domingo, 28 de abril de 2024

Narices

Purificación López

 

Cuesta un esfuerzo especial acceder a mi tienda favorita por el reducido tamaño de la entrada. Pequeña, redonda y oscura, hay que gatear para atravesar el pasadizo que conduce al interior. Pero merece la pena. Porque es una tienda de narices; no quiero decir con ello que sea fantástica, que también, sino que su artículo estrella (y único) son las narices.

La estancia es amplia y en forma hexagonal, repleta de vitrinas. A la derecha de la entrada hay decenas de estantes de cristal con narices de animales. La parte que más me gusta, vaya usted a saber por qué, es la que exhibe las de ciervo, león, cerdo y oso gris.

Del techo cuelgan hileras de brillantes cadenas de cuyos extremos penden narices de colegiala, cupletista y monitor de aeróbic. Sobre la puerta roja que queda justo a la izquierda, está apoyada una gran escalera metálica y, en cada escalón, reposan narices de cien nacionalidades diferentes, narices de enamorados y de hombre del tiempo. En los expositores de resina blanca repartidos por el establecimiento, las hay de árbitros y maestros, políticos y relojeros. Detrás del mostrador de metacrilato estilo art déco, están las narices señoriales. Unas son aguileñas, otras rectas y algunas planas; pero todas tienen en común su gran tamaño.

Tras diez visitas a la tienda, tienes la opción, si lo deseas, de atravesar la puerta roja para saber qué hay al otro lado. Precisamente, hoy estoy en mi décima visita. El dependiente, solícito, me da la llave. Y, sin pensarlo dos veces, entro en la habitación. Una luz azul la ilumina tan suavemente que apenas distingo nada de lo que hay en ella. Oigo un ruido sibilante y siento un dolor agudo en el mismo instante que una enorme cuchilla pasa a gran velocidad por delante de mis ojos. Mi nariz cae sobre una cesta a mis pies. Pierdo el conocimiento.

 

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