Purificación López
Cuesta
un esfuerzo especial acceder a mi tienda favorita por el reducido tamaño de la entrada.
Pequeña, redonda y oscura, hay que gatear para atravesar el pasadizo que conduce
al interior. Pero merece la pena. Porque es una tienda de narices; no quiero decir
con ello que sea fantástica, que también, sino que su artículo estrella (y único)
son las narices.
La estancia es amplia y en forma hexagonal, repleta
de vitrinas. A la derecha de la entrada hay decenas de estantes de cristal con narices
de animales. La parte que más me gusta, vaya usted a saber por qué, es la que exhibe
las de ciervo, león, cerdo y oso gris.
Del techo cuelgan hileras de brillantes cadenas de cuyos
extremos penden narices de colegiala, cupletista y monitor de aeróbic. Sobre la
puerta roja que queda justo a la izquierda, está apoyada una gran escalera metálica
y, en cada escalón, reposan narices de cien nacionalidades diferentes, narices de
enamorados y de hombre del tiempo. En los expositores de resina blanca repartidos
por el establecimiento, las hay de árbitros y maestros, políticos y relojeros. Detrás
del mostrador de metacrilato estilo art déco, están las narices
señoriales. Unas son aguileñas, otras rectas y algunas planas; pero todas tienen
en común su gran tamaño.
Tras diez visitas a la tienda, tienes la opción, si
lo deseas, de atravesar la puerta roja para saber qué hay al otro lado. Precisamente,
hoy estoy en mi décima visita. El dependiente, solícito, me da la llave. Y, sin
pensarlo dos veces, entro en la habitación. Una luz azul la ilumina tan suavemente
que apenas distingo nada de lo que hay en ella. Oigo un ruido sibilante y siento
un dolor agudo en el mismo instante que una enorme cuchilla pasa a gran velocidad
por delante de mis ojos. Mi nariz cae sobre una cesta a mis pies. Pierdo el conocimiento.
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