jueves, 25 de abril de 2024

Tute de reyes

Antonio Benítez Rojo

 

En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay
un malecón que entra en el mar y la noche. Se
oye ladrar a un perro más allá de la última
farola.

Julio Cortázar

 

Bajo la mirada incongruente de mi mono Euclides, trepado a la ventana de barrotes verdes, nos íbamos a Punta Brava los sábados por la tarde a jugar al subastado en casa de Francisca. Robledo al volante, el Cadillac reluciente con el fuelle bajo, rodábamos a lo largo de la Avenida Primera, saliendo de Santa Fe para coger la Central; después, sobre la loma y al final del camino de piedras, la casa de Francisca, blanca y cuadrada como un dado de hueso, donde –pese a la desesperada melancolía de Robledo –estuve a punto de ser rico al ganar la Gran Apuesta.

Fue hace varios años, a mediados de diciembre, cuando conocí a Robledo. Iba a la bodega roja, a comprar unas nueces para el desayuno de Euclides, cuando noté que Villa Concha había sido ocupada: un automóvil se encontraba al otro lado de la reja enmohecida; en el balcón, rodeado de hiedras, un hombre corpulento y canoso destupía su cachimba con gestos distraídos.

Me paré junto a la verja, y mirando hacia arriba tosí fuertemente.

Villa Concha, a pesar de ser espaciosa, de su muelle para botes y su poceta con escalones tallados en la roca, era alquilada muy poco. Y no es que los Garriga pidieran mucho por ella o el deterioro de los techos fuera excepcional, no, era más bien –de algún modo hay que llamarlo– su forma de expresarse: el llanto irreparable de sus cañerías, la fluidez de la penumbra en ciertos lugares, el súbito corretear de las persianas tras la puerta clausurada, y sobre todo –por arriba de los ruidos acompasados y la sensación de tener alguien a la espalda– el olor, aquel olor blando a flores pisoteadas, resistiéndose al salitre y a las corrientes de aire.

Pero es de Robledo de quien me interesa hablar, de Robledo y de Francisca y de Esquerrá y del gordo Chamizo y de los demás. Claro que la casa jugó también su papel, aunque uno nunca sabe. Pero si Robledo se hubiera decidido por el bungalow azul pastel de Felicita Radillo, las cosas se hubieran barajado de otra manera o sucedido más lentamente, y yo habría jugado aquel tute de reyes, el lance preciso para ganar la Gran Apuesta: los diez mil doscientos pesos de la partida duodécima. Pero Robledo, abandonándose, optó por Villa Concha y se la arrendó a los Garriga.

–Me trae recuerdos de familia –había dicho él al preguntarle si la casa no le resultaba sombría, después de toser varias veces para que me dejara caer su atención.

A partir de ese día me ocupé de sus tardes por un salario razonable y nos hicimos amigos; aunque –es justo decirlo– más por mi lado que por el suyo. No es que su holgura económica se le subiera a la cabeza haciéndole perder el pie en distancias de clase, en mí siempre supo apreciar la paciencia y las buenas maneras (atributos ya bruñidos por treinta años de dar lecciones de francés); pero no sería sincero si dejara de admitir la frialdad de su trato, la desconfianza en sus gestos, la exasperante indiferencia de su mirada triste, vuelta sobre sí misma como un par de medias grises. No obstante, le guardo buena voluntad. Le guardo buena voluntad porque sé que no podía hacer otra cosa. Pero es mejor hablar de cuando visité Villa Concha.

Era un martes (lo recuerdo con claridad porque era “tarde de ajedrez”) y salíamos de la sociedad con la satisfacción discreta de unas tablas bien jugadas. Hablábamos de ajedrez, y yo le pregunté a Robledo:

–¿Ha jugado alguna vez en un torneo?

–Sí.

–¿Hace tiempo?

–Hace años.

–¿Y qué tal le fue?

Pero Robledo, sumido en sabe Dios qué recuerdos, sólo me concedió unos murmullos del otro lado de su pipa. Faltarían unos metros para llegar a mi casa cuando un niño, empujando un aro, se nos metió entre las piernas. Estaba vestido de fin de siglo, y en medio de mis reconvenciones observé que cada una de sus ropas era asombrosamente fiel a la moda de la época. Saltaba a la vista que sus abuelos –sin duda ricos– habían supervisado la confección de aquel atuendo, exquisitamente propio en la textura y tonalidad de los géneros utilizados. En silencio el niño recogió su aro, y sin mirar hacia atrás se marchó correteando, al aire la cinta azul de la gorra marinera.

–Debe ser uno de los amigos del nieto de Felicita, ayer me mandó un recado para que no dejara de ir a la fiesta de disfraces –dije, y no pude seguir hablando: la mano helada de Robledo se crispaba sobre la mía. Estaba demudado, con una especie de ataque.

Como Villa Concha se hallaba algo más lejos, lo llevé a mi casa. Se sentó en el portal y le hice beber agua, oler un pañuelo empapado en alcohol. Una vez repuesto y sin dar explicaciones, se marchó a Villa Concha, negándose, con su habitual terquedad, a que lo acompañara en el trayecto.

Muy tarde en la noche los chillidos de Euclides me despertaron. Era Bruno, el viejo criado de Robledo.

–El caballero dice que si puede ir un momento.

–¿Está enfermo?

–¿Enfermo…? Mejor vaya… está mal.

Con la mirada de Bruno puesta en mis menores gestos, calmé la impaciencia de Euclides y me vestí de prisa.

Luego, acortamos las dos cuadras que hasta Villa Concha había.

–Está malo… muy malo… – decía el pobre Bruno mientras buscaba la llave. Y me adentré en Villa Concha un poco a la defensiva.

Robledo estaba arriba, en su cuarto. Recelando del pasamanos llegué hasta la puerta entornada, frente al cuarto clausurado; la empujé con la punta de los dedos y tosí con modestia.

–¡Ah!, es usted, Camilo. Pase, pase – dijo él, impaciente. Estaba de pie, vestido tal y como lo había visto al caer la tarde, una caja de fotografías volcada en la sobrecama rosa; sobre la mesa de noche una botella de coñac y un libro entreabierto.

–¿Se siente mal, Robledo?

–¿Recuerda al niño de por la tarde? –su cara pálida y expectante reclamaba una respuesta precisa.

–Sí, ciertamente.

– ¿Lo recuerda bien?

–Lo recuerdo bien.

–¿Le recuerda a alguien que usted conoce? Piense bien. ¿Alguien que usted acostumbra tratar?

–No… El menor de mis alumnos tiene catorce años… Le está saliendo el bigote.

–No se trata de eso… Pero, mire esta fotografía –y me alargó una foto amarillenta que estaba al borde de la cama–. ¿A quién se le parece?

–No sé… es un niño…

–Fíjese bien –insistió–. ¿A quién se le parece?

–Verdaderamente… no sé.

–¡Dígame! ¿A quién se le parece? –exigió, sacudiéndome los hombros.

–No sé… De cerca necesito espejuelos, usted lo sabe… Los dejé en casa… el apuro… –dije, retrocediendo hasta la puerta.

Creía que Robledo se había vuelto loco. Sobre todo cuando a gritos llamó a Bruno para que fuera a buscar mis espejuelos. Después se tranquilizó; bajamos a la sala; se disculpó insinuándome un aumento de sueldo. En La Habana había estado muy nervioso, el insomnio, los siquiatras. Ya no servía con las mujeres y estaba muy solo. Había escogido Villa Concha para pasar la vejez., “algo así como un retiro”. La casa le traía recuerdos…

–Y hasta esta tarde me sentía bastante bien, y de pronto ha sido peor que en La Habana –y se paseaba de un extremo a otro del paisaje de la alfombra, en una mano la pipa, la vieja foto en la otra; pero en eso llegó Bruno.

Cuando coloqué la fotografía delante de los lentes dije que se parecía al niño de por la tarde. ¿En qué? En la ropa, claro estaba. ¿La cara? Bueno, yo le había prestado mayor atención a la ropa; pero si le interesaba creía que se parecía en algo, aunque el niño tenía los ojos más claros y la expresión algo triste, al menos ésa era mi opinión. ¿Cómo decía? Naturalmente que lo perdonaba, no faltaba más. No, de ninguna manera, no había sido molestia, “siempre que le sea útil, encantado”. ¿Mañana'? Desde luego que sí, lo acompañaría con muchísimo gusto, y me permitía recordarle que el viernes era “tarde de cine” y el sábado canasta party en el porch de Felicita. No, no hacía falta que Bruno me acompañara hasta mi casa, aunque era bastante tarde, naturalmente que si él insistía… “Hasta mañana… Hasta mañana”.

De regreso y sin que se lo preguntara, Bruno me confió que el niño de la foto era Robledo. Robledo a los once años, en el portal de La Conchita, la mejor de las tres fincas que el padre les había dejado a doña Concha y a él. Y esa noche, el accidente: un quinqué contra la pared… y ella había caído abrasada, envuelta entre los manteles que Bruno y él le habían tirado. Bruno se acordaba como si lo estuviera viendo desde el mismo comedor. Nada pudo hacerse y murió a los cuatro días. “¡Pobre doña Concha!”, decía Bruno junto a mi puerta, y lo volvía a repetir. Y yo sin comprender cómo él se había quedado, cómo había seguido todos esos años con José Antonio Robledo, el hombre neurasténico que de niño había provocado la muerte de su madre en un acceso de furor.

 

De aquí para allá, de allá para acá, con bandejas de café y vasos de Fundador, iba Francisca chancleteando, acercándose a las mesas y riéndose de los chismes resabidos por toda Punta Brava. En un rincón, su marido, el gordo Chamizo, inmóvil, vestido de blanco y rectangular como un refrigerador.

–¡Sesenta con diez que hacen veinticinco! –anunció el vasco Esquerrá, golpeando la mesa y tratando de verme el juego.

–Paso –dije colocando las barajas en una esquina del tapete. Lo mejor que tenía era una sota de oros.

Bajo la mirada calculadora de su compañero, Martín Foyo movió la cabeza de un lado a otro en económico gesto.

–Los ciento diez que nos faltan –resumió Robledo.

–¡Carajo! –dijo Esquerrá, aprestándose a una acuciosa defensa.

Pero volvimos a ganar. Y dejando atrás la discusión entre Foyo y Esquerrá, salimos a tomar el fresco, esperando el café para irnos de Punta Brava.

Era “tarde de tute subastado” y estábamos en lo de Francisca, por cuarta vez y siempre ganadores. El contacto lo había propiciado Bruno, a solicitud de Robledo. Yo hubiera preferido continuar las “tardes de canasta” en casa de Felicita, pero Robledo, partidario de emociones menos sencillas, había prometido hacerse cargo de mis pérdidas, y finalmente, había cedido a su insistencia de tallar por sumas fuertes en vez de pasar el rato. Poco a poco había llegado a aficionarme a aquella compañía de comerciantes ventrudos y colonos de voz recia, quizá porque eran gente importante tratando de matar el tiempo, o porque había algo de idílico en el ambiente y uno le cogía el gusto. Eso sin hablar de la posibilidad de hacerse rico. Posibilidad que, sábado a sábado, se hacía más evidente por la obstinación de Esquerrá y la mala suerte de Foyo. La idea de ir doblando las apuestas había partido de Esquerrá tras perder los cinco pesos de la primera partida. Como –además de rico– se jactaba de buen jugador de tute y le había dolido perder con recién llegados, le propuso a Robledo jugar el otro sábado por el doble de la apuesta, pudiéndose extender la dobladilla –como él le llamaba– hasta la duodécima partida. Pero aunque yo le sugerí a Robledo la inconveniencia del sistema y que prefería quedarme con los cinco pesos, se dejó tentar por el vasco, y habiendo aceptado Foyo, se formalizó el convenio, que por delicadeza me vi obligado a firmar, Francisca y Chamizo como testigos presenciales y con derecho al diez por ciento.

Después de tomar café salimos aquella tarde con nuestra cuarta victoria, el sol próximo al ocaso y yo haciéndome ilusiones, contándole a Robledo que, de seguir así la cosa, dentro de ocho semanas podría comprarme un automóvil, pasarme un mes en Miami y reparar toda la casa, incluso construirle a Euclides una casa pequeñita al fondo del patio.

Al salir de Punta Brava nos detuvimos en un garaje pequeño y sucio, donde Robledo no tenía cuenta.

–Lléname el tanque –dijo él, después de sonar el claxon, entregándole las llaves a un viejo de orejas puntiagudas; y los centavos surgieron del interior de la bomba: los números del cero al nueve dejándose ver un instante. Bajo la escasa luz. palpitante de insectos, los objetos parecían alargarse y contraerse en un latido íntimo, que aún no llegaba a los bordes. Atrapada en aquellas observaciones la mirada se me iba de la esponja a la manguera, de la bayeta a la estopa. De pronto un niño, conduciendo de la brida a una bestia de crines largas, apareció junto a la bomba y solicitó agua, su voz chillona arañó el crepúsculo. “No hay”, había dicho el viejo; y él se había subido al peludo lomo, reanudando su viaje por el camino de insectos. Súbitamente un ruido seco y próximo me sacó de mi fantasía: era Robledo que había tirado la puerta, Robledo que corría tras un pony blanco, dando gritos por la carretera y con aquella poca luz.

–¡Pero si casi no tengo agua en el barril, qué quería que le dijera! –gritaba el viejo encarándosele a Robledo, manoteándole en la cachimba.

El resto del camino lo hicimos en silencio.

A mí me daba pena que un hombre como él se portara de aquella manera, corriendo por los caminos y rompiéndose las rodillas de aquel bello pantalón de gabardina gris. Sin embargo, no se podía decir que estaba loco, si era la comidilla de Santa Fe, se debía a su rara conducta, que yo trataba de justificar. Quizá porque –aparte de Bruno, y el pobre viejo no contaba– era el único que sabía, el único que conocía la crueldad con que Villa Concha lo trabajaba por dentro.

–Camilo –me dijo agarrándome el brazo, cuando llegamos a mi casa–, lo pudo ver bien, ¿verdad? Al niño del otro día… el de la gorra de cinta…

Me dio tanta lástima, que dije:

–Un poco, Robledo. Lo vi un poco. –Y me bajé rápidamente.

 

Al otro día llegó Bruno a la hora del almuerzo. “¡Pronto, venga pronto, que ha pasado un accidente!” Yo dejé de mala gana mi sopa de vegetales y mi tortilla de acelgas (era día de vigilia), y reprimiendo la pregunta de lo que había sucedido, corrí a Villa Concha adelantado de Bruno. En la calle, frente a la verja, había gente aglomerada, y supe casi sin rodeos que Robledo desde adentro tiroteaba las ventanas. Urgido por Bruno, que apenas podía hablar, me acerqué a la ventana del vestíbulo, ya batida por el plomo, y grité con todas mis fuerzas: “¡Robledo, abra… soy yo, Camilo!” Pero Robledo se explicó con dos perdigonadas que eximieron al marco de las persianas restantes. Yo no sabía qué hacer, y ya una vieja gritaba con una piedra en la mano que llamaran a la policía, que había sangre chorreando de una de las ventanas del piso alto y que habían matado a alguien.

Sin comprobar la desapacible nueva corrí a la bodega roja bajo otras dos detonaciones y chicoteo de cristales. Agarré el teléfono. Afortunadamente la operadora me comunicó enseguida. Pero el timbre sonaba y sonaba y no salía Robledo. Al fin, como en las películas, cuando iba a colgar, Robledo respondió del otro lado de la línea y nos arreglamos sin vernos, él contestando a base de monosílabos; y concluyeron los disparos. Para evitar desasosiegos inútiles, le dije al tropel de vecinos –sobre todo a un hombre taciturno que empuñaba un bate reglamentariamente– que Robledo había accedido a una tregua, pero sólo a condición de negociar con Bruno y conmigo el arreglo definitivo; y pisoteando cristales de colores a lo largo del camino que bordeaba las paredes de la izquierda –la vieja no se había equivocado: había sangre en una ventana–, entré en Villa Concha por la puerta del fondo; Bruno, muy nervioso, apretándose a mi costado y balbuceando el padre nuestro.

Robledo nos recibió sin camisa, con la escopeta en la mano. Estaba muy sudado y olía a pólvora y alcohol; aseguró la puerta con precipitados movimientos y nos quedamos en la cocina, Bruno barriendo los vidrios y los cartuchos vacíos, gruesos y rosados como trozos de intestinos. Robledo colocó la escopeta a través de la mesa, junto a la canana casi agotada, y después de inclinar la cabeza bajo la pluma del fregadero me preguntó si había herido a alguien. Su voz había sonado ronca e inexpresiva; parecía estar al borde de una crisis nerviosa. Para tranquilizarlo le oculté lo de la sangre en la ventana; entonces se sentó en la silla de Bruno, cruzó los brazos sobre la escopeta y entre ellos sumergió la cabeza. Pasados unos minutos se repuso, la mirada algo imprecisa, buscó en los bolsillos y sacó su pipa: la encendió. Se había despertado temprano e inquieto. En la cocina había encontrado una nota de Bruno: iba al almacén de víveres, en Marianao, a encargar la factura del mes. Después del café había estado hojeando unos libros, bebiendo algo; y un poco aburrido había resuelto limpiar la escopeta. Se sentó en el balcón de su cuarto, sin camisa, para aprovechar el sol, y comenzó a engrasar el arma separando sus piezas. De pronto sintió que lo llamaban; era una voz débil, lejana, y pensó que Bruno había llegado, que se le habían olvidado las llaves como la última vez; pero asomándose, vio el jardín desierto, la puerta despejada. De nuevo volvió a sentir la voz, esta vez dentro de la casa, a sus espaldas, y no era la voz de Bruno. El terror lo inundó de súbito, sin transición. Armó la escopeta en medio de extenuantes equivocaciones y entró en el cuarto; descolgó la canana del closet, cargó el arma con dos cartuchos; salió al pequeño zaguán y abrió las puertas del baño, la del cuarto de Bruno: nadie. Se recostó a las tablas que cancelaban el antiguo cuarto del menor de los Garriga (la estúpida cláusula del contrato de arrendamiento) y se secó el sudor. De repente alguien profirió su nombre casi detrás de su cabeza, su nombre del otro lado de las tablas, de la puerta clausurada, su nombre pronunciado por aquella voz delgada, haciéndose en el recuerdo cada vez más familiar, su voz, su propia voz surgiendo de otro siglo, su voz de niño, de cuando jugaba con Bruno en La Conchita. Por arriba del miedo destrozó las viejas tablas y voló la cerradura de un disparo. De un empujón abrió la puerta: la pequeña cama, el armario, el espejo apagado por el polvo, el librero, la butaca, nada. Abrió el closet, miró debajo de la cama, y entonces volvió a escuchar la voz, esta vez del otro lado de la ventana cubierta de telarañas, suspendida entre las hiedras, aplastándose contra el vidrio como si fuera a filtrarlo y plasmarse en la habitación. Disparó.

–Ahí está la policía –dijo Bruno entrando a la cocina, interrumpiendo a Robledo con su voz consternada. En las manos traía una camisa blanca que olía a vetiver y una chaqueta de crash.

Robledo se puso de pie un poco perplejo, se abotonó la camisa, rehusó la chaqueta y marchó a la sala; yo detrás, por si podía hacer algo.

Con la policía nos fue bien. Al sargento le impresionó el Cadillac, y antes de comenzar el interrogatorio Robledo se lo dejó ver por dentro, hasta tocó el poderoso claxon de tres cornetas, que siempre sorprendía. Los vecinos no dejaban pasar la oportunidad de escudriñar Villa Concha, sobre todo el cuarto clausurado, y demoraban el inicio de las preguntas de rigor. El que sí estaba interesado en conocer los sucesos era el nonagenario Garriga, que había dejado su lecho de inválido haciéndose portar en andas por tres de sus sobrinos; pero como nos pusimos de acuerdo para ocultarle la develación del cuarto, y la escalera le resultaba estrecha, el grupo ecuestre abandonó la sala con la promesa de Robledo de restituir los vidrios y componer las persianas.

Durante el interrogatorio la cosa fue como seda. Robledo explicó convenientemente lo que ya me había contado; y después él mismo, seguido de todos nosotros, reconstruyó sus movimientos: el descenso a la planta baja al parecerle que algo pesado había caído envuelto entre los cristales; el ruido inquietante tras la puerta del fondo, que había resultado ser Bruno; Bruno de nuevo, asomando la cabeza por la ventana del comedor; los golpes del hombre del bate contra la puerta principal; mis gritos junto a la ventana del vestíbulo; las piedras de la vieja, cayendo de todos lados; el timbre del teléfono; la calma. Doce disparos en total, contando los dos de arriba. Sólo quedaba un misterio: la sangre de la ventana, la sangre escurriendo por la pared hasta perderse en las hiedras. Pero todo quedó aclarado, aunque al sargento no le quedó más remedio que levantar acta. Claro que con el juez todo se arreglaría, el asunto se comprendería fácilmente… La que sí no comprendió ni tuvo arreglo fue la pobre Clotilde, siempre golosa de lagartos y ranas, la gata barcina de Felicita, que se había aventurado por las hiedras altas de Villa Concha. Recuerdo que me sorprendió la cantidad de cosas que su grácil figura llevaba por dentro. Y poco a poco los vecinos y luego la policía fueron dejando la casa, y todos convenían en que Bruno y yo estábamos vivos de puro milagro. Y nos apretaban las manos.

Cuando nos quedamos solos, dejamos a Bruno barriendo cristales y salimos por la vereda que rodeaba la casa. El sol se ponía y era preciso organizar el cuerpo de Clotilde para arrojarlo al mar. Nos pusimos los guantes del jardinero y empezamos a buscar entre las vicarias y heliotropos de al pie de la ventana.

–¡Y pensar que me asusté por esto! –decía Robledo a cada rato, entre el pulgar y el índice una parte de Clotilde. Y nos reíamos mientras –él a la derecha y yo a la zurda– colocábamos aplicadamente los restos sobre un periódico extendido. De pronto tiré de algo que sobresalía bajo los cristales amarillos y violetas del medio punto de la ventana: era una cinta plegada, de falla azul. Al volverme vi que Robledo sostenía una gorra rota y la miraba muy serio, pasando sus dedos por los boquetes que la calaban. Bruscamente me pidió la cinta, y junto con la gorra la arrojó al periódico. Después fue a la cocina a buscar un cordel.

Ya entrada la noche caminamos hasta la punta del muelle. Íbamos despacio, Robledo delante, sosteniendo el paquete apartado de sí, ceremoniosamente. Al echarlo al agua, creí oírlo murmurar unas palabras, después suspiró. Y nos alejamos, el rumor del mar muy acentuado, siguiéndonos los pasos.

 

Algo animoso se veía Robledo por aquellos días después del juicio. Asistió a la fiesta de año nuevo que dio Felicita, y hasta bailó un par de piezas con un estilo sobrio que le sentaba muy bien. Los comentarios le fueron favorables, y su gesto de regalarle a Felicita una suntuosa gata persa fue encomiado por los pitos y las cornetas de toda la concurrencia.

En casa de Francisca nos iba a las mil maravillas: subastando con precisión habíamos llegado al borde de la meta, el dinero de la apuesta a sólo tres días vista; y ya se hablaba de que Martín Foyo había aplazado una sólida inversión y Esquerrá había resuelto posponer su viaje a España.

En Villa Concha habían ocurrido cambios. Al día siguiente de los disparos, Robledo había ido a ver a los Garriga para comprarles la casa. El viejo se había opuesto tenazmente, pero como se expresaba con cierta incoherencia, la familia había iniciado los trámites para su incapacidad civil, y como se daba por hecha la venta de Villa Concha, Robledo había acometido importantes obras para el realce de la casa, que iban desde el revoque y pintura de muros y paredes, hasta proyectos de jardines escalonados y un moderno swimming pool con paraguas de colores. El cuarto clausurado sería convertido en un salón de billar, y el mobiliario y los pisos completamente renovados; en ese afán de pulir Villa Concha, hasta Bruno parecía más joven, paseándose por el portal y dándose importancia con su ascenso a mayordomo, regañando aparatosamente a las criadas y desluciendo el oficio de albañiles y pintores.

Así las cosas, yo me alegraba mucho por Robledo, entonces munificente y de bastante buen humor. Pero de pronto todo cambió.

Yo regresaba en el ómnibus verde de una clase en Jaimanitas. Como aún era temprano, pasé de largo por mi casa –Euclides, aferrado a la ventana– y me bajé en Villa Concha a ver cómo andaban las obras y hablar un poco con Robledo sobre la táctica a seguir en la partida del sábado. No sé si sería que el día se había nublado o que desde la verja la casa me pareció triste; pero de golpe sentí que algo grave había pasado.

Bruno me recibió compungido y sin afeitar; y, cosa extraña, por arriba de su frente pálida inscrita en la penumbra del postigo, creí percibir de nuevo el hálito de Villa Concha, hasta entonces diluido en barriles de masilla y damajuanas de aguarrás.

–Desde anoche está desplomado en su butaca, mirando la ventana como si viera cosas –decía Bruno desde el postigo, haciendo gestos misteriosos, sin atreverse a abrir la puerta.

–¿Y los obreros?

–Los despidió por la mañana, junto con el contratista y las criadas.

–¿Y ha dicho algo sobre la partida del sábado?

–Nada… nada… Apenas habla… Al mediodía me llamó para que le trajera flores y velas. Cuando entré en el cuarto vi que había colocado arriba de la consola la fotografía que usted sabe y otra de doña Concha, luciendo un sombrero blanco.

Y como Bruno me pedía que hiciera algo, le prometí llamar a Robledo el viernes por la noche, aconsejándole que mientras tanto lo dejara tranquilo, que le diera su tiempo para reaccionar. Y me fui preocupado pensando en la apuesta, la apuesta ya casi ganada, y, de repente, las cosas de Robledo.

Durante dos noches apenas pude dormir; pero el viernes, rayando las ocho, él mismo me salió al teléfono. Casi me dieron ganas de colgar cuando noté que había olvidado el juego del día siguiente; pero me contestó que jugaría la partida, que me iría a buscar después del almuerzo.

–Esa tarde él no quería salir –me ha dicho Bruno hace unos meses en un encuentro casual. Lo dijo mirándome de reojo, con cierta mala intención, olvidando sus ruegos de aquella tarde desde el postigo. Pero, ¿qué se puede esperar de la humilde memoria de Bruno? Ya tan chocho el pobre viejo.

Robledo fue puntual. Por su aliento supe que había bebido. Lo que me sorprendió fue lo sereno que lucía; sobre todo cuando me dijo con indiferencia, como si no tuviera importancia, que la voz lo había llamado de nuevo, desde más allá del muelle, la voz meciéndose en la noche y sobre las olas. Yo desvié la conversación a los planos deportivos, a la esperada revancha entre Louis y Billy Conn; y cuando me interrumpió para decirme que había tenido un sueño extraño, me hice el desentendido, y, esquivando el comentario, seguí con el boxeo para mantenerlo en forma.

Llegamos a casa de Francisca, justo a la hora señalada y en medio de mucho público (Chamizo, con la anuencia del cuartel, había corrido la voz de que se tomarían apuestas, como si fuéramos gallos).

La sala estaba muy cambiada: las mesas de dominó habían sido retiradas y de las de jugar cartas sólo quedaba la nuestra, las patas brillosas de pulimento y el paño verde cepillado con esmero; una pizarra adosada a la pared, donde Chamizo se ocupaba de anotar las apuestas, y seis hileras de sillas colocadas frente a la mesa, le daban a la casa el aspecto de una escuela, la disciplina relajada por la improvisación de una cantina sobre la ventana que daba al portal. Junto al mostrador de tablas, Martín Foyo y Esquerrá intercambiaban con Francisca palabras confidenciales que auguraban imprevistos. Robledo, sin contestar los saludos, pidió una botella de Fundador y marchó recto hacia la mesa, ocupando la silla de espaldas a la pizarra. A pesar de estar invictos salimos de perdedores, siete a diez en contra nuestra. Y comenzó la partida.

Perdimos la primera mano y la segunda también, y Robledo, sin darse cuenta de lo que estaba pasando, bebiendo excesivamente y sin atinar con las cartas. Yo inicié una gestión para ver si suspendíamos, si dejábamos la partida para el próximo sábado, pero las conjeturas de Esquerrá me dejaron en el sitio sin otra perspectiva que vigilar a Robledo, que tarareaba Dónde vas, Alfonso XII… mirando a la ventana con sonrisas inquietantes.

Novecientos quince a seiscientos nueve íbamos perdiendo –las apuestas diez a uno– y Robledo como si nada, por la segunda botella, riéndose sin motivo y balbuceando tonterías. Yo me revolvía en la silla por las burlas de Esquerrá, su cara enrojecida por el ganar presuroso. Como sabía las ganas que tenían de que acabáramos de perder, había optado por no hablar cosas circunstanciales ni regañar más a Robledo, y me tomaba mi tiempo como si jugara un solitario. Pero de pronto ligué el tute. Los cuatro reyes al frente del resto de las barajas. Los cuatrocientos tantos para ganar la Gran Apuesta. Los diez mil doscientos pesos de la duodécima partida.

Entonces se escuchó el ruido.

Robledo saltó de la silla y dejó caer las cartas, poniéndose muy serio. Martín Foyo preguntó qué pasaba, y Esquerrá aprovechó la confusión para revisar las barajas boca arriba. Yo exigía que se continuara el juego, le gritaba a Robledo que se sentara tranquilo. Pero el ruido se escuchó de nuevo. El ruido metálico y prepotente, a lo juicio final. El ruido que tanto atemorizaba a Euclides y a los viejos del camino: el desmesurado e inconfundible claxon del Cadillac de Robledo.

De que el automóvil estaba cerrado casi no tenía dudas; y el claxon sonaba insistentemente, de manera irregular, como si jugaran con él.

–Me… buscan –dijo Robledo, con el rostro derrumbado. Y marchó hacia la puerta llevándose la botella, apartando a un viejo cojo que había apostado por él.

Yo traté de sujetarlo, de retenerlo en la casa, y mostrándole el tute le suplicaba que aguardara unos minutos, que me dejara jugarlo. Pero Foyo y Esquerrá, desasiéndome de sus piernas, me llevaron a la silla; y lo dejaron marchar dándole diez minutos para reanudar el juego.

Cuando llegué a la ventana, el tute todavía en la mano, Robledo bajaba la loma por el camino de piedras, algo irrecuperable en su pesado andar. Más abajo, su automóvil, junto a la carretera, a la sombra de los árboles. De repente Robledo se detuvo en seco, bebió un largo trago y arrojó la botella; luego se acercó al automóvil; abrió la puerta. Yo llamé a Francisca, a Chamizo, para que vieran aquello; pero llegaron tarde: la puerta se había cerrado y ya se iban por la curva que ceñía la loma, la cinta azul batiendo el aire del otro lado del techo, apenas sin dejarse ver.

–Volverá enseguida –dijo Francisca, siempre disculpando–. Mientras tanto colaré café. Seguro que volverá enseguida –y trataba de animarme con palmadas en la espalda.

Pero yo guardé silencio, y apretando el tute me senté muy quieto, la mirada hundida en el paño verde. Después los vi revolver en las tacitas de loza. Foyo riéndole la gracia a Esquerrá, que con Francisca bailaba una jota. Entonces abrí la mano, separé los cuatro reyes y los rompí en varios pedazos; los eché al suelo y los esparcí con el pie, sabiendo que Robledo no volvería, que ya no volvería y que era inútil esperarlo.

 

miércoles, 24 de abril de 2024

Con instinto de primeriza

Reinaldo Bernal Cárdenas

 

En su departamento, Sora desatiende por un instante la pantalla del computador, vuelve los ojos hacia él y le dedica una mirada bondadosa, maternal; calada de paciencia experta. Sólo es un ser indefenso, piensa. Ese pensamiento disipa su contrariedad. Se levanta. Da unos pasos para acercarse. No se explica qué le sucede hoy, qué reclama. ¿A quién preguntarle? Ya cambió su pañal, le dio papilla de manzana y descorrió la persiana para que le diera el sol. Pero él aun gimotea como tratando de articular alguna palabra. A punto de lágrimas, aquellos ojos empequeñecidos suplican, demandan. Sora desconoce si son cólicos, sueño, ansiedad o algún dolor… “Sé bueno y trágate la pastilla, toma un poco más de agua. Shhh… tranquilo”.

Si bien su jefe espera que ella envíe con urgencia el informe, Sora no vuelve a su tarea, el instinto está primero: la sangre tira. Inhala profundo procurando no angustiarse. ¡Si tan solo pudiera acudir a su madre por ayuda! Imposible, ella murió hace pocos meses y ya no puede asistir a su única hija. Entonces, con gran devoción se sienta junto a esa humanidad que hoy parece de algodón.

Con voz de secreto, y en esa proximidad de ternura, Sora tararea una canción buscando la calma pretendida “la, la, la”. Extiende los dedos, masajea el pelo frágil que tapiza esa cabecita y luego los deja resbalar mimosos por la cara atormentada. Por varios minutos sigue cantando… Sin resultado. Agobiada por la incertidumbre, y la extenuación de muchas malas noches, se muerde el labio inferior, suspira y eleva la vista buscando el cielo a través del ventanal.

Quizá su anciano padre, luego de enviudar, y de la consecuente trombosis que lo dejó tan desvalido como un bebé, hoy precise la dignidad que sólo la muerte puede devolverle.

 

Diario de un técnico

Mauricio Cabrera

 

Nada novedoso ocurrió este día. Volvimos a perder y los periodistas insisten en que no estoy capacitado para dirigir a un equipo de la Primera División profesional. Tal parece que ya se les olvidó que ellos fueron los que alabaron mi nombramiento como timonel al haber sido un símbolo del equipo al que ahora dirijo. Me da risa recordar que me consideraban como “un hombre preparado y con el carácter requerido para triunfar en la dirección técnica”. No cabe duda de que la memoria es flaca; les basta con cuatro derrotas consecutivas para asegurar que la dirigencia se equivocó al confiar en mí y que mi debut como estratega en el máximo circuito se dio de manera prematura y poco acertada. Pobrecillos de estos personajes, se sienten dueños de la verdad absoluta y redactan sus artículos con base en lo que les conviene, dejando de lado el juicio que ellos mismos defendieron con anterioridad.

Pese al incesante acoso de los medios de comunicación, me siento tranquilo porque el presidente bajó a los vestidores al finalizar el partido y me reafirmó su confianza en que las cosas cambiarán de rumbo y que lo que estamos viviendo no es más que un proceso de adaptación al sistema táctico que estoy imponiendo. Yo también lo creo. El equipo muestra mayor coordinación, los jugadores saben qué hacer con la pelota y sólo nos ha faltado fortuna a la hora de concretar. Lástima que Valdez no ha podido ser tan contundente como acostumbra. Hablé con él y me comentó que no sabe lo que le pasa, pero que tarde o temprano saldrá del bache en el que está inmerso. Espero que así sea, porque la situación empieza a ponerse difícil.

Al llegar a casa preferí encerrarme en mi estudio y evitar ver la televisión, pues ya estoy harto de que en todos los programas se haga mención del “pésimo” papel que estoy realizando. Aunque debo reconocer que, de acuerdo a los resultados, razón no les falta.

El día transcurrió sin mayores contratiempos. Mientras que decidí otorgarles descanso a mis jugadores y permitirles pasar tiempo con su familia, yo me dediqué a observar videos del partido y a sacar algunas conclusiones. En definitiva, Moreno requiere mayor carácter para ser el líder que necesitamos en la zaga central; Pineda tiene que ser menos desidioso y comprender que su amplia trayectoria no le garantiza el éxito. Espero que con el baile que le dio Bermúdez le sea suficiente para cambiar de actitud. De lo contrario, tendré que tomar la decisión de enviarlo al banquillo y darle la oportunidad a uno de los tantos jóvenes de nuestras fuerzas básicas. Seguramente Castro me dirá que voltee a la banca, pero sé que no daría resultado, pues durante la pretemporada lo intentamos y lo único que obtuvimos fueron derrotas.

Desconozco la razón, pero hay ocasiones en las que quisiera regresar en el tiempo y volver a ser el ídolo de la afición, el jugador al que todos los medios quieren entrevistar, el futbolista al que le ensalzan sus virtudes al grado de hacerlo parecer un ser extraordinario. No niego que en el presente también me buscan. La diferencia radica en que ahora lo hacen para preguntarme sobre mi próximo cese o para conseguir mi renuncia anticipada y así tener la exclusiva.

El trabajo fue sumamente productivo. Noté a los muchachos con ganas de salir adelante. Se brindaron al máximo en cada uno de los ejercicios que se les ordenaron. A Moreno lo observé avergonzado consigo mismo. Lo llamé aparte, le pedí que no se diera por vencido y le comenté que es precisamente en los momentos adversos cuando los grandes salen adelante y demuestran sus virtudes. Mis palabras no parecieron motivarlo demasiado, sin embargo, cambió de expresión y estuvo más concentrado en su labor. Al finalizar el entrenamiento, les solicité a los integrantes del sector ofensivo que practicaran tiros de media y larga distancia. Me dio coraje ver que Valdez y Rodríguez vencían a Mendoza con una facilidad increíble, poniendo la pelota justo en el ángulo y dando cátedra de su capacidad. Si hicieran eso en los compromisos oficiales estaríamos hablando de otra realidad. Pero los futbolistas son así: tan impredecibles como contradictorios. Y no los puedo culpar, yo también llegue a actuar de esa forma en mis inicios. Sorprendía en las prácticas y desilusionaba en los partidos.

Por la tarde sostuve una plática con mis asistentes para planear la estrategia a seguir en el cotejo del sábado. Mientras se efectuaba esta reunión, dejé a los jugadores a cargo de Martínez, quien tenía ideada una fuerte sesión física. Lo conozco y sé que es demasiado exigente, pero lo permito porque es un hombre profesional, que conoce los terrenos que pisa y que hace todo por el bienestar de nuestros elementos. En este renglón no puedo tener queja alguna. Así que mejor me pongo a pensar en lo futbolístico.

Los avances son evidentes. Estoy convencido de que el trabajo táctico y estratégico ha sido bien asimilado por los jugadores. La tensión que alcanzaba a percibir en algunos de ellos a la hora de recibir instrucciones ha cambiado por expresiones de confianza y creencia en lo que estamos realizando. Para un técnico no hay nada más gratificante que el sentir a sus pupilos con el compromiso de responderle, siempre y cuando dicho compromiso se encuentre basado en la convicción y no en la autoridad impuesta desde el escalón más alto de la directiva. Me siento optimista y sé que este fin de semana podemos lograr la victoria que tanto necesitamos para aligerar la presión en nuestra contra y para poder trabajar con mayor tranquilidad. Si la maldita prensa supiera entender la importancia de laborar en un ambiente de calma e intimidad no estaría jodiendo a diario con las mismas preguntas ni recibiendo las mismas respuestas. A veces me pregunto de dónde quieren conseguir la nota de ocho columnas si son tan poco pensantes que sus entrevistas ya nos las sabemos de memoria. Al menos eso facilita nuestra labor, pero me agradaría poder evitar esa rutina y tener más tiempo para explicarle a mi equipo el porqué jugaremos con tres centrales el sábado y no con dos, como habitualmente lo veníamos haciendo.

Se supone que en mi diario sólo relato aspectos concernientes a mi labor profesional, sin embargo, no puedo dejar de recordarme que tengo vida personal y que mi familia espera pacientemente a que llegue para cenar juntos. Aunque nunca se los he dicho, espero que sepan que es el instante que más valoro en mi vida y que si me hicieran falta nada tendría sentido, ni siquiera el futbol.

La conformación del once titular para el enfrentamiento del sábado quedo plenamente realizada. Decidí no darla a conocer ni a la prensa ni a los propios jugadores, para que se mantengan a la expectativa y sientan deseos de que llegue el momento de jugar contra nuestro siguiente rival. Pese a los malos resultados, el equipo sabe que puede enmendar el camino y que no hay nada más efectivo para curar las enfermedades que nos aquejan que el trabajo diario. Soy un convencido de que este jueguito llamado futbol se comienza a ganar desde los entrenamientos y que lo que se ve sobre la cancha no es sino el reflejo de la seriedad con la que se laboró entre semana.

En el interescuadras, disputado entre los supuestos titulares y los suplentes, los primeros vencieron a los segundos por cinco goles a tres. El partido fue un verdadero desastre. Valdez desempeñándose como arquero es un simple adorno; Mendoza en el ataque sueña con ser Higuita, pero apenas y alcanza a lanzar un disparo certero; Rodríguez como defensa es un buen delantero, pues siempre que quería despejar la pelota terminaba por generar peligro en su propia puerta, siendo la burla constante de sus compañeros. La cascarita cumplió con su cometido: relajó al conjunto y lo llevó a ver la rutina como una actividad que también se puede disfrutar, algo sumamente valioso para personas que, con el paso del tiempo, llegan a identificar al juego como una rutina y se olvidan de su esencia.

El viaje que nos trajo a Guadalajara fue tranquilo y benéfico. Durante el trayecto, dialogué con mi cuerpo técnico. Martínez me ratificó que todos están en excelentes condiciones y que por ese lado puedo estar tranquilo. Castro terminó de anotar sus observaciones sobre el rival y me hizo dos apreciaciones sobre la forma en la que debemos atacar: recurrir a la velocidad de nuestros extremos y aprovechar que su contención está ligeramente tocado por una patada recibida el fin de semana anterior. Aproveche el vuelo para conocer a mis jugadores. Balbuena jugaba con su computadora portátil y parecía que nada le importaba, ni siquiera los ronquidos de Méndez, que hubieran impacientado a cualquiera. Pineda, como siempre, tenía cara de pocos amigos y se limitaba a mirar hacia el exterior.

En ocasiones, me resulta lamentable el darme cuenta de que las constantes ocupaciones de un estratega a nivel profesional no le permiten ser parte integral de la vida de sus dirigidos. Si pudiera conocer las razones por las que un futbolista se comporta de tal o cual forma podría adoptar mecanismos personalizados y aplicarlos de acuerdo al perfil de cada uno de los pupilos. Por ahora, y con el importantísimo duelo que tenemos en puerta, basta ya de escribir sobre lamentaciones.

Arribamos al hotel a las seis de la tarde. Di la indicación de que bajaran a cenar dos horas más adelante, tiempo en el que mis asistentes y yo preparamos lo concerniente a la sesión de video, misma que se realizaría al finalizar la degustación de alimentos. Todos estuvieron puntuales en el restaurante. La comida no fue nada especial, pero era suficiente para saciar el hambre y concentrarnos en lo realmente importante. Durante noventa minutos analizamos a profundidad los movimientos del contrincante e hice énfasis en aquellos puntos que consideraba primordiales para lograr vencer a un equipo que estaba invicto como local.

Me llama la atención que mi vasta experiencia en el balompié no sea motivo suficiente para olvidar la tensión del día previo a una contienda. Probablemente esta sea la razón de que sea precisamente hoy cuando mi diario es un poco más preciso y hasta cierto punto aburrido. Tengo plena certeza de que si mañana leo lo que escribí me voy a preguntar el porqué hice mención de aspectos de interés menor. Siempre me sucede lo mismo…

Hay quien dice que en la victoria se olvidan las penas y los problemas, que los triunfos saben a gloria y que nada importa cuando se es vencedor. Nada tan falso como lo anterior. Mi equipo obtuvo la victoria con gol de último minuto. Tengo la jugada tatuada en la mente: Rodríguez entra correctamente por la banda derecha, se quita a dos defensores, enfila a línea de fondo y saca la diagonal de la muerte, misma que es bien aprovechada por Valdez, que, de esta forma, termina con su ayuno de goles y sella nuestros tres primeros puntos de la temporada. La alegría en el rostro de mis jugadores y en el interior de mi persona era evidente. Acababa de conseguir el triunfo inicial de mi carrera como director técnico y estaba seguro de que era el principio de algo grande en compañía del club al que tanto he amado. Mi seguridad se desvaneció más rápido de lo esperado. El mismo presidente que me había asegurado amor eterno y lealtad entró a los vestidores, me miró con mirada seria, cometió el cinismo de felicitarme por la obtención del triunfo y, como si fuera cualquier cosa, me anunció que ese había sido mi último cotejo como timonel de la institución a la que le entregué más de veinte años de vida. Este día quedará grabado en mi memoria. Espero seguir escribiendo un libro personal con contenido futbolístico, pero jamás volverá a ser tan gratificante como cuando esa historia estaba ligada a los colores que llevo impresos sobre la piel.

 

Acunamiento

Felisberto Hernández

 

Prólogo

Todos los sabios estaban de acuerdo en que el fin del mundo se aproximaba. Hasta habían fijado fecha. Todos los países se llenaron de espanto. Todos los hombres con el espíritu impreciso, no podían pensar en otra cosa que en hacerse los gustos. Y se precipitaban. Y no se preocupaban de que los póstumos placeres fueran a expensas del dolor de los demás. Hubo un país que reaccionó rápidamente de la fantástica noticia. Nadie sabía si ese estado de coraje era por ignorancia, por sabiduría, por demasiado dolor o por demasiado cinismo. Pero ellos fueron los únicos asombrosamente capaces de resolver el problema de precaverse: construyeron seis planetitas de cemento armado incluyendo las leyes físicas que los sostuvieran en el espacio.

 

I

Por más grande que fuera el esfuerzo humano, resultaba ridículo y pequeño al querer suplir a la Tierra. Se calculaba que ese país tenía diez veces más habitantes de los que cabían en los planetitas. Entonces decidieron algo atroz: debían salvarse los hombres perfectos. Vino el juicio final y unos cuantos hombres juzgaron a los demás hombres. En el primer momento todos se manifestaron capaces de esta tarea. Sin embargo, hubo un hombre extrañamente loco, que dijo lo contrario. Además propuso al pueblo que todos los hombres que se eligieran para juzgar a los demás, debían aceptar esta tarea a condición de ser fusilados.

 

II

El pueblo aceptó esta última proposición. Se disolvieron las aptitudes para la tarea de selección: nadie amaba la justicia al extremo de dar la vida por ella. Hubo sin embargo un hombre de experiencia concreta que aceptó. Indignado porque un grupo de inteligentes se burló de su experiencia, prefirió juzgar al grupo de inteligentes, y morir fusilado con una sonrisa trágica de ironía y de veneno de rabia. Gracias a los sacrificados por la justicia a ellos mismos, se juzgó a los hombres y los perfectos ocuparon sus respectivos puestos en los planetitas de cemento armado.

 

III

Los planetitas eran ventilados. No había espacio para bosques ni campiñas. Pero perfectos pintores recién llegados de las mejores academias de la Tierra pintaron en las paredes árboles y prados idénticos a los de la Tierra, ni hoja más ni hoja menos. Estaban tan bien pintados que tentaban a los hombres a introducirse en ellos. Pero internarse en esa belleza y darse contra la pared era la misma cosa. Otra medida horrible a que obligaba el poco espacio era en la reproducción: no podía reproducirse ni en los animales ni en los hombres más de un número determinado.

 

IV

La competencia entre todos los planetitas y el “qué dirán” del planetita vecino, los llevó a un progreso monstruoso. La ciencia había llegado a prever antes de nacer un hombre, cómo sería, la utilidad que prestaría a su planetita y hasta el proceso de su vida. La información que recibían los niños de las cosas era sencillamente exacta. No tenían que divagar como en la Tierra acerca del origen del planeta. Conocían concretamente el origen de su planetita y su misión de progreso. Los hombres que no cumplían en el fondo del alma esta misión eran descubiertos por otros hombres de ciencia que solamente con mirarles la cara y analizar sus rasgos descubrían al traidor.

 

V

En los planetitas no creían en la casualidad. Habían descubierto el porqué metafísico y los vehículos cruzaban las calles sin necesidad de corneta ni de otro instrumento de previsión. Uno de los grandes problemas resueltos era la longevidad y ésta era aplicada a los genios mayores. De esta manera se explica que después de dos siglos y medio, aún quedaran dos ancianos fundadores de los planetitas y únicos hijos de la Tierra.

 

Epílogo

El mundo no se acabó. Pero se acabaron los planetitas. Fueron a caer en un inmenso desierto. Todos los huéspedes se asombraban de que los dos ancianos besaran la Tierra con una alegría loca. Más se asombraron cuando emigraron de los planetitas y prefirieron las necesidades del desierto. Más se asombraron cuando los propios hijos de los huéspedes de reacción contraria a la perfección retornaron al problema biológico primitivo de la Tierra y emigraron lo mismo que los ancianos. Igual que los niños dormidos cuando los acunan, los peregrinos no se daban cuenta que la Tierra los acunaba. Pero la Tierra era maravillosa, los acunaba a todos igual, y les daba el día y la noche.

 

El muchacho indefenso

Bertolt Brecht

 

Un transeúnte preguntó a un muchacho que lloraba amargamente cuál era la causa de su congoja.

–Había reunido dos monedas para ir al cine –dijo el interrogado–, pero se me acercó un niño y me quitó una –y señaló a un chiquillo que estaba a cierta distancia.

–¿Y no pediste ayuda? –preguntó el hombre.

–Claro que sí –replicó el muchacho, sollozando con más fuerza.

–¿Y nadie te oyó? –siguió preguntando el hombre, al tiempo que lo acariciaba tiernamente.

–No –gimió el niño.

–¿Y no puedes gritar más fuerte? –preguntó el hombre.

–No –replicó el chico, mirándolo con ojos esperanzados, pues el hombre sonrió.

–Entonces, dame la que te queda –dijo el hombre, y quitándole la última moneda de la mano, prosiguió despreocupadamente su camino.

 

La oscuridad

André Carneiro

 

Wladas aceptó la realidad del fenómeno más tarde que los demás. Era soltero, distraído y muy práctico. Sólo al segundo día, cuando todos comentaban que la oscuridad diurna crecía cada vez más y que las luces eran más débiles, admitió que sí. Una vieja hablaba a gritos de que el mundo iba a acabarse. Se formaban tertulias para discutir el fenómeno, y se daban innumerables explicaciones metafísicas, mezcladas con los comentarios científicos de los periódicos. Él se fue a trabajar, normalmente. El propio jefe, siempre invisible, estaba en una ventanilla, hablando con un amigo. La mayor parte de los funcionarios no estaban. La enorme sala llena de mesas se veía casi despoblada, definiendo el grado de importancia del acontecimiento. Recordó la revolución, en su juventud.

Algo que irrumpe, haciéndonos rebelar y arrastrándonos hacia un destino que no escogemos. Pero una revolución es algo distinto. Tiros, bombardeos, muertes. Ahora era un fenómeno extraño, ciertamente, pero que no alcanzaba la categoría de calamidad pública. Los que se ocupan del tiempo fueron los primeros en observarlo. La luz del sol parecía más opaca, las casas y objetos estaban orlados por una creciente penumbra. Al principio creyeron que era una ilusión óptica, pero de noche la propia luz eléctrica era también más débil. Las mujeres observaron que los líquidos no llegaban a hervir y que los alimentos permanecían duros. Wladas se aproximó al jefe. Estaba citando opiniones competentes, oídas en la radio. Eran vagas y contradictorias. Las personas nerviosas hacían que cundiera el pánico, y las estaciones ferroviarias y las terminales de autobuses estaban repletas de millares de personas que huían, nadie sabía adónde. Wladas dudaba que el fenómeno fuera universal como decían las noticias.

Los últimos telegramas afirmaban que las sombras aumentaban rápidamente. Alguien encendió un fósforo, y comenzaron las experiencias que se hacían en todas partes: se encendían mecheros y linternas eléctricas, y se apuntaban a los rincones, notando que la llama y la luz eran menos intensas.

Las lámparas no iluminaban como antes. No podía tratarse de una dolencia visual colectiva. La gente pasaba los dedos por encima del fuego sin quemarse. Muchos tenían miedo, pero Wladas no sentía ninguno. Aquella animación general, el asunto único que dominaba todas las conversaciones aproximaba a todos; era un espectáculo humano que hacía olvidar las inquietudes del mañana. Volvió a casa a las dieciséis horas. Las luces estaban encendidas. No iluminaban casi nada, parecían bolas rojizas, como señales de peligro. En el bar donde solía comer consiguió que le sirvieran bocadillos fríos. Sólo estaban el dueño y un camarero, que se marcharon inmediatamente después que él, andando despacio en la penumbra.

Wladas llegó sin dificultad a su departamento. Estaba acostumbrado a regresar tarde sin encender la luz del descansillo. El ascensor no funcionaba; tuvo que subir por la escalera hasta el tercer piso. Puso a todo volumen su radio portátil, y ni siquiera pegándola a su oído pudo percibir más que sonidos indistintos, no sabía si voces o estática. Se sentó al borde de la cama con una penosa sensación de aislamiento. Abrió la ventana y se reconfortó con los millares de bolas rojizas, lámparas encendidas en los grandes edificios, cuyas siluetas apenas se destacaban contra un cielo sin estrellas. A tientas, Wladas halló una vela en un cajón y la encendió. La llama, sin ningún calor, era corta y pálida, y apenas permitía ver las manecillas del reloj de pulsera a un palmo de distancia. Se sintió triste y mal.

Debía de ser la ausencia de tráfico. No se oía ningún automóvil por las calles, sólo gritos y voces distantes, tal vez gente extraviada, padres de familia volviendo a pie de su trabajo. De no ser por la luz de la vela, se diría que era un fallo de la electricidad. Fue a la nevera y bebió un vaso de leche. El hielo se desprendía con un ruido seco, el motor no funcionaba. Lo mismo ocurría con la bomba de subir el agua; dentro de poco el depósito del edificio se agotaría. Puso el tapón del desagüe de la bañera y la llenó completamente. Halló su linterna eléctrica de tres pilas y recorrió el pequeño apartamento, ansioso por hallar sus pertenencias a la débil luz. Dejó los botes de leche en polvo, el azúcar y la comida sobre la mesa de la cocina. Había galletas y una caja de bombones. Quien viviera en familia se ayudaría mutuamente Él tenía que cuidarse a sí mismo, prever lo peor. Cerró la ventana, apagó las luces y se acostó. Un escalofrío recorrió su cuerpo; sintió la realidad del peligro. Nunca había ocurrido una oscuridad igual, nunca en la historia de la Tierra. No era solamente la claridad del sol lo que se apagaba, sino todo lo que emitiese luz, los destellos y el calor luminoso, las hogueras, las chispas de las piedras de afilar y los motores, las sustancias químicas, las luciérnagas y las linternas.

Wladas lo sabía, los últimos periódicos lo publicaban. Habían parado también, como los automóviles, los camiones, los autocares, los aviones y los trenes. Se oían gritos y llamadas a lo lejos. Wladas procuró relajar los músculos y dormir. Al día siguiente todo se normalizaría. Volverían las luces, las radios, los vehículos…

Durmió en un sueño agitado, con pesadillas confusas y desagradables. En el apartamento de al lado lloraba un niño, pidiendo a su madre que encendiera la luz. Se despertó sobresaltado. Con la linterna eléctrica pegada al reloj vio que eran las ocho de la mañana. Saltó de la cama y abrió la ventana. La oscuridad era casi total. Por el este se veía el sol, rojo y redondo, como si estuviera detrás de un grueso cristal ahumado. En la calle se veían pasar siluetas como bultos. Wladas se lavó con dificultad, fue a la cocina, tomó leche condensada y galletas. La fuerza de la costumbre le hizo pensar en su empleo. Descubrió que no sabía ni siquiera hacía dónde debía ir. Recordó su terror infantil una vez que lo encerraron en un armario. Le faltaba aire, y la oscuridad le oprimía. Respiró profundamente junto a la ventana. Sobre el fondo negro del cielo se destacaba el disco rojo del sol. Se esforzó en razonar con calma, en hacer deducciones. Al principio los científicos habían emitido hipótesis y análisis.

Por aquel entonces la electricidad conseguía aún hacer girar la rotativa de los periódicos, y las radios emitían sonidos por sus altavoces, ahora mudos. ¿Qué estaría haciendo el gobierno para protegerlos a todos? Era inexplicable que los rayos del sol desaparecieran y la temperatura siguiera siendo normal. Se trataría de un gas desconocido e invisible que alteraba las leyes comunes. Wladas no consiguió coordinar su pensamiento. La oscuridad lo impulsaba a correr en busca de auxilio. Apretó los puños, se repitió para sí mismo: “Debo mantener la calma, defender mi vida hasta que todo se normalice”.

Tenía una hermana casada que vivía a tres manzanas.

La necesidad de comunicarse con alguien le hizo decidirse a ir hasta allí y ayudarles en lo que fuera posible. Se metió la linterna eléctrica en el bolsillo, aunque no le sirviera de nada. Cerró la puerta del departamento y fue andando en la oscuridad del descansillo en dirección a la escalera, apoyándose en la pared. A su lado se abrió una puerta, y una voz ansiosa de hombre preguntó:

–¿Quién está ahí?

–Soy yo, Wladas, del departamento 312 –respondió.

Sabía quién era, un hombre vulgar, con mujer y dos hijos.

–Por favor –pidió éste–, dígale a mi mujer que la oscuridad va a pasar. Está llorando desde ayer, y los niños tienen miedo.

Wladas se acercó a tientas. La mujer parecía estar al lado del marido, sollozando en voz baja.

Procuró sonreír, aunque no lo vieran.

–Esté tranquila, señora, es sólo la oscuridad, pero aún se ve el sol allá fuera. No hay peligro, luego pasará.

–¿Estás oyendo? –secundó el hombre–, es sólo la oscuridad, no le va a pasar nada a nadie, tienes que calmarte, por los niños.

A juzgar por los ruidos, Wladas adivinó que los niños estaban agarrados unos a otros. Permaneció en silencio unos segundos y luego dijo, rápido:

–Ahora tengo que irme, si necesitan alguna cosa…

El hombre se despidió, animando a la mujer:

–No, muchas gracias, esto va a pasar, hasta luego.

En la escalera no se veía nada. Wladas bajó agarrándose al pasamanos. Oía retazos de conversaciones a través de las puertas de los departamentos. La falta de luz hacía que todo el mundo hablara más alto, o quizá las voces destacaban más en el silencio general.

Llegó a la calle. El sol estaba alto pero no iluminaba prácticamente nada, tal vez menos que la luna en cuarto menguante. De vez en cuando pasaban hombres, solos o en grupos. Hablaban en voz alta.

Algunos andaban a trompicones, tropezando en los desniveles de la calzada. Wladas echó a andar, visualizando mentalmente el camino a casa de su hermana. La rojiza claridad disminuía en las sombras de los edificios. Con los brazos extendidos apenas podía divisar los dedos. Andaba con cautela, asombrándose de los que pasaban aprisa. De un terrado cualquiera le llegaba el ladrido de un perro, que fue coreado a lo lejos. Se oían confusos gritos de llamada. Alguien caminaba rezando.

Wladas iba pegado a las paredes para no chocar con nadie. Debía estar a mitad de camino. Se detuvo para recuperar el aliento. Sus pulmones jadeaban en busca de aire, sus músculos estaban tensos y cansados. El único punto de referencia era la mancha del sol, cada vez más débil. Por unos instantes imaginó que tal vez los otros vieran más que él. Pero de todos lados se alzaban gritos y voces. Wladas giró la cabeza. El disco rojo desapareció pulsando. La negrura era absoluta. Un hombre pasó gritando en otro idioma. Se percibía ruido de quejas y palabras entrecortadas. Wladas sacó una caja de cerillos de su bolsillo y frotó uno con cuidado. Se oyó el ruido característico, pero no brotó llama alguna. Encendió la linterna ante sus ojos: nada. Si apretaba los párpados veía danzar manchas de luz. ¿Qué hacer? Permanecer inmóvil, escuchando el coro de medrosos niños y de aquellos que perdían el control, podía llevarle a decisiones irreflexivas. La oscuridad era total. Sin la silueta de los edificios se sintió perdido. Memorizó el trayecto que hiciera hasta allí. Imposible continuar. Intentaría regresar al departamento. ¿Qué hora sería? Apoyó el reloj de pulsera contra su oído. No consiguió abrir el cristal con la uña, para comprobar las manecillas por el tacto. Con la mano derecha tocando una pared y la izquierda en arco al frente dio media vuelta, arrastrando los pies por la acera. Conocía aquel trecho; sus manos identificaban algunas puertas y escaparates. Transpiraba y se estremecía, concentrando sus sentidos en el camino de regreso.

Al girar una esquina oyó palabras incomprensibles de un hombre que venía en su dirección. Tal vez bebido, se agarró con fuerza a Wladas, gritando, y éste intentó soltarse, perdiendo la calma, gritando aún más que el otro cosas sin sentido. Wladas lo sujetó desesperadamente por la garganta, lo empujó hacia atrás. El hombre cayó y empezó a gemir. Con los brazos extendidos al frente, en defensa, Wladas anduvo unos pasos, atento a su alrededor. El borracho lloraba y gemía, como si le doliera algo.

Pensó en hablar con él, en socorrerlo, pero el forcejeo lo había agotado. Receló verse dominado y se alejó a toda prisa, mientras el hombre lloraba tras él. Una puerta rota golpeaba una y otra vez en algún lugar contra su batiente, y surgían ruidos inconcretos de las casas y apartamentos, no cubiertos por los ruidos de los motores, radios y vehículos. En la oscuridad. Wladas llegó hasta su casa. Sus manos palpaban, reconociendo puertas de tiendas, paredes de viviendas y sus portales Con la alegría de llegar, tropezó y cayó en los primeros peldaños. Alguien gritó:

–¿Quién está ahí?

–Soy yo, Wladas, del tercer piso.

Una voz preguntó:

–¿Usted estaba ahí fuera? ¿Se ve algo en algún lugar?

–No, no se ve nada en parte alguna.

Hubo un silencio, y subió a tientas. Regresaba a su departamento. Allí conocía la posición de los muebles y los objetos, podía controlar las pertenencias familiares hasta que la pesadilla terminata.

Moviéndose con cuidado, abrió su puerta y se derrumbó en la cama.

Fue un descanso corto y ansioso. No podía desengarrotar sus músculos, pensar con tranquilidad. Se arrastró hasta la cocina, consiguió abrir la tapa del reloj con un cuchillo. Palpó las manecillas. Eran las once o las doce, aproximadamente. No tenía hambre pero abrió el refrigerador, comiendo los bocadillos guardados de la víspera. El agua goteaba del congelador; el hielo estaba completamente derretido.

Con lentitud, disolvió leche en polvo en un vaso de agua y se la bebió. Regresó al cuarto y se tendió, pero halló imposible permanecer sumido en sus pensamientos sin tomar ninguna decisión. Llamaron a la puerta. Su corazón latió aceleradamente. Gritó que esperaran, llegó hasta ella y preguntó quién era antes de abrir. Por la respuesta supo que era el vecino de antes. Había tenido dificultades en hallar la puerta correcta. Pedía agua para sus hijos. Wladas le contó lo de la bañera llena, y fue con él a buscar a su esposa y los niños. Su previsión le había valido. Se cogieron todos de la mano y fueron deslizándose en fila india por el descansillo, los niños más tranquilos, y hasta la mujer dejó de llorar y de repetir: “Gracias, muchas gracias”. Wladas los condujo hasta la cocina e hizo que se sentaran. Los pequeños se agarraban al cuello de su madre. Palpó un armario, rompió un vaso y encontró una jarra de aluminio que llenó en la bañera y llevó a la mesa. Fue entregando vasos de agua a los dedos que se los solicitaban. Sin divisar dónde estaban situados, el agua resbalaba por su mano. Mientras bebían, pensó que debía ofrecerles algo de comer. El niño dijo que tenía hambre. Wladas fue a buscar un bote grande de leche en polvo y empezó a prepararla con precaución Mientras efectuaba los gestos lentos de abrir el bote, contar las cucharadas y mezclarlas con el agua, hablaba en voz alta y recibía los ánimos de los demás, recomendándole cuidado y aplaudiendo su habilidad. Le llevó más de una hora distribuir la leche a todos, y le hizo bien el esfuerzo de no equivocarse, la certeza de estar siendo útil.

Uno de los niños rio una broma. Por primera vez desde que oscureciera. Wladas sintió optimismo. La impresión de que todo terminaría bien. Probó, con argumentos lógicos, que en modo alguno podía prolongarse aquella sombra extraña. Eran contradictorios y complicaban todas las deducciones, pero el hombre del apartamento vecino y su familia los apoyaron con exclamaciones, como si él, por sí solo, tuviera el poder de devolverlo todo a la normalidad. Pasaron la tarde en su departamento, procurando hablar, aunque no tuvieran nada de qué hablar; intentando divisar, apoyados contra la ventana, alguna luz distante, percibiendo a veces alguna, entusiasmados, para descubrir luego el error, que no admitían, de que había sido sólo un destello que tan pronto como aparecía había desaparecido. Wladas se convirtió en el líder de aquella familia; los alimentaba y conducía por el pequeño mundo de sus aposentos, que conocía “con los ojos cerrados…” Estuvieron ocupados toda la tarde, haciendo muy poca cosa, pasando mucho tiempo para realizar los gestos más simples: llevar una silla de un lado a otro, buscar objetos caídos que no aparecían… Serían las nueve o las diez de la noche cuando Wladas los acompañó, ayudándolos a acostar a los niños. Por un momento pareció que para ellos sólo se hubiera fundido un fusible; saltaban y reían. En la oscuridad otros debían estar sufriendo, enfermos y con dolores, sin médicos ni medicamentos; niños con hambre y sed. En las calles, padres desesperados gritaban pidiendo comida. Wladas cerró las ventanas para no oírlos. Lo que tenía daría para un día o dos, alimentando a los cinco. Su vecino, emocionado, le pidió que se quedara con ellos; los niños se sentirían mejor. Accedió. Volvió a su departamento, donde se arregló. Se puso una pijama, aun sabiendo que nadie lo notaría. Cerró su puerta con llave para prevenir una improbable invasión. Fue reconfortante oír cómo saludaron los niños su llegada:

–¡Tío Wladas ya está aquí, mamá!

Se sintió conmovido. En la oscuridad no era preciso disimularlo. La memoria visual es débil. Wladas recordaba sólo vagamente la fisonomía de sus nuevos amigos, a los que antes apenas prestaba atención en sus idas y venidas. Fue instalado en un gran sofá a un lado del salón. Hablaron, acostados, dejando que las palabras señalaran su presencia y su compañía. Terminaron durmiéndose, aferrados a las almohadas, como náufragos agarrados a una tabla que oyeran gritos de socorro sin poder acudir a ellos. Se durmieron, o tal vez se quedaron quietos, fingiendo, para no molestar a los demás. ¿Qué haría el mundo, inmerso en la oscuridad, para no perecer? Una ventana dejaba entrar las voces. En ocasiones era sólo un: “¡Ayuda, necesito comida!” Otras hacían descripciones completas, a gritos, mientras zigzagueaban por las calles llenas de detritus, hablando de su familia sin alimentos. Wladas procuraba no pensar. Apretaba la almohada contra su cabeza, repitiendo que no podía hacer nada.

Durmieron, empujados por el cansancio, soñando con un amanecer de cielo azul, con el sol inundando las habitaciones, los ojos alimentándose de todos los colores después de aquel ayuno. Fue diferente.

Wladas se sentó en el sofá y su vecino susurró:

–Señor Wladas, ¿está usted despierto?

Había dejado un cuchillo sobre la silla para descubrir las horas. Tenía práctica; levantó en seguida la tapa de cristal: las ocho, más o menos. Los otros se agitaron, y se inició el complicado aseo, hecho con un caldero de agua traído por Wladas, que inició con cuidado la preparación de los vasos de leche y la separación de las galletas en raciones iguales. La procesión en fila india, todos dándose las manos, se dirigió de nuevo a la cocina, donde tomaron el frugal refrigerio. Los niños golpeaban contra los muebles, se perdían en el pequeño salón, su madre los regañaba ansiosa. Cuando se sentaron en las sillas no sabían qué hacer. Los vasos usados se quedaron sucios para no desperdiciar agua.

Volvieron sobre las causas del fenómeno, inventando razones e hipótesis que trascendían la ciencia. Por el momento soportaban las dificultades con la esperanza de volver pronto a la normalidad, quizás en las próximas horas. Wladas apuntó imprudentemente que la situación podía prolongarse para siempre. La mujer se echó a llorar, y fue difícil calmarla. Los niños hacían preguntas imposibles de responder. Wladas palpaba las manecillas del reloj, sin saber qué hacer. Sintió ansias de hacer algo, se levantó, iba a salir para investigar. Ellos protestaron; sería peligroso e inútil. Se apoyaban en él, tenían miedo de quedarse solos y perderlo. Tuvo que garantizarles que no se alejaría más de veinte metros del edificio, sólo hasta la esquina, no cruzaría la calle. Apretaron fuertemente su mano antes de salir.

Cuando llegó a la escalera, bajó más aprisa. Sus pies tocaban obstáculos difíciles de identificar.

Cruzó la puerta principal del edificio, pegado a la pared, escuchando. Soplaba un viento frío, arrastrando papeles con un ruido fofo. Había ladridos muy lejos, que a veces se recrudecían, y voces, muchas e ininteligibles. Wladas recordó sus paseos en la hacienda del abuelo. Solo entre los árboles, había oído también el viento agitando las hojas y trayendo retazos de conversaciones de las casas del otro lado de la colina. Estaba inmóvil, tenso, a la expectativa. Caminó algunos metros. Sólo los oídos captaban el pulsar de la ciudad ahogada. Con ojos abiertos o cerrados, siempre era el mismo color, negro sin fin ni principio. Era terrible permanecer allí, quieto, a la espera de nada.

Los fantasmas de la infancia cercaron a Wladas y éste se dio la vuelta hacia su edificio casi corriendo, arañándose las manos contra las paredes, tropezando en los escalones, subiendo de prisa, mientras voces medrosas gritaban: “¿Quién está ahí, quién está ahí?” Él respondía, sin aliento, subiendo los peldaños de dos en dos, hasta llegar entre sus amigos que tropezaban entre sí para acudir a su encuentro, temerosos de que estuviera herido, deseando preguntarle qué había ocurrido. Se sentó y respiró, aliviado. Rio y confesó que había sentido miedo, que había subido corriendo. Allí fuera todo era igual que aquí. Permanecieron encerrados el resto del día, si podía emplearse esa palabra.

Las menores acciones se hacían difíciles sin luz, y eso servía para mantenerlos ocupados, lo cual era mejor que pensar. Hablaban mucho, y cuando se dedicaban a algo iban escribiendo lo que hacían. De tanto en tanto las palabras que los unían se interrumpían. Nadie podía saber nada, pero todos levantaban las cabezas al mismo tiempo, escrutando, respirando fuerte, aguardando un milagro que no surgía.

Racionada y repartida, la caja de bombones se acabó. Aún quedaban galletas y leche en polvo, pero si la luz no volvía pronto era difícil prever las consecuencias. Pasaban las horas. Acostados de nuevo, con los ojos cerrados, luchando por dormir, aguardaban una mañana de rendijas luminosas en la ventana. Pero despertaron como antes, los ojos inútiles, las llamas apagadas, los fuegos fríos y la comida terminándose. Wladas repartió las últimas raciones de galletas y leche. Permanecían parados frente a la ventana, esperando una luz. La negra pared parecía aplastarse contra sus cabezas, impenetrable. Se sentían inquietos. Tenían aún una buena cantidad de agua, pero se les había acabado la comida. El edificio tenía diez pisos. Wladas murmuró que debía subir hasta el último para mirar a lo lejos.

Salió y comenzó a subir. De los departamentos surgían preguntas: “¿Quién está ahí?, ¿quién está subiendo?” Wladas se identificaba, aunque pocos inquilinos lo conocían. Preguntaban qué quería y en el sexto piso una voz le aseguró:

–Puede usted subir tan arriba como quiera, pero pierde el tiempo; estuve allí hace poco, con dos compañeros. No se ve nada por ninguna parte.

Wladas se atrevió:

–Mi comida se terminó y tengo a una pareja y dos niños conmigo. ¿Podrían ayudarme en algo?

La voz respondió:

–Nuestra reserva durará exactamente hasta mañana. No podemos hacer nada…

Pensó durante unos segundos y decidió volver a bajar. ¿Les diría la verdad a sus amigos?

Cuando lo recibieron con preguntas ansiosas, mintió:

–No he llegado hasta allí. He encontrado a alguien que había ido hacía poco. Dice que se ve algo, muy a lo lejos, no supo explicarlo.

La pareja y los niños se sintieron henchidos de esperanzas, mientras él sugería la única idea viable.

Saldría nuevamente, armado con una palanqueta, y forzaría la tienda de comestibles que estaba a unos cien metros, más o menos. Conocía el trayecto, no se perdería. Sacó la caja de herramientas de encima del armario, separó una palanqueta, un martillo y unos alicates. Su vecino insistió en ir también. Wladas no dijo nada, pero la desesperación de la mujer y de los niños ante la idea de quedarse solos lo hizo desistir finalmente. Se puso las herramientas en el bolsillo, envueltas con una bolsa vacía, y se colocó la palanqueta en el cinturón, para tener las manos libres. Les pidió que no se preocuparan si tardaba en volver.

Salía de su refugio para robar comida. No sabía lo que iba a encontrar allá afuera. La oscuridad había derribado las jerarquías. El dinero ya no valía para nada, como tampoco los documentos de identidad. No existía policía, gobierno ni leyes aplicables. Uno tenía que confiar en voces, surgidas de fisonomías ocultas, cuyas manos podían dar o agredir. Wladas caminaba pegado a las paredes, su cerebro reconstruyendo los detalles de aquel trecho. Sus manos revisaban cada hueco. De repente, los recuerdos se mezclaban, el suelo parecía girar bajo sus pies, y se detenía, apoyado de espaldas contra la pared, la mano derecha inmóvil, señalando la dirección a seguir. Se aproximaba lentamente al objetivo. Aunque justificable, la idea del robo lo hacía temblar, como si alguien tuviera medios para sorprenderlo. Los dedos, palmo a palmo, seguían el trayecto hasta que tocaron las ondulaciones de una puerta de hierro. No podía fallar.

Era la única tienda de comida de aquella zona. Wladas se detuvo y escuchó. Había sonidos distantes, como los de una sala de hospital a través de sus puertas cerradas. Se inclinó, buscando el candado. Sus manos no hallaron resistencia. La puerta estaba sólo medio cerrada, no tendría que forzarla. Se inclinó y entró sin ruido. Las estanterías de la derecha contenían las latas y los dulces.

Tropezó con el mostrador. Lanzó una exclamación y se inmovilizó, los músculos tensos, a la espera.

Nadie habló ni hizo ruido. Saltó por encima del mostrador y fue avanzando a tientas, tocó un estante, fue deslizándose por la estantería. No había nada, debían de haberlo vendido todo antes de que la oscuridad se hiciera total. Levantó el brazo, buscando con más rapidez. Nada, ni un objeto. Empezó a rebuscar, sin importarle el ruido, los dedos resecos por el polvo acumulado. Se agachó sin precauciones, el cuerpo inclinado al frente, las manos agitándose en todas direcciones, rebuscando en las esquinas, golpeándose contra las paredes, con imprudencia, como si se estuviera disputando con otro latas y artículos que no existían. Volvió varias veces al mismo lugar donde empezara la búsqueda.

No había nada, en ningún rincón. Se detuvo, sintiendo deseos de volver a empezar y sabiendo que no adelantaría nada. Había sido un ingenuo pensando que encontraría comida. Para los que no tenían reservas era evidente que las tiendas de comida eran la única salida posible.

Wladas se sentó en una caja vacía y dejó que las lágrimas asomaran a sus ojos. Había sido un idiota esperando tanto. El saqueo ya se había efectuado, quizás el día anterior, cuando oyera gritos y ruido.

¿Cómo se las arreglaría para comer y alimentar a sus amigos? Se sintió desamparado y ridículo, recordando su calma inicial, con la bañera llena de agua, la leche en polvo… Y en tan poco tiempo verse reducido a nada, sin planes ni destino… ¿Hacer qué? ¿Regresar como un fracasado, comenzar de nuevo en busca de otras tiendas más distantes, cuya localización no conseguiría precisar? ¿Y si no encontraba nada? Salió a la calle, los brazos doloridos por el esfuerzo, presa de una desesperación que sabía peligrosa. Estaba solo en un mundo limitado a lo que alcanzaban sus brazos. Temió seguir adelante, enfrentarse a algún asaltante enloquecido por la oscuridad.

Regresó a casa a largas zancadas, en busca de sus amigos invisibles. Se detuvo de pronto, buscando una señal conocida con las manos. Paso a paso avanzó algunos metros, descubriendo puertas y paredes hasta una esquina desconocida. Tenía que regresar a la tienda para comenzar de nuevo el trayecto.

Rehízo con cuidado el camino recorrido, los dedos arañados por la oscuridad, buscando la puerta ondulada que no aparecía. Anduvo en todas direcciones. Estaba perdido. Imposible tener la menor noción de dónde se hallaba, ni de lo que tenía que hacer para descubrir el camino a casa. Se sentó en el bordillo, con las sienes latiéndole. Se alzó como alguien que se ahoga y gritó:

–¡Por favor, estoy perdido, quiero saber el nombre de esta calle!

Repitió su grito una y otra vez, cada vez más alto, sin que nadie le respondiera. Cuanto más silencio había a su alrededor, más imploraba, pidiendo por caridad que lo ayudaran. ¿Por qué deberían hacerlo? Él mismo había oído en su ventana los gritos de socorro de los extraviados, cuyas voces desesperadas hacían temer la locura de un asalto. Wladas echó a correr sin dirección precisa, gritando socorro, explicando que cuatro personas dependían de él. Ya no tocaba las paredes, andaba de prisa, de un lado para otro, como un borracho, implorando información y comida. No sabía cuánto se había apartado de su calle; tenía esperanzas de hallarla:

–Soy Wladas, vivo en el número 215, por favor, ayúdenme.

Había ruidos en la oscuridad, era imposible que no lo oyeran. Lloraba y pedía sin la menor vergüenza, sintiéndose reducido por el manto negro al estado de un niño indefenso. ¿Cuánto tiempo pasó? No lo sabía; su reloj funcionaba, pero no halló ninguna hoja fina para abrir la tapa de cristal, ni le importaban las horas. La oscuridad lo asfixiaba, entrando por los poros, modificando los pensamientos. Wladas dejó de implorar. Insultaba a sus semejantes a gritos, llamándolos malditos, preguntando por qué no respondían. Su desvalimiento se convirtió en odio y empuñó la pesada palanqueta, dispuesto a conseguir comida por la violencia. Se cruzó con otros como él, pidiendo comida. Wladas avanzaba blandiendo su palanqueta, hasta que tropezó con alguien lo sujetó con fuerza. El hombre gritó y Wladas, sin soltarlo, le exigió que le dijera dónde estaban y cómo conseguiría comida. El otro parecía viejo; se derrumbó entre sollozos de miedo. Wladas aflojó la presión, lo dejo ir. ¿De qué le serviría andar armado con una palanqueta, agresor potencial de aquellos que sufrían su misma desgracia? Volvió a meterse su arma en el cinturón. Se sentía falto de apoyo. Se sentó para no desfallecer, hundiendo la cabeza entre los hombros. En cualquier posición, la negrura total hacía que el equilibrio fuera una entelequia. Se sintió un poco mejor, pero su cuerpo estaba roto por el agotamiento y el hambre. Consiguió levantarse y siguió andando en silencio. Las tinieblas habían engullido su sentido práctico, y avanzaba en medio de la permanente noche en busca de auxilio.

Perder así la vida era indignante. Wladas volvió a clamar en voz muy alta, pidiendo socorro, explicando su situación, discutiendo con oídos invisibles que lo debían estar escuchando detrás de las puertas y de las ventanas, sin valor o fuerza para responder. Giraba las esquinas a la izquierda, para no alejarse demasiado, y posiblemente estaba dando vueltas a la misma manzana, pasando frente a su casa y alejándose de nuevo sin darse cuenta. Exhausto, con hambre y sed, hablaba consigo mismo, pidiendo socorro muy alto de vez en cuando. Se sentó de nuevo en el bordillo para escuchar los menores ruidos. El viento hacía resonar las ventanas abiertas en los departamentos abandonados.

Desde varias direcciones le llegaban ruidos distintos, sonidos huecos, rasposos o agudos, de animales u hombres, tal vez presos o hambrientos. Se llevó una mano al oído, formando bocina. Se acercaba un leve batir rítmico de pasos. Gritó pidiendo ayuda y escuchó. Una voz de hombre le respondió en la distancia:

–Espere, iré a ayudarlo.

Wladas se lo agradeció, diciendo que no tuviera miedo; sólo necesitaba un poco de comida y alguien que lo ayudara a volver a casa. Todavía hablaba cuando notó que un brazo tocaba su hombro.

Se alzó e imploró que no lo dejara abandonado. El hombre cargaba un pesado saco y jadeaba de cansancio. Pidió que lo ayudara sujetando una de las puntas; él iría delante. Wladas disimulaba los sollozos, los brazos doliéndole bajo el peso, hablando sin parar de lo que le había ocurrido, desde el principio. El hombre le respondía con monosílabos y seguía andando, con relativa rapidez. Wladas se calmó, sintiendo algo inexplicable. Casi no podía seguirle el paso, y el hombre giraba las esquinas con toda seguridad. Una duda pasó por su mente. Quién sabe si su compañero veía, si la luz volvía para los demás. Le preguntó:

–Anda usted con mucha seguridad. ¿Acaso… ve algo?

El hombre tardó un poco en contestar:

–No, no veo absolutamente nada. Soy completamente ciego.

Wladas tartamudeó:

–¿Antes… de esto, también?

–Sí –respondió el otro–. Soy ciego de nacimiento. Ahora nos dirigimos al Instituto de Ciegos, donde vivo.

Wladas sintió una paradójica emoción. Aquel hombre conocía los caminos, su voz era natural, no tenía el tono ansioso que ya se había acostumbrado a oír. Ahora la oscuridad de ambos era la misma.

Sólo que el ciego, que se llamaba Vasco, había vivido siempre en ella, era su mundo, hecho de ruidos, olores y el rozar de los dedos en las cosas sólidas. Había salido a buscar un saco de comida y necesitaba la ayuda de Wladas para acarrearlo.

El ciego le contó que auxiliaban a personas perdidas y que habían recogido ya algunas, pero que la provisión de alimentos era escasa. No podían albergar a nadie más. La oscuridad seguía, sin ninguna señal de que fuera a terminar. En poco tiempo miles de personas morirían de inanición, y nada podría hacerse.

Llegaron finalmente al Instituto de Ciegos. Wladas se dejó llevar por las distintas habitaciones hasta un lugar donde le dieron una silla. Se sentía como un niño al que los adultos salvan de un peligro y le dan confort y seguridad. Bebió un vaso de leche y comió algunas tostadas que pusieron en sus manos. Sin embargo, no podía apartar de sus recuerdos la imagen de sus amigos sobresaltándose a cada rumor, pasando hambre, esperando su regreso. Pidió hablar con Vasco, su salvador, e insistió una y otra vez en que no podía dejar a sus vecinos presos en el departamento. Ellos argumentaron que el edificio era grande, y todos los demás moradores merecían también ayuda, cosa impracticable.

Wladas no podía dejar de pensar en los niños. Pidió que le mostraran el camino, iría solo. Se levantó para salir, tropezó con algo, cayó. Vasco, aunque los otros dudasen, recordó que había una bañera llena de agua; era una reserva que luego se haría necesaria. Trajeron dos grandes recipientes de plástico y Vasco condujo a Wladas a la calle. Se ataron una cuerda a la cintura, uniéndolos. Así podían andar uno detrás de otro, con menos peligro ante los obstáculos. Vasco dijo que estaban a cinco manzanas. Había nacido en aquel barrio y lo conocía perfectamente.

Amarrado a su guía, sentía ahora el miedo de aquellos que vislumbran una salvación, aunque dudosa y frágil. Andaba lo más aprisa posible. Vasco escogía los mejores lugares, diciendo el nombre de las calles, cambiando de itinerario cuando oían rumores sospechosos o gritos enfurecidos. Vasco se detuvo y dijo en voz baja:

–Debe ser por aquí.

Wladas avanzó unos pasos, reconoció el pomo de su puerta. Vasco le susurró que se quitara los zapatos; irían sin hacer ruido. Entraron, Wladas delante, subiendo la escalera de dos en dos.

Apartaban las cosas de su camino y captaban voces ininteligibles a través de las puertas.

Llegados al tercer piso se encaminaron al departamento del vecino. Llamaron suavemente, luego más fuerte, nadie respondió. Imaginaron que estaban en el otro, pues Wladas les había dejado la llave para que usaran el agua. Fueron allí. Oyeron ruido, y una voz preguntó:

–¿Quién está ahí?

–Soy yo, Wladas, déjenme entrar.

Se oyó una exclamación como quien no puede creer lo que oye y la puerta se abrió, y unos brazos lo recibieron.

–Soy yo. ¿Cómo están? Encontré a un amigo que me salvó y sabe el camino.

No dijo que era ciego; parecía que la palabra se identificaba con la desgracia de todos. Rodeado por la mujer y los niños, distintos ahora, con las voces débiles, el vecino les contó sus padecimientos, alimentándose sólo de agua, con las esperanzas puestas en la llegada del amigo. Éste les explicó la situación en el Instituto de Ciegos, y que tenían que ir allí.

Llenaron los dos recipientes con el agua de la bañera, y Vasco los amarró con una tira de tela al costado de ambos. Ayudó a identificar algunos utensilios útiles para llevarse. Se quitaron los zapatos y, en fila, sujetándose por las manos, se dirigieron a la escalera. Iban de prisa; era inevitable que fueran detectados. En la planta baja, cerca de la puerta, una voz indagó:

–¿Quiénes son, qué es lo que llevan?

Nadie respondió. Vasco fue empujándolos a todos hacia la puerta. La voz se movió en dirección a ellos, pero ya estaban en la calle, emprendiendo el camino. El hombre gritó preguntando si tenían agua o comida. La fila se distanciaba. Difícilmente serían perseguidos.

Siguieron descalzos, para no perder tiempo, aunque los pies sensibles se quejaban de las irregularidades del camino. El regreso les llevó más tiempo debido a los niños y a las paradas, cuando oían ruidos cercanos. Llegaron cansados al Instituto, con el alivio provisional de los soldados que consiguen un permiso después de una batalla.

Vasco les sirvió leche con avena y fue a discutir con los compañeros lo que harían para sobrevivir si la oscuridad continuaba. Otro ciego les arregló un lugar donde podían dormir, lo cual no fue difícil pues no lo hacían desde hacía mucho. Horas después Vasco acudió a despertarlos, diciendo que eran las tres de la madrugada y que se había decidido abandonar el Instituto para refugiarse en la Granja Modelo, que la institución poseía a algunos kilómetros en las afueras de la ciudad. Era necesario, pues las provisiones no durarían mucho y no había medio de renovarlas sin peligro. Aunque era un camino muy largo, habían planeado seguir los rieles del ferrocarril, que cruzaban algunas calles a pocas manzanas del Instituto. Por aquella parte las dificultades serían más improbables. Las últimas instrucciones serían dadas en el salón principal, a donde fueron conducidos Wladas y sus amigos.

Debía ser un local amplio, pues los rumores de las voces resonaban casi con ecos. Vasco, que debía ser más viejo o tenía alguna ascendencia sobre los demás, dijo que era indispensable un gran sentido práctico para todos aquellos que quisieran sobrevivir. Se dirigió en primer lugar a los compañeros ciegos, afirmando que la oscuridad que afligía a los demás no constituía una novedad para ellos. Lo difícil era la imposibilidad de producir calor con cualquier tipo de combustión. Eso impedía la ingestión de la mayor parte de los alimentos comunes. Tenían recogidas a once personas en el Instituto. Con los doce ciegos que vivían allí, sumaban veintitrés. La comida susceptible de ser ingerida daría para alimentarlos seis o siete días. Sería arriesgado esperar a que todo se normalizara dentro de ese plazo, sin hablar del riesgo de ser asaltados o robados por los hambrientos marginales. En la Granja Modelo solía haber diez personas. Poseían varias plantaciones, y mantenían un stock para vender y agua potable en cantidad, lo que podría, con economía y racionamiento, garantizar la vida de todos durante un tiempo más dilatado. Aunque el propio Vasco reconoció que las posibilidades de mantener sus organismos en razonable estado durante más de treinta o cuarenta días eran dudosas. De todos modos, era necesaria la unión de todos y la obediencia a las decisiones.

Acordaron que saldrían del Instituto en silencio, sin responder a ninguna llamada, fuera cual fuese.

Los adultos deberían ayudar en el transporte de las latas de avena, miel y alimentos secos. Inmediatamente fue iniciado su embalaje y distribución. Algunos pidieron más informes, otros dieron sugerencias. Nadie se opuso a lo acordado. Los ciegos acabaron de distribuir los sacos, maletas y cajas llenos para el viaje. Wladas y los refugiados estaban en sus sitios, aguardando. Nada podían hacer sino estorbar. Los movimientos se veían acompañados por órdenes dadas en voz alta. Por mucho que se esforzaran, era perturbador recordar que los ciegos vivían en su misma oscuridad.

¿Cómo habituarse a aquello, a la sensación de vacío, a la dificultad de orientarse? Sólo vestirse ya era un problema; andar dos pasos sin chocar contra algo era una suerte. Vivían ahora en el mismo mundo invisible y peligroso. Wladas pensaba en cuántas veces se había cruzado con esos hombres de gafas oscuras, bastón blanco, la cabeza estática mirando siempre al frente. Lo cierto es que durante toda su vida les había dedicado un rápido pensamiento de piedad. Ah, si hubiese sabido entonces cómo iban a convertirse en mágicos protectores, capaces de salvar a otros seres, hechos de carne, músculos y pensamientos, y de ojos inútiles, iguales a los de ellos…

Como alpinistas, hicieron cuatro grupos, atados por una cuerda. Los ciegos conocían el trayecto. La parte más arriesgada sería recorrer las manzanas hasta la vía férrea. Se exigió un silencio absoluto; que sólo se hablara cuando fuera estrictamente necesario. Wladas fue asignado al último grupo y llevaba un pequeño bulto. Sintieron en el rostro la fría atmósfera del exterior cuando iniciaron su camino a ciegas. Atravesaron calles y doblaron esquinas, sintiéndose protegidos por la oscuridad, ya que confiaban en los guías. Cuando nuestra supervivencia se ve amenazada, nos invade una dura coraza de egoísmo. Los gritos anónimos que oían en las tinieblas se transformaban en obstáculos que había que evitar. La columna, cargada de pertrechos, se desviaba de aquellos que imploraban un pedazo de pan para sobrevivir. El viento traía gritos, y la fila de náufragos se deslizaba en la más extraña de las fugas, con sus timoneles ciegos. Cuando sintieron bajo sus zapatos el acero sin fin de los rieles, la tensión se alivió. Había aún un cruce con otra carretera, luego todo lo demás eran pasos elevados y sería improbable encontrar obstáculos serios. El avance se hizo penoso, tenían que calcular los pasos para no tropezar con los durmientes. Pasó el tiempo, a Wladas le parecieron muchas horas, aunque sabía que aquellas impresiones eran engañosas. De pronto se detuvieron. Vasco fue de grupo en grupo explicando que había un tren o vagones al frente. Fue solo a investigar. Se sentaron para un descanso no muy aprovechado, ya que oían un ruido como de algo arrastrado o arañado. Vasco se demoraba. Un murmullo pasado de boca en boca les hizo ponerse de nuevo en camino. Tenían que rodear los vagones. El rumor venía de uno de ellos. Pasaron por su lado con el corazón latiendo fuertemente, los oídos casi tocando las paredes de madera. Un hombre o un animal, echado, muriéndose… Todo quedaba atrás, los pies agotados agitándose en un avance sin fin. Wladas recordó la gran marcha cuando prestó su servicio militar. El sol quemándolo, el equipo tirando de sus huesos doloridos, la sensación de fatiga sin remedio… Cómo la envidiaba ahora, en ese túnel de pesadilla, andando como un condenado con su capucha de muerte. La oscuridad hacía bajar toda su vida hacia sus zapatos, que lo transportaban por entre las piedras aguzadas entre los límites paralelos de los rieles.

Wladas se sorprendió cuando la cuerda amarrada a su cintura lo empujó hacia un camino de tierra.

Sin saber cómo, percibió que estaban en el campo. ¿De qué modo descubrían los ciegos el lugar exacto? Tal vez por el olfato, por el perfume de los árboles como un limón maduro. Aspiró el aire.

Conocía aquel olor, era el de eucaliptos. Podía imaginarlos en hileras cerradas, a cada lado del camino que recorrían. Tal vez no fuera una carretera, apenas un simple camino, ¿cómo saberlo? La fila se detuvo; habían llegado. Era difícil acostumbrarse a las transiciones bruscas que traía consigo la ausencia de visión. No sabían el tamaño de la propiedad, ni si era segura, nada. Les permitieron hablar e hicieron preguntas rápidas, simultáneas, no siempre respondidas. Había en la casa ocho ciegos y unos pocos empleados. Vasco dijo que descansaran, pero ya estaban sentados o echados en el suelo. Wladas se situó cerca de su vecino de departamento. Algunos dormían en el duro piso, los niños en el cuello de sus padres. Del fondo llegaban sollozos ahogados como si provinieran de otra habitación, y alguien hablando abajo. Provisionalmente habían terminado la lucha urgente para no morir de hambre. Los ciegos trajeron una sopa fría, donde parecía haber miel o avena. Vasco dirigía la difícil maniobra para que nadie chocara con nadie. Estaban a cubierto y tenían comida. ¿Y los demás que habían quedado en la ciudad, los enfermos en los hospitales, los niños pequeños…? Nadie podía ni quería saber. Las mayores desgracias colectivas impresionan menos que las más pequeñas que nos afectan directamente. Los refugiados no tenían que “cerrar los ojos” a las escenas de desamparo e inanición dejadas atrás, en las calles y las casas. Estaban encerrados dentro de sí mismos, con las suposiciones y pensamientos girando en una engañosa sucesión.

Mientras Wladas había circulado por su barrio y departamento había sido capaz de recordar la forma de los edificios, muebles y objetos. En su nuevo ambiente, sus dedos inexpertos tocando aquí y allá no le daban ninguna base para una idea de conjunto. Él, Vasco y otros estaban reunidos en un círculo para establecer una norma de vida a seguir. Era evidente que en poco tiempo podían igualar la experiencia de los ciegos. En los huertos había zanahorias, jitomates, verduras, etc. En los árboles frutales, algunos frutos a punto de comer. Habría que establecer raciones iguales, un poco más grandes para los niños. Se especulaba que las verduras, con tantos días sin la luz del sol, no iban a prosperar. El encargado del pequeño corral informó que desde el primer día sin luz había seguido alimentando a las gallinas, pero que desde entonces no habían puesto ni un huevo. Las cabras estaban sueltas y no sabía si habían sobrevivido o no.

Cada refugiado debería ayudar en los trabajos generales. Aunque su cooperación valdría menos que los problemas de conducirlos y enseñarlos.

Con la tensión del peligro inmediato relajada, Wladas empezaba a sentir las reacciones que provocaba la oscuridad. Sus palabras ya no seguían un camino directo a los ojos del interlocutor, no había nada que reforzara sus argumentaciones, un leve fruncir del ceño, una señal aprobadora con la cabeza… Hablar sin ver a nadie implicaba siempre la duda de si se era escuchado o no. Con los músculos del rostro inertes, comprendía ahora la falta de expresión que exhiben siempre los ciegos.

Los diálogos perdían naturalidad, y cuando no se obtenía una respuesta inmediata parecía como si nadie escuchara.

También cuidaron de los problemas del alojamiento, que sería colectivo, en un barracón con camastros de paja recubiertos con tela impermeable. Fue regulado el uso de las pocas instalaciones sanitarias. Vasco informó que eran las diez de la noche y que debían dormir. Cada ciego quedó encargado de instruir a un pequeño grupo, al que llamaba por sus nombres y conducía en fila. Chocar contra obstáculos era algo muy común. Alguien hizo un chiste sobre ello y hubo una inesperada risa general, como si la desterrada alegría hubiera vuelto, por unos segundos, para iluminar los pensamientos ocultos en las tinieblas.

Wladas durmió con un sueño pesado, poblado de pesadillas sin continuidad, llenas de luces fuertes y una angustia que lo envolvía. Se despertó bruscamente y durante un momento esperó a que alguien encendiera una luz. Aceptaba la realidad de la ceguera como algo fantástico y transitorio. Imaginaba que, en otros países, era probable que la situación fuese distinta. Laboratorios y hombres de ciencia estarían investigando en busca de la salvación para todos. Hasta que un ciego viniera a buscarlo debía permanecer en el mismo lugar. No quería despertar a nadie. Susurró el nombre de Vasco y esperó. No sabía cómo, pero él sabía enseñarle aquel mundo vacío donde las cosas se materializaban debajo de los pies o pegadas a sus dedos. Era cierto que esos contactos perduraban en su memoria, y recordaba el agujero en el suelo del día anterior, y sus manos reconocían una forma tocada antes. Pero cuando manos y pies tanteaban un nuevo camino, sólo los sonidos orientaban, y a menudo había que llamar pidiendo auxilio, aguardar a la experiencia de aquellos que eran hijos definitivos de la oscuridad.

Estaban en el sexto día sin luz. La temperatura descendió, pero era normal en esa época del año.

De modo que el sol debía de alcanzar, de alguna manera, la atmósfera. El fenómeno no debía de ser de orden cósmico. Alguien citó las profecías de la Biblia, el fin de los tiempos. Otro sugirió una misteriosa invasión de otro planeta. Hablando en voz alta, en la oscuridad. Wladas intentaba poner equilibrio en las suposiciones, filtrándolas en relación con lo que la ciencia podía elucidar Al parecer no se trataba ni de invasión de otros planetas ni del fin del mundo. La Tierra, en su trayectoria por el espacio, debía haber penetrado en una sustancia de algún tipo que afectaba al sistema nervioso central al mismo tiempo que impedía la combustión. Eran explicaciones cerebrales tan descabelladas e improbables como las metafísicas y trascendentales. Vasco decía que, sin ni siquiera consultar el reloj, percibía una sutil diferencia entre las horas del día y de la noche. Wladas afirmaba que era el hábito, el organismo acostumbrado a los sucesivos periodos de descanso/trabajo. De tanto en tanto alguien trepaba por una escalera situada junto a la puerta, en el lado de fuera, y miraba en las cuatro direcciones. A veces alguien gritaba entusiasmado, anunciando haber percibido vagas claridades.

Había un tumulto de alegría, todo el mundo avanzaba con los brazos extendidos hacia la puerta, algunos en dirección opuesta, golpeando contra las paredes y preguntando: “¿Dónde están? ¿Qué ocurre, vieron algo, qué fue?” De tanto repetirse, la alegría cuando alguien “vislumbraba” alguna cosa fue desgastándose. Tras exámenes y discusiones, la oscuridad seguía siendo total. La vida se desarrollaba en la granja con algunas contusiones y trastornos, resueltos por los ciegos. Wladas observó que sabía quiénes eran ciegos por el tono de voz. Lo cual no dejaba de ser extraño, puesto que nadie veía.

Los refugiados tenían una nota perceptible de amargura en lo que decían o pedían. Cuando intentaban frases alegres, la oscuridad eliminaba su sonrisa y la vivacidad de sus ojos. Cuando vemos, son esos detalles los que dan a la palabra su cualidad sutil, su especie de intraducible aureola que no existe en la oscuridad. Los ciegos tenían una inflexión de voz diferente. No se podía saber si era la propia oscuridad la que los había hecho cambiar. Era probable que sí. En Vasco percibía con mayor nitidez una actitud firme, la seguridad de quien actúa sabiendo lo que hace y que lo hace mejor que los otros y se siente bien así. Aquellos mismos hombres de bastón blanco y gafas oscuras que preguntaban humildemente cuál era el autobús que llegaba, o pedían que les ayudaran a cruzar la calle, o pasaban tanteando y despertando miradas compasivas de los transeúntes, eran ahora rápidos, eficientes, milagrosos con su habilidad manual. Respondían a las preguntas y llevaban a los refugiados del brazo, con la solicitud y la satisfacción de la caridad prestada que antes recibían. Eran pacientes y tolerantes con los yerros e incomprensiones de sus protegidos. La desgracia particular de ellos había recaído sobre todo el mundo. Algunos olvidaban a veces que aquellos hombres que contaban su vida de un mes atrás, en un mundo de luces y colores, se habían vuelto ahora tan inexpertos como niños en la negrura que los dominaba. Las manos eran insuficientes para los trabajos que la vida y la subsistencia del grupo exigían. Había poco tiempo de descanso, pero después de la última comida del día, los ciegos cantaban, acompañados por dos violines. Wladas notaba un entusiasmo natural e incluso una alegría que la situación no comportaba. Durante unos segundos, imaginó a los otros viendo y él ciego como estaba. ¿Cuánta piedad hipócrita y superficial y deprimentes limosnas habrían soportado con sus gafas oscuras y sus bastones blancos? Ahora se desquitaban; eran los guías que prestaban favores y alimentaban generosamente a los de ojos perfectos.

Cuando no se puede alterar una situación, hay que enfrentarse a ella o perecer. Wladas observó que los niños resistían mejor las circunstancias que los adultos. Los dos hijos de su vecino habían tenido miedo al principio, pero la continua proximidad de los compañeros les hizo salir en exploraciones difíciles de controlar. A su madre le hubiera gustado que permanecieran constantemente ligados a ella. Los dos desaparecían, aunque supuestamente no podían alejarse de los demás. Eran reprendidos e incluso llegó a pegarles, lo que provocó la intervención de voces conciliadoras.

Finalmente, y Wladas se sorprendió de ello, adoptaron incluso una rutina. Las idas a las instalaciones sanitarias, la higiene a la orilla del río, las importantes horas de las comidas, que se hacían cada vez más insípidas: verduras mustias, pepinos, jitomates, leche, avena, miel, no siempre identificables al paladar. Ninguna catástrofe, ningún acontecimiento humano podría ser más extraordinario y peligroso que aquél. ¿Qué causaba la oscuridad, y cuándo terminaría? ¿Cómo hablar rutinariamente si tal vez estaban ya dentro de las profecías, si aquello podía ser el fin del mundo, vaticinado desde épocas inmemoriales? Había que recalcar esta perspectiva siniestra y pese a todo cuidar de las banalidades esenciales, las ropas y los cuidados corporales, todo lo que nos mantiene vivos desde que nacemos. Muchos rezaban en voz alta, implorando un milagro. ¿Podía un acontecimiento general alterarse con peticiones aisladas? Wladas no los criticaba. Si el rezar proporcionaba un poco de esperanza y paz de espíritu, era también una parcela de salvación. Si bien la negrura que los envolvía traía aparejadas incomodidades y problemas, nada eran en comparación con los pensamientos que la impenetrable pared destilaba en sus cerebros.

Sin la vista para distraer la mente, era difícil soportar los momentos de ocio. La dedicación al trabajo se convertía en una exageración, porque en cuanto se controlaban los movimientos de los dedos, de lo que se iba en busca era de una normalidad cotidiana, una voluntad de conservar un modo de vida absurdo que no podía perdurar más tiempo. Esa alternativa del final, si el mundo regresaría a la normalidad o los hombres morirían de inanición, constituía un dilema más pesado que la oscuridad que los ahogaba. Wladas no encontraba mucho tiempo para conversar con Vasco. Cuando lo hacía, notaba que había en él una preocupación por el futuro, aunque menos angustiosa que la suya propia. Enfrentados ambos a una experiencia idéntica, se veían imposibilitados de situarse en el punto de vista del otro. Vasco había nacido sin visión y no sabía lo que era perderla. Wladas no podía adivinar el estado de ánimo de quien nunca había llegado a ver. Las habilidades más elementales que aprendía le mostraban la distancia que lo separaba de Vasco y de los demás, manipulando los objetos y construyéndolos cuando era necesario. La rutina se ajustaba a los hábitos y horarios, pero nunca a la expectativa del dudoso fin que la disminución de los alimentos indicaba. Ya estaban en el decimosexto día. Vasco llamó aparte a Wladas. Le dijo que incluso las reservas que habían economizado, de avena, leche en polvo y otros productos que podían consumirse en frío, se estaban terminando. El estado nervioso se agravaba; no sería prudente avisar a los demás. El día anterior uno de los refugiados, aún adolescente, había salido por la puerta al exterior, sin rumbo fijo, para ser recogido poco después, caído en una hoya. Se producían discusiones por tonterías, y se prolongaban sin motivo. La mayoría se hallaba en la frontera de un colapso nervioso que irrumpiría de un momento a otro.

En las primeras horas del decimoctavo día la gran sala fue despertada por gritos de alegría y animación. Uno de los refugiados, que no conseguía dormir, sintió un cambio en la atmósfera. Subió por la escalera exterior. A la altura del horizonte, había una pálida bola rojiza. Era el sol. Hubo carreras precipitadas, todos salieron al mismo tiempo, empujándose y atropellándose, y se le quedaron mirando, en una euforia contagiosa, aguardando a que aumentara la luz. Vasco iba de unos a otros preguntando si realmente veían, si no se trataba de un engaño como ocurriera tantas veces.

Alguien se acordó de encender un fósforo y tras algunas tentativas, apareció una llama, frágil y sin calor, pero visible a los ojos de quienes la contemplaban como un milagro extraordinario. La luz aumentaba de la misma forma en que desapareciera.

Fue un día perfecto, con esas alegrías inesperadas y totales que actúan como una bebida alcohólica. Los corazones parecían exaltados, llenos de buena voluntad. Los ojos nacían de nuevo como criaturas inocentes sin ninguna maldad. Comieron fuera, y Vasco decidió aumentar las raciones, puesto que los días normales volverían. El sol trazó su esperado camino por el cielo. A las cuatro de la tarde ya se distinguía la silueta de una persona a cuatro metros. Cuando el sol se ocultó la oscuridad se hizo de nuevo completa. Hicieron una hoguera en el patio, de llamas débiles y traslúcidas, que consumían poco la madera seca. Se apagaba frecuentemente, los refugiados volvían a encenderla con pedazos de papel y soplidos, conservando la pálida fuente de luz y calor, señal de vida futura. A medianoche fue difícil convencerlos de que debían irse a dormir, y lo hicieron sólo cuando Vasco insistió. Sólo los niños durmieron aquella noche. Los que aún tenían fósforos los encendían de tanto en tanto y reían para sí mismos, como si hubieran hallado la piedra filosofal de la felicidad.

A las cuatro y media de la mañana estaban en pie, allá afuera. Ninguna madrugada en toda la historia del mundo fue tan esperada como aquélla. No era sólo la belleza de los colores, la poesía del horizonte descubriéndose en nubes y montañas, árboles y mariposas. Al igual que en la Edad del Fuego el hombre conservaba su hoguera y la veneraba, la divinidad de la luz era esperada por los refugiados como el condenado a muerte recibe al oficial que le trae la conmutación de la pena. El sol lucía más fuerte, los ojos desacostumbrados se entrecerraban, los ciegos extendían las palmas de sus manos hacia los rayos, daban vueltas para sentirlos en todo su cuerpo. Wladas nunca fue capaz de describir aquellos momentos. ¿Qué son las palabras para simbolizar una vida que se recupera…? Aparecieron fisonomías desconocidas, pertenecientes a voces conocidas, y se rieron y abrazaron. Las envolturas humanas que guardaban solidaridad y amor se fundieron en aquella madrugada, sin las limitaciones que la propia luz traería después. Los ciegos fueron besados y abrazados, llevados en triunfo.

Lloraban, lo cual hacía que los ojos desacostumbrados a la luz se pusieran aún más rojos. Hacia el mediodía las llamas eran normales, y comieron por primera vez desde hacía tres semanas una comida cocida y caliente. Nadie trabajó prácticamente el resto del día, ahítos de luz, absorbiendo las perspectivas, andando por las mismas estancias por las que se habían arrastrado en la oscuridad y que ahora les parecían diferentes y extrañas.

¿Y la ciudad? ¿Cómo estarían allí? Los que tenían parientes borraron sus sonrisas. ¿Cuántos habrían muerto o pasarían necesidad? Wladas sugirió que al día siguiente iría a examinar la situación. Otros se ofrecieron a acompañarlo. Se decidió que irían tres.

Wladas pasó mala noche. El impacto de todos aquellos días hacía ahora su efecto. Sus manos temblaban: tenía miedo, no sabía de qué. Volver a la ciudad, recomenzar la vida… El trabajo, los amigos, las mujeres… Los valores que antes eran importantes para él se habían visto trastocados y sepultados por las tinieblas. Era un hombre distinto el que se agitaba ahora en el lecho improvisado, sin poder dormir. Por la puerta entreabierta penetraba un danzante cuadrilátero de luz, procedente de una lamparilla encendida, aviso de que todo estaba bien. Siempre había llevado una existencia tranquila. Haber rozado las fronteras de la muerte, sin visión, había desgastado hasta el límite su resistencia. ¿Qué somos, qué valemos, adónde vamos? La memoria le traía rápidos fragmentos: el ladrido de un perro, un hombre gimiendo en el suelo, su mano blandiendo la palanqueta, Vasco conduciéndolo por las calles, el jefe conversando en la ventanilla… Se mezclaron episodios de su infancia. El sueño lo venció poco a poco, pero no dejó de agitarse, luchando contra las pesadillas.

Partieron con el sol naciente, por el camino que conducía a la vía férrea. Uno de ellos era de mediana edad, casado, sin hijos. Su mujer se había quedado en la granja. El otro tendría la edad de Wladas. Sus hermanos y hermanas vivían al otro lado de la ciudad. Había sido salvado por un ciego y no pudo volver a su casa. Caminaron al principio hablando, pero la voluntad de llegar aprisa hacía que apretaran el paso, y el cansancio los alcanzó pronto debido a la insuficiente alimentación de aquellas semanas. Las primeras casas que rodeaban la línea férrea tenían una apariencia normal. Tras una curva surgió la ciudad. Pasados los primeros puentes la vía atravesaba varias calles. Wladas y sus compañeros entraron por una de ellas. Las dos primeras manzanas parecían pacíficas, con gente circulando, más lentamente que antes tal vez. En la siguiente esquina había un grupo de personas llevando a un muerto hacia un camión, tapado con una burda tela. Los acompañantes lloraban. Pasó un vehículo verde del ejército. Difundía por un altavoz un comunicado del gobierno.

Había sido decretada la ley marcial. Serían fusilados los que invadieran la propiedad ajena. El gobierno requisaba todos los depósitos de alimentos y los distribuiría según las necesidades. Cualquier vehículo sería requisado si era necesario. Se recomendaba que se comunicaran inmediatamente a la policía todos los lugares de donde surgiera mal olor, para investigar la existencia de cadáveres. Los muertos serían enterrados en fosas comunes…

Wladas no quiso llegar hasta su casa. Recordaba las voces llamando a través de las puertas entreabiertas, y él huyendo, descalzo, abandonándolos a su suerte. Tendría que telefonear si notaba mal olor… Ya había visto suficiente, no quería permanecer más allí. Su joven compañero conversaba con un oficial, y decidió acudir inmediatamente en busca de su familia. Se despidieron emocionados, sin pensar siquiera en dejarse sus domicilios. El otro refugiado quiso volver con Wladas a la granja.

Pero éste no podía hacerlo sin auxiliar antes a su hermana. Preguntó si los teléfonos funcionaban y supo que sí, algunos circuitos automáticos. Consiguió comunicarse a casa de su cuñado. Tras aguardar un tiempo, respondieron. Estaban muy enflaquecidos, pero vivos. En el edificio había habido cuatro muertes. Wladas les contó rápidamente cómo se había salvado, y preguntó si lo necesitaban. No era necesario, había comida, estaban mejor que otros.

Todo el mundo conversaba con desconocidos, contándose sus historias. Los niños y los enfermos eran quienes más habían sufrido. Se habían producido casos de muertes en circunstancias aterradoras.

Los servicios públicos se reorganizaban, con la ayuda del ejército, para socorrer a los desamparados, enterrar a los muertos y recomenzarlo todo. Wladas y su compañero no quisieron saber nada más.

Habían caminado algunas manzanas y comido lo poco que trajeron. Se sentían agotados, con un terrible cansancio de la razón, viendo y oyendo cosas extrañas, donde lo absurdo no era una hipótesis, sino que había ocurrido, a despecho de la lógica y de las leyes científicas.

Regresaron por los rieles aún vacíos, los dos, caminando lentamente, bajo un agradable cielo nuboso. Los verdes árboles se estremecían con la brisa, algunos pájaros volaban por entre los brotes.

¿Cómo habían podido sobrevivir a la oscuridad? Wladas pensaba en todo esto mientras sus doloridas piernas lo conducían hacia adelante. Sus certidumbres científicas ya no valían nada. En aquel mismo instante hombres enflaquecidos hacían funcionar computadoras electrónicas, los microscopios escrutaban sus portaobjetos, los religiosos explicaban en sus templos la voluntad de Dios, los políticos redactaban decretos, las madres lloraban a los muertos que quedaron en la oscuridad…

Dos seres fatigados caminaban por entre los rieles. Traían noticias, tal vez mejores de lo que esperaban. El hombre había resistido. Royendo alimentos impropios, tomando cualquier líquido, habían pasado tres semanas en el mundo de los ciegos. Wladas y su compañero volvían tristes y enflaquecidos, pero con el ardor de la secreta alegría de estar vivos. Por encima de las especulaciones racionales permanecía el misterio de la sangre corriendo, el placer de amar, realizar cosas, agitar los músculos y sonreír. Vistos a distancia, los dos hombres eran mucho más pequeños que los rieles paralelos que los delimitaban. Sus pensamientos saltaban por encima de las fronteras y del tiempo.

Sus cuerpos volvían a lo cotidiano, sujetos a las fuerzas y a los descontroles, desde el principio de las eras.

Había planetas, sistemas solares y galaxias. Eran apenas dos hombres, cercados por rieles impasibles, volviendo a casa con sus problemas.