Reinaldo Bernal Cárdenas
Viuda
y sola, se habituó a deambular por los recodos más sombríos de su vieja
mansión. Sospechaba, no sin razón, que, en las horas altas de su insomnio, y
obedeciendo a un orden sobrenatural, los cuartos y pasadizos se llenaban de
ojos tras las cerraduras, de bocas enervantes y sudores que atravesaban las
paredes, que espiaban. Eso le producía cierta contrariedad, pero sobre todo la
aterraba; de modo que recorría la casona una y otra vez profiriendo primitivas
conjuras de expulsión aprendidas de la madre, y luego, sobrecogida, terminaba
guareciéndose en la franja de luna que se colaba por el cortinaje, hasta que el
día despertaba y las alondras marcaban el tiempo sobre los tejados, entonces sí
volvía al descanso en su lecho frío.
En la negritud crepuscular de aquella lejanía, y al
amparo de los enormes muros derruidos, la anciana Madame de Tremouillac buscaba
disipar la inquietud que le impedía entregarse a un dormitar pacífico e
imperioso. Con temblor de sábana, y aferrada al espejismo de su remoto pasado
en este mundo, seguía resguardando la desolada mansión de la indeseada visita
de los fantasmas.
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