José María Merino
A
partir de la operación, el cuerpo me ha desobedecido en muchas ocasiones. Se niega
a levantarse, a sentarse. Se niega a entrar o salir. Me fuerza muchas tardes a permanecer
en casa, inmóvil como un mueble más. Los trámites de la testamentaría –las últimas
enfermedades suelen empezar al tiempo que las primeras herencias– me han obligado
a hacer este viaje y me sorprendió comprobar la facilidad con que mi cuerpo se dispuso
a ello. Anoche, tras llegar a la vieja casa impregnada de recuerdos de niñez y adolescencia
que incrementaban mi desazón, advertí el primer signo rebelde: en un momento de
la madrugada me sentí en una posición incómoda que no me dejaba respirar bien e
intenté moverme, pero el cuerpo no me respondía. Como estaba dormido, comprendí
que era preciso despertar para cambiar de postura, pero mi cuerpo no quería despertarse,
y sólo después de un largo forcejeo en el umbral que comunica sueño y vigilia conseguí
vencer su resistencia. Otro signo de rebelión se produjo esta misma tarde, después
de comer, cuando me disponía a pasear por el bosque. Mi cuerpo no me obedeció y
tuve que cambiar de rumbo y encaminarme a los acantilados. Ahora estoy sentado en
el borde del prado húmedo, sobre el mar que ruge. En el oscuro roquedal, treinta
metros más abajo, se desparrama violenta la espuma de las olas. Hace mucho frío
y he intentado regresar a casa, pero mi cuerpo se rebela una vez más, se acerca
al borde del precipicio, levanta los brazos. Asumo lo que va a suceder con horrible
resignación.
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