Félix J. Palma
A
aquellas horas de la noche, el parque infantil parecía un cementerio donde
yacía enterrada la infancia. La brisa arrancaba a los columpios chirridos
tétricos, el tobogán se alzaba contra la luna como una estructura absurda e
inútil, los andamios de hierros entrecruzados dibujaban la osamenta de un
dinosaurio imposible… Sin el alboroto de los niños, sin sus gritos y carreras,
el recinto podría haber pasado por uno de esos paisajes apocalípticos de las
películas, cuya vida ha sido minuciosamente sesgada por algún virus misterioso,
de no ser por mí, que caminaba entre las atracciones con el aire melancólico de
un fantasma. Había regresado al parque para buscar a Jasmyn, la muñeca de mi
hija, pero antes de llegar ya sabía que no la encontraría. No vivimos en el
universo apacible y sensato en el que las muñecas olvidadas siempre permanecen
en el sitio en el que las dejamos, sino en el universo vecino, ese reino feroz
presidido por las guerras, la crueldad y la incertidumbre, donde las cosas
huérfanas enseguida desaparecen, tal vez porque, sin saberlo, con nuestros
olvidos vamos completando el ajuar del que disfrutaremos en el otro mundo. He
de reconocer que encontrar a Jasmyn me hubiese devuelto la confianza en mí
mismo. Se trataba de una vulgar muñeca de plástico, esbelta y algo cabezona,
como son todas las muñecas ahora, que ya venía bautizada de fábrica y a la que
mi hija había otorgado cierta humanidad llevándola a todas partes, como si se
tratase de la hermanita que Nuria y yo no habíamos querido darle. Desde que se
la regalamos la pasada Navidad, hemos tenido que acostumbrarnos a tener a
aquella mujer minúscula ocupando un lugar en la mesa, en el coche, en el sofá,
quién sabía si puesta ahí para delatar nuestra desgana procreadora o
sencillamente porque Laurita ya era incapaz de enfrentar la vida sin su sumisa
compañía. Pero, aunque podíamos aprovechar el descuido de la niña para
desembarazarnos al fin de aquella presencia incómoda, a mí no se me pasaba por
alto que reaparecer en casa con Jasmyn entre los brazos me redimiría ante los
ojos de mi hija, y posiblemente también ante los de mi mujer, pues era
consciente de la progresiva devaluación que mi imagen de padre había empezado a
sufrir en los últimos meses. Sin embargo, tras peinar el parque por tercera
vez, constaté con impotencia que en el fondo no se trataba más que de otro
espejismo, una nueva empresa imposible de realizar que ante la susceptible
mirada de Nuria volvería a descubrir mi incapacidad congénita para afrontar las
contrariedades de la vida.
Así las cosas, volver a casa sin la muñeca no era
una tarea agradable, por lo que fui demorando el paso, a pesar de saber que esa
noche mi mujer debía acudir a otra de esas inoportunas cenas de trabajo que tan
impunemente estaban hurtando a nuestro matrimonio su faceta amatoria, la única
en la que todavía no había lugar para los reproches. Imagino que fue ese afán
mío por retrasar lo inevitable el que, al descubrir a mi compañero Víctor
Cordero en una cafetería cercana a mi casa, me hizo entrar a saludarlo. Víctor
impartía clases de Literatura en el mismo instituto que yo y, aunque por su
talante hablador y algo impertinente jamás lo hubiese escogido como amigo, la
dinámica laboral había favorecido entre nosotros un trato afectuoso. Apenas un
año antes, con el propósito de airear nuestro matrimonio, yo mismo había
tratado de instaurar unas cenas regulares con Víctor y su mujer, unos
encuentros contra natura que se prolongaron cuatro o cinco meses, hasta que me
resultaron insufribles los dardos que Nuria y él no podían evitar lanzarse por
encima de la lubina con verduras. Aun así, intenté tensar la cuerda al máximo,
pero cuando mi compañero se separó de su mujer, recobrando los modos
depredadores y las bromas zafias del soltero, acabé tirando la toalla y dejando
que aquellos encuentros se deshicieran como rosas marchitas que ya habían
consumido su asignación de belleza.
¿Qué haces en mi territorio,
forastero?, lo saludé apuntándole al pecho con el índice amartillado, ¿no sabes
que este barrio es demasiado pequeño para los dos? Víctor se mostró sorprendido
al verme, pero recompuso su altiva sonrisa. Disfrutando de los privilegios de
la soltería, Diego, respondió invitándome a sentarme a su mesa. Ahora que no
tengo a nadie esperándome en casa puedo permitirme explorar la ciudad a mi
antojo. Soy el puto llanero solitario, amigo. Ya, dije con escepticismo. Víctor
siempre me había parecido una de esas personas incapaces de encontrar la
postura en el colchón de la soledad, porque necesitan verse de continuo
favorecedoramente reflejadas en los ojos de alguien. Acepté la copa de coñac
que colocó entre mis manos, mientras añadía, casi en un susurro: Yo no podría
vivir sin Nuria. Y allí quedó aquella ingenua afirmación de colegial, flotando
entre nosotros sin que ninguno supiésemos qué hacer con ella. Y tú, dijo al fin
Víctor, ¿qué haces tan tarde fuera del nido? Pensé en contestarle cualquier
cosa, pero para mi sorpresa me descubrí contándole la verdad. Tal vez fuera la
reconfortante sensación del coñac bajando por mi garganta, tal vez fuera el
compacto sosiego que envolvía las calles y el exquisito bordado de estrellas
que lucía para nadie el cielo, tal vez fuera, en fin, que todo eso se alió para
invitarme a contemplar a Víctor, aquel hombre al que nada me unía, como el
perfecto albacea de mis cuitas. Le conté la historia de la muñeca, pero
acompañándola, a modo de guarnición, con mi malestar vital y mis alambicadas
frustraciones de padre, como quien echa una carta en un buzón de reclamaciones
que lo escuchen en las alturas y alguien con autoridad se apiade de él. Víctor
sonrió con suficiencia cuando concluí mi crónica, como si la dificultad del
asunto radicara más en mi incapacidad para resolver problemas que en el
problema mismo.
¿Sabes qué puedes hacer?, dijo.
Lo observé con sorpresa: jamás habría sospechado
que Víctor pudiera darme una solución, o que lo intentara siquiera. Lo mismo
que hizo Kafka. Lo miré sin entender. Franz Kafka, el escritor checo. Sé quién
es Kafka, Víctor, aunque imparta clases de matemáticas. Víctor asintió
divertido, y por su forma de incorporarse sobre el asiento comprendí que iba a
ser víctima de otra de sus tediosas historias sobre escritores. Presta
atención, dijo. Durante el otoño de 1923, Kafka acostumbraba a pasear por un
parque cercano a su residencia berlinesa, donde se había trasladado con Dora
Diamant para pasar los que, debido a su precaria salud, debía de considerar como
sus últimos días de vida. Una tarde el escritor tropezó con una niña que
lloraba desconsolada. Su dolor debió de intrigarlo lo bastante como para
hacerlo vencer su proverbial timidez y preguntarle qué le ocurría. La pequeña
le contestó que había perdido su muñeca. Como tu hija, Diego. ¿Y qué hace el
escritor? Conmovido, Kafka se apresura a enmascarar la triste realidad como
mejor sabe hacer, mediante la ficción. Tu muñeca ha salido de viaje, le dice.
La niña interrumpe su llanto y lo mira con recelo. ¿Y tú cómo lo sabes?, le
pregunta. Porque me ha escrito una carta, improvisa Kafka. No la llevo encima
en este momento, se disculpa, pero mañana te la traeré. La niña no parece muy
convencida, pero aun así le promete volver allí al día siguiente. Esa noche,
uno de los mejores escritores del mundo se encierra en su despacho para
escribir una historia dirigida a un único lector, y, según cuenta Dora, lo hace
con la misma gravedad y tensión con la que confecciona su propia obra. En esa
primera carta, la muñeca le cuenta a la niña que, aunque disfrutaba mucho de su
compañía, cree haberle llegado la hora de cambiar de aires, de ver mundo. Y
promete escribirle una carta diaria para tenerla al corriente de sus aventuras.
A partir de entonces, Kafka le escribe una carta cada noche durante sus tres últimas
semanas de vida, exclama Víctor con devoción: una vacuna personal y magnífica para
curar de su dolor a una niñita desconocida. Ese fue el último trabajo en el que
se empleó Kafka. Podría decirse que le escribía con su último aliento. Tras
decir aquello, mi compañero agitó la cabeza, visiblemente apenado. Lástima que
no se conserven esas cartas, susurró con consternación.
Di un trago a mi copa, sin saber qué decir.
¿Pretendía Víctor que yo, que jamás había escrito nada, recurriera realmente a
aquella artimaña engorrosa para paliar el dolor de mi hija o había aprovechado
el encuentro para desempolvar otra de esas anécdotas curiosas que atesoraba
como orquídeas raras?
De regreso a casa, medité sobre ello. Era una
historia hermosa, no había duda, pero yo no era Kafka, sino un vulgar profesor
de matemáticas incapaz de semejantes gestas. ¿Acaso no era más fácil comprarle
a mi hija una muñeca igual? El caso es que esa noche regresaba nuevamente
derrotado y, según el rictus colérico que me dedicó Nuria al pasar a mi lado
como una exhalación, rumbo a su cena de trabajo, esta vez había tardado más tiempo
del prescrito en demostrar mi inutilidad. Lancé un suspiro de abatimiento
cuando mi mujer desapareció con un portazo. Pero aún me quedaba lo peor, me dije,
observando la puerta entreabierta del dormitorio de Laurita, del cual todavía
brotaba luz. La niña estaba despierta, esperando a Jasmyn. Avancé hacia la
habitación con la resignación de un reo hacia el patíbulo. No tuve que decir
nada. Laurita rompió a llorar al ver mis brazos vacíos. Me senté a su lado y la
abracé. Y fue entonces, al acunarla temblorosa entre mis brazos, cuando tomé la
decisión de convertirme en un hombre diferente. Esta vez no iba a rendirme, iba
a actuar. Iba a sorprender al mundo. Si el escritor de Praga había tenido aquel
gesto con una desconocida, cómo no iba a tenerlo yo con mi propia hija.
Cuando Laurita se durmió, me preparé un termo de café
y me encerré en mi despacho. No tenía claro qué iba a salir de todo eso,
probablemente nada, pero aquello no debía suponerme un obstáculo. Quería
aliviar el sufrimiento de mi hija, y aquel modo tan original era igual de
válido que cualquier otro. Lo primero que hice fue desfigurar mi letra,
empequeñeciéndola y aplanándola, hasta que adquirió el aspecto de haber sido
escrita por la manita de plástico de Jasmyn. En realidad, aquello fue lo más
fácil. Redactar la carta en la que la muñeca explicaba a mi hija los motivos de
su repentina fuga me llevó casi toda la noche. Cuando Nuria regresó, yo todavía
me encontraba enclaustrado en mi despacho, tratando de pensar como pensaría una
muñeca. El resultado final no me convenció demasiado, pero la guardé en un sobre
y al día siguiente, durante el desayuno, la saqué del bolsillo de mi chaqueta y
la agité ante el rostro afligido de Laurita. Mira lo que han echado esta mañana por
debajo de la puerta: es una carta de Jasmyn. Nuria alzó la vista desde su café,
para mirarme con su habitual apatía. Pero Laurita tomó la carta de mi mano con
una mezcla de recelo y curiosidad, abrió el sobre y comenzó a leerla. Mi
corazón se fue acelerando a medida que los ojos intrigados de mi hija se
internaban por los delicados renglones que surcaban el papel. Su rostro iba
iluminándose poco a poco, mientras Jasmyn le decía que la quería mucho, pero
que tarde o temprano toda muñeca curiosa, como era ella, debía emprender un
viaje hacia el mítico País de las Muñecas, donde vivían otros como ella,
juguetes que habían optado por independizarse de los niños para vivir sus
propias vidas lejos de ellos, de nuestro mundo y de todo cuanto le recordase su
triste condición de juguetes. Jasmyn no estaba segura de que aquel lugar
existiese, tal vez sólo fuese un reino de fantasía, una leyenda que se
susurraban las muñecas en las jugueterías para hacer más llevadero su encierro
en los escaparates. Pero se sentía en el deber de buscarlo, de partir a lo
desconocido, quizá de comprenderse a sí misma durante el viaje. En los labios
de Laurita amaneció una sonrisa cuando Jasmyn le aseguró que eso no significaba
que dejase de visitarla, incluso podría enviarle un mapa con el modo de llegar
hasta el País de las Muñecas, en caso de que realmente existiese y ella lograra
encontrarlo.
A partir de ese día, como un reflejo del escritor
checo, yo me recluía en mi despacho para pergeñar aquellas cartas que luego,
como quien comete una travesura, introducía por debajo de la puerta. Laurita
pronto se acostumbró a ellas, y cada mañana se levantaba de la cama antes de
que sonase el despertador, como hacía en la noche de Reyes, ansiosa por conocer
los progresos de Jasmyn en su búsqueda del País de las Muñecas. Verla leer mis
cartas reconcentrada en un sillón del salón me enorgullecía, no sólo porque me
confirmaba que esta vez había escogido el modo correcto de enfrentar aquel
problema, sino también porque el embeleso con que Laurita devoraba mis palabras
sugería que mi trabajo era más que aceptable. Mi hija, además, nunca nos
hablaba de lo que decían las cartas, como si fuese un secreto entre ella y la
muñeca, lo cual otorgaba aún más valor a mis humildes delirios imaginativos. Me
hubiera gustado que Nuria también reconociese el esfuerzo que estaba
invirtiendo en mitigar el dolor de nuestra hija, o al menos que celebrase la
brillante estrategia que estaba empleando para ello, ya que había decidido
ocultarle que en realidad había plagiado aquella idea de un escritor del siglo pasado
llamado Franz Kafka, cuyo nombre, por otro lado, era probable que no le sonase
de nada, dado que la lectura no ocupaba un lugar relevante en la vida de mi
mujer, si exceptuábamos la prensa rosa, las revistas de decoración y los
catálogos del Carrefour. Pero cada mañana Nuria asistía a mi estrafalario juego
con indolencia. Me observaba echar la carta por debajo de la puerta y volver
corriendo a mi silla del comedor como si contemplase las extravagancias de un
demente que ya no tiene remedio. Quizá creyese que la niña debía saber la
verdad, y que todo aquello iba a deformarle el espíritu y convertirla en una
desdichada soñadora incapaz de desenvolverse en el mundo de los mayores, donde no
había lugar para la fantasía. Pero no lo creía. Sospechaba que su desabrida
actitud se debía más bien a que habíamos alcanzado un punto de no retorno, un
punto donde, hiciese lo que hiciese, ya rescatara a un niño de un incendio o me
nominasen al premio Nobel, ella no podría admirarme. El rencor hacia mí que,
con el correr de los años, había ido acumulando en su interior se lo prohibía.
Los tiempos de deslumbrarnos el uno al otro habían pasado. Ahora nos
encontrábamos instalados en un lodazal en el que nos hundíamos lentamente,
juntos pero sin atrevernos a darnos la mano porque incluso parecíamos renegar
del cariño que una vez nos habíamos tenido, contemplado ahora como una suerte
de sarna contagiosa, y sobre el que habíamos levantado aquel refugio contra el
mundo que pronto se había revelado tan precario como un castillo de naipes.
Pero a mí aquello apenas me afectaba porque había encontrado
un refugio más acogedor en las cartas de Jasmyn. Por fin había descubierto algo
que realmente sabía hacer y que tenía un sentido dentro del sinsentido de mi
vida. De modo que mientras mi matrimonio se derrumbaba con discreción, y yo
bebía del amargo cáliz de la desdicha, Jasmyn conocía la felicidad, porque si en
el universo que habitamos nadie parece ocuparse de nosotros, en el mundo de
bolsillo que mi pluma había creado yo era un demiurgo solícito, un Dios atento
y benévolo, capaz de desbrozar de malas hierbas el destino de Jasmyn sin
necesidad de que ella me lo rogase arrodillada en ninguna iglesia. De mi mano,
Jasmyn recorría Europa, alojándose en los baúles de los juguetes con los que
iba contactando, como pisos de la resistencia, y cada vez se encontraba más
cerca del añorado País de las Muñecas. Tras consultar el atlas, decidí ubicarlo
en el Himalaya, a las faldas del gigantesco Everest, en un pequeño valle donde
los muñecos vivían en paz, cultivando la tierra durante el día y cantando
canciones durante la noche alrededor de las fogatas. A la luz de aquellas
hogueras escribía ahora Jasmyn sus cartas, en las que le decía a Laurita lo
mucho que la echaba de menos y cómo una noche, a pesar de no traer esa
característica de fábrica, incluso había llorado mientras contemplaba una foto
suya que había hurtado de nuestro álbum familiar antes de marcharse y que yo
guardaba en mi cartera.
Para entonces Laurita ya estaba curada, así que
creí llegado el momento de que Jasmyn le revelase que no podía enviarle el mapa
que la conducía al País de las Muñecas porque entre todos habían llegado a un
pacto de silencio para preservar aquel lugar. Y el momento también de decirle
que la muñeca se había enamorado de Crown, un muñeco guerrero, con espada al
cinto y botas de terciopelo negro que había sido nombrado capitán de la guardia
encargada de vigilar el reino.
El día en que llegó la noticia de la boda de
Jasmyn, Nuria decidió abandonarme. Era inútil seguir, dijo, mientras acarreaba
su maleta hacia la puerta. Aunque sospechaba que eso ocurriría, me dolió que
ella hubiese escogido para abandonarme precisamente el momento en que yo más
brillaba como padre. Espoleado por algo semejante al orgullo profesional, no
puede evitar aludir a mi empresa con satisfacción, esperando de una vez un
reconocimiento por su parte. Nuria agitó la cabeza, subrayando su decepción.
Tendrías que esforzarte en otras cosas en vez de dedicar tu tiempo a llenarle
la cabeza de pájaros a nuestra hija, dijo con visible desprecio. Tú no eres
Kafka, Diego. Verme descubierto me sorprendió tanto que no supe qué decir, y
cuando uno no sabe qué decir siempre habla la desesperación. No podré vivir sin
ti, Nuria, mascullé. Y ahí quedó aquella ingenua afirmación de colegial, flotando
en el aire sin que ninguno supiésemos qué hacer con ella. Adiós, Diego, dijo al
fin Nuria, cerrando la puerta tras de sí.
Permanecí unos minutos confuso en mitad del
pasillo, intentando pensar cómo arreglar aquello. Dejaría que transcurriese una
hora y luego llamaría a casa de la hermana de Nuria, donde suponía que mi mujer
habría buscado refugio, e intentaría convencerla de que volviese con nosotros.
Pero lo primero que tenía que hacer era consolar a la niña, con quien antes de
marcharse mi mujer había estado hablando, encerradas en su dormitorio. Laurita
se encontraba sentada en su cama, con la mirada perdida en la pared. Me senté a
su lado y traté de encontrar las palabras adecuadas para explicarle la situación.
Iba a hablar cuando la niña posó su mano sobre la mía. No te preocupes, papá,
dijo sin dejar de mirar la pared, mamá volverá, estoy segura. Aquello hizo que
retuviese mis palabras en la boca y los ojos se me llenasen de lágrimas. El
mundo que conocíamos se derrumbaba, pero por ahora era mejor hacer oídos sordos
al estrépito de los cascotes. Eso era lo que Laurita me estaba proponiendo.
Permanecimos un rato el uno junto al otro, envueltos en un silencio de iglesia,
hasta que el sueño venció a mi hija sobre la cama y yo la arropé con la
sensación de que tenía que ser ella quien me arropase a mí.
Fue entonces, acariciando el cabello de mi hija
mientras la noche se estiraba sobre la ciudad, cuando reparé en un detalle de
mi discusión con Nuria que se me había pasado por alto: ¿cómo podía saber ella
que yo había empleado con Laurita la misma estrategia que un siglo antes usara
Franz Kafka con la niñita del parque? Me levanté de la cama de un salto,
poseído por una corazonada a la que me negaba a dar crédito. Pero todo apuntaba
a que era cierta. Trastabillé por el pasillo, mientras en mi cabeza se iban
ensamblando todas las piezas de un puzle que siempre había tenido delante. Comprobarlo
fue terriblemente sencillo. Bastó con que me apostara con el coche cerca del
cubil de soltero de Víctor, y subir hasta su piso al verlo salir rumbo al instituto.
Llamé al timbre sabiendo quién me abriría. No puedes vivir sin mí, dije ante
sus ojos espantados.
Llegué a casa con el tiempo justo para llevar a la
niña al colegio. Mientras subía en el ascensor pensé que era la primera mañana
después de un mes en que Laurita no encontraría ninguna carta de Jasmyn al
levantarse. Por eso me sorprendió que mi pie tropezara con un sobre cuando abrí
la puerta. Lo cogí del suelo envuelto en una nube de irrealidad. Pero no era
una carta de Jasmyn. Era de Nuria, y estaba dirigida a mí. En ella me decía que
aquello no era una despedida, que volvería, que necesitaba ver mundo,
encontrarse a sí misma. Y esas palabras me hubiesen ofrecido un enorme consuelo
de no haber estado escritas por la letra torpe y esforzada de mi hija de nueve
años. Laurita y yo nos miramos unos segundos, antes de fundirnos en un abrazo
envuelto en lágrimas. Ahora comprendía que mi hija siempre lo había sabido,
pero que había preferido creer en la hermosa mentira que yo había fabricado
para ella antes que imaginar a su muñeca rota, tal vez tirada en una zanja, y
que ahora me ofrecía la posibilidad de que yo creyese que la mía también
volvería, a pesar de no poder evitar recordarla tendida sobre la cama de
Víctor, mis dedos marcados en su cuello y en los ojos un último reproche,
porque tampoco mi modo de enfrentar aquella situación le había parecido el
correcto.
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