Peter Bichsel
Quiero contarles de un hombre
viejo que ya no pronuncia ninguna palabra. Tiene un rostro cansado: cansado de reír
y cansado de enfadarse. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle, cerca
de la esquina. No vale la pena describirlo, casi nada lo diferencia de otros. Usa
un sombrero gris, pantalón gris, una chaqueta gris y en invierno un largo abrigo
gris. Tiene un cuello delgado cuya piel está seca y arrugada. Los botones blancos
de la camisa le aprietan demasiado.
En
el piso inferior de su casa tiene un cuarto; quizás estuvo casado y tuvo hijos,
quizás vivió antes en otra ciudad. Seguramente alguna vez fue niño, pero eso fue
hace mucho tiempo, allá donde los niños eran vestidos como adultos. Donde se veían
tal como en el álbum fotográfico de una abuela.
En
su cuarto hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre la
pequeña mesa está un despertador, al lado están los viejos periódicos y el álbum
fotográfico; sobre la pared cuelgan un espejo y un retrato.
El
hombre viejo tomaba un paseo por las mañanas y un paseo por las tardes; hablaba
un par de palabras con su vecino, y por las noches se sentaba a la mesa.
Nunca
cambiaba. Incluso los domingos eran así.
Y
cuando el hombre se sentaba a la mesa, siempre escuchaba hacer tic tac al despertador.
Pero
hubo un día especial: un día con sol, no tan frío ni tan caliente, lleno de gorjeos
de pájaros, con gente alegre, con niños que jugaban. Y lo especial fue que, de pronto,
todo le gustó al hombre.
Y
sonrió.
–Ahora
todo cambiará –pensó.
Desabrochó
el primer botón de su camisa, tomó su sombrero en la mano; aceleró su paso, se balanceó
en sus rodillas al caminar y se puso muy contento. Llegó a la calle donde vivía,
inclinó la cabeza para saludar a los niños, caminó hasta su casa, subió la escalera,
tomó las llaves de la bolsa y cerró su cuarto.
Pero
en su cuarto todo seguía igual: una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó
a la mesa, escuchó nuevamente el tic tac y toda su alegría se fue, pues nada había
cambiado.
Entonces
al hombre le sobrevino una enorme furia.
En
el espejo vio ruborizar su rostro: cómo cerraba y abría los ojos; entonces hizo
puños sus manos, las levantó y golpeó la mesa; primero un golpe, después otro y
empezó a golpear y golpear como si tocara un tambor, al tiempo que gritaba una y
otra vez:
–¡Tiene
que cambiar, esto tiene que cambiar!
Y
dejó de escuchar el despertador.
Pero
sus manos comenzaron a dolerle y su voz se cansó; entonces escuchó otra vez el despertador.
Nada
había cambiado.
–Siempre
la misma mesa –dijo el hombre–, las mismas sillas, la misma cama, el mismo cuadro.
Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, a la cama la llamo cama y a
la silla la nombro silla. ¿Por qué? Los franceses le dicen a la cama “li”, a la
mesa “tabl”, al retrato lo nombran “tablo” y a la silla “schäs”, y se entienden.
Y los chinos también se entienden.
–¿Por
qué la cama no se llamará retrato? –pensó el hombre y se rio, y se rio tanto que
el vecino de al lado golpeó en la pared y gritó:
–¡Silencio!
–De
ahora en adelante todo cambiará –dijo, y a la cama la llamó retrato.
–Estoy
cansado, quiero ir al retrato –pensó.
Por
la mañana, se quedó acostado, como acostumbraba, largo rato en el retrato y pensó
cómo podría llamar a la silla: y la nombró despertador.
Por
fin se puso de pie, se vistió, se sentó sobre el despertador y apoyó los brazos
sobre la mesa.
Pero
ahora la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra.
Por
la mañana el hombre dejó el retrato, se vistió, se sentó a la alfombra en el despertador
y pensó a quién podría decirle que:
a
la cama le dice retrato,
a
la mesa le dice alfombra,
a
la silla le dice despertador,
al
periódico le dice cama,
al
espejo le dice silla,
al
despertador le dice álbum fotográfico,
al
armario le dice periódico,
a
la alfombra le dice armario,
al
retrato le dice mesa
y
al álbum fotográfico le dice espejo.
Entonces, su
misma historia sería:
Por
la mañana, el hombre viejo se quedó, como acostumbraba, largo rato recostado en
el retrato. Alrededor de las nueve sonó el álbum fotográfico. El hombre se levantó
y se paró sobre el armario para que no se le enfriaran los pies. Tomó su ropa del
periódico, se vistió, miró la silla sobre la pared, se sentó después sobre el despertador
a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.
El
hombre halló tan divertido lo que había hecho que practicó todo el día. Se aprendió
de memoria las nuevas palabras. Y renombró todo. Entonces ya no fue un hombre sino
un pie, y el pie fue una mañana y la mañana un hombre.
Ahora,
ustedes también pueden reescribir la misma historia. Sólo tienen que cambiar los
demás términos, tal como hizo el hombre:
sonar
es pararse,
enfriarse
es ver,
estar
acostado es sonar,
estar
de pie es enfriarse,
pararse
es hojear.
Y entonces así
quedaría:
Por
el hombre, el viejo pie se quedó, como acostumbraba, largo rato sonando. Alrededor
de las nueve se acostó el álbum fotográfico, el pie se enfrió y hojeó sobre el armario
para no verse las mañanas.
El
hombre viejo se compró un cuaderno y escribió en él hasta llenarlo con sus nuevas
palabras.
Tuvo
mucho que hacer.
Se
veía tan raro en la calle.
Entonces
aprendió nuevos términos para todas las cosas, y se olvidó más y más de los nombres
correctos. Ahora tenía un nuevo idioma que le pertenecía únicamente a él.
Aquí
y allá soñaba el nuevo lenguaje; traducía las canciones de su época escolar a su
nuevo idioma y las cantaba en voz baja para sí.
Pero
pronto sintió que ya le era más difícil traducir. Casi había olvidado su antiguo
lenguaje y tuvo que buscar las palabras correctas en su cuaderno. Sintió miedo de
hablar con la gente. Tuvo que pensar largamente cómo dice la gente las cosas:
a
su foto la gente le dice cama,
a
su alfombra la gente le dice mesa,
a
su despertador la gente le dice silla,
a
su cama la gente le dice periódico.
a
su silla la gente le dice espejo,
a
su álbum fotográfico la gente le dice despertador,
a
su periódico la gente le dice armario,
a
su armario la gente le dice alfombra,
a
su mesa la gente le dice foto
y
a su espejo la gente le dice álbum fotográfico.
Y llegó tan lejos
que se reía cuando escuchaba hablar a la gente.
Por
ejemplo, se reía si escuchaba que alguien decía:
–¿Irás
mañana también al juego de futbol?
O
si alguien decía:
–Llueve
desde hace dos meses.
O
si alguien decía:
–Tengo
un tío en América.
Y
se reía porque no entendía.
Pero
su rostro no fue de felicidad. Su rostro comenzó a entristecerse y así terminó:
muy triste.
El
hombre viejo con el abrigo gris no entendía a la gente.
Lo
que no fue tan grave.
Lo
grave fue que la gente no pudo entenderlo.
Y
por eso no dijo nada más.
Se
quedó callado; hablaba sólo con él mismo.
No
volvió ni siquiera a saludar.
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