martes, 16 de abril de 2024

Rojo menguante

Esther Seligson

 

Tsering era un monje nuevo. Es decir que hacía solamente un par de años que formulara sus votos y vistiera el hábito de la Orden. No fue empujado por alguna crisis mística o una urgente devoción. Tampoco habría dicho que lo hizo por comodidad. ¿Miedo? Sin duda. Verse lanzado, a causa de sus acciones, en el Reino de los Infiernos no era una perspectiva esperanzadora para sus próximos sesenta años.

El Lama a quien le confesó sus temores, y el origen de ellos, viendo su sincero arrepentimiento, le sugirió esa salida –provisoria sin embargo– para que pudiera ponerse a prueba, dado que nada hay en la vida de un ser humano que esté irremisiblemente perdido, ningún rasgo de carácter que la voluntad y la motivación pura no puedan transformar. Pero ese Lama, un viejo sabio pleno de compasión y verdadero conocimiento de las flaquezas humanas, no sin cierto espíritu malicioso, lo envió a presidir los rezos y encargarse del servicio ritual en un pequeño templo recién edificado para una comunidad de adeptos en su mayoría extranjeros y de la cual él era Lama Guía.

Tsering creció en el seno de un budismo condimentado por las diferentes prácticas a los dioses hinduistas, sincretismo amable al que se habían habituado los exiliados que vivían en los alrededores de la gran ciudad, con la particularidad de que su madre era devota del culto a Kali, la Terrible, la Oscura. Sin embargo, él siempre fue dejado en la libertad de hacer de sí mismo lo que su excepcional belleza le dictara.

En efecto: tenía un porte majestuoso, una suerte de timidez en los gestos, de asombro infantil en la mirada, de desamparo aquiescente en la sonrisa, que le ganaba de inmediato el corazón de la gente. No que hubiese abusado de ello –parecía no tener conciencia cabal del alcance, desastroso o benéfico, de estos rasgos en su persona– con deliberada intención, pero, ahora, al hacer el recuento de su vida hacia atrás, comprendía cuánto fue el daño que causara, en especial entre las mujeres, aunque también hubo una época en que se dejó seducir por hombres maduros y ricos capaces de proporcionarle los medios que iría a dispendiar en los burdeles más exquisitos o en los suntuosos regalos con que compraba al padre, a la madre o a ambos, de la daikini que quería ser suya. Sí, su pasión eran las vírgenes a punto de entrar en la adolescencia, pero con el cuerpo ya formado y exuberante.

Ahora bien, como le dijera el viejo Lama, ése no era el pecado, por supuesto: la pasión erótica, la capacidad de vivirla y hacer de ella un Arte, pertenecía al Reino de las Divinidades y feliz el mortal bendecido con ese don. El aspecto condenador habría sido la facilidad con que Tsering agotaba el fuego de esa pasión, la avidez de hambriento insaciable con que pasaba de un cuerpo a otro sin medir consecuencias. “Hasta los ríos que se salen de madre vuelven a su lecho y regulan el ímpetu de su caudal”, le dijo risueño. “Tú vives desbordado, ajeno a los estragos que causaste a tu paso”, concluyó el venerable sabio al cabo de las largas sesiones en que Tsering hizo el recuento de sus correrías. Después siguieron varios periodos de ayuno, de meditaciones y de paulatino entrenamiento en las secuencias y contenidos de los rezos que iría a presidir. El Lama lo seguía de cerca en este proceso con la paciencia de quien observa el brote de retoños en un árbol ha poco podado.

No se habló más del pasado, y cuando, finalmente, le aceptó sus votos de celibato, castidad y renuncia, le otorgó su nuevo nombre como un recién nacido y lo envió a la comunidad de adeptos que se había establecido en un pueblo cercano al monasterio que estaba bajo su propia dirección espiritual.

Tsering fue bien recibido y entró en funciones sin ocuparse por establecer lazos personales con los adeptos que no eran particularmente constantes en la práctica y además variaban a menudo tanto en las sesiones matutinas como en las vespertinas. Por otra parte, había adoptado la costumbre de no mirar de frente a nadie y de tomar sus alimentos en soledad. El templo, de donde casi sólo salía para recorrer a pie el trayecto hacia el monasterio en sus periódicas visitas al Lama, era un salón rectangular aislado al fondo del jardín que rodeaba la residencia principal, un sencillo edificio de estilo local con algunas habitaciones comunes, otras para parejas, una sala de reuniones y meditación y, en el sótano, la cocina y gran comedor. Otro edificio más pequeño albergaba las dependencias donde se teñían telas y fabricaba papel, actividades de las que se mantenía la comunidad.

Corrían los primeros meses de su tercer año de ordenamiento cuando, una madrugada, despertó con la certeza de que alguien lo había estado observando durante su sueño. En el altar, inusitadamente, la llama votiva no ardía y el resto de las vasijas estaba volcado. Por las rendijas de la puerta corrediza la luz de una luna azafranada caía sobre las imágenes colgantes en las paredes. Se hubiera dicho que las divinidades respiraban, y las telas en que estaban impresas relumbraban chispeantes. El silencio era absoluto, mas no el de una vegetación quieta o de bichos e insectos que duermen, sino el de un aliento contenido, a la expectativa, algo que de pronto enmudeció.

Tsering permaneció en su jergón sin comprender de dónde, además, esa resaca de borrachera en su cuerpo y el intenso olor a resinas quemadas. Limpió y reordenó todo, y en cuanto terminó con los rezos matutinos, envuelto aún en un sopor de irrealidad, tomó camino rumbo al monasterio.

La mañana, por contraste, tenía una bulliciosa transparencia. El aire cargado de perfumes le cosquilleaba en la nariz y las orejas, y varias veces se enjugó del rostro un sudor pegajoso que le endulzaba los labios. Antes del cruce de la vereda que entronca desde el pueblo con el sendero hacia el monasterio, distinguió una larga y esbelta figura en sari rojo. Fugaz le cruzó, más a la altura del plexo que en la mente, la imagen de su madre cuando al retorno de sus rituales, temblorosa y exaltada, se abrazaba a él con un extraño suspiro.

El sabio Lama lo escuchó con atención. Luego le preguntó por sus sueños –no, nunca los recordaba–, su salud –no tomaba alimento después del mediodía, y de beber, sólo té de hierbas–, sus deseos –no sentía ya atracción por ninguna mujer, en consecuencia tampoco se masturbaba–, ¿algún acontecimiento que hubiese alterado la rutina en la comunidad? Nada. Al cabo, encendió varias varillas de incienso, se sentaron uno frente al otro en la postura tradicional y meditaron largamente.

De regreso a su templo Tsering iba aliviado y contento. Purificó el lugar según las indicaciones del Lama, removió una a una las estatuas de las divinidades, frotó sus zoclos para desprender el polvo acumulado, pulió las ocho vasijas de metal para las ofrendas, consagró arroz limpio, agua y aceite puro. Al sacar de su sitio la mesa del altar descubrió una madriguera de ratones a quienes atribuyó el desorden. Incrementó ayunos y prosternaciones. Exigió de los adeptos mayor devoción y constancia en la práctica e insistió en instruirlos en la secuencia de los rezos para que todos se involucraran en el ritual. Entonces apareció, entre los estudiantes, Sofía.

Dos horas de estudio hacia el atardecer, con la luz aún clara e intensa sobre el jardín donde acomodaron la mesa redonda y las sillas. Difícil adivinar su edad, su origen.

Alta, delgada, caderas y senos opulentos, la cabellera cobriza ensortijada, la piel morena clara. Lo que encendía la sangre de Tsering eran los ojos verdes con destellos de obsidiana, profundos y singularmente duros, fríos por contraste con la sonrisa que desbordaba generosa de los labios carnosos. Discreta, aprendía rápido y con precisión. Durante los rezos ocupaba un lugar cercano a la puerta y al término desaparecía. Una tarde, la luz aguamarina tamizaba rostros y plantas y el aire, ligero, parecía un murmurio de aguas escondidas bajo la mesa, sintió la mano de ella, sus dedos larguísimos, escurrírsele por entre los pliegues del faldón a la altura de las rodillas. Ni siquiera se sorprendió, aunque estuviera a punto de perder la conciencia de sí mismo. Inclinada sobre el texto, a su lado, Sofía recitaba con su habitual voz grave y pausada mientras los demás seguían la lectura por su cuenta.

Una semana después, durante la luna llena, en la madrugada, Sofía descorrió suavemente la puerta del templo. Tsering reconoció entonces la larga, esbelta figura del sari rojo y que se olvidara de mencionar aquella mañana cuando fue a hablar con el venerable Lama. Sofía se sentó sobre las rodillas y, así, empujándose despacio con las manos en el suelo, se fue acercando hacia el jergón. Ninguno habló…

En el trayecto rumbo al templo, junto al adepto que fue a buscarlo de manaña al monasterio, el viejo Lama iba reconstruyendo mentalmente lo que Tsering le relatara en su última visita. Los miembros de la comunidad le aguardaban silenciosos en el jardín. Ninguno había entrado al templo, ni siquiera cuando descorrieron la puerta extrañados al no escuchar el gong con que los llamaba para el rezo. Desnudo, el cuerpo de Tsering yacía boca abajo con los brazos extendidos hacia el altar. El recinto olía a resinas quemadas; la llama votiva, apagada, y el resto de las vasijas volcado. Al acercarse, el prior descubrió la espada que Manjushri –El Que Corta De Raíz La Ignorancia– sostenía en alto, como si la hubiese lanzado certera, desde su lugar en uno de los nichos que se alinean en la pared sobre el altar, en el momento de la prosternación del monje fornicador y sacrílego, clavada justo en la base de la séptima cervical, de modo que lo traspasó hasta la garganta. Alrededor de la cabeza rapada de Tsering había manchas de sangre, y sobre el escabel de madera, a los pies de la divinidad, las huellas de dos manos con larguísimos dedos firmemente marcadas. El Lama las frotó, hasta borrarlas, con el borde de su faldón.

Tsering fue incinerado según la costumbre y sus cenizas dispersadas en el río. Días más tarde, bajo una dulce, tibia, llovizna matinal, el viejo Lama, antes del cruce de la vereda que entronca desde el pueblo con el sendero en el que estaba a punto de internarse rumbo al monasterio, distinguió una larga y esbelta figura en sari rojo.

 

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