedó inmóvil como un criminal, y dirigió miradas furtivas
al grupo. Maurice yacía, pálido y víctima de ligeras convulsiones sobre un montón
de heno. La fräulein estaba arrodillada junto a la cabeza del muchacho.
El
vicario le había desabotonado la camisa hasta el pecho, y lo palpaba para comprobar
si tenía alguna costilla rota. El padre estaba arrodillado al otro lado; Henry y
el jornalero estaban en pie.
–No
veo nada roto –afirmó el vicario, y sonó ligeramente decepcionado.
–No
hay nada roto que ver –murmuró Maurice con una sonrisa.
El
padre empezó a decir:
–¿Eh?
¿Eh? –Y se inclinó sobre el yaciente.
–Digo
que no me he hecho daño –repitió Maurice.
–¿Qué
estabais haciendo? –preguntó la voz fría e irónica de Henry.
Geoffrey
miró hacia otro lado: todavía no había alzado el rostro.
–Que
yo sepa, nada –murmuró con sequedad.
–¿Qué?
–gritó la fräulein en tono de reproche–. Yo veo… ¡le tiró abajo!
Hizo
un gesto fiero con el codo. Henry, sardónico, retorció el largo bigote.
–No
muchacha, no –sonrió el pálido Maurice–. Cuando resbalé, él estaba bien lejos de
mí.
–¡Ah!
¡Ah! –gritó la fräulein sin entender.
–Sí
–aseguró Maurice con sonrisa indulgente.
–Creo
que se equivoca –dijo el padre de forma un tanto patética, dirigiéndole a la muchacha
una sonrisa como si de una débil mental se tratase.
–Ah,
no –gritó ella–. Yo veo a él.
–No,
muchacha. –Maurice sonrió tranquilo.
Era
polaca, de nombre Paula Jablonowsky: joven, de apenas veinte años, ágil y rápida
como un gato montés, con una forma extraña y felina de sonreír. Tenía el cabello
rubio y lleno de fuerza, dividido en multitud de mechones que, llenos de vida, se
agitaban en torno a su rostro. Los preciosos ojos azules estaban cubiertos por extraños
párpados, y parecía atravesarlo todo con su mirada, para después hacerlo con la
languidez de un gato montés. Los pómulos eran un tanto eslavos, y tenía pecas en
abundancia. Era evidente que el vicario, hombre pálido y bastante frío, la odiaba.
Maurice
yacía pálido y sonriente en el regazo de la joven mientras que ella se aferraba
a él como a un compañero. Instintivamente, uno percibía que estaban emparejados.
A ella se la veía dispuesta en cualquier momento a saltar en su defensa con toda
fiereza, ahora que él se encontraba herido. Las miradas que lanzaba a Geoffrey estaban
llenas de violencia. Se inclinaba sobre Maurice y le hablaba con su acariciante
lengua de sonido extranjero.
–Di
lo que quie… ras. –Y se echó a reír, otorgándole soberanía sobre ella.
–¿No
sería mejor que fuese a ver qué ha sido de Marjery? –preguntó el vicario en tono
de reprimenda.
–Está
con su madre: la he oído. Me iré dentro de un ra… to. –La joven sonrió con modestia.
–¿Te
crees capaz de ponerte en pie? –preguntó el padre todavía nervioso.
–Sí,
dentro de un momento. –Maurice sonrió.
–¿Quieres
levantarte? –sonó acariciadora la voz de la joven, que se inclinó sobre él hasta
que su rostro quedó muy próximo al del muchacho.
–No
tengo prisa –le respondió con sonrisa radiante.
El
accidente le había proporcionado una nueva, aunque extraña, tranquilidad, además
de autoridad. Se sentía enormemente alegre. De repente, había adquirido un poder
desconocido.
–No
tienes prisa –repitió la joven, descifrando el significado. Y le sonrió con ternura:
estaba a su servicio.
–Dentro
de un mes nos dejará: la señora Inwood no la soporta ni un minuto más –confesó el
vicario al padre en voz baja, en tono de disculpa.
–¿Por
qué, es…?
–Como
una salvaje: desobediente e insolente.
–¡Ah!
El
padre sonaba abstraído.
–Se
acabaron las institutrices extranjeras para mí.
Maurice
se movió y miró a la joven.
–¿Pones
de pie? –preguntó ella ilusionada–. ¿Tú bien?
El
muchacho se rio una vez más, y mostró los dientes de forma atractiva. Ella le levantó
la cabeza y se puso en pie de un salto sin dejar de sujetársela, después lo cogió
por las axilas y le levantó, antes de que nadie tuviese tiempo de echar una mano.
El muchacho era mucho más alto que ella. La agarró con fuerza de los hombros, se
recostó en ella y, al sentir los pechos redondos y firmes de la joven apretados
contra su costado, sonrió y tomó aliento.
–Ves
cómo estoy bien –aseguró con voz entrecortada–. Solo me hacía falta aire.
–¿Tú
bi… en? –gritó la joven rebosante de alegría.
–Sí,
lo estoy.
Y,
tras un momento, dio unos cuantos pasos.
–¿Suficiente
bien, tú? –gritó la joven en tono de súplica.
Él
se rio abiertamente, la miró y rozó su rostro con los dedos.
–Ya
está… si tú quieres.
–¡Si
yo quiero! –repitió la joven radiante.
–Dentro
de tres semanas se irá –dijo el vicario, en un intento de consolar al padre.
2
Mientras hablaban,
oyeron la lejana sirena de uno de los pozos mineros.
–Es
la hora de la salida –anunció Henry con frialdad–. Hoy no terminaremos ese lado.
El
padre miró a su alrededor con ansia.
–Oye,
Maurice, ¿estás seguro de que estás bien? –preguntó.
–Sí,
estoy bien. ¿No te lo he dicho?
–Pues
entonces, siéntate ahí abajo, y dentro de un momento podrás cenar. Henry, tú sube
al pajar. ¿Dónde está Jim? Ah, está ocupándose de los caballos. Bill y tú, Geoffrey,
podéis recoger el heno mientras Jim lo carga.
Maurice
se sentó bajo el olmo para recuperarse. La fräulein se había ido a todo correr a
la casa. Se había decidido a pedirle que se casase con él. Tenía cincuenta libras
propias, y su madre le echaría una mano. Durante largo rato se quedó ensimismado,
pensando qué haría. Entonces de la carreta cogió una cesta de gran tamaño cubierta
por un paño, y extendió la cena por el suelo. Había una enorme empanada de conejo,
una fuente de patatas en ensalada, cantidad de pan, un gran trozo de queso y un
consistente pudín de arroz.
Aquellos
dos prados quedaban a cuatro millas de distancia de la granja familiar. Pero desde
hacía varias generaciones eran propiedad de los Wookey, así que el padre seguía
ocupándose de su mantenimiento, y a todos les ilusionaba la recolección del heno
de Greasley: era una especie de excursión campestre. Venían provistos de comida
y té en el carro de la leche, que su padre conducía hasta allí por la mañana. Los
muchachos y los jornaleros llegaban en bicicleta. Entre unas cosas y otras, la recolección
duraba dos semanas. Como la carretera principal entre Alfreton y Nottingham discurría
al pie de los campos, lo normal era que alguien se quedase a dormir en el heno bajo
el cobertizo para vigilar los aperos. Los hijos se encargaban por turnos. No era
cosa que les gustara demasiado, y por esa razón estaban ansiosos por terminar la
recolección aquel mismo día. Pero el ritmo de la faena decayó y se vio entorpecido
tras el accidente de Maurice.
Cuando
terminaron de vaciar la carga, se agruparon alrededor del blanco mantel, que estaba
extendido entre el seto y el almiar, y, sentados en el suelo, dieron cuenta de la
comida. La señora Wookey siempre mandaba un mantel limpio, y cuchillos, tenedores
y platos para todos. Al señor Wookey esos detalles le hacían sentir siempre un tanto
orgulloso, todo era tan correcto…
–Vaya,
vaya –dijo jovialmente mientras tomaba asiento–. Qué buen aspecto tiene esto, ¿eh?
Todos
se acomodaron alrededor del blanco mantel, a la sombra del árbol y el pajar, y dirigieron
la vista a los campos mientras comían. Desde la fresca sombra que les envolvía,
el dorado rastrojo parecía líquido, fundido por el calor. El caballo, uncido a la
carreta vacía, recorrió unos metros, después se detuvo a comer. Todo quedó sumido
en la quietud, como en un trance. De vez en cuando, el mordisco desenvuelto del
caballo entre las pilas de heno amontonadas junto al almiar, resonaba como una musiquilla
cuando comía. Los hombres comían y bebían en silencio, el padre sumido en la lectura
del periódico, Maurice recostado sobre una silla de montar, Henry leyendo el semanario
The Nation, los demás ocupados en comer.
De
pronto, Bill exclamó:
–¡Hola!
¡Aquí está otra vez!
Todos
levantaron la mirada. Paula llegaba a campo traviesa con un plato en la mano.
–Trae
algo para despertarte el apetito, Maurice –declaró con ironía el mayor de los hermanos.
Maurice
iba por la mitad de un enorme trozo de empanada de conejo, acompañado de ensalada
de patatas.
–Que
me bendigan si no estás en lo cierto –confirmó el padre riéndose–. Deja eso, Maurice,
es una pena desilusionarla.
Maurice
miró a su alrededor con rostro muy avergonzado, sin saber qué hacer con su plato.
–Pásamelo
–dijo Bill–. Ya me encargo yo de dar buena cuenta de él.
–¿Trae
algo para el inválido? –dijo el padre entre risas a la fräulein–. Está ya muy recuperado.
–Traigo
un poco de pollo a él, ¡ajá! –Hizo un gesto infantil de afirmación en dirección
a Maurice, quien sonrió ruborizado.
–Tampoco
hay por qué cebarlo –dijo Bill.
Todos
soltaron una sonora carcajada. La joven no entendió, así que también se echó a reír.
Maurice, muy avergonzado, se puso a comer su porción.
El
padre sintió lástima ante la timidez de su hijo.
–Venga
y siéntese a mi lado –dijo–. ¡Eh, fräulein! ¿Es así como la llaman?
–Me
siento junto a usted, padre –dijo la joven con inocencia.
Henry
echó hacia atrás la cabeza y estuvo un buen rato riéndose por lo bajo.
La
joven se acomodó junto al hombre corpulento y apuesto.
–Me
llamo –dijo– Paula Jablonowsky.
–¿Cómo?
–preguntó el padre, mientras el resto prorrumpía en sonoras carcajadas.
–Dígamelo
otra vez –rogó el padre–. ¿Se llama…?
–Paula.
–¿Paula?
Ah…, bueno, es un nombre un poco raro, ¿eh? Él se llama… –E indicó con la cabeza
a su hijo.
–Maurice…,
lo sé. –Pronunció el nombre con dulzura y, mirando al padre a los ojos, se echó
a reír.
Maurice
enrojeció de pies a cabeza.
Le
hicieron preguntas sobre su vida, y averiguaron que procedía de Hanover, que su
padre era tendero, y que se había escapado de casa porque no le gustaba su padre.
Se había ido a París.
–¡Ah!
–exclamó el padre, preso ahora de las dudas–. ¿Y qué hizo una vez allí?
–En
colegio… en un colegio de señoritas.
–¿Le
gustó?
–Ay,
no… no haber vida… ¡no haber vida! Cuando salimos… dos y dos… todas juntas… nada
más. Ay, no haber vida, no haber vida.
–¡Esa
sí que es buena! –exclamó el padre–. ¡Que no hay vida en París! ¿Y ha encontrado
mucha vida en Inglaterra?
–No…
ay, no, no me gusta. –Hizo un gesto de asco en dirección a la rectoría.
–¿Cuánto
tiempo lleva en Inglaterra?
–Navidad…
o así.
–¿Y
qué va a hacer?
–Iré
a Londres, o a París. ¡Ay, París! ¡O me casaré!
Se
echó a reír mirando al padre a los ojos.
El
padre se rio a carcajadas.
–¿Casarse,
eh? ¿Y con quién?
–No
lo sé. Me marcharé.
–¿El
campo es demasiado tranquilo para usted? –preguntó el padre.
–¡Ajá,
demasiado tranquilo! –asintió con la cabeza.
–¿No
le gustaría dedicarse a hacer mantequilla y queso?
–Hacer
mantequilla, ¡ajá! –Se volvió hacia el hombre con gesto alegre y complacido–. Me
gusta.
–¡Ah!
–rio el padre–. Conque eso sí que le gustaría, ¿eh?
La
joven asintió con vehemencia, con los ojos resplandecientes.
–Le
gustaría cualquier cosa que suponga un cambio –declaró Henry en tono de quien emite
un veredicto.
–Creo
que así es –convino el padre.
No
se les ocurrió que la joven entendía perfectamente lo que decían. Los miró con detenimiento,
después inclinó la cabeza para pensar.
–¡Atención!
–exclamó Henry, siempre alerta.
Un
vagabundo avanzaba con torpeza hacia ellos a través del hueco del seto. Era un individuo
siniestro, huidizo, con cierto aire de fanfarronería. De corta estatura, delgado
y huraño, con barba roja de una semana sin afeitar cubriéndole la puntiaguda barbilla,
se aproximaba desmañado.
–¿Tienen
algo de faena? –preguntó.
–¿Algo
de faena? –repitió el padre–. ¿Es que no ve que ya casi hemos terminado?
–Ya.
Pero he visto que se han quedado con uno de menos, y pensé que al ser así podrían
cogerme media jornada.
–¿Por
qué? ¿Es que valdría para algo en una pila de heno? –preguntó Henry con tono burlón.
El
hombre se apoyó en el almiar. Todos los demás estaban sentados en el suelo. Les
sacaba ventaja.
–Puedo
aventajar trabajando a cualquiera de ustedes –fanfarroneó.
–No
hay más que mirarlo –rio Bill.
–¿Y
cuál es su oficio habitual?
–Soy
jockey por derecho propio. Pero hice cierto trabajo sucio para un jefe mío, y me
echaron. Él se llevó los beneficios, a mí me dieron la patada. Él me metió en el
lío, y después parecía que no me había visto nunca.
–¿Eso
hizo? –exclamó el padre movido por la compasión.
–Sí,
eso hizo –aseguró el hombre.
–Pero
aquí no tenemos nada para ti –dijo Henry con frialdad.
–Y
el jefe, ¿qué opina? –preguntó el hombre con descaro.
–No,
no hay faena para usted –dijo el padre–. Puede comer algo, si quiere.
–Me
alegraría hacerlo –contestó el hombre.
Le
dieron el trozo de empanada de conejo que quedaba. Se lo comió con avaricia. Había
en él algo de bajeza, de parásito, que asqueaba a Henry. Los demás le miraban como
algo curioso.
–Estaba
rica y sabrosa –dijo el vagabundo con delectación.
–¿Quiere
un trozo de pan con queso? –ofreció el padre.
–Ayudaría
a llenar el estómago –fue la respuesta.
Esta
vez el hombre comió con más lentitud. La cuadrilla estaba incómoda con su presencia,
y no se sentía con ganas de hablar. Todos los hombres encendieron sus pipas, había
finalizado la comida.
–¿Así
que no necesitan ayuda? –preguntó el vagabundo por fin.
–No,
con lo poco que nos queda, podemos arreglárnoslas.
–No
tendrían un poco de tabaco de sobra, ¿verdad?
El
padre le dio una buena porción.
–Aquí
están muy bien –dijo el hombre mirando a su alrededor.
A
los otros les molestó aquella familiaridad. Sin embargo, él llenó su pipa de arcilla
y fumó con el resto.
Continuaban
sentados en silencio, cuando una nueva figura apareció en el hueco del seto y se
aproximó sin ruido. Se trataba de una mujer. Era más bien pequeña, y de hechura
fina. Tenía el rostro pequeño, muy sonrosado, y bonito, salvo por la expresión de
amargura y retraimiento que exhibía. Llevaba el pelo tirante hacia atrás bajo un
sombrero marinero. Daba la impresión de limpieza, de precisión y de no andarse con
tapujos.
–¿Has
conseguido trabajo? –preguntó a su compañero. Al resto los ignoró. Él metió el rabo
entre las piernas.
–No,
no tienen faena para mí. Solo me han dado una pizca de tabaco.
Era
un hombre de lo más rastrero.
–¿Y
yo tengo que quedarme todo el día esperando allí en el callejón?
–No
tienes por qué si no quieres. Puedes seguir adelante.
–Bien,
¿te vienes? –preguntó con desprecio.
Él
se puso en pie tambaleándose.
–No
hay necesidad de darse tanta prisa –dijo el hombre–. Si esperases un poco, podrías
conseguir algo.
Por
vez primera, ella paseó la mirada por el grupo de hombres. Era bastante joven, y
habría sido bonita, de no ser por aquel aire de dureza y resentimiento.
–¿Ha
comido usted? –preguntó el padre.
Ella
le miró con una especie de ira, y se dio la vuelta. El contorno del rostro era tan
infantil que el contraste con la expresión resultaba extraño.
–¿Vienes?
–preguntó al hombre.
–Él
ya se ha tomado lo suyo. Tómese usted algo, si quiere –la animó el padre.
–¿Qué
has comido? –lanzó, dirigiéndose al hombre.
–Se
ha tomado todo lo que quedaba de la empanada de conejo –dijo Geoffrey en tono indignado,
burlón–, y un buen trozo de pan con queso.
–Bueno,
ellos me lo dieron –dijo el hombre.
La
joven miró a Geoffrey, y él a ella. Había una especie de camaradería entre ellos.
Ambos tenían el mundo en contra. Geoffrey sonrió con sarcasmo. Ella era demasiado
seria, su indignación era demasiado profunda para permitirse siquiera una sonrisa.
–Pero
tenemos aquí una tarta, puede tomar un poco –dijo Maurice alegremente.
Ella
le miró con desprecio.
Dirigió
de nuevo la mirada a Geoffrey. Él parecía entenderla. Se dio la vuelta y se alejó
en silencio. El hombre no se movió y continuó fumando la pipa con obstinación. Todos
le miraron con hostilidad.
–Vamos
a trabajar –dijo Henry, poniéndose en pie y quitándose la chaqueta.
Paula
se levantó. Estaba un poco confundida por la presencia del vagabundo.
–Yo
ir –dijo, mostrando una radiante sonrisa.
Maurice
se levantó y fue tras ella vergonzoso.
–Menudo
revolcón, ¿eh? –dijo el vagabundo, señalando con el gesto a la fräulein.
Los
hombres solo le entendieron a medias, pero se sintieron llenos de odio hacia él.
–¿No
sería mejor que te fueses? –preguntó Henry.
El
hombre se puso en pie obediente. Toda su persona era desgarbada, con la insolencia
de un parásito. A Geoffrey le resultaba aborrecible, sentía ganas de exterminarle.
Era la encarnación exacta del peor enemigo de alguien de desbordante sensibilidad;
la insolencia carente de cualquier atisbo de delicadeza, que se alimenta de la sensibilidad
ajena.
–¿No
van a darme nada para ella? Por lo que yo sé, no ha tomado nada en todo el día.
Se lo comerá si se lo llevo yo, aunque para mí que consigue más de lo que yo tengo
conocimiento. –Acompañó aquellas palabras con un guiño obsceno de rencor y celos–.
Y después a mí intenta controlarme… –se mofó, mientras agarraba el pan y el queso,
y se lo guardaba en el bolsillo.
3
Geoffrey se pasó
la tarde trabajando malhumorado, y Maurice se ocupó de juntar el heno en gavillas.
Hacía un calor excesivo. Con el avanzar del día, el ambiente se fue enrareciendo,
y la luz del sol difuminándose. Geoffrey estaba con Bill, ayudándole a cargar las
carretas con las gavillas. Se sentía malhumorado, aunque el alivio que experimentaba
era desmesurado: Maurice no iba a acusarle. Desde la discusión, ninguno de los hermanos
se había dirigido al otro. Pero el silencio entre ellos era de lo más amigable,
casi afectuoso. Ambos se habían sentido profundamente conmovidos, hasta tal punto
que su trato habitual se había visto interrumpido: pero en el fondo, cada uno de
ellos sentía un fuerte aprecio por el otro. Maurice se sentía extrañamente feliz,
su sentimiento de afecto lo abarcaba todo. Pero Geoffrey todavía rebosaba malhumor
y hostilidad hacia gran parte del mundo. Se sentía aislado. La comunicación fácil
y sin problemas establecida entre los otros trabajadores le dejaba claramente aparte.
Y él era un hombre que no soportaba sentirse aislado, tenía demasiado miedo de aquella
inmensa confusión de la vida a su alrededor, que lo llenaba de impotencia. Geoffrey
desconfiaba de sí mismo en relación con los demás.
La
faena avanzaba con lentitud. El calor era insoportable, y todos se sentían descorazonados.
–Vamos
a necesitar otro día más –dijo el padre a la hora del té, cuando se sentaron todos
bajo el árbol.
–Menudo
día –comentó Henry.
–Alguien
va a tener que quedarse, entonces –dijo Geoffrey–. Mejor que lo haga yo.
–Ni
hablar, chico, yo me quedo –anunció Maurice, y escondió la cabeza lleno de confusión.
–¡Quedarte
esta noche otra vez! –exclamó el padre–. Prefiero que vengas a casa.
–No,
me quedo –protestó Maurice.
–Quiere
seguir con su cortejo –explicó Henry.
El
padre reflexionó sobre ello con seriedad.
–No
sé… –dijo pensativo, un tanto inquieto.
Pero
Maurice se quedó. Hacia las ocho, tras la puesta de sol, los hombres montaron en
las bicicletas, el padre enganchó el caballo al carro de la leche, y todos partieron.
Maurice, desde la apertura del seto, contempló la partida: el carro rodó traqueteando
colina abajo, sobre los rastrojos, los ciclistas avanzaron veloces cual sombras
delante de él. Pasaron todos por la cancela, se oyó el golpeteo rápido de los cascos
del caballo en la carretera bajo los tilos, y desaparecieron de la vista. El muchacho
era presa de una gran emoción, casi sentía temor, al encontrarse solo.
La
oscuridad ascendía desde el valle. Ya allá en lo alto de la empinada colina, las
linternas de las carretas avanzaban lentas e indecisas, y las ventanas de las casitas
estaban iluminadas. Para Maurice todo tenía una extraña apariencia, como si nunca
antes lo hubiese visto. Entre el seto, un enorme tilo desprendía un aroma tal, que
casi parecía una voz susurrante. A Maurice le sobresaltó. Tragó una bocanada de
la dulzona fragancia, y después permaneció inmóvil, escuchando expectante.
Colina
arriba relinchó un caballo. Era la yegua joven. Los caballos corpulentos se movieron
con estruendo hacia el lejano seto.
Maurice
se preguntó qué debía hacer. Vagó inquieto alrededor de los desiertos almiares.
El calor llegaba a ráfagas, en espesas oleadas. El frescor de la noche tardaba en
llegar. Pensó en ir a lavarse. En la parte inferior del seto había una pila de agua
pura. Se llenaba gracias a un pequeño manantial que se vertía sobre el borde de
la pila y caía hasta el final del frondoso seto del campo inferior. Alrededor del
pilón, en el prado de arriba, la tierra era fangosa, y en ella la filipéndula brotaba
como grumos de bruma, y desprendía un aroma empalagoso en la hora crepuscular. La
noche no trajo la oscuridad, porque la luna estaba en el firmamento; por eso al
ir difuminándose el color ámbar oscuro de los cielos, estos siguieron pálidos con
la luna velada. Las campanillas moradas del seto se tornaron negras, los cuclillos
cambiaron el rosa por un blanco descolorido, la filipéndula acumuló la luz como
si fuese fosforescente, e hirió el aire con su aroma.
Maurice
se arrodilló sobre la losa de piedra y sumergió las manos y los brazos, después
el rostro. El agua estaba deliciosa con su frescura. Todavía le quedaba una hora
antes de que Paula llegase: no la esperaba hasta las nueve. Por lo tanto decidió
bañarse de noche en lugar de esperar hasta la mañana. ¿Acaso no estaba pegajoso,
y no venía Paula a hablar con él? Se alegró de que se le hubiese ocurrido la idea.
Mientras se empapaba la cabeza en el pilón, se preguntó qué pensarían las diminutas
criaturas que habitaban el aterciopelado sedimento, allá en el fondo, del sabor
del jabón. Riéndose para sus adentros, introdujo el paño en el agua. Se lavó de
los pies a la cabeza, de pie en aquel rincón fresco, escondido del prado, en el
que nadie podía verle a plena luz del día, así que ahora, bajo la luz velada y gris
de la de la luna, no era más visible que las densas flores.
La
noche tenía un aspecto nuevo: no recordaba haber visto nunca antes aquel resplandor
suyo nítido y gris, ni haber distinguido aquella vida propia de las luces, como
si de seres vivos que habitasen los espacios plateados se tratase. Y los altos árboles,
envueltos en sus oscuros mantos, no le habrían causado ninguna sorpresa si hubiesen
empezado a moverse y conversar. Mientras se secaba, descubrió pequeños movimientos
en el aire, sintió leves roces en los costados y caricias que eran especialmente
agradables: a veces le sobresaltaban, y se reía como si no estuviese solo. Las flores,
en particular las filipéndulas, le asediaban. Alargó la mano hasta palpar su plumazón.
Le rozaron los muslos. Entre risas, cogió un ramillete y se restregó todo el cuerpo
con su polvo cremoso y fragante. Durante un momento titubeó sorprendido de sí mismo:
pero aquella sutil luminiscencia en la oscuridad primigenia de la noche le devolvió
la tranquilidad. Las cosas nunca le habían parecido tan personales y de tanta belleza,
jamás antes había experimentado en su interior aquella sensación de lo prodigioso.
A
las nueve en punto estaba bajo el saúco esperando, en un estado de tremenda trepidación,
pero sintiéndose inestimable, consciente del prodigio que había en él. Ella se retrasó.
A las nueve y cuarto apareció, con aquel revoloteo rápido e impaciente tan suyo.
–Nada,
no se quería dormir –dijo Paula; su tono contenía todo un mundo de ira.
Maurice
se rio con timidez. Se adentraron en el prado umbrío de la ladera.
–Estuve
sentada una hora… horas en aquel dormitorio –exclamó indignada. Respiró hondo–:
¡Ah, respirar!
Era
muy exagerada y rebosaba energía.
–Quiero…
–era torpe con el lenguaje– quiero… me gustaría… correr… ¡allí! –Señaló el otro
lado del prado.
–Pues
entonces corramos –dijo él con curiosidad.
–¡Sí!
Y
desapareció al instante. Maurice salió en su persecución. Pese a ser tan joven y
ágil, tuvo dificultad para alcanzarla. Al principio apenas la distinguía, aunque
oía el frufrú de la tela de su vestido. Corría a una velocidad sorprendente. Maurice
la adelantó, la agarró del brazo, y se quedaron jadeantes frente a frente entre
risas.
–Podría
ganar –aseguró la joven alegremente.
–De
eso nada –respondió él, con risa extraña y excitada.
Siguieron
caminando, un tanto faltos de aliento. Ante ellos de repente surgieron las siluetas
oscuras de los tres caballos comiendo.
–¿Subimos
a un caballo? –preguntó ella.
–¿Cómo,
a pelo?
–¿Qué
dices? –No le entendió.
–¿Sin
silla?
–Sin
silla… sí… sin silla.
–¡Ven
aquí bonita! –ordenó Maurice a la yegua.
Un
minuto después la tenía asida por las crines, y la conducía hacia los almiares,
donde le colocó la brida. Era una yegua grande, fuerte. Maurice sentó a la fräulein,
se encaramó delante de la joven, utilizando la rueda de la carreta de soporte, y
juntos partieron al trote ladera arriba; la joven se asía ligeramente a su cintura.
Desde la cima de la colina miraron a su alrededor.
El
cielo estaba oscureciéndose bajo un palio de nubes. A la izquierda se alzaba la
colina negra y boscosa, a la que unas cuantas luces de las casitas que bordeaban
la carretera le daban un aire acogedor. La colina se extendía hacia la derecha,
y los sotos la aislaban. Pero al frente había un fantástico panorama nocturno, salpicado
por el brillo de las velas en las casitas, el racimo de luces parpadeantes, cual
fiesta de elfos en pleno apogeo, de la mina de carbón, el resplandor aislado de
una aldea, a lo lejos la llamarada rojiza en el cielo sobre una fundición de hierro,
y en el punto más distante el velado halo de las luces de la ciudad. Mientras contemplaban
la inmensidad de la noche, los brazos de la joven se ciñeron en torno a su cintura,
y Maurice apretó los codos contra el costado para estrecharlos todavía más. El caballo
se movió inquieto. Ellos se asieron con fuerza.
–¿No
querrás irte ya? –preguntó Maurice a la joven a sus espaldas.
–Quedo
contigo –le respondió con dulzura, y sintió que se acurrucaba contra él. Se echó
a reír confundido. Tenía miedo a besarla, pese a sentirse empujado a hacerlo. Permanecieron
inmóviles, sobre el inquieto caballo, contemplando las lucecitas que se adentraban
en lo profundo de la noche hasta una distancia infinita.
–No
quiero irme –dijo Maurice, en tono casi de súplica.
La
joven no respondió. El caballo se agitó desosegado.
–Hazlo
correr –gritó Paula–. ¡Deprisa!
Rompió
el hechizo y despertó en él una ligera furia. Dio una patada a la yegua, la golpeó,
y el animal se lanzó colina abajo. La joven se apretó con fuerza contra Maurice.
Cabalgaban a pelo por una ladera empinada y escabrosa. Maurice se ciñó con fuerza
con las manos y las rodillas. Paula le asía la cintura con firmeza y apoyaba la
cabeza en sus hombros, temblando de excitación.
–Vamos
a caernos, saldremos despedidos –gritó él, riéndose excitado, pero la joven se limitó
a agazaparse detrás, y se apretó con fuerza contra él.
La
yegua atravesó el prado veloz. Maurice esperaba salir despedido en cualquier momento
sobre la hierba. Apretó con toda la fuerza de sus rodillas. Paula se incrustó en
él, y en varias ocasiones a punto estuvo de hacer que se soltase. El hombre y la
joven estaban en tensión por el esfuerzo.
Por
fin la yegua se detuvo, resoplando. Paula se deslizó hasta el suelo, y un instante
después Maurice estaba a su lado. Los dos eran presa de una profunda excitación.
Antes de darse cuenta de qué hacía, el joven la tenía en sus brazos, apretada, y
la besaba, y se reía. Durante un tiempo no se movieron. Después, en silencio, se
dirigieron a los almiares.
La
oscuridad había aumentado, la noche estaba preñada de nubes. Maurice caminaba con
el brazo en torno a la cintura de Paula, ella le rodeaba con el suyo. Estaban cerca
de los pajares cuando Maurice sintió una gota de lluvia.
–Va
a llover –anunció.
–¡Llover!
–repitió ella como si careciese de importancia.
–Tendré
que ponerle la cubierta al pajar –dijo el joven con gravedad. La muchacha no le
entendió.
Cuando
alcanzaron los almiares, Maurice se dirigió al cobertizo, para volver tambaleándose
bajo el peso de la inmensa y pesada lona. No la habían utilizado ni una vez durante
la recolección del heno.
–¿Qué
vas a hacer? –preguntó Paula, acercándose en la oscuridad.
–Cubrir
el almiar con ella –respondió–. Ponerla sobre el pajar para protegerlo de la lluvia.
–¡Ah!
–exclamó la joven–. ¿Ahí arriba?
Maurice
dejó caer la carga al suelo.
–Sí
–respondió.
A
tientas, colocó la larga escalera a un lado del pajar. No distinguía el final.
–Espero
que esté firme –dijo con voz suave.
Unas
cuantas gotas de lluvia cayeron golpeteando la lona. Ellos parecían otra presencia.
Reinaba una densa oscuridad entre los altos montones de heno. Paula miró hacia aquel
muro negro, y buscó refugio en el joven.
–¿Tú
la llevas ahí arriba?
–Sí
–respondió él.
–¿Yo
te ayudo? –preguntó.
Y
así lo hizo. Abrieron la lona. Maurice trepó el primero por la empinada escalera,
cargando con la parte superior, ella le siguió de cerca, llevando su parte. Subieron
por la inestable escalera en silencio, sin detenerse.
4
Mientras trepaban
a lo alto del pajar, una luz se detuvo ante la cancela de la carretera. Era Geoffrey,
que venía a ayudar a su hermano con la lona. Temeroso de aquella intrusión, empujó
la bicicleta en silencio hasta el cobertizo. Era una construcción de hierro ondulado,
en el lado del seto que quedaba frente a los almiares. Geoffrey iluminó con la lámpara
delante de él, pero no había rastro de los enamorados. Creyó ver una sombra que
se alejaba. La luz de la bicicleta brillaba amarillenta en la oscuridad, y dejó
ver el brillo de las gotas de lluvia, la brumosa negrura, la sombra de las hojas
y las largas briznas de hierba. Geoffrey entró en el cobertizo: allí no había nadie.
Se dirigió con paso lento y obstinado hacia los almiares. Ya había pasado la carreta,
cuando oyó que algo se deslizaba sobre él. Al retroceder asustado bajo el muro de
heno, vio cómo la larga escalera se deslizaba por el lado del pajar y caía al suelo
con gran estruendo.
–¿Qué
fue eso? –oyó preguntar a Maurice cauteloso, allá en lo alto.
–Algo
cae –llegó la voz extraña y casi complacida de la fräulein.
–No
sería la escalera –dijo Maurice. Se asomó al borde del pajar. Se tendió sobre el
heno para mirar.
–¡Pues
sí que es! –exclamó–. La tiramos con la lona, al extenderla.
–¿Estamos
atrapados aquí arriba? –preguntó con voz excitada.
–Pues
sí. A no ser que grite hasta que me oigan en la rectoría.
–Ay,
no –dijo ella rápidamente.
–Yo
no quiero –le aseguró Maurice con una breve carcajada.
Se
oyó el rápido repiqueteo de gotas de lluvia sobre la lona. Geoffrey se refugió junto
al otro pajar.
–Cuidado
con dónde pones el pie… ven, deja que enderece este extremo –dijo Maurice, con tono
extraño e íntimo, de mando y acariciador–. Nos sentaremos aquí debajo. Pase lo que
pase, no nos mojaremos.
–¡No
nos mojaremos! –repitió la joven, contenta pero nerviosa.
Geoffrey
oyó la lona deslizarse y crujir en lo alto del almiar, oyó que Maurice le decía:
–¡Cuidado!
–¡Cuidado!
–repitió la joven–. ¡Cuidado! Tú decir “cuidado”.
–Bueno,
¡y qué pasa si lo hago! –rio él–. No quiero que te caigas por el borde. ¿A que no?
El
tono era dominante, pero no se sentía muy seguro de sí mismo.
Hubo
un minuto o dos de silencio.
–¡Maurice!
–llamó la joven en tono lastimero.
–Estoy
aquí –respondió con ternura; la voz tembló con una emoción que era casi dolorosa–.
Ya he terminado. Sentémonos bajo esta esquina.
–¡Maurice!
–La joven daba un poco de lástima.
–¿Qué?
Vas a estar bien –protestó él indignado pero lleno de ternura.
–Estar
bien –repitió Paula–. ¿Estaré bien, Maurice?
–Sabes
que sí… No puedo llamarte Paula. ¿Quieres que te llame Minnie? –Era el nombre de
una hermana muerta.
–¡Minne!
–exclamó sorprendida.
–Sí,
¿quieres?
Paula
respondió en alemán puro. Maurice se echó a reír entrecortadamente.
–Ven.
Ven aquí debajo. ¿Es que querrías estar a salvo en la rectoría? ¿Quieres que grite
para que venga alguien? –preguntó.
–No
quiero, ¡no! –fue la vehemente respuesta.
–¿Estás
segura? –insistió él casi con indignación.
–Segura…
completamente segura. –Y se echó a reír.
Geoffrey
se dio la vuelta al oír las últimas palabras. A continuación la lluvia repiqueteó
con fuerza. El hermano solitario se alejó deprimido hacia el cobertizo, donde la
lluvia sonaba como un alocado redoble de tambores. Se sentía muy desgraciado, y
celoso de Maurice.
El
faro de la bicicleta, inclinado, proyectó una luz amarillenta sobre el suelo desnudo
del cobertizo o cabaña, abierto por uno de los lados. Iluminó la tierra pisoteada,
los mangos de los aperos amontonados bajo la viga, junto al feo metal gris de la
edificación. Geoffrey cogió la lámpara e iluminó con ella la cabaña a su alrededor.
Había montones de arneses, aperos, un gran cajón de azúcar, un grueso lecho de heno,
y después las vigas que sostenían el hierro ondulado, todo muy triste y desnudo.
Dirigió la lámpara hacia la noche: no había otra cosa que el brillo furtivo de las
gotas de lluvia entre la bruma oscura, y negras formas cerniéndose alrededor.
Geoffrey
apagó la luz de un soplo y se dejó caer sobre el heno. Dentro de un rato iría y
les colocaría la escalera en su sitio, cuando tuviesen necesidad de ella. Mientras
tanto se quedó sentado recreándose en la felicidad de Maurice. Era imaginativo,
y ahora tenía algo concreto en que basarse. Nada en la vida le estimulaba tan profundamente,
y tan completamente, como pensar en aquella mujer. Porque Paula era extraña, extranjera,
distinta de las jóvenes normales: el elemento provocador de la feminidad parecía
concentrado en ella, más resplandeciente, más fascinante que en nadie que hubiese
conocido, así que él se sentía más que otra cosa como una polilla en la proximidad
de una vela. La habría amado con frenesí, pero era Maurice el que la había conseguido.
Sus pensamientos no hacían sino dar vueltas en torno a la misma trayectoria, una
y otra vez: qué se sentía al besarla, cuando ella te abrazaba con fuerza la cintura;
cómo se sentía ella con respecto a Maurice, si le gustaba acariciarle; si le resultaba
encantador y atractivo; qué pensaba de él mismo: se limitaba a mirarlo con indiferencia,
como quien ve un caballo en un prado; y por qué tenía que ser así, por qué no era
él capaz de despertar su aprecio, en lugar de que fuese Maurice quien lo hiciese:
nunca iba a conseguir que una mujer le apreciase de aquel modo, siempre se rendía
demasiado pronto ante ella: ojalá apareciese una mujer que le quisiese por su valía,
pese a ser tan torpe y no saber sacarse provecho, ay, que fantástico sería; cómo
la besaría. Y después empezaba de nuevo la misma ronda de pensamientos, casi con
igual obsesión que un demente. Mientras tanto, la lluvia intensa golpeaba incansable
el cobertizo, y después se volvió más ligera y suave. Oyó cómo caía gota a gota
en el exterior.
El
corazón de Geoffrey le dio un vuelco en el pecho, y todo él se puso en tensión,
cuando una forma oscura apareció sin hacer ruido junto a los postes del cobertizo
y, tras agachar la cabeza, se introdujo en él sigilosamente. El corazón del joven
latía con tanta fuerza, a saltos, que no fue capaz de reunir el aliento necesario
para hablar. Más que sentir miedo, era presa del sobresalto. La forma avanzó a tientas
en dirección a él. Geoffrey, de un salto, se abalanzó sobre ella y la atrapó, jadeante,
con sus enormes manos.
–¡Alto
ahí!
No
hubo resistencia, solo un gemido de desesperación.
–Suélteme
–dijo una voz de mujer.
–¿Qué
es lo que busca? –preguntó con voz ronca y profunda.
–Creía
que él estaba aquí. –La mujer lloraba desesperada, con sollozos entrecortados e
insistentes.
–Y
se ha encontrado con algo que no esperaba, ¿a qué no?
Ante
el tono intimidatorio trató de apartarse de él.
–Suélteme
–dijo.
–¿A
quién esperaba encontrarse aquí? –preguntó Geoffrey, pero de manera ya más natural.
–Esperaba
que fuese mi marido… el que cenó con ustedes. Déjeme ir.
–¡Ah!
¡Es usted! –exclamó el muchacho–. ¿La ha abandonado?
–Deje
que me vaya –dijo la mujer con hosquedad, tratando de apartarse.
Geoffrey
notó que tenía la manga muy mojada, y que el brazo que él asía era esbelto. De súbito
se sintió avergonzado de sí mismo: estaba claro que la había lastimado, al apretarla
con tanta fuerza. Aflojó las manos, pero no la soltó.
–¿Y
anda buscando a ese fullero que estuvo aquí a la hora de la cena? –preguntó.
La
mujer no respondió.
–¿Dónde
la abandonó?
–Yo
le dejé… aquí. Desde entonces no le he vuelto a ver.
–Pues
yo diría que de buena se ha librado –dijo Geoffrey.
Ella
no contestó. El joven soltó una breve carcajada, y añadió:
–Yo
habría pensado que no tendría ganas de volver a verle la cara.
–Es
mi marido… y si puedo evitarlo, no va a escaparse.
Geoffrey
se quedó en silencio, sin saber qué decir.
–¿Lleva
puesta una chaqueta? –preguntó al fin.
–¿Qué
cree? Usted la tiene agarrada.
–Pero
está mojada, ¿verdad?
–No
creo que pueda estar seca después de andar bajo esa fuerte lluvia. Pero si no está
aquí, me iré.
–Quiero
decir –dijo Geoffrey con humildad–… está completamente empapada.
No
contestó. La sintió temblar.
–¿Tiene
frío? –preguntó, sorprendido y lleno de preocupación.
Ella
no le respondió. El joven no sabía qué decir.
–Espere
un minuto –le rogó, y rebuscó en el bolsillo hasta encontrar las cerillas.
Encendió
una y la sostuvo en el hueco de la palma rugosa y enorme. Era un hombre corpulento,
y se le veía nervioso. Al proyectar la luz sobre ella, vio que estaba bastante pálida
y que parecía muy cansada. El viejo sombrero marinero estaba empapado y deformado
por la lluvia. Vestía una chaqueta de paño suave de color beis. La chaqueta estaba
negra por la mojadura allí donde la lluvia había calado, la falda colgaba empapada
y goteaba sobre las botas. La cerilla se apagó.
–Está
completamente mojada –dijo Geoffrey.
La
mujer no respondió.
–¿Quiere
quedarse aquí hasta que escampe? –preguntó.
Ella
no respondió.
–Porque
si es así, sería mejor que se quitase la ropa y se envolviese en la manta. En el
cajón hay una manta para el caballo.
Esperó,
pero ella seguía sin responder. Así que encendió la lámpara de la bicicleta, y revolvió
en la caja hasta sacar una gran manta marrón de rayas amarillas y rojas. La mujer
estaba inmóvil. Geoffrey la iluminó con la lámpara. Estaba muy pálida, y temblaba
entre espasmos.
–¿Tanto
frío tiene? –preguntó preocupado–. Quítese la chaqueta y el sombrero, y cúbrase
con esto.
Con
gesto mecánico, se desabrochó los enormes botones de color beis y se soltó el sombrero.
Con el cabello negro retirado de la frente estrecha y franca, parecía poco más que
una niña, una niña a la que la tensión de la vida la hubiese empujado con dureza
a la madurez. Era pequeña y elegante, de rasgos finos. Pero se estremecía con las
convulsiones.
–¿Le
pasa algo? –preguntó Geoffrey.
–He
ido andando a Bulwell y he vuelto –dijo con labios temblorosos– en su búsqueda…
y no he tomado nada desde esta mañana.
No
sollozaba. El horror que sentía le impedía llorar. La miró desolado, con la boca
entreabierta: “con cara de imbécil” como habría dicho Maurice.
–¡No
ha comido nada! –dijo.
Después
se volvió hacia el cajón. Allí estaba guardado el pan que había sobrado y el gran
trozo de queso, y cosas como azúcar y sal, junto a todos los utensilios de comer:
había algo de mantequilla.
La
mujer, embargada de tristeza, tomó asiento en el lecho de heno. Geoffrey le preparó
un trozo de pan con mantequilla y una porción de queso. Ella lo aceptó, pero se
lo comió con apatía.
–Quiero
algo de beber –dijo.
–No
tenemos cerveza –respondió él–. Mi padre no tiene.
–Quiero
agua –dijo la mujer.
Geoffrey
cogió una lata y desapareció en la húmeda oscuridad, bajo el enorme seto negro,
en dirección al pilón. Cuando volvió, la vio sentada en la semipenumbra de aquella
especie de covacha, hecha un ovillo. La hierba empapada le humedeció los pies y
pensó en ella. Cuando le entregó el tazón de agua, la mano de la mujer rozó la suya,
y sintió que tenía los dedos calientes y resbaladizos. Temblaba tanto que derramó
el agua.
–¿Se
encuentra mal? –preguntó.
–No
soy capaz de controlar los temblores, pero es solo de estar cansada y no haber comido
nada.
Geoffrey
se rascó la cabeza meditabundo, esperó a que se hubiese comido el trozo de pan con
mantequilla. Después le ofreció otro.
–En
este momento no lo quiero –dijo ella.
–Tiene
que comer algo.
–Ahora
no podría comer nada más.
Con
cierta inseguridad, Geoffrey guardó el trozo en la caja. A continuación hubo otra
larga pausa. El muchacho se puso en pie con la cabeza gacha. La bicicleta, cual
animal en reposo, brillaba tras él, vuelta hacia la pared. La mujer estaba acurrucada
en el heno, tiritando.
–¿No
es capaz de entrar en calor? –le preguntó.
–Poco
a poco lo haré, no se preocupe. Estoy ocupando su sitio. ¿Va a pasar aquí la noche?
–Sí.
–Me
iré dentro de un poco.
–No,
no quiero que se vaya. Estoy pensando en cómo podría entrar en calor.
–No
se preocupe por mí –respondió medio irritada.
–Solo
voy a comprobar que los pajares están bien. Quítese los zapatos y las medias y todo
lo que tenga mojado: no tendrá problemas para taparse por completo con esa manta,
no es que usted abulte mucho.
–Está
lloviendo… estaré bien… me iré dentro de un minuto.
–Tengo
que ver si los almiares están resguardados. Quítese la ropa mojada.
–¿Va
a volver? –preguntó la mujer.
–Puede
que no lo haga, hasta por la mañana.
–Bueno,
en ese caso, me iré dentro de diez minutos. No tengo ningún derecho de estar aquí,
y no permitiré que nadie se vaya por mi culpa.
–No
será culpa suya si me voy.
–Sea
como sea, no me quedaré.
–Y
si vuelvo, ¿se quedará? –preguntó Geoffrey.
No
obtuvo respuesta.
Se
marchó. Tras unos minutos, ella apagó la lámpara de un soplo. La lluvia caía sin
cesar, y la noche era una oscura sima. Reinaba la quietud más absoluta. Geoffrey
escuchó en todas las direcciones: no había otro sonido que el de la lluvia. Se introdujo
entre los almiares, pero no oyó otra cosa que el borboteo de la fuente, y el silbido
de la lluvia. La oscuridad lo cubría todo. Imaginó que la muerte era algo parecido:
multitud de cosas disueltas en el silencio y la oscuridad, borradas pero existentes.
En la densa negrura se sintió casi extinguido. Tuvo miedo de no encontrar las cosas
como antes. Casi frenéticamente, dando traspiés, buscó a tientas, hasta que su mano
tocó el húmedo metal. Había estado buscando un rayo de luz.
–¿Ha
apagado la lámpara? –preguntó, con miedo de encontrarse con el silencio por toda
respuesta.
–Sí
–respondió ella con humildad.
Geoffrey
se alegró de oír su voz. A ciegas en la completa oscuridad del cobertizo, chocó
contra la caja, parte de cuya tapa hacía el papel de mesa. Se oyó un estruendo y
una caída.
–Eso
ha sido la lámpara, el cuchillo y la taza –anunció.
Encendió
un fósforo.
–La
taza no se ha roto. –La metió en la caja.
–Pero
se ha derramado el aceite de la lámpara. Siempre fue un cachivache viejo.
Apagó
con rapidez la cerilla, que le quemaba los dedos.
Después
encendió otra.
–No
necesita la lámpara, sabe que no. Y yo me iré de inmediato, así que venga y túmbese
y disfrute de su merecido descanso. Yo no voy a ocupar su sitio.
La
miró a la luz de una nueva cerilla. Era un bulto extraño, todo marrón, en el que
asomaba a trechos el reborde colorido de la manta, y su pequeño rostro que lo contemplaba.
Cuando la cerilla se apagaba ella vio que Geoffrey iniciaba una sonrisa.
–Puedo
sentarme en este extremo –dijo la mujer–. Usted túmbese.
El
joven se aproximó y tomó asiento en el heno, a cierta distancia de ella. Tras un
rato en silencio:
–¿De
verdad es tu marido? –preguntó.
–¡Lo
es! –contestó con seriedad.
–¡Ah!
Se
hizo de nuevo el silencio tras esas palabras.
Después
de un rato:
–¿Has
entrado en calor ahora?
–¿Por
qué te molestas?
–No
me molesto. ¿Le sigues porque te gusta?
Se
expresó con timidez. Quería saberlo.
–No…
ojalá estuviese muerto. –El desprecio con el que habló no estaba exento de amargura.
A continuación insistió–: Pero es mi marido.
Geoffrey
soltó una breve carcajada.
–¡Por
Dios! –dijo.
Una
vez más, tras un tiempo:
–¿Llevas
mucho casada?
–Cuatro
años.
–Cuatro
años… entonces ¿cuántos tienes?
–Veintitrés.
–¿Has
cumplido los veintitrés?
–En
mayo.
–Entonces
eres cuatro años mayor que yo.
Se
quedó pensativo. No eran más que dos voces en la noche negra como el carbón. Había
como un halo de misterio. Silencio una vez más.
–¿Y
os dedicáis a vagabundear?
–Él
se piensa que anda buscando trabajo. Pero no le gusta trabajar en absoluto. Cuando
me casé con él trabajaba en los establos de los Greenhalgh, los tratantes de caballos,
en Chesterfield, donde yo era doncella. Dejó ese empleo cuando el bebé tenía solo
dos meses, y desde entonces me ha llevado de la ceca a la meca. Como dice el refrán:
“piedra que rueda no hace montón…”.
–¿Y
dónde está el bebé?
–Murió
cuando tenía diez meses.
Ahora
el silencio se asentó entre ellos. Pasó mucho tiempo antes de que Geoffrey se aventurase
a decir lleno de compasión:
–No
te queda gran cosa por la que vivir.
–Muchas
son las veces que, cuando he empezado a tiritar y temblar por las noches, he deseado
que la muerte me llevase. Pero no nos es tan fácil morirnos.
El
muchacho permaneció en silencio.
–¿Y
qué vas a hacer? –preguntó entre titubeos.
–Le
encontraré, aunque me desplome por el camino.
–¿Por
qué? –preguntó confundido, mirando hacia ella, pese a no ver más que una impenetrable
oscuridad.
–Porque
sí. No va a salirse con la suya.
–Pero
¿por qué no le abandonas?
–Porque
no va a salirse con la suya.
Sonaba
muy decidida, vengativa incluso. Geoffrey se sintió sumido en la confusión, incómodo,
y vagamente entristecido por ella. La mujer se mantenía en total inmovilidad. Daba
la impresión de ser solo una voz, una presencia.
–¿Has
entrado ya en calor? –preguntó Geoffrey, un tanto temeroso.
–Un
poco… ¡menos los pies! –Su voz era lastimera.
–Déjame
que te los caliente con las manos –le rogó–. Yo no tengo nada de frío.
–No,
gracias –contestó ella con frialdad.
Luego,
en la oscuridad, se dio cuenta de que le había herido. Estaba lleno de crispación
por el desaire, porque había hecho el ofrecimiento por pura bondad.
–Es
que están un poco sucios –dijo medio en broma.
–Bueno,
los míos sí que lo están… y eso que yo me baño casi todos los días –respondió el
muchacho.
–No
sé cuándo van a calentarse –se lamentó ella para sí.
–Pues
entonces ponlos en mis manos.
La
mujer oyó cómo sacudía levemente la caja de cerillas, y a continuación un resplandor
fosforescente empezó a humear en dirección a donde él estaba. De pronto tenía en
las manos dos humeantes manchas de luz azul verdosa que le aproximó a los pies.
Ella tuvo miedo. Pero los pies le dolían tanto que se movió instintivamente, y acercó
las plantas de los pies con suavidad a los dos puntos humeantes. Las grandes manos
del muchacho le ciñeron el empeine, cálidas y fuertes.
–¡Están
como el hielo! –exclamó con honda preocupación.
Le
calentó los pies lo mejor que pudo, apoyándolos en su cuerpo. De vez en cuando,
la mujer se estremecía con convulsiones. Sintió el aliento cálido de él en las junturas
de los dedos, que las manos del joven apretujaban. Se inclinó hacia él y le rozó
el pelo delicadamente con la mano. Geoffrey se estremeció. Ella continuó acariciándole
el pelo suavemente, con las yemas de sus dedos tímidas y suplicantes.
–¿Los
sientes mejor? –preguntó el muchacho en voz baja, y alzó de repente el rostro hacia
ella.
El
movimiento hizo que la mano se deslizase suave por su rostro y que las yemas de
los dedos se enredasen en su boca. La apartó rápida. Geoffrey alargó una mano en
busca de la de la mujer, con la palma de la otra le sujetaba ambos pies. La mano
errante tropezó con el rostro de ella. Lo acarició con curiosidad. Estaba húmedo.
Acercó los dedos cautelosos a sus ojos; eran dos pequeños charcos de lágrimas.
–¿Qué
sucede? –preguntó en voz baja, entrecortada.
La
mujer se inclinó hacia él, y le agarró fuerte del cuello, apretándole contra su
pecho en una pequeña explosión de dolor. El amargo desengaño de su vida, la vergüenza
y la degradación sin paliativos de los últimos cuatro años la habían empujado a
la soledad, y la habían endurecido hasta hacer que una gran parte de su ser se agrietase
y se volviese estéril. Ahora se había suavizado de nuevo, y aquel renacer podía
estar pleno de belleza. Había estado casi a punto de convertirse en una mujer vieja
y fea.
Apretó
contra el pecho la cabeza de Geoffrey, que se elevó y descendió, y se elevó de nuevo.
Estaba aturdido, sumido en la fascinación. Dejó que la mujer hiciese con él lo que
quisiese. Las lágrimas cayeron sobre su cabello, mientras ella lloraba en silencio;
y su respiración se hizo profunda como la de ella. Por fin, le liberó de aquel yugo.
Él la rodeó con sus brazos.
–Ven,
déjame que te dé calor –dijo, acurrucándola en sus rodillas y ciñéndola contra él
con sus fuertes brazos.
Era
pequeña y câline. La rodeó de calor y cercanía. Al poco, ella deslizó los brazos
en torno a él.
–Qué
grande eres –susurró.
La
estrechó con fuerza, sobrecogido, bajó el rostro y su boca errátil la buscó. Los
labios encontraron su sien. Con lentitud y deliberación, ella acercó la boca a la
del joven, y con los labios abiertos, le recibió en un beso, el primer beso de amor
de Geoffrey.
5
Rompía el alba
fría cuando Geoffrey despertó. La mujer seguía dormida en sus brazos. Su rostro
en reposo despertó toda la ternura que había en él: la boca cerrada con fuerza,
como resuelta a soportar lo que era difícil de soportar, resultaba de lo más conmovedora
en contraste con los rasgos de molde fino. Geoffrey la estrechó contra su pecho:
teniéndola a ella, se sintió capaz de partirle el labio a los desdeñosos, y de avanzar
erecto, imbatible. Con ella para completarle, para formar el núcleo de su ser, se
sentía firme y sin fisuras. Al necesitarla tanto, la amaba fervientemente.
Mientras
tanto el alba llegó como llega la muerte, con una de esas mañanas lentas, lívidas,
que parecen bañadas en sudor frío. Poco a poco, y de manera penosa, el aire empezó
a clarear. Geoffrey vio que no llovía. Mientras contemplaba la horrible transformación
allí fuera, fue consciente de algo. Bajó la vista: la mujer tenía los ojos abiertos,
y le miraba: sus ojos eran de un castaño dorado, sosegados, y de inmediato se clavaron
en los suyos con una sonrisa. Él también sonrió, se inclinó ligeramente y la besó.
No hablaron durante un tiempo. Después:
–¿Cómo
te llamas? –preguntó él con curiosidad.
–Lydia
–respondió.
–¡Lydia!
–repitió, sorprendido. Se sintió de lo más tímido.
–Yo
me llamo Geoffrey Wookey –dijo.
Ella
se limitó a sonreírle.
Estuvieron
en silencio un tiempo considerable. A la luz del día, todo parecía de menor tamaño.
Los enormes árboles nocturnos habían encogido hasta convertirse en algo viejo, pequeño
e incierto que se inmiscuía en la palidez enfermiza de la atmósfera. Había una bruma
espesa, así que la luz apenas podía alentar. Daba la sensación de que todo fuese
enfermizo y se estremeciese de frío.
–¿Has
dormido con frecuencia a la intemperie? –preguntó Geoffrey.
–No
demasiado –respondió ella.
–¿No
irás tras él? –inquirió.
–Tengo
que hacerlo –fue la respuesta de la mujer, pero se ovilló contra el cuerpo de Geoffrey.
El
joven sintió un pánico repentino.
–No
debes –profirió.
Y
ella vio que sentía temor por sí mismo. Lo dejó pasar, guardó silencio.
–¿No
podríamos casarnos? –preguntó él pensativo.
–No.
Geoffrey
meditó la respuesta en profundidad. Al fin:
–¿Vendrías
conmigo a Canadá?
–Veremos
si piensas lo mismo dentro de dos meses –fue la respuesta de ella, sin amargura.
–Pensaré
igual –protestó Geoffrey, herido.
La
mujer no respondió, se quedó observándole impasible. Estaba allí para que hiciese
lo que quisiese con ella; pero no iba a arruinarle el futuro, no, por nada del mundo.
–¿No
tienes ningún pariente? –preguntó Geoffrey.
–Una
hermana casada en Crich.
–¿En
una granja?
–No…
se casó con uno que trabaja en una granja… pero le va muy bien. Me iré allí, si
eso es lo que quieres que haga, solo hasta que consiga otro empleo en el servicio
doméstico.
Geoffrey
meditó aquello.
–¿Podrías
emplearte en una granja? –preguntó esperanzado.
–Greenhalgh
era una granja.
Él
vio despejarse el futuro: la mujer le serviría de ayuda. Había accedido a irse con
su hermana, y a buscar empleo en el servicio doméstico, hasta la primavera, dijo,
momento en que se embarcarían rumbo a Canadá. Esperó a que asintiese.
–Entonces
¿te vendrás conmigo? –preguntó.
–Cuando
llegue el momento –dijo ella.
Aquella
falta de confianza hizo que él agachase la cabeza: no le faltaban razones.
–¿Irás
andando hasta Crich o desde Langley Hill a Ambergate? Solo es una caminata de quince
kilómetros. Así que podemos subir juntos hasta Hunt Hill; tendrás que pasar junto
a la vereda que lleva a nuestra casa, y entonces yo podría acercarme un momento
a buscar algo de dinero para darte –dijo con humildad.
–Llevo
medio soberano encima… es más de lo que necesito.
–Enséñamelo.
Un
momento después, tras rebuscar bajo la manta, la mujer sacó el dinero. Geoffrey
sintió que era independiente de él. Tras rumiar aquello con bastante amargura, se
dijo a sí mismo que ella le abandonaría. La furia le proporcionó la valentía necesaria
para preguntarle:
–¿Irás
a servir con tu nombre de soltera?
–No.
Se
sintió lleno de amargura y de ira hacia ella, rebosante de resentimiento.
–Apuesto
a que no te veré nunca más –dijo, con una carcajada breve y dura.
La
mujer le rodeó con sus brazos, le apretó contra sí, mientras los ojos se le inundaban
de lágrimas. Geoffrey se sintió reconfortado, pero no satisfecho.
–¿Me
escribirás esta noche?
–Sí,
lo haré.
–Y
yo, ¿puedo escribirte… a qué nombre tengo que hacerlo?
–Al
de señora Bredon.
–¡Bredon!
–repitió con amargura.
Se
sentía extremadamente intranquilo.
El
alba se había impregnado de tristeza. Vio los setos chorreantes de humedad entre
la bruma gris. Después le habló de Maurice.
–¡Ay,
no deberías haber hecho eso! –dijo ella–. ¡Tendrías que haberles puesto la escalera!
–Bah…
me traen sin cuidado.
–Ve
y hazlo ahora… y yo me iré.
–No,
no lo hagas. Quédate a conocer a nuestro Maurice, vamos, quédate a verle… así podré
contárselo.
Ella
accedió en silencio. Geoffrey obtuvo su promesa de que no se marcharía hasta que
él volviese. La mujer se ordenó las ropas, se encaminó al pilón, donde realizó sus
abluciones.
Geoffrey
se acercó hasta el prado de arriba. Los húmedos almiares se elevaban entre la bruma,
el seto estaba empapado. La niebla emergía de la hierba como un vapor, y las colinas
cercanas aparecían tan veladas que no eran más que unas sombras. En el valle, las
copas de algunos álamos se elevaban bastante bien definidas. Se estremeció de frío.
No
llegaba ningún sonido de los pajares, y no era capaz de distinguir nada. Después
de todo, se preguntó si estarían allí arriba. Pero levantó la escalera del lugar
donde había caído, y después recorrió el seto para recoger palos secos. Estaba partiendo
ramas delgadas y muertas bajo un acebo cuando, en la perfecta quietud del aire,
oyó:
–¡Vaya,
que me aspen!
Escuchó
con atención. Maurice estaba despierto.
–¡Siéntate
ahí! –exclamó la voz del muchacho.
Luego,
tras un rato, el sonido extranjero de la joven:
–Qué…
¡Ah, ahí!
–Sí,
la escalera está ahí, vaya que sí.
–Dijiste
que se había caído.
–Bueno,
oí que se caía… y no pude ni verla ni tocarla.
–Dijiste
que se había caído. Mientes, embustero.
–No,
tan cierto como que estoy aquí…
–Me
dices mentiras… me obligas a quedarme aquí… me dices mentiras –hablaba llena de
pasión e indignada.
–Tan
cierto como que estoy aquí… –empezó a decir Maurice.
–¡Mentira!
¡Mentira! ¡Mentira! –gritó ella–. No te creo, jamás. ¡Eres malo! ¡Malo! ¡Malo!
–¡Ya
está bien! –Ahora era Maurice el que estaba indignado.
–Eres
malvado, malo, malo, malo.
–¿Vienes
abajo? –preguntó el muchacho con frialdad.
–No…
no iré contigo… malo, decirme mentiras.
–¿Vas
a bajar?
–No,
no te quiero.
–¡Pues
muy bien!
Geoffrey,
escudriñando entre las ramas del acebo, vio a Maurice acercarse cauteloso a la escalera.
El travesaño superior quedaba por debajo del borde del almiar, y descansaba sobre
la lona, así que era peligroso llegar a él. La fräulein le observaba desde el extremo
del pajar, donde, bajo la cubierta levantada, se veía el heno seco y liviano. Maurice
dio un pequeño resbalón; la joven pegó un grito. Cuando el muchacho consiguió encaramarse
a la escalera, agarró la lona y la echó hacia atrás para facilitarle a ella el descenso.
–¿Vienes
ahora? –preguntó.
–No.
–Enojada, hizo un gesto negativo lleno de vehemencia.
Geoffrey
sintió un ligero desprecio hacia ella. Pero Maurice esperó.
–¿Vienes?
–gritó una vez más.
–No
–aulló ella, como un gato montés.
–Muy
bien, en ese caso, me voy.
Descendió
hasta el suelo. Una vez allí, se quedó aguantando la escalera.
–Ven,
mientras la aguanto para que no se mueva.
No
hubo respuesta. Durante unos minutos se quedó pacientemente con el pie apoyado en
el último travesaño de la escalera. Estaba pálido, con un aspecto un tanto agotado,
y se enderezó ante el frío.
–¿Vienes
o no? –preguntó al fin.
Siguió
sin obtener respuesta.
–Pues
quédate ahí arriba hasta que estés lista –murmuró, y se alejó.
Al
dar la vuelta a los almiares se encontró con Geoffrey.
–¿Qué
haces tú aquí? –inquirió.
–Llevo
aquí toda la noche –respondió Geoffrey–. Vine para ayudarte con la cubierta, pero
vi que estaba puesta, y que la escalera estaba abajo, así que pensé que te habías
ido.
–¿Fuiste
tú el que volvió a poner la escalera?
–Sí,
hace un rato.
Maurice
rumió aquellas palabras, Geoffrey peleaba consigo mismo para comunicarle sus nuevas.
Por fin, le soltó:
–¿Sabes
que aquella mujer que estuvo ayer a la hora de la cena volvió y se quedó en el cobertizo
toda la noche para protegerse de la lluvia?
–¡Ajá!
–exclamó Maurice, con una chispa en la mirada, y una sonrisa le recorrió el pálido
rostro.
–Y
voy a darle algo de desayunar.
–¡Ajá!
–repitió Maurice.
–Es
el hombre el que no vale para nada, no ella –protestó Geoffrey.
Maurice
no estaba en situación de arrojar la primera piedra.
–Hazlo,
si eso es lo que te apetece. –Se le veía más preocupado y nervioso de lo que Geoffrey
le había visto nunca.
–¿Y
a ti qué te pasa? –preguntó el mayor de los dos hermanos, que en el fondo de su
corazón se sentía contento y aliviado.
–Nada
–fue su respuesta.
Fueron
juntos hasta el cobertizo. La mujer estaba doblando la manta. Se la veía fresca
tras el aseo, y muy bonita. El cabello, en lugar de estar tirante hacia atrás, lo
llevaba recogido en un moño bajo, y le cubría en parte las orejas. Antes, con toda
intención, se había afeado: ahora estaba limpia y bonita, y mostraba una dulce gravedad
femenina.
–Hola,
no esperaba encontrármela aquí –dijo Maurice con mucha torpeza, sonriente. Ella
le contempló con aire grave sin responder–. Pero anoche era mejor buscar refugio
que quedarse fuera –añadió.
–Sí
–contestó.
–¿Por
qué no vas a buscar unos cuantos palos más? –le pidió Geoffrey.
Para
Geoffrey era algo nuevo estar al mando. Maurice obedeció. Desapareció en la mañana
cruda y húmeda. No se acercó al almiar, para evitar encontrarse con Paula.
En
la entrada al cobertizo, Geoffrey encendió el fuego. La mujer sacó el café de la
caja: Geoffrey puso el cazo a hervir. Estaban colocando el desayuno cuando apareció
Paula. Iba con la cabeza descubierta. Llevaba briznas de heno en el pelo y tenía
la cara pálida: en resumen, no estaba en su mejor momento.
–¡Ah,
tú! –exclamó al ver a Geoffrey.
–¡Hola!
–respondió él–. Has salido temprano.
–¿Dónde
está Maurice?
–No
lo sé, no tardará mucho.
Paula
se quedó callada.
–¿Cuándo
has llegado?
–Vine
anoche, pero no vi a nadie por ningún lado. Me levanté hace una media hora y puse
la escalera para retirar la cubierta.
Paula
comprendió, y se quedó en silencio. Cuando llegó Maurice con la leña, estaba acurrucada
calentándose las manos. Levantó la mirada hacia el joven, pero él mantuvo los ojos
alejados de ella. Geoffrey tropezó con la mirada de Lydia, y sonrió. Maurice acercó
las manos al fuego.
–¿Tienes
frío? –preguntó Paula con ternura.
–Un
poco –contestó él sin animosidad pero con reserva.
Y
durante el tiempo que los cuatro estuvieron sentados alrededor del fuego, bebiendo
el café humeante, comiendo cada uno un trozo de panceta asada, Paula buscó con avidez
los ojos de Maurice, pero él evitó mirarla. Era amable, pero se negaba a responder
a sus miradas. Y Geoffrey sonrió constantemente a Lydia, que observaba con gravedad.
La
joven alemana logró volver a entrar sin problemas en la rectoría; su escapada pasó
desapercibida para todos menos para la doncella. Antes de que pasase una semana,
estaba oficialmente comprometida con Maurice, y cuando expiró el mes que tenía de
plazo, se fue a vivir a la granja.
Geoffrey
y Lydia se mantuvieron fieles el uno al otro.
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