miércoles, 17 de abril de 2024

La cola de los anémicos en el matadero municipal de Madrid en Madrid en 1900

Eugenio Noel

 

I

Serían las cinco de la mañana cuando llegué al matadero, y ya la “cola” rebasaba la fuente que hay cerca de la Puerta de Toledo, ocupando parte del patio de entrada, muy próxima la cabecera a la gran nave donde se descuartizan las reses bravas y se apartan los mondongos.

Diseminados por todas partes veíase a los casqueros, hombrones del norte casi todos, con las manos metidas en el peto de los mandiles mugrientos y teniendo a los pies una enorme cesta de cinc para transportar las asaduras, los despojos, las pezuñas, las criadillas, todos esos menudillos que huelen tan mal, expuestos por los tablajeros y que son la base de la comida de mucha gente y la fortuna de los gatos.

Algunos carreros se entretenían en limpiar un enorme cajón con ruedas formidables, lleno de sangre y piltrafas, vehículo de los que, al anochecer, transportan las carroñas hechas cuartos tan descaradamente como con peligro de los transeúntes. Y tan cierto es ello, que no hay en el mundo nada semejante a esta repugnante manera de transportar la carne, indigna de una capital europea, al aire libre la parte posterior del carro, hacinados los sangrientos despojos y balanceándose en los movimientos difíciles del monstruoso y pesado armatoste, arrastrado a través de las calles angostas por reatas de muías a las que su desaprensión y bestialidad han hecho merecidamente célebres.

Saludé al matarife, a quien iba recomendado nada menos que por el concejal visitador del establecimiento, y por el caso que me hizo pude sospechar el que me hubiera hecho de no haberme recomendado tan grande personaje. Sin embargo, días más tarde se me hizo notar por el concejal de marras, asiduo lector de Nietzsche por cierto, que tales matarifes, por razón de su oficio, son poco comunicativos y de alma endurecida, a cuyas cualidades hay que forzosamente hacer honor, pues sin ellos la alimentación de las urbes sería un problema peliagudo.

Y tan era así y tan poseído estaba de su importancia el verdugo de los animales, que cuantos pasaban por nuestro lado le saludaban con deferencia, le daban palmaditas en los hombros y le hacían toda clase de sociales monerías.

Visité las dependencias, dignas de eterna recordación por lo nada higiénicas y lo insuficientes, y me hacía cruces al considerar que España tenga por capital un pueblo a quien no le arredra poseer en una de las calles más concurridas y populares un edificio semejante.

Pero lo que a mí aquella mañana me interesaba no era el edificio, ni su emplazamiento, ni la parte que en la mortalidad diaria pudiera caberle. Estos absurdos tienen raíces más hondas que la falta de dinero o crédito de los ayuntamientos, y allí me llevaba precisamente la busca y captura de una de ellas. Las raíces del mal suelen estar casi siempre allí donde los especialistas dedicados a extirparlo ni presumen siquiera su existencia. Los hombres suelen despreciar los detalles aparentemente sutiles y rehúsan la inspección minuciosa de lo insignificante, enamorados como suelen estar de altas teorías y endiabladas jeringonzas.

El objeto de mi visita era aquella “cola”, tan larga ya a las cinco de la mañana. El olor nauseabundo que venía en ráfagas y a rachas parecía salir de la “cola” aquella y no de las naves del matadero. El balido de los rebaños prestos al sacrificio, el mugir doliente de los bueyes, los gruñidos de las víctimas, de aquella “cola” y no del edificio parecía surgir.

He estado en el hospital, en la guerra y en la cárcel y no vi jamás cosa que igualara la tragedia horrible de aquella escena silenciosa. Apoyados en las paredes, reclinados en los salientes de las piedras, agarrados a los hierros de la verja, rígidos como estatuas, en cuclillas, sentados a lo turco, echados en el suelo, en esa forma que el lenguaje gráfico del pueblo define así, “echadazos”, hombres, niños, mujeres, aguardaban tranquilos, inmovilizados en la postura primera que tomaron. Unos llevaban cazuelas; otros, pucheros; copas grandes de vidrio; jarras, algunos. Muchas mujeres vigilaban con cuidado panzudos cántaros de tierra de Vallecas. Un niño jugaba en las baldosas de la acera con un viejo perol abollado. Otros, en torno de la fuente, limpiaban, despaciosos, y como indiferentes, vasijas de formas vulgares, compradas casi de balde, pintarrajeadas y tripudas como loza de salvajes.

No eran todos desastrados ni mucho menos. Junto a un hombre, todavía joven, de recia barba, descuidada indudablemente por la necesidad, de traje muy gastado, esperaba una muchacha apañadita, muy limpias las ropas de tela barata pero escogida con gusto. Los había famosos, de esos desgraciados sumidos en la abyección de la miseria cuyo traje excéntrico os hace deteneros para mirarlos, y no sabéis si reíros o socorrerlos. Allí estaban, en la pared, encorvados, las manos en los bolsillos, el puchero en un sobaco, caído el sombrero hasta los ojos como si les diera el sol y aprovecharan el tiempo durmiendo. Uno de éstos tenía a sus pies un niño lindísimo, desgreñado, casi desnudo, que gozaba arreando trastazos contra las piedras con un bote de conservas. Los pobres a quienes en España se distingue con el pomposo título “de solemnidad” expedido en las parroquias por diez céntimos, tenían allí su representación; se distinguían admirablemente; perdidos para toda iniciativa moral eran una carga para los demás, lo sabían y, sin explotarla, ¡qué más hubieran deseado!, vivían de ser gravosos a la caridad militarizada.

Obreros sin trabajo o que faltaban a él aquel día por recomendación de un vecino o curandero; “chavales” sin padres o con ellos que habían sido mandados; habitantes de esas casas cuyas galerías dan a la calle y que parecen restos o cortes transversales de edificios que se arruinaron; mendigos que aman su vida a pesar de lo difícil que les debe ser el soportarla; y, entre tanto resto de naufragio, jovencitas de oficio o vendedoras de plazuela cuidadosas de sus pies y de su pelo como buenas madrileñas, o viejas, prestamistas de dinero, incapaces de gastarse un céntimo en medicinas o en consultas de médico, pero que no querían morirse así como así.

–Cada día vienen más –me decía el portero–, y a veces llega la “cola” hasta la puerta que da a la Ronda.

Pedí permiso a su madre, y tomé en brazos a un chiquillo. Era guapo de veras, pero tenía en las bellas líneas de su cara un no sé qué, el mismo “no sé qué” de todos los que con tanta resignación esperaban: falta de sangre. Sentían todos escapárseles la vida e ignoraban qué tenían. Todos pronunciaban la palabra anemia, y no sabían más. En las policlínicas baratas o en las consultas gratuitas del Hospital de San Carlos les habían dicho a unos que tenían anemia, la sangre muy clara, poca sangre; otros habían consultado al célebre curandero Cabezón, el del río, famosísimo entonces en los Barrios Bajos. Los más no habían tenido necesidad de que les dijeran nada; se sentían sin fuerzas, sin gana de trabajar, ni de comer, ni de buscarlo. Grima daba verlos. Muertos en vida, su cara y sus manos tenían un color blancuzco que en los niños llegaba a la transparencia y en los viejos a la palidez fría de los difuntos. En las jóvenes arrugaba la frente, sacaba a la fuerza el cigoma, extendía por las mejillas y cerca de la boca un odioso envejecer prematuro, una como huella ficticia de crápula y existencia vergonzosa.

Las “colas” que forman los pordioseros o la gallofa a las puertas de los cuarteles a la hora del rancho, no pueden daros una idea de la “cola” del matadero, ni siquiera esa lúgubre “cola” diaria del Santo Refugio. Los anémicos eran algo más que pobres y miserables. Buscaban sangre, querían sangre, como otros quieren y buscan pan. Y lo trágico era esto. Mendigar un mendrugo, llevar unos harapos raídos, enseñar la carne amarillenta por los agujeros de las ropas, tener un solo vestido para el día y la noche, el verano y el invierno, es tan triste, tan injusto, que la sociedad procura aliviarlo valerosamente. Pero… ¿y pedir sangre?, ¿y… sentirse morir en vida aunque haya pan, y verle sobre la mesa y no podérselo llevar a la boca porque no hay ganas y sabe mal?… ¿Y oír que eso se arreglaría con sangre, y ser tan ignorante, tan desgraciado, tan pobre, que se oyen los más estúpidos remedios con ansia?…

Decid, si os atrevéis, a los anémicos que yo vi el primer año del siglo a la puerta del matadero, que la sangre se hace dentro del cuerpo… Eso cuesta diabólicamente caro además y va muy despacio. Un reconstituyente, un específico, un tratamiento puede salvar al rico; al pobre, no. Y si este pobre es español, inculto y gaznápiro, no podrá esperar, no confiará. Querrá sangre de quien sea, pero sangre roja, corriente, ya hecha. Una transfusión es cosa muy científica, rara, muy cara. Hay, pues, que beber sangre líquida. ¿Y de quién? He ahí la dificultad vencida, soberbia, esplendorosa, castizamente.

¿De quién se ha de beber sangre en España sino del toro?… ¡Sangre de toro!…

Cabezón, el del río, miraba a una chicuela traída a casa del célebre curandero adorado en los Barrios Bajos. Observaba su tez desmayada, abría sus párpados, examinaba el color de las encías, su mirada fría, su aire raquítico, tardo; y bondadoso le decía a la madre con gestos de judío:

–Llévela al matadero a beber sangre de toro.

La madre no titubeaba. ¿Y por qué había de dudar?… ¿No es el toro el animal más bravo de la creación? España se pasa la vida hablando de ellos; el torero es el hombre más popular que pueda haber en el mundo, precisamente porque es lidiador de ellos.

¡La sangre del toro!…

La panacea, el remedio universal, es la sangre de ese bicho indomable. La imaginación del pueblo le ha deificado, y harta de verle irritado, furioso, en actitudes de luchador sublime, cree en él como no cree en Dios. Se rociaría el cuerpo con su baba rabiosa, con la espuma de sus morros, cuando en un lance difícil se cubre de ella el belfo tembloroso. Ese hombre es un toro, dice el pueblo para significar la bravura de un varón. En las bestiales peleas de los tigres o los leones con el toro, vistas en el circo, el pueblo ha aprendido a despreciar la legendaria realeza del melenudo felino. El rey de los animales es el toro para el pueblo español. Esa arrogancia ciega, esa audacia irreflexiva, ese “crecerse” con el castigo, su violencia brusca de cerrar los ojos para no ver sus actos de valor, su prontitud trágica, ¡ah!, todo eso es nuestro. Su sangre es la nuestra, la soñada sangre de nuestro heroísmo. El pueblo la siente caer a chorros en su delirio de grandezas, y con la copa llena de esa sangre espumosa como un vino bueno comete locuras a la manera gloriosa y estúpida del toro.

Las vecinas lo saben bien. Su consejo es idéntico al del curandero. La enferma oye enérgicamente dicho:

–Coja usted un puchero y beba sangre de toro. Se cierran los ojos, y ojos que no ven, corazón que no siente.

Si en vez de la sangre del toro fuera otra sangre, el consejo no se aceptaría. Pero el alma está llena de la visión de la fiera, y sólo pensar que esa fiereza puede precipitarse en nuestras venas…

 

II

Las mujeres de los grandes cántaros entran las primeras, aunque no ocupan en la “cola” esos sitios. Cuando van saliendo hay que taparse las narices. De aquellos cántaros se expande un olor fétido, imposible de resistir; no hay cadáver descompuesto que hieda de aquella horrible manera. La boñiga fermentando en el asfalto no huele tan mal. Es algo podrido y disuelto en un medio que a su contacto se ha corrompido también, formando una sustancia inmunda que exhala la muerte. En los vertederos olvidados, los pozos negros rebosantes y las grandes bocas de los colectores y cloacas no se podría sentir cosa que lo igualara.

Mas aquellas mujeres son madres, y si huelen se aguantan. El curandero les ha dicho que la parálisis y el raquitismo de los brazos se cura con aquello, y van al matadero por el líquido asqueroso como lo sacarían de una letrina de presidio. Es un caldo infernal. El agua en la que se ha lavado la mondonguería. En ella se abrieron los abomasos, las bolsas de los vientres, las tripas; en ella se limpiaron las asaduras, las cabezas ya despellejadas, las pezuñas, los sacos de los orines y se vació y mezcló todo eso, emponzoñando el agua hasta convertirlo en cieno y fango de una singular traza. El curandero lo ha mandado.

–Vaya al matadero a por el caldo de los mondongos y que meta su chico el brazo en él durante media hora. Antes cuece usted el agua y cuanto más caliente pueda resistir, mejor.

Y la madre cuece la mixtura inmunda y el niño mete su brazo allí y llora y se asfixia. Y si no se salva es porque Dios no quiere; su madre hizo lo que pudo.

La ignorancia es menos heroica, pero más curiosa en los bebedores de sangre taurina.

Se les permite pasar a la cámara original, en que bien a mansalva puede el matarife herir a su víctima, y cuando la ha degollado, aquellos anémicos acercan su puchero o su copa y beben sin descansar, cerrando los ojos. El matarife y sus ayudantes ríen y bromean.

Se pierde mucha sangre. El chorro es semejante al de un pellejo divino que se derrama por el atadero. Sube un olor fuerte, penetrante, casi agrio.

–¿A qué sabe? –pregunto a uno de ellos.

Tarda en contestarme. La sangre ha hecho rápidamente su efecto, y el pobre ignorante se siente mal, con bascas, con unos deseos inmensos de vomitarla.

–¿A qué sabe? –repito.

–A acíbar –me dice.

–Esta gente está más loca que un cencerro –filosofa un casquero que presencia la operación.

Pero loca o no loca, aquella gente es para mí un síntoma de otro mal muy grande, y observo paciente, sin zaherir su miseria mental, pensando a qué extremos tan lejanos y oscuros puede llegar la idolatría nacional a una fiesta, no sospechados, ciertamente, por los mismos que la cultivan.

No quiere beber la pobre joven.

–Espérate al otro; ya cae poca –dice el matarife.

Y al otro, cuando la sangre, más que caer parece desplomarse de una cañería, la joven alarga su brazo tembloroso y recoge en una jarra el líquido.

–Hay que beberlo enseguida; cuanto más caliente más aprovecha –la dice su madre o lo que sea.

Y la joven se decide al fin con el gesto de un niño que toma agua purgante.

–¡Arriba, arriba!… –le gritan compadecidos de su juventud.

No puede acabar de bebería, arroja la ya bebida.

Los hay valerosos, convencidos, que no es la primera vez que vienen. Se lo dicen a todos.

–Hay que tener constancia. Con una vez no basta.

–¿A qué sabe? –vuelvo a preguntar.

–A nada –responde un poco agrio.

Bebo un trago. Sabe a rejalgar, a hombres escabechados; es pastosa, se queda en la boca y es salada, acidulada, áspera…

Un niño no quiere tragar aquello, y el berrinche es homérico; patalea, llora y se defiende con valor. Su buena madre le sacude una tunda, una zurra de repertorio con soplamocos y “manguzás”, y sólo a mis ruegos deja de maltratarlo.

–Se ha empeñado en morirse, señor –dice la madre.

En realidad, el niño cabría holgado en un alfiler como el niño del cuento, y cuando se morirá, sin que pueda remediarlo el mismo Dios, es si toma la sangre que le quieren hacer tragar.

–Pues la has de tragar, ¡ladrón! –ruge la madre.

Pero el chico la esputa, la rechaza y la sangre cae por el babero y delantalillo, que parece que se ha muerto de veras y de una vez. No habría fuerza humana que le hiciera trasegar aquello.

El matarife aviva porque hay prisa. Vienen otros a llenar sus vasijas y se oyen fuera los golpes con que la cariñosa madre obsequia a su hijo porque quiere morirse.

Algunos se quieren llevar la sangre y no los dejan si el bote es grande. Sin duda la dejarían secar y con cebolla y pan no es mal almuerzo.

Un hombre. El que ha extendido ahora su vaso, es todo un hombre. Se ve su miseria, pero no su anemia. Está flaco, pero no enfermo. El matarife no le deja acabar de llenar el recipiente, y con aspereza le increpa como a un perro.

–¡Largo de aquí!…

Me fijo mucho en él. Alto, bien formado, barbudo, guapo, ese hombre ha caído verticalmente en los abismos de la vagancia, de la pereza, que es mortal en hombres como él. Viene sin duda a buscar en esa sangre de toro la energía que le falta. Y viene con fe; sus ojos lo dicen.

Protesto de que se le trate así, y me dice un ayudante:

–Es un pelmazo; viene todos los días.

Se va lentamente, bebiendo la que le permitieron coger, saboreándola con delicia y mirando desconfiado como si fueran a quitársela.

Me emociona ver esta escena. Ese hombre dice más claramente que todos los otros en cuánto no estiman ese líquido precioso, venero de la raza.

¡Sangre de toro!

Beber sangre de toro, sentir por las venas el escalofrío de esa transfusión violenta, rugir y ser como él, audaz, fiero, inconsciente e irresistible. Pedir, siempre pedir. De nosotros, de los fondos del corazón, ni una idea salvadora. Vivir de prestado, de otra energía; y zamparla de sopetón. Nada de labor paciente… ¡sangre de toro!… Rejuvenecerse por la conducta o regenerarse por la cultura… eso es ir muy despacio. ¡Sangre, sangre de toro! Arder, consumirse, bufar, encorajinarse, arrojar las dificultades a la espalda como se arrojan a los lomos la arena los toros soberbios.

Estos anémicos; estos enfermos, ¡cómo iluminan uno de los problemas tremendos que nos siguen como cuervos! Sedientos de sangre de toro, tienen valor para cogerla sin temblar del mismo toro degollado, y se nota que su valor y su deseo llegarían a cogerla en la plaza misma cuando en la rabiosa agonía del animal le chorrea la sangre del hocico. Su ilusión es capaz de salvarlos, de darles la curación.

Este culto del toro no es una pantomima más en el mundo, es la manifestación de un alma nacional. Después de muertos entre los más horrendos martirios, los carniceros, en la plaza misma y no lejos de los caballos, los descuartizan; los expendedores vienen con carros o con asnos por los pedazos, y los venden y se los disputan. Es carne de toro, y carne barata. ¿Creéis que reparan los compradores en aquellos grumos de sangre coagulada que mecha la carne enrabiada, tan enrojecida que parece y aun lo es negra?… ¡Bah! ya lo saben, están en el secreto. Saben que el toro murió rabiando y eso es un mérito más. Cuando la mastiquen… ¿Creéis que la encontrarán dura, que no se comerán aquellas fibras secas como tendones? ¡No faltaba más! Es carne de toro que ha de “cornificar” el cuerpo y el alma y les va a dar en la vida la virilidad que les falta.

–¿Acaba usted o no acaba, señora?

–Nada más que éste.

–¡Pero, mujer, que la va a “diñar”!…

–Ca, no la “diño” –dice riendo.

Es una vieja. Se ha bebido dos vasos. No quiere morir. Sus ojos, su expresión, dicen que aquella sangre la sentará bien. Tiene fe. No le turba la cabeza ni el estómago y, según ella cuenta, le ha quitado el reuma de las piernas.

–¿No sabe usted –me pregunta– el refrán?

Ante mi negativa, salmodia sonriente:

Agua de San Isidro quita la calentura. Sangre de toro fresca buenas nalgas procura.

Y se aleja contenta, limpiándose la boca como un gato.

 

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