Eugenio Noel
I
Serían las cinco de la mañana cuando llegué al matadero,
y ya la “cola” rebasaba la fuente que hay cerca de la Puerta de Toledo, ocupando
parte del patio de entrada, muy próxima la cabecera a la gran nave donde se descuartizan
las reses bravas y se apartan los mondongos.
Diseminados por todas partes veíase
a los casqueros, hombrones del norte casi todos, con las manos metidas en el peto
de los mandiles mugrientos y teniendo a los pies una enorme cesta de cinc para transportar
las asaduras, los despojos, las pezuñas, las criadillas, todos esos menudillos que
huelen tan mal, expuestos por los tablajeros y que son la base de la comida de mucha
gente y la fortuna de los gatos.
Algunos carreros se entretenían en
limpiar un enorme cajón con ruedas formidables, lleno de sangre y piltrafas, vehículo
de los que, al anochecer, transportan las carroñas hechas cuartos tan descaradamente
como con peligro de los transeúntes. Y tan cierto es ello, que no hay en el mundo
nada semejante a esta repugnante manera de transportar la carne, indigna de una
capital europea, al aire libre la parte posterior del carro, hacinados los sangrientos
despojos y balanceándose en los movimientos difíciles del monstruoso y pesado armatoste,
arrastrado a través de las calles angostas por reatas de muías a las que su desaprensión
y bestialidad han hecho merecidamente célebres.
Saludé al matarife,
a quien iba recomendado nada menos que por el concejal visitador del establecimiento,
y por el caso que me hizo pude sospechar el que me hubiera hecho de no haberme recomendado
tan grande personaje. Sin embargo, días más tarde se me hizo notar por el concejal
de marras, asiduo lector de Nietzsche por cierto, que tales matarifes, por razón
de su oficio, son poco comunicativos y de alma endurecida, a cuyas cualidades hay
que forzosamente hacer honor, pues sin ellos la alimentación de las urbes sería
un problema peliagudo.
Y tan era así y tan poseído estaba
de su importancia el verdugo de los animales, que cuantos pasaban por nuestro lado
le saludaban con deferencia, le daban palmaditas en los hombros y le hacían toda
clase de sociales monerías.
Visité las dependencias, dignas de
eterna recordación por lo nada higiénicas y lo insuficientes, y me hacía cruces
al considerar que España tenga por capital un pueblo a quien no le arredra poseer
en una de las calles más concurridas y populares un edificio semejante.
Pero lo que a mí aquella mañana me
interesaba no era el edificio, ni su emplazamiento, ni la parte que en la mortalidad
diaria pudiera caberle. Estos absurdos tienen raíces más hondas que la falta de
dinero o crédito de los ayuntamientos, y allí me llevaba precisamente la busca y
captura de una de ellas. Las raíces del mal suelen estar casi siempre allí donde
los especialistas dedicados a extirparlo ni presumen siquiera su existencia. Los
hombres suelen despreciar los detalles aparentemente sutiles y rehúsan la inspección
minuciosa de lo insignificante, enamorados como suelen estar de altas teorías y
endiabladas jeringonzas.
El objeto de mi visita era aquella
“cola”, tan larga ya a las cinco de la mañana. El olor nauseabundo que venía en
ráfagas y a rachas parecía salir de la “cola” aquella y no de las naves del matadero.
El balido de los rebaños prestos al sacrificio, el mugir doliente de los bueyes,
los gruñidos de las víctimas, de aquella “cola” y no del edificio parecía surgir.
He estado en el hospital, en la guerra
y en la cárcel y no vi jamás cosa que igualara la tragedia horrible de aquella escena
silenciosa. Apoyados en las paredes, reclinados en los salientes de las piedras,
agarrados a los hierros de la verja, rígidos como estatuas, en cuclillas, sentados
a lo turco, echados en el suelo, en esa forma que el lenguaje gráfico del pueblo
define así, “echadazos”, hombres, niños, mujeres, aguardaban tranquilos, inmovilizados
en la postura primera que tomaron. Unos llevaban cazuelas; otros, pucheros; copas
grandes de vidrio; jarras, algunos. Muchas mujeres vigilaban con cuidado panzudos
cántaros de tierra de Vallecas. Un niño jugaba en las baldosas de la acera con un
viejo perol abollado. Otros, en torno de la fuente, limpiaban, despaciosos, y como
indiferentes, vasijas de formas vulgares, compradas casi de balde, pintarrajeadas
y tripudas como loza de salvajes.
No eran todos desastrados ni mucho
menos. Junto a un hombre, todavía joven, de recia barba, descuidada indudablemente
por la necesidad, de traje muy gastado, esperaba una muchacha apañadita, muy limpias
las ropas de tela barata pero escogida con gusto. Los había famosos, de esos desgraciados
sumidos en la abyección de la miseria cuyo traje excéntrico os hace deteneros para
mirarlos, y no sabéis si reíros o socorrerlos. Allí estaban, en la pared, encorvados,
las manos en los bolsillos, el puchero en un sobaco, caído el sombrero hasta los
ojos como si les diera el sol y aprovecharan el tiempo durmiendo. Uno de éstos tenía
a sus pies un niño lindísimo, desgreñado, casi desnudo, que gozaba arreando trastazos
contra las piedras con un bote de conservas. Los pobres a quienes en España se distingue
con el pomposo título “de solemnidad” expedido en las parroquias por diez céntimos,
tenían allí su representación; se distinguían admirablemente; perdidos para toda
iniciativa moral eran una carga para los demás, lo sabían y, sin explotarla, ¡qué
más hubieran deseado!, vivían de ser gravosos a la caridad militarizada.
Obreros sin trabajo o que faltaban
a él aquel día por recomendación de un vecino o curandero; “chavales” sin padres
o con ellos que habían sido mandados; habitantes de esas casas cuyas galerías dan
a la calle y que parecen restos o cortes transversales de edificios que se arruinaron;
mendigos que aman su vida a pesar de lo difícil que les debe ser el soportarla;
y, entre tanto resto de naufragio, jovencitas de oficio o vendedoras de plazuela
cuidadosas de sus pies y de su pelo como buenas madrileñas, o viejas, prestamistas
de dinero, incapaces de gastarse un céntimo en medicinas o en consultas de médico,
pero que no querían morirse así como así.
–Cada día vienen más –me decía el
portero–, y a veces llega la “cola” hasta la puerta que da a la Ronda.
Pedí permiso a su madre, y tomé en
brazos a un chiquillo. Era guapo de veras, pero tenía en las bellas líneas de su
cara un no sé qué, el mismo “no sé qué” de todos los que con tanta resignación esperaban:
falta de sangre. Sentían todos escapárseles la vida e ignoraban qué tenían. Todos
pronunciaban la palabra anemia, y no sabían más. En las policlínicas baratas o en
las consultas gratuitas del Hospital de San Carlos les habían dicho a unos que tenían
anemia, la sangre muy clara, poca sangre; otros habían consultado al célebre curandero
Cabezón, el del río, famosísimo entonces en los Barrios Bajos. Los más no habían
tenido necesidad de que les dijeran nada; se sentían sin fuerzas, sin gana de trabajar,
ni de comer, ni de buscarlo. Grima daba verlos. Muertos en vida, su cara y sus manos
tenían un color blancuzco que en los niños llegaba a la transparencia y en los viejos
a la palidez fría de los difuntos. En las jóvenes arrugaba la frente, sacaba a la
fuerza el cigoma, extendía por las mejillas y cerca de la boca un odioso envejecer
prematuro, una como huella ficticia de crápula y existencia vergonzosa.
Las “colas” que forman los pordioseros
o la gallofa a las puertas de los cuarteles a la hora del rancho, no pueden daros
una idea de la “cola” del matadero, ni siquiera esa lúgubre “cola” diaria del Santo
Refugio. Los anémicos eran algo más que pobres y miserables. Buscaban sangre, querían
sangre, como otros quieren y buscan pan. Y lo trágico era esto. Mendigar un mendrugo,
llevar unos harapos raídos, enseñar la carne amarillenta por los agujeros de las
ropas, tener un solo vestido para el día y la noche, el verano y el invierno, es
tan triste, tan injusto, que la sociedad procura aliviarlo valerosamente. Pero…
¿y pedir sangre?, ¿y… sentirse morir en vida aunque haya pan, y verle sobre la mesa
y no podérselo llevar a la boca porque no hay ganas y sabe mal?… ¿Y oír que eso
se arreglaría con sangre, y ser tan ignorante, tan desgraciado, tan pobre, que se
oyen los más estúpidos remedios con ansia?…
Decid, si os atrevéis, a los anémicos
que yo vi el primer año del siglo a la puerta del matadero, que la sangre se hace
dentro del cuerpo… Eso cuesta diabólicamente caro además y va muy despacio. Un reconstituyente,
un específico, un tratamiento puede salvar al rico; al pobre, no. Y si este pobre
es español, inculto y gaznápiro, no podrá esperar, no confiará. Querrá sangre de
quien sea, pero sangre roja, corriente, ya hecha. Una transfusión es cosa muy científica,
rara, muy cara. Hay, pues, que beber sangre líquida. ¿Y de quién? He ahí la dificultad
vencida, soberbia, esplendorosa, castizamente.
¿De quién se ha de beber sangre en
España sino del toro?… ¡Sangre de toro!…
Cabezón, el del río, miraba a una
chicuela traída a casa del célebre curandero adorado en los Barrios Bajos. Observaba
su tez desmayada, abría sus párpados, examinaba el color de las encías, su mirada
fría, su aire raquítico, tardo; y bondadoso le decía a la madre con gestos de judío:
–Llévela al matadero a beber sangre
de toro.
La madre no titubeaba. ¿Y por qué
había de dudar?… ¿No es el toro el animal más bravo de la creación? España se pasa
la vida hablando de ellos; el torero es el hombre más popular que pueda haber en
el mundo, precisamente porque es lidiador de ellos.
¡La sangre del toro!…
La panacea, el remedio universal,
es la sangre de ese bicho indomable. La imaginación del pueblo le ha deificado,
y harta de verle irritado, furioso, en actitudes de luchador sublime, cree en él
como no cree en Dios. Se rociaría el cuerpo con su baba rabiosa, con la espuma de
sus morros, cuando en un lance difícil se cubre de ella el belfo tembloroso. Ese
hombre es un toro, dice el pueblo para significar la bravura de un varón. En las
bestiales peleas de los tigres o los leones con el toro, vistas en el circo, el
pueblo ha aprendido a despreciar la legendaria realeza del melenudo felino. El rey
de los animales es el toro para el pueblo español. Esa arrogancia ciega, esa audacia
irreflexiva, ese “crecerse” con el castigo, su violencia brusca de cerrar los ojos
para no ver sus actos de valor, su prontitud trágica, ¡ah!, todo eso es nuestro.
Su sangre es la nuestra, la soñada sangre de nuestro heroísmo. El pueblo la siente
caer a chorros en su delirio de grandezas, y con la copa llena de esa sangre espumosa
como un vino bueno comete locuras a la manera gloriosa y estúpida del toro.
Las vecinas lo saben bien. Su consejo
es idéntico al del curandero. La enferma oye enérgicamente dicho:
–Coja usted un puchero y beba sangre
de toro. Se cierran los ojos, y ojos que no ven, corazón que no siente.
Si en vez de la sangre del toro fuera
otra sangre, el consejo no se aceptaría. Pero el alma está llena de la visión de
la fiera, y sólo pensar que esa fiereza puede precipitarse en nuestras venas…
II
Las mujeres de los grandes cántaros entran las primeras,
aunque no ocupan en la “cola” esos sitios. Cuando van saliendo hay que taparse las
narices. De aquellos cántaros se expande un olor fétido, imposible de resistir;
no hay cadáver descompuesto que hieda de aquella horrible manera. La boñiga fermentando
en el asfalto no huele tan mal. Es algo podrido y disuelto en un medio que a su
contacto se ha corrompido también, formando una sustancia inmunda que exhala la
muerte. En los vertederos olvidados, los pozos negros rebosantes y las grandes bocas
de los colectores y cloacas no se podría sentir cosa que lo igualara.
Mas aquellas mujeres son madres,
y si huelen se aguantan. El curandero les ha dicho que la parálisis y el raquitismo
de los brazos se cura con aquello, y van al matadero por el líquido asqueroso como
lo sacarían de una letrina de presidio. Es un caldo infernal. El agua en la que
se ha lavado la mondonguería. En ella se abrieron los abomasos, las bolsas de los
vientres, las tripas; en ella se limpiaron las asaduras, las cabezas ya despellejadas,
las pezuñas, los sacos de los orines y se vació y mezcló todo eso, emponzoñando
el agua hasta convertirlo en cieno y fango de una singular traza. El curandero lo
ha mandado.
–Vaya al matadero a por el caldo
de los mondongos y que meta su chico el brazo en él durante media hora. Antes cuece
usted el agua y cuanto más caliente pueda resistir, mejor.
Y la madre cuece la mixtura inmunda
y el niño mete su brazo allí y llora y se asfixia. Y si no se salva es porque Dios
no quiere; su madre hizo lo que pudo.
La ignorancia es menos heroica, pero
más curiosa en los bebedores de sangre taurina.
Se les permite pasar a la cámara
original, en que bien a mansalva puede el matarife herir a su víctima, y cuando
la ha degollado, aquellos anémicos acercan su puchero o su copa y beben sin descansar,
cerrando los ojos. El matarife y sus ayudantes ríen y bromean.
Se pierde mucha sangre. El chorro
es semejante al de un pellejo divino que se derrama por el atadero. Sube un olor
fuerte, penetrante, casi agrio.
–¿A qué sabe? –pregunto a uno de
ellos.
Tarda en contestarme. La sangre ha
hecho rápidamente su efecto, y el pobre ignorante se siente mal, con bascas, con
unos deseos inmensos de vomitarla.
–¿A qué sabe? –repito.
–A acíbar –me dice.
–Esta gente está más loca que un
cencerro –filosofa un casquero que presencia la operación.
Pero loca o no loca, aquella gente
es para mí un síntoma de otro mal muy grande, y observo paciente, sin zaherir su
miseria mental, pensando a qué extremos tan lejanos y oscuros puede llegar la idolatría
nacional a una fiesta, no sospechados, ciertamente, por los mismos que la cultivan.
No quiere beber la pobre joven.
–Espérate al otro; ya cae poca –dice
el matarife.
Y al otro, cuando la sangre, más
que caer parece desplomarse de una cañería, la joven alarga su brazo tembloroso
y recoge en una jarra el líquido.
–Hay que beberlo enseguida; cuanto
más caliente más aprovecha –la dice su madre o lo que sea.
Y la joven se decide al fin con el
gesto de un niño que toma agua purgante.
–¡Arriba, arriba!… –le gritan compadecidos
de su juventud.
No puede acabar de bebería, arroja
la ya bebida.
Los hay valerosos, convencidos, que
no es la primera vez que vienen. Se lo dicen a todos.
–Hay que tener constancia. Con una
vez no basta.
–¿A qué sabe? –vuelvo a preguntar.
–A nada –responde un poco agrio.
Bebo un trago. Sabe a rejalgar, a
hombres escabechados; es pastosa, se queda en la boca y es salada, acidulada, áspera…
Un niño no quiere tragar aquello,
y el berrinche es homérico; patalea, llora y se defiende con valor. Su buena madre
le sacude una tunda, una zurra de repertorio con soplamocos y “manguzás”, y sólo
a mis ruegos deja de maltratarlo.
–Se ha empeñado en morirse, señor
–dice la madre.
En realidad, el niño cabría holgado
en un alfiler como el niño del cuento, y cuando se morirá, sin que pueda remediarlo
el mismo Dios, es si toma la sangre que le quieren hacer tragar.
–Pues la has de tragar, ¡ladrón!
–ruge la madre.
Pero el chico la esputa, la rechaza
y la sangre cae por el babero y delantalillo, que parece que se ha muerto de veras
y de una vez. No habría fuerza humana que le hiciera trasegar aquello.
El matarife aviva porque hay prisa.
Vienen otros a llenar sus vasijas y se oyen fuera los golpes con que la cariñosa
madre obsequia a su hijo porque quiere morirse.
Algunos se quieren llevar la sangre
y no los dejan si el bote es grande. Sin duda la dejarían secar y con cebolla y
pan no es mal almuerzo.
Un hombre. El que ha extendido ahora
su vaso, es todo un hombre. Se ve su miseria, pero no su anemia. Está flaco, pero
no enfermo. El matarife no le deja acabar de llenar el recipiente, y con aspereza
le increpa como a un perro.
–¡Largo de aquí!…
Me fijo mucho en él. Alto, bien formado,
barbudo, guapo, ese hombre ha caído verticalmente en los abismos de la vagancia,
de la pereza, que es mortal en hombres como él. Viene sin duda a buscar en esa sangre
de toro la energía que le falta. Y viene con fe; sus ojos lo dicen.
Protesto de que se le trate así,
y me dice un ayudante:
–Es un pelmazo; viene todos los días.
Se va lentamente, bebiendo la que
le permitieron coger, saboreándola con delicia y mirando desconfiado como si fueran
a quitársela.
Me emociona ver esta escena. Ese
hombre dice más claramente que todos los otros en cuánto no estiman ese líquido
precioso, venero de la raza.
¡Sangre de toro!
Beber sangre de toro, sentir por
las venas el escalofrío de esa transfusión violenta, rugir y ser como él, audaz,
fiero, inconsciente e irresistible. Pedir, siempre pedir. De nosotros, de los fondos
del corazón, ni una idea salvadora. Vivir de prestado, de otra energía; y zamparla
de sopetón. Nada de labor paciente… ¡sangre de toro!… Rejuvenecerse por la conducta
o regenerarse por la cultura… eso es ir muy despacio. ¡Sangre, sangre de toro! Arder,
consumirse, bufar, encorajinarse, arrojar las dificultades a la espalda como se
arrojan a los lomos la arena los toros soberbios.
Estos anémicos; estos enfermos, ¡cómo
iluminan uno de los problemas tremendos que nos siguen como cuervos! Sedientos de
sangre de toro, tienen valor para cogerla sin temblar del mismo toro degollado,
y se nota que su valor y su deseo llegarían a cogerla en la plaza misma cuando en
la rabiosa agonía del animal le chorrea la sangre del hocico. Su ilusión es capaz
de salvarlos, de darles la curación.
Este culto del toro no es una pantomima
más en el mundo, es la manifestación de un alma nacional. Después de muertos entre
los más horrendos martirios, los carniceros, en la plaza misma y no lejos de los
caballos, los descuartizan; los expendedores vienen con carros o con asnos por los
pedazos, y los venden y se los disputan. Es carne de toro, y carne barata. ¿Creéis
que reparan los compradores en aquellos grumos de sangre coagulada que mecha la
carne enrabiada, tan enrojecida que parece y aun lo es negra?… ¡Bah! ya lo saben,
están en el secreto. Saben que el toro murió rabiando y eso es un mérito más. Cuando
la mastiquen… ¿Creéis que la encontrarán dura, que no se comerán aquellas fibras
secas como tendones? ¡No faltaba más! Es carne de toro que ha de “cornificar” el
cuerpo y el alma y les va a dar en la vida la virilidad que les falta.
–¿Acaba usted o no acaba, señora?
–Nada más que éste.
–¡Pero, mujer, que la va a “diñar”!…
–Ca, no la “diño” –dice riendo.
Es una vieja. Se ha bebido dos vasos.
No quiere morir. Sus ojos, su expresión, dicen que aquella sangre la sentará bien.
Tiene fe. No le turba la cabeza ni el estómago y, según ella cuenta, le ha quitado
el reuma de las piernas.
–¿No sabe usted –me pregunta– el
refrán?
Ante mi negativa, salmodia sonriente:
Agua de San Isidro quita la calentura.
Sangre de toro fresca buenas nalgas procura.
Y se aleja contenta, limpiándose
la boca como un gato.
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