Roberto Bravo
Beatriz y yo teníamos tres
meses de salir, de pasar una o dos noches de la semana juntos; y mi aparato reproductor
no funcionaba; se había convertido, a causa de un tratamiento médico, en el drenaje
de los líquidos de mi cuerpo. Beatriz, al referirse a nuestra relación, decía: “No
sé cuánto tiempo va a durar esto, pero…” Como ha sido mi costumbre, la escuchaba;
y aunque sentía cada vez más cerca la sombra de nuestra separación, seguí sin detenerme,
sin sentarme un momento siquiera a reflexionar la manera de enfrentar el problema;
trataba de minimizar el asunto pensando que mi falta de erección no podría ser determinante;
en lo nuestro había muchísimas cosas más; y además, la potencia de mi falo había
sido sustituida varias veces por mi ingenio, si no con gracia, sí de manera efectiva.
De hecho ya no tomaba aquellas pastillas, y sin resultados; aquel plátano con pelos
que colgaba entre mis piernas seguía columpiándose como los senos de una anciana.
Por otra parte me encontraba en lo que se dice un verdadero apuro económico y no
quería recurrir a las pastillas de moda para que se irrigara mi pene con la sangre
suficiente, eran demasiado caras y dinero era precisamente lo que no tenía. Se trataba
también de mi orgullo y de saber hasta dónde llegaría Beatriz con aquellas palabras:
“no sé cuánto va durar esto”. Como dije antes, siempre espero tener encima el problema
para enfrentarlo, así que visité a un amigo doctor; me dijo que la droga que estaba
tomando estimulaba la actividad del parasimpático y que obviamente necesitaba dejar
de tomarla para que mi cuerpo volviera a su equilibrio anterior. Le pregunté si
las pastillas que anunciaban en la televisión, que garantizaban una erección satisfactoria,
eran efectivas o se trataba de mera propaganda. Me respondió qué sí, que era verdadero
lo que decían de ellas, porque la sustancia que contenían estimulaba la actividad
del simpático, que hacía exactamente lo contrario del parasimpático. Después de
terminarnos el café y de escuchar sus problemas –proporcionalmente inversos a los
míos– salí de su casa preguntándome si después de tanto tiempo de usar aquella medicina
que estaba dejando de tomar, y por haberlo hecho, mi parasimpático había quedado
desquiciado y arruinado de tal manera que nada ni nadie podría hacer algo por restaurar
la actividad de mi simpático.
Aunque no soy del tipo suicida, decidí ir al fondo
del asunto y lo que hubiera de suceder, sucediera: eran dos cosas las que me esperaban:
ir a la cárcel por el sobregiro y falta de pago de mis cuentas, y verme nuevamente
solo, sin aquello que eufemísticamente llaman “compañera”.
Pregunté a Beatriz por el sitio en el que le gustaría
pasar el fin de semana. Mencionó un hotel SPA, sin clasificación turística, muy
exclusivo, con campo de golf y un salón de eventos al que asistían las luminarias
de los negocios. Me dije que esta vez no habría ningún impedimento para estar contentos
y con el confort olvidaría la pesadilla que estaba viviendo. Reservé una de las
suites que quedaban. La señorita que nos atendió nos despidió con una sonrisa y
Beatriz y yo salimos a la calle tomados de la mano.
Al llegar al hotel-exhacienda me pareció extraño que
todo correspondiera a lo que había imaginado y visto en la propaganda. Beatriz estaba
radiante y, a pesar de que su belleza no necesita de marco alguno o de que algo
la estimule, irradiaba tal energía y frescura que renové todos los votos que había
hecho por que se diera nuestra relación. Al registrarnos, sacaron un “voucher” a
mi tarjeta de crédito y me pidieron que lo firmara sólo si quería; les dije que
mejor al irme, cuando se cerrara la cuenta, porque era posible que les pagara en
efectivo. El joven que nos atendió sonrió y se mostró interesado por el escote de
Beatriz, que dejaba al descubierto el nacimiento de sus senos. Un mozo de filipina
blanca cargó nuestro equipaje y como en el precio del paquete estaba incluida la
propina sólo le di las gracias.
Después de cenar, pregunté a Beatriz si quería ir
a la discoteca a tomarnos un trago y bailar. Me respondió con una sonrisa pícara,
diciéndome que estaba cansada; y que interpreté como que prefería que retozáramos
en la cama.
Otra vez, como en las ocasiones anteriores, a mi pene
no llegó suficiente sangre y por lo tanto no cumplió con su función de órgano reproductor.
Esperé que Beatriz me dijera algo, pero sólo pidió que prendiera la televisión y
que buscáramos una película para entretenernos.
Al día siguiente me di cuenta de que en ella existía
la voluntad de ayudarme; después del desayuno recorrimos los jardines; fue un placer
identificar las plantas y los árboles; hicimos lo mismo por el campo de golf; desde
distintos miradores del hotel contemplamos el paisaje y sonreíamos por cualquier
cosa; todo fue un motivo para hacernos un guiño o una caricia; nos la pasamos verdaderamente
bien, tanto que hizo el comentario que le parecía andar de luna de miel. Por la
noche aceptó ir la discoteca, bailamos y tomamos lo suficiente como para estar desinhibidos.
Como la vez anterior, después de mi impotencia, pidió
que encendiera la televisión, salvo que en esta ocasión se quedó dormida casi inmediatamente
después de que lo hice. Yo vi dos películas completas y el principio de otra, hasta
que preferí descansar, aunque no pudiera conciliar el sueño.
Por la mañana, mientras nos acicalábamos para el desayuno,
hizo el comentario: “No sé cuánto va a durar lo nuestro, pero…” Como las veces anteriores,
me hice el que no escuchó. Nos quedaba una noche más, así que después de desayunar
y antes de irnos de paseo le pedí que nadáramos un rato en la alberca; quería recordar
mi niñez, en la que fui un empedernido nadador y también sacar la tensión que sentía
por el futuro que me aguardaba.
Salimos de nuestro cuarto hacia la alberca tomados
de la mano; Beatriz con pena, porque su vello púbico asomaba fuera de su traje de
baño: “Parecen bigotes de gato”. Hizo el comentario queriendo no darle importancia,
pero una señora, que iba a la par de nosotros, con el mismo propósito, al darse
cuenta hizo una mueca de disgusto. Yo sentí un pequeño escozor en mis gónadas, me
agarré fuerte a su mano y pasamos frente a los vacacionistas que descansaban en
las sombrillas, alrededor de la alberca. Una vez en el agua, mientras ella hacía
esfuerzos por nadar de perrito, crucé una y otra vez la alberca, hasta que mi escasa
resistencia al ejercicio hizo que me detuviera, jalando aire por todos lados. Beatriz,
cuando me detuve, se acercó a mí; la mujer que la había visto disgustada porque
sus pelos salían de su traje de baño nadaba a su lado, sumergiéndose cerca de ella,
y ella sentía aquello como un hostigamiento. Beatriz, se pegó a mi cuerpo y rodeó
mi cuello con sus brazos y me dio un beso. Sentí en ese momento mi pene como el
botón de una flor al reventar, abriéndose paso por mi traje de baño bikini. Estuvimos
un rato abrazados y al ver el vello de sus axilas; que no había rasurado en varios
días, perdón, me dijo sonriendo al darse cuenta que los veía, no me los he rasurado;
fue entonces, y a pesar de que la chismosa mujer nadaba y se sumergía frente a nosotros,
que bajé las manos y abrí la entrepierna del traje de baño de Beatriz y metí mi
falo, que buscó rabioso su sexo. En esos momentos no me puse a pensar que aquello
era verdaderamente imposible, la verga entraba y salía del calzón de Beatriz sin
lograr su objetivo. La chismosa emergió a la superficie con un rictus de asco en
su rostro; fue entonces que Beatriz decidió tomar en serio el asunto y agarró la
cabeza de mi aparato reproductor y la acarició fuerte, girando sus dedos en ella
como si se tratara de un picaporte, y yo no pude hacer otra cosa que apoyar mi cuello
sobre el borde de la alberca. Cerré los ojos y frente a ellos empezaron a estallar
todos los globos que cabían en mi visión. Me quedé así hasta que empezó a salir
semen, que asomó como manchas albas en la superficie. Al llegarme la paz, empecé
a besar agradecido a Beatriz, y en medio de esa placidez, un mozo con filipina blanca
me dio una tarjeta que decía. “Señor: Abandone el hotel inmediatamente. Si no lo
hace de manera discreta, se lo pediremos de otra forma. La Gerencia”. Sonreí. Le
mostré el mensaje a Beatriz, también sonrió, quitó su mano de mi miembro, se acercó
a mi oreja y susurró, vámonos.
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