Ángel Saiz Mora
Soy
un cincuentón nostálgico, por eso me hizo ilusión que esa noche una cadena programase
Furia oriental. De inmediato evoqué recuerdos de mi infancia
en un cine de barrio, embobado ante el arte marcial del maestro chino Bruce Lee.
Intenté hacer partícipe a la familia. Mi mujer, siempre
sensata, optó por retirarse a leer hasta ser vencida por el sueño. Mi hijo también
se acostó, no sin antes burlarse repetidas veces de tanto entusiasmo.
Con los anuncios, la cinta terminó entrada la madrugada.
Bebía un vaso de agua cuando escuché que alguien manipulaba la cerradura de la entrada.
Al asomarme con mi batín leí la sorpresa en los ojos del fornido delincuente. Sin
dejar de proferir sonidos guturales lancé torpes patadas y puñetazos al aire que
hicieron añicos un jarrón. No pudo atacarme ni huir, presa de un acceso de risa
a causa de mi grotesca exhibición. Aproveché su flojera para empujarle dentro del
armario, cuya puerta me apresuré a atrancar con una mesa.
Las versiones sobre este risible episodio, claramente
agigantadas, se extendieron con rapidez. Desde entonces, a mis años, me he ganado
un respeto inesperado, junto con un apodo que me encanta: El Brus.
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