domingo, 28 de abril de 2024

El país de las muñecas

Félix J. Palma

 

A aquellas horas de la noche, el parque infantil parecía un cementerio donde yacía enterrada la infancia. La brisa arrancaba a los columpios chirridos tétricos, el tobogán se alzaba contra la luna como una estructura absurda e inútil, los andamios de hierros entrecruzados dibujaban la osamenta de un dinosaurio imposible… Sin el alboroto de los niños, sin sus gritos y carreras, el recinto podría haber pasado por uno de esos paisajes apocalípticos de las películas, cuya vida ha sido minuciosamente sesgada por algún virus misterioso, de no ser por mí, que caminaba entre las atracciones con el aire melancólico de un fantasma. Había regresado al parque para buscar a Jasmyn, la muñeca de mi hija, pero antes de llegar ya sabía que no la encontraría. No vivimos en el universo apacible y sensato en el que las muñecas olvidadas siempre permanecen en el sitio en el que las dejamos, sino en el universo vecino, ese reino feroz presidido por las guerras, la crueldad y la incertidumbre, donde las cosas huérfanas enseguida desaparecen, tal vez porque, sin saberlo, con nuestros olvidos vamos completando el ajuar del que disfrutaremos en el otro mundo. He de reconocer que encontrar a Jasmyn me hubiese devuelto la confianza en mí mismo. Se trataba de una vulgar muñeca de plástico, esbelta y algo cabezona, como son todas las muñecas ahora, que ya venía bautizada de fábrica y a la que mi hija había otorgado cierta humanidad llevándola a todas partes, como si se tratase de la hermanita que Nuria y yo no habíamos querido darle. Desde que se la regalamos la pasada Navidad, hemos tenido que acostumbrarnos a tener a aquella mujer minúscula ocupando un lugar en la mesa, en el coche, en el sofá, quién sabía si puesta ahí para delatar nuestra desgana procreadora o sencillamente porque Laurita ya era incapaz de enfrentar la vida sin su sumisa compañía. Pero, aunque podíamos aprovechar el descuido de la niña para desembarazarnos al fin de aquella presencia incómoda, a mí no se me pasaba por alto que reaparecer en casa con Jasmyn entre los brazos me redimiría ante los ojos de mi hija, y posiblemente también ante los de mi mujer, pues era consciente de la progresiva devaluación que mi imagen de padre había empezado a sufrir en los últimos meses. Sin embargo, tras peinar el parque por tercera vez, constaté con impotencia que en el fondo no se trataba más que de otro espejismo, una nueva empresa imposible de realizar que ante la susceptible mirada de Nuria volvería a descubrir mi incapacidad congénita para afrontar las contrariedades de la vida.

Así las cosas, volver a casa sin la muñeca no era una tarea agradable, por lo que fui demorando el paso, a pesar de saber que esa noche mi mujer debía acudir a otra de esas inoportunas cenas de trabajo que tan impunemente estaban hurtando a nuestro matrimonio su faceta amatoria, la única en la que todavía no había lugar para los reproches. Imagino que fue ese afán mío por retrasar lo inevitable el que, al descubrir a mi compañero Víctor Cordero en una cafetería cercana a mi casa, me hizo entrar a saludarlo. Víctor impartía clases de Literatura en el mismo instituto que yo y, aunque por su talante hablador y algo impertinente jamás lo hubiese escogido como amigo, la dinámica laboral había favorecido entre nosotros un trato afectuoso. Apenas un año antes, con el propósito de airear nuestro matrimonio, yo mismo había tratado de instaurar unas cenas regulares con Víctor y su mujer, unos encuentros contra natura que se prolongaron cuatro o cinco meses, hasta que me resultaron insufribles los dardos que Nuria y él no podían evitar lanzarse por encima de la lubina con verduras. Aun así, intenté tensar la cuerda al máximo, pero cuando mi compañero se separó de su mujer, recobrando los modos depredadores y las bromas zafias del soltero, acabé tirando la toalla y dejando que aquellos encuentros se deshicieran como rosas marchitas que ya habían consumido su asignación de belleza.

¿Qué haces en mi territorio, forastero?, lo saludé apuntándole al pecho con el índice amartillado, ¿no sabes que este barrio es demasiado pequeño para los dos? Víctor se mostró sorprendido al verme, pero recompuso su altiva sonrisa. Disfrutando de los privilegios de la soltería, Diego, respondió invitándome a sentarme a su mesa. Ahora que no tengo a nadie esperándome en casa puedo permitirme explorar la ciudad a mi antojo. Soy el puto llanero solitario, amigo. Ya, dije con escepticismo. Víctor siempre me había parecido una de esas personas incapaces de encontrar la postura en el colchón de la soledad, porque necesitan verse de continuo favorecedoramente reflejadas en los ojos de alguien. Acepté la copa de coñac que colocó entre mis manos, mientras añadía, casi en un susurro: Yo no podría vivir sin Nuria. Y allí quedó aquella ingenua afirmación de colegial, flotando entre nosotros sin que ninguno supiésemos qué hacer con ella. Y tú, dijo al fin Víctor, ¿qué haces tan tarde fuera del nido? Pensé en contestarle cualquier cosa, pero para mi sorpresa me descubrí contándole la verdad. Tal vez fuera la reconfortante sensación del coñac bajando por mi garganta, tal vez fuera el compacto sosiego que envolvía las calles y el exquisito bordado de estrellas que lucía para nadie el cielo, tal vez fuera, en fin, que todo eso se alió para invitarme a contemplar a Víctor, aquel hombre al que nada me unía, como el perfecto albacea de mis cuitas. Le conté la historia de la muñeca, pero acompañándola, a modo de guarnición, con mi malestar vital y mis alambicadas frustraciones de padre, como quien echa una carta en un buzón de reclamaciones que lo escuchen en las alturas y alguien con autoridad se apiade de él. Víctor sonrió con suficiencia cuando concluí mi crónica, como si la dificultad del asunto radicara más en mi incapacidad para resolver problemas que en el problema mismo.

¿Sabes qué puedes hacer?, dijo.

Lo observé con sorpresa: jamás habría sospechado que Víctor pudiera darme una solución, o que lo intentara siquiera. Lo mismo que hizo Kafka. Lo miré sin entender. Franz Kafka, el escritor checo. Sé quién es Kafka, Víctor, aunque imparta clases de matemáticas. Víctor asintió divertido, y por su forma de incorporarse sobre el asiento comprendí que iba a ser víctima de otra de sus tediosas historias sobre escritores. Presta atención, dijo. Durante el otoño de 1923, Kafka acostumbraba a pasear por un parque cercano a su residencia berlinesa, donde se había trasladado con Dora Diamant para pasar los que, debido a su precaria salud, debía de considerar como sus últimos días de vida. Una tarde el escritor tropezó con una niña que lloraba desconsolada. Su dolor debió de intrigarlo lo bastante como para hacerlo vencer su proverbial timidez y preguntarle qué le ocurría. La pequeña le contestó que había perdido su muñeca. Como tu hija, Diego. ¿Y qué hace el escritor? Conmovido, Kafka se apresura a enmascarar la triste realidad como mejor sabe hacer, mediante la ficción. Tu muñeca ha salido de viaje, le dice. La niña interrumpe su llanto y lo mira con recelo. ¿Y tú cómo lo sabes?, le pregunta. Porque me ha escrito una carta, improvisa Kafka. No la llevo encima en este momento, se disculpa, pero mañana te la traeré. La niña no parece muy convencida, pero aun así le promete volver allí al día siguiente. Esa noche, uno de los mejores escritores del mundo se encierra en su despacho para escribir una historia dirigida a un único lector, y, según cuenta Dora, lo hace con la misma gravedad y tensión con la que confecciona su propia obra. En esa primera carta, la muñeca le cuenta a la niña que, aunque disfrutaba mucho de su compañía, cree haberle llegado la hora de cambiar de aires, de ver mundo. Y promete escribirle una carta diaria para tenerla al corriente de sus aventuras. A partir de entonces, Kafka le escribe una carta cada noche durante sus tres últimas semanas de vida, exclama Víctor con devoción: una vacuna personal y magnífica para curar de su dolor a una niñita desconocida. Ese fue el último trabajo en el que se empleó Kafka. Podría decirse que le escribía con su último aliento. Tras decir aquello, mi compañero agitó la cabeza, visiblemente apenado. Lástima que no se conserven esas cartas, susurró con consternación.

Di un trago a mi copa, sin saber qué decir. ¿Pretendía Víctor que yo, que jamás había escrito nada, recurriera realmente a aquella artimaña engorrosa para paliar el dolor de mi hija o había aprovechado el encuentro para desempolvar otra de esas anécdotas curiosas que atesoraba como orquídeas raras?

De regreso a casa, medité sobre ello. Era una historia hermosa, no había duda, pero yo no era Kafka, sino un vulgar profesor de matemáticas incapaz de semejantes gestas. ¿Acaso no era más fácil comprarle a mi hija una muñeca igual? El caso es que esa noche regresaba nuevamente derrotado y, según el rictus colérico que me dedicó Nuria al pasar a mi lado como una exhalación, rumbo a su cena de trabajo, esta vez había tardado más tiempo del prescrito en demostrar mi inutilidad. Lancé un suspiro de abatimiento cuando mi mujer desapareció con un portazo. Pero aún me quedaba lo peor, me dije, observando la puerta entreabierta del dormitorio de Laurita, del cual todavía brotaba luz. La niña estaba despierta, esperando a Jasmyn. Avancé hacia la habitación con la resignación de un reo hacia el patíbulo. No tuve que decir nada. Laurita rompió a llorar al ver mis brazos vacíos. Me senté a su lado y la abracé. Y fue entonces, al acunarla temblorosa entre mis brazos, cuando tomé la decisión de convertirme en un hombre diferente. Esta vez no iba a rendirme, iba a actuar. Iba a sorprender al mundo. Si el escritor de Praga había tenido aquel gesto con una desconocida, cómo no iba a tenerlo yo con mi propia hija.

Cuando Laurita se durmió, me preparé un termo de café y me encerré en mi despacho. No tenía claro qué iba a salir de todo eso, probablemente nada, pero aquello no debía suponerme un obstáculo. Quería aliviar el sufrimiento de mi hija, y aquel modo tan original era igual de válido que cualquier otro. Lo primero que hice fue desfigurar mi letra, empequeñeciéndola y aplanándola, hasta que adquirió el aspecto de haber sido escrita por la manita de plástico de Jasmyn. En realidad, aquello fue lo más fácil. Redactar la carta en la que la muñeca explicaba a mi hija los motivos de su repentina fuga me llevó casi toda la noche. Cuando Nuria regresó, yo todavía me encontraba enclaustrado en mi despacho, tratando de pensar como pensaría una muñeca. El resultado final no me convenció demasiado, pero la guardé en un sobre y al día siguiente, durante el desayuno, la saqué del bolsillo de mi chaqueta y la agité ante el rostro afligido de Laurita. Mira lo que han echado esta mañana por debajo de la puerta: es una carta de Jasmyn. Nuria alzó la vista desde su café, para mirarme con su habitual apatía. Pero Laurita tomó la carta de mi mano con una mezcla de recelo y curiosidad, abrió el sobre y comenzó a leerla. Mi corazón se fue acelerando a medida que los ojos intrigados de mi hija se internaban por los delicados renglones que surcaban el papel. Su rostro iba iluminándose poco a poco, mientras Jasmyn le decía que la quería mucho, pero que tarde o temprano toda muñeca curiosa, como era ella, debía emprender un viaje hacia el mítico País de las Muñecas, donde vivían otros como ella, juguetes que habían optado por independizarse de los niños para vivir sus propias vidas lejos de ellos, de nuestro mundo y de todo cuanto le recordase su triste condición de juguetes. Jasmyn no estaba segura de que aquel lugar existiese, tal vez sólo fuese un reino de fantasía, una leyenda que se susurraban las muñecas en las jugueterías para hacer más llevadero su encierro en los escaparates. Pero se sentía en el deber de buscarlo, de partir a lo desconocido, quizá de comprenderse a sí misma durante el viaje. En los labios de Laurita amaneció una sonrisa cuando Jasmyn le aseguró que eso no significaba que dejase de visitarla, incluso podría enviarle un mapa con el modo de llegar hasta el País de las Muñecas, en caso de que realmente existiese y ella lograra encontrarlo.

A partir de ese día, como un reflejo del escritor checo, yo me recluía en mi despacho para pergeñar aquellas cartas que luego, como quien comete una travesura, introducía por debajo de la puerta. Laurita pronto se acostumbró a ellas, y cada mañana se levantaba de la cama antes de que sonase el despertador, como hacía en la noche de Reyes, ansiosa por conocer los progresos de Jasmyn en su búsqueda del País de las Muñecas. Verla leer mis cartas reconcentrada en un sillón del salón me enorgullecía, no sólo porque me confirmaba que esta vez había escogido el modo correcto de enfrentar aquel problema, sino también porque el embeleso con que Laurita devoraba mis palabras sugería que mi trabajo era más que aceptable. Mi hija, además, nunca nos hablaba de lo que decían las cartas, como si fuese un secreto entre ella y la muñeca, lo cual otorgaba aún más valor a mis humildes delirios imaginativos. Me hubiera gustado que Nuria también reconociese el esfuerzo que estaba invirtiendo en mitigar el dolor de nuestra hija, o al menos que celebrase la brillante estrategia que estaba empleando para ello, ya que había decidido ocultarle que en realidad había plagiado aquella idea de un escritor del siglo pasado llamado Franz Kafka, cuyo nombre, por otro lado, era probable que no le sonase de nada, dado que la lectura no ocupaba un lugar relevante en la vida de mi mujer, si exceptuábamos la prensa rosa, las revistas de decoración y los catálogos del Carrefour. Pero cada mañana Nuria asistía a mi estrafalario juego con indolencia. Me observaba echar la carta por debajo de la puerta y volver corriendo a mi silla del comedor como si contemplase las extravagancias de un demente que ya no tiene remedio. Quizá creyese que la niña debía saber la verdad, y que todo aquello iba a deformarle el espíritu y convertirla en una desdichada soñadora incapaz de desenvolverse en el mundo de los mayores, donde no había lugar para la fantasía. Pero no lo creía. Sospechaba que su desabrida actitud se debía más bien a que habíamos alcanzado un punto de no retorno, un punto donde, hiciese lo que hiciese, ya rescatara a un niño de un incendio o me nominasen al premio Nobel, ella no podría admirarme. El rencor hacia mí que, con el correr de los años, había ido acumulando en su interior se lo prohibía. Los tiempos de deslumbrarnos el uno al otro habían pasado. Ahora nos encontrábamos instalados en un lodazal en el que nos hundíamos lentamente, juntos pero sin atrevernos a darnos la mano porque incluso parecíamos renegar del cariño que una vez nos habíamos tenido, contemplado ahora como una suerte de sarna contagiosa, y sobre el que habíamos levantado aquel refugio contra el mundo que pronto se había revelado tan precario como un castillo de naipes.

Pero a mí aquello apenas me afectaba porque había encontrado un refugio más acogedor en las cartas de Jasmyn. Por fin había descubierto algo que realmente sabía hacer y que tenía un sentido dentro del sinsentido de mi vida. De modo que mientras mi matrimonio se derrumbaba con discreción, y yo bebía del amargo cáliz de la desdicha, Jasmyn conocía la felicidad, porque si en el universo que habitamos nadie parece ocuparse de nosotros, en el mundo de bolsillo que mi pluma había creado yo era un demiurgo solícito, un Dios atento y benévolo, capaz de desbrozar de malas hierbas el destino de Jasmyn sin necesidad de que ella me lo rogase arrodillada en ninguna iglesia. De mi mano, Jasmyn recorría Europa, alojándose en los baúles de los juguetes con los que iba contactando, como pisos de la resistencia, y cada vez se encontraba más cerca del añorado País de las Muñecas. Tras consultar el atlas, decidí ubicarlo en el Himalaya, a las faldas del gigantesco Everest, en un pequeño valle donde los muñecos vivían en paz, cultivando la tierra durante el día y cantando canciones durante la noche alrededor de las fogatas. A la luz de aquellas hogueras escribía ahora Jasmyn sus cartas, en las que le decía a Laurita lo mucho que la echaba de menos y cómo una noche, a pesar de no traer esa característica de fábrica, incluso había llorado mientras contemplaba una foto suya que había hurtado de nuestro álbum familiar antes de marcharse y que yo guardaba en mi cartera.

Para entonces Laurita ya estaba curada, así que creí llegado el momento de que Jasmyn le revelase que no podía enviarle el mapa que la conducía al País de las Muñecas porque entre todos habían llegado a un pacto de silencio para preservar aquel lugar. Y el momento también de decirle que la muñeca se había enamorado de Crown, un muñeco guerrero, con espada al cinto y botas de terciopelo negro que había sido nombrado capitán de la guardia encargada de vigilar el reino.

El día en que llegó la noticia de la boda de Jasmyn, Nuria decidió abandonarme. Era inútil seguir, dijo, mientras acarreaba su maleta hacia la puerta. Aunque sospechaba que eso ocurriría, me dolió que ella hubiese escogido para abandonarme precisamente el momento en que yo más brillaba como padre. Espoleado por algo semejante al orgullo profesional, no puede evitar aludir a mi empresa con satisfacción, esperando de una vez un reconocimiento por su parte. Nuria agitó la cabeza, subrayando su decepción. Tendrías que esforzarte en otras cosas en vez de dedicar tu tiempo a llenarle la cabeza de pájaros a nuestra hija, dijo con visible desprecio. Tú no eres Kafka, Diego. Verme descubierto me sorprendió tanto que no supe qué decir, y cuando uno no sabe qué decir siempre habla la desesperación. No podré vivir sin ti, Nuria, mascullé. Y ahí quedó aquella ingenua afirmación de colegial, flotando en el aire sin que ninguno supiésemos qué hacer con ella. Adiós, Diego, dijo al fin Nuria, cerrando la puerta tras de sí.

Permanecí unos minutos confuso en mitad del pasillo, intentando pensar cómo arreglar aquello. Dejaría que transcurriese una hora y luego llamaría a casa de la hermana de Nuria, donde suponía que mi mujer habría buscado refugio, e intentaría convencerla de que volviese con nosotros. Pero lo primero que tenía que hacer era consolar a la niña, con quien antes de marcharse mi mujer había estado hablando, encerradas en su dormitorio. Laurita se encontraba sentada en su cama, con la mirada perdida en la pared. Me senté a su lado y traté de encontrar las palabras adecuadas para explicarle la situación. Iba a hablar cuando la niña posó su mano sobre la mía. No te preocupes, papá, dijo sin dejar de mirar la pared, mamá volverá, estoy segura. Aquello hizo que retuviese mis palabras en la boca y los ojos se me llenasen de lágrimas. El mundo que conocíamos se derrumbaba, pero por ahora era mejor hacer oídos sordos al estrépito de los cascotes. Eso era lo que Laurita me estaba proponiendo. Permanecimos un rato el uno junto al otro, envueltos en un silencio de iglesia, hasta que el sueño venció a mi hija sobre la cama y yo la arropé con la sensación de que tenía que ser ella quien me arropase a mí.

Fue entonces, acariciando el cabello de mi hija mientras la noche se estiraba sobre la ciudad, cuando reparé en un detalle de mi discusión con Nuria que se me había pasado por alto: ¿cómo podía saber ella que yo había empleado con Laurita la misma estrategia que un siglo antes usara Franz Kafka con la niñita del parque? Me levanté de la cama de un salto, poseído por una corazonada a la que me negaba a dar crédito. Pero todo apuntaba a que era cierta. Trastabillé por el pasillo, mientras en mi cabeza se iban ensamblando todas las piezas de un puzle que siempre había tenido delante. Comprobarlo fue terriblemente sencillo. Bastó con que me apostara con el coche cerca del cubil de soltero de Víctor, y subir hasta su piso al verlo salir rumbo al instituto. Llamé al timbre sabiendo quién me abriría. No puedes vivir sin mí, dije ante sus ojos espantados.

Llegué a casa con el tiempo justo para llevar a la niña al colegio. Mientras subía en el ascensor pensé que era la primera mañana después de un mes en que Laurita no encontraría ninguna carta de Jasmyn al levantarse. Por eso me sorprendió que mi pie tropezara con un sobre cuando abrí la puerta. Lo cogí del suelo envuelto en una nube de irrealidad. Pero no era una carta de Jasmyn. Era de Nuria, y estaba dirigida a mí. En ella me decía que aquello no era una despedida, que volvería, que necesitaba ver mundo, encontrarse a sí misma. Y esas palabras me hubiesen ofrecido un enorme consuelo de no haber estado escritas por la letra torpe y esforzada de mi hija de nueve años. Laurita y yo nos miramos unos segundos, antes de fundirnos en un abrazo envuelto en lágrimas. Ahora comprendía que mi hija siempre lo había sabido, pero que había preferido creer en la hermosa mentira que yo había fabricado para ella antes que imaginar a su muñeca rota, tal vez tirada en una zanja, y que ahora me ofrecía la posibilidad de que yo creyese que la mía también volvería, a pesar de no poder evitar recordarla tendida sobre la cama de Víctor, mis dedos marcados en su cuello y en los ojos un último reproche, porque tampoco mi modo de enfrentar aquella situación le había parecido el correcto.

 

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