Lilian Elphick
Arriba de su Lamborghini descapotable blanco, Julio
César Avendaño Avendaño recibe los vítores del pueblo. ¡Viva Julito!, gritan
las mujeres; ¡gracias, compañero!, vocean los hombres. Una lluvia de papeles de
colores se posa en las hombreras de su saco Armani.
Julio César
Avendaño Avendaño infla su pecho de un orgullo desconocido; hace unos años era
un pobre traficante y ahora es un gran, grandísimo mercader que vuelve a su
pueblo, hundido en la miseria. Lanza monedas de oro a la multitud
enfervorizada.
–Recuerda que
eres mortal –le susurra una mujercilla, casi una sombra.
–¿Eres tú,
mamá? –pregunta Julio César.
Antes de que la
mujer conteste que sí, Julito, soy tu mamá, vayámonos a casa y yo te daré cerdo
a las brasas; bueno, no te vas a dar ni cuenta de la diferencia, el fuego
arregla todo, mal que mal el gato estaba lleno de pulgas y de un solo guadañazo
lo destripé; antes de que diga pío la flaca pelá, una bala loca entra por el
bolsillo superior izquierdo del Armani, descosiendo el borde pespunteado en
seda y tiñendo de rojo el clavel tan varonil de Julio César Avendaño Avendaño.
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