Luisa Axpe
Había en aquella casa un ventanal de marcos blancos dividido en pequeños rectángulos,
por donde el Sol llegaba hasta todos los rincones, en verano e invierno.
También había, contra el ventanal, un asiento mullido con almohadones redondos
y un gato blanco que parecía un almohadón. La cocina estaba llena de sabrosos
presagios: frascos de vidrio con ramas de canela o vainilla, tarros de crema
casera, galletas de chocolate que se deshacían al mirarlas. Había casi siempre
olor a mermelada de frambuesa, y un pastel de manzanas que se horneaba
lentamente a pesar del agua en la boca. El gato a veces bostezaba, y eso
parecía una señal para que el piano sonara en la sala con un aniñado teclear de
estudio vespertino. La escalera que llevaba a los dormitorios tenía las barandas
torneadas, Y uno podía sentarse allí y ver todo como recortado por un molde,
curva arriba y curva abajo, dibujando la sala y sus alrededores en una simetría
silenciosa y perfecta. Casi todas las habitaciones tenían las paredes cubiertas
por un papel floreado, de dibujos muy pequeños que hacían cosquillas en los
ojos a la hora de apagar el velador.
Era una delicia, aquella casa. Mis hermanos y yo la
habíamos querido así.
Tenía también una gran chimenea para el invierno, y una
alfombra redonda formada por aros de colores que parecía tejida a mano y un
altillo repleto de cosas divertidas, y muchos rincones para escondernos mis
hermanos y yo. Pero eso no era lo más extraordinario que tenía la casa. Lo
importante es que aquella casa, que era como siempre la quisimos, había
brotado.
Empezó a brotar una mañana de agosto, cuando todavía el
frío nos dejaba del lado de adentro de las ventanas, en nuestro viejo hogar.
Una mañana, mientras hacíamos crujir la escarcha en el pasto del fondo, vimos
un cuadradito de ladrillos que se asomaba entre dos arbustos que no conseguían
esconderlo del todo. Era la chimenea, lo supimos después A la semana ya habían
salido diez centímetros, sin que pudiéramos saber de qué se trataba. Cuando
salieron otros diez centímetros empezamos a sospechar que aquello era, en
verdad, una chimenea.
Sin estar totalmente seguros de que a continuación
vendría la casa, mis hermanos y yo empezamos a regarla.
Para la primavera ya había comenzado a brotar parte del
techo, y empezamos a pensar en mudarnos. Los mayores hicieron todo lo que había
que hacer, y sin pensarlo más fuimos todos a parar a una pieza alquilada, a dos
cuadras de casa.
La casa vieja pronto se vendría abajo, empujada por la
nueva. Era tan vieja; ni los escombros podrían aprovecharse. Sacamos todas las
cosas que servían, y la dejamos morir en paz.
Gracias a nuestros riegos la casa nueva despuntaba cada
día con mayor vigor. Las tejas relucían, y hasta los ladrillos de la chimenea
parecían más nuevos y más rojos que al principio. Entonces mis hermanos y yo
empezamos a pensar cómo queríamos que fuera.
Cuando asomó la ventanita del altillo nos atropellamos
para mirar; pero adentro todo estaba aún muy obscuro.
–Tengo miedo –dijo un día mi hermano menor.
–¿De la casa que brota? –pregunté.
–No; tengo miedo de que ellos también estén tratando de
hacer que la casa sea como ellos quieren.
Hablaba de papá y mamá, por supuesto.
–Pero, ¿cómo podrían ellos conseguir que la casa fuera
para ellos?
–Igual que nosotros. Pensando –dijo; y se quedó callado,
y nosotros también.
Para entonces ya no regábamos más alrededor de la casa,
que estaba muy grande; hubiera sido como regar un árbol viejo.
Antes que el Sol pudiera alumbrar adentro nos conseguimos
una linterna, y sin decir nada fuimos a escudriñar aquellos interiores
nacientes. La luz de la linterna era más débil que nuestra curiosidad, pero
igual pudimos ver que el altillo era como lo habíamos pensado: tenía vigas con
ganchos para colgar viejas lámparas, varios arcones, una escalera de mano, una
silla de montar, una colección de sombreros de explorador y muchos libros y
revistas formando tentadoras pilas sobre una cama marinera.
Nos pasamos el resto del día tratando de imaginar qué
habría dentro de los arcones. Esa casa que estaba creciendo parecía una caja de
sorpresas.
En pocos días más empezaron a salir las ventanas del
primer piso, y aunque todavía estaba muy obscuro pudimos descubrir cuál era la
de nuestro cuarto, por las tres camas iguales. La de arriba era la que más se
veía. Enseguida empezamos a peleamos por ella. Finalmente me tocó a mí, no por
ser la única mujer sino porque lo echamos a suertes. Ese cuarto igual prometía:
podía adivinarse una soga con nudos, y una escalera de ésas que hay en los
gimnasios, para colgarse y jugar a los monos. Y mucho, mucho lugar…
Mientras la casa crecía íbamos adivinando todo lo que no
podía verse desde las ventanas, pero que sabíamos que allí estaría. El baño con
la mampara de estrellas, los espejos del pasillo, los grandes armarios para
guardar nuestras cosas, la escalera que nos llevaría como un tobogán a costa de
nuestros pantalones, la chimenea llena de brasas donde se asarían las papas y
batatas en las vacaciones de invierno…
Cuando por fin pudimos entrar en la casa crecida, no nos
causó demasiada sorpresa ver la mesa de la cocina pintada de blanco, tal como
la habíamos imaginado, o las puertitas gateras, como las de los dibujos
animados; ni siquiera nos sorprendió el gato que, desparramada su indolencia
sobre la alfombra, nos recibió con un bostezo. Al parecer, papá y mamá tampoco
se sorprendieron demasiado. ¿Lo habrían conseguido?, nos preguntamos en
silencio.
Pero no, no lo habían conseguido. La casa era enteramente
nuestra. Estaba de nuestro lado. Velaba nuestros sueños, encubría nuestras
picardías y vigilaba los pasos que nos rondaban. Por ejemplo, si el entusiasmo
de algún invento milagroso nos había llevado a la cocina en busca de los ingredientes
necesarios, hacía que el ruido de las pisadas de mamá fuera más fuerte, para
darnos tiempo a guardar todo. O cerraba alguna puerta indiscreta con un golpe
de viento apropiado, ocultando a los adultos la escena transgresora.
A ellos todo les parecía natural: tenían su dormitorio
con mucha luz por la mañana, un sillón en la sala para sentarse frente al
fuego, el piano para nuestros estudios… Pero los encantos de aquella casa eran
sólo visibles a nuestra mirada. De noche nos acunaba con un suave murmullo de
vigas de madera, llevándonos por sueños abrigados y fantásticos a la vez. De
día hacía que nuestras horas de juego fuesen una aventura inefable, con la cual
soñábamos en el banco de la escuela. Nuestros amigos habían aprendido también a
amar aquella casa espaciosa, aunque no, claro está, con la misma pasión.
En el segundo verano mis padres decidieron que iríamos a las montañas un
mes entero. Nosotros no queríamos. Era demasiado tiempo, y había tanto que
jugar en la casa, tantos rincones aún inexplorados, que preferíamos quedarnos.
Nuestros padres no entendían por qué no nos entusiasmaba la idea de viajar; no
podían comprender nuestro amor por la casa. Convencidos de que se trataba de un
capricho más, siguieron haciendo los preparativos, con la clara convicción de
que ya se nos pasaría. Mamá iba de un lado para otro con ropas y valijas,
ignorando nuestras caras largas. Entonces la casa intervino.
Con un bolso en una mano y un par de botas de abrigo en
la otra, mamá pisó el primer escalón para bajar. La madera pareció perder
estabilidad: se curvó primero en forma apenas visible para luego balancearse de
izquierda a derecha. Totalmente mareada, mamá cayó rodando por la escalera.
Traumatismo de cráneo, dijo el doctor. Por supuesto, no
pudimos irnos. Mamá tuvo que permanecer bastante tiempo quieta en la cama, y
papá tenía que hacer la comida. Ellos se quedaron sin sus montañas aburridas, y
nosotros nos quedamos con la casa.
Cuando se casó el primero de mis hermanos la casa se puso triste: estaba
más obscura que de costumbre, y hasta el piano parecía sonar sin brillo entre
aquellas paredes sensibles. Así fue cada vez que uno de nosotros se iba, aunque
fuera por un tiempo. Cuando quedamos solamente papá y yo –a mamá la habíamos despedido
hacía un año– la casa empezó a envejecer. Habría que hacer unos arreglos, decía
papá. Pero él y yo sabíamos que todo quedaría igual.
Durante su larga enfermedad la casa me ayudó a cuidarlo
con todo el silencio de que era capaz. Al casarme, mi marido aceptó sin
preguntar demasiado que viviéramos en la casa despoblada. Allí nacieron
nuestros tres hijos, y allí vivimos hasta que el mayor cumplió diez años,
cuando no pudimos soportar más la humedad y las grietas.
Hoy hace tres meses que nos mudamos a otra casa, y he comenzado a sentir
una antigua inquietud. Sé que algo va a cambiar. Es como si la historia se
repitiera, como esos cuentos que se cuentan siempre de la misma manera, a
través de los años y los años. Lo sé, ante todo por el brillo especial que he
visto en la mirada de los chicos durante toda esta semana. Y estoy preocupada.
Al principio no le daba importancia, pero ahora sí. A medida que pasan los días
se hace más evidente. Esta mañana salieron a dar una vuelta en bicicleta, y
casualmente se acercaron a la casa vieja. “Tendrías que venir uno de estos
días, mamá. El ciruelo se está cubriendo de flores”. Nada más; y todo el tiempo
ese brillo en los ojos. No hay duda: en el fondo de la casa ha comenzado a
brotar una chimenea.
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