Enrique Murillo
Cuando
oía hablar del placer o pronunciaba yo mismo esta palabra, siempre había creído
saber de qué se trataba, de manera que, aunque me precio de ser una persona analítica
que no se conforma con ideas prestadas, nunca me detenía a darle vueltas a un concepto
que tan obvio parecía. Dicho de otro modo, yo era de los que saben qué es el placer
por experiencia propia, como suele decirse. Y no porque hubiese disfrutado mucho
de mi mujer, cuya capacidad de abstinencia la convertía en un claro caso de vocación
fallida –y no sólo en este sentido; su talento organizador y su sentido estricto
de la disciplina me parecían dignos de una madre superiora de la vieja escuela–,
sino porque sí lo había hecho de mis mujeres, al menos hasta que de repente las
dejé prácticamente abandonadas. A lo sumo, cuando mi carácter reflexivo me llevaba
a pensar en ellas, a veces se manifestaba cierta perplejidad, cierta vacilación
debida no tanto a la duda sobre el signo inequívocamente placentero de las horas
que pasaba con ellas como al recuerdo de la sensación de hastío que acostumbraba
a aparecer como indeseable pero al mismo tiempo inseparable compañero del placer
o, por decirlo con una imagen profesional, como un socio inevitable de una empresa
que bien podría calificarse de perversa en la medida en que el capital –no escaso–
que en ella se invierte no solamente no persigue la obtención de beneficios sino
que trata de garantizar las pérdidas. Y justamente ahí donde yo creía hilar fino,
cuando, en un esfuerzo de sinceridad, esa ausencia de pureza en el goce me impulsaba
a temerme que quizá mis placeres, por contaminados de displacer, no fueran tales,
es donde más me equivocaba, pues no hay placer sin dolor ni excitación digna de
ese nombre que no vaya acompañada de unos sentimientos negativos tan intensos como
ella. Mi equivocación consistía en concebir cada emoción como un ente puro, en esperar
que algún día se presentase el placer limpio de polvo y paja –términos cuyas connotaciones
no se me escapan y que más bien quiero subrayar porque demuestran la medida del
error–, y, así, no llegué de hecho a conocerlo hasta que fui capaz de comprender
que sólo se obtiene –resplandeciente como el sol y vil como la basura más hedionda–
el día en que el impulso irresistible de disfrutarlo coexiste con el pavor más absoluto
a su obtención, el instante en que te sientes aterrado por lo mismo que te arrastra
y, pese a ello, te dejas llevar.
Me habría por consiguiente acercado
más a la verdad si en lugar de concentrar mis pensamientos en lo más obvio hubiese
sabido entender mejor mi trabajo, que, sin darme cuenta del alcance de lo que afirmaba,
muchas veces decía que era uno de los grandes placeres de la vida. Y no por la tan
traída y llevada erótica del poder, que ciertamente he podido experimentar y no
niego que tenga su atractivo y hasta su vicio, sino por la extraña agitación de
los momentos difíciles de la actividad empresarial. Esta, que durante mucho tiempo
había sido para mí y para mis colegas una puja llevada a cabo con un tranquilizador
póker en la mano –y donde sólo un empeño digno de mejor causa podía ver riesgo alguno–,
se convirtió posteriormente en un peligroso doble salto mortal sin red, tal como
los hechos han demostrado posteriormente –menos, a fuer de sincero, en lo de la
red–. Cuando las inesperadas dificultades de una economía agarrotada crearon las
nuevas circunstancias del periodo reciente, peleé en el juego financiero de los
créditos y los pagos demorados, del dinero negro y las letras falsas, y disfruté
tanto como sufrí, hasta que llegó un momento en que mi cabeza ya no estaba para
estas cosas y finalmente abandoné, de modo que el desastre llegó con tan poca gloria
como el knock out de ese aspirante a un título que, arredrado ante la superioridad
del adversario, se pasa los sucesivos asaltos caminando hacia atrás y esperando
vanamente un descuido que sabe que no se producirá porque no tiene moral para provocarlo,
y acaba tendido en la lona por un ataque que su misma insistencia en aplazarlo ha
precipitado.
La mía era una vida corriente, sin grandes acontecimientos
ni sacudidas que la dislocaran, al menos hasta los últimos tiempos. Los que me conocen
dicen que soy un hombre de trato cordial, quizá más charlatán de la cuenta y un
tanto avieso para los negocios, pero cabal en lo demás y amigo de sus amigos. Quizá
Lourdes no tenga de mí una opinión demasiado buena –tal como habrá quedado claro,
en esto siempre la correspondí–, pero mis hijos han compensado la hostilidad de
mi cónyuge con un cariño que, en la mayor, llega a ser auténtica veneración. Cuando
ella atravesaba lo que Henry James llama the awkward age y se quejaba de
mi incapacidad para darle lo que me pedía, me creaba situaciones comprometidas de
las que solía salirme diciéndole que la vida está tejida precisamente sobre la trama
de tales desajustes, para no recibir de su juventud más que miradas de desprecio
que en el fondo yo no podía sino envidiar, pues todavía conservaba el recuerdo del
desparpajo con que, pese a las amarguras que yo mismo padecí a su edad, me rebelaba
entonces ante esos mismos desengaños y sentía el mismo odio que ella contra quienes,
de vuelta de todo, pretendían convencerme de que nada impediría que pasase por su
misma experiencia para llegar finalmente a su escéptica o acomodaticia decepción.
Viví tras esta fase uno de esos noviazgos que, a juzgar por lo poco que sé de la
vida de Adela, tan trasnochados están ahora, y me encontré sin saber cómo metido
en un matrimonio que, aunque basado en cierta amistad, era fruto de la conveniencia
y más que nada sirvió para unir una patente con una notable fortuna y lanzar un
negocio que en manos más constantes que las mías hoy seguiría en pie.
Lo que quiero contar empezó cuando, pese a la oposición
de Lourdes, que no quería alejarse de sus amistades, me empeñé en que dejáramos
la ciudad y nos mudáramos a un chalet situado a poco más de veinte kilómetros de
los barrios periféricos. Aunque hasta entonces habíamos vivido en una zona residencial,
yo estaba harto de los ruidos y los humos que se colaban hasta nuestras habitaciones
y, después de comprar un utilitario para mi mujer, nos trasladamos definitivamente.
Para mí sólo representaba prolongar en apenas veinte minutos el viaje de casa a
la oficina, generosamente compensados por los tranquilos paseos por el bosque que
pude a partir de entonces dar al atardecer, sobre todo en primavera, y por el paisaje
y el silencio y el jardín que empecé a cuidar personalmente los domingos por la
mañana. Ella hizo una campaña de resistencia que se prolongó durante muchos meses
y continuó –tenaz, pero sin eficacia– cuando ya estábamos instalados en nuestro
nuevo hogar. La mudanza, que Lourdes no llegó a aceptar nunca, no empeoró de todos
modos una situación que ni podía ser peor ni parecía tener remedio.
Como el cariño que siento por Adela es mayor incluso
que el suyo por mí, no supuso un gran sacrificio acceder medio en broma el día en
que me pidió que, en lugar de ir en coche hasta mi oficina, lo aparcase en las afueras
y utilizara el transporte público para el resto del trayecto. La idea perseguía
sin duda una finalidad encomiable, pero con medios tan ingenuos que no pude por
menos que sonreír. Le hice prometer que si yo cumplía su petición ella escucharía
mis opiniones, y pasé a explicarle que una aportación individual como la que yo
iba a hacer servía tan poco para resolver el problema de la contaminación como la
caridad –la indirecta contra su madre no podía pasarle desapercibida y la utilicé
para ganarme su voluntad– para solucionar el de la desigualdad social. Procuré sin
embargo no apagar su fuego idealista, y repetí mi promesa de hacer como ella pedía.
Adela, que sabía de antemano cuál sería mi reacción, me colmó de zalamerías y luego
me explicó dónde debía dejar el coche y qué autobús debía tomar: primero la línea
47 y luego la 62. También se podía ir directamente en metro, pero ella me conoce
lo suficiente como para ni siquiera proponérmelo. Los espacios cerrados siempre
me han puesto muy nervioso.
A la mañana siguiente seguí sus instrucciones y me planté
en la parada que me había indicado. Cada vez que pasaba un taxi sentía tentaciones
de detenerlo, pero quise ser fiel a la palabra dada y me abstuve. Hacer cola resultaba
un fastidio con el que yo no había contado y al cabo de un rato decidí que aquélla
sería la primera y la última vez que cogía un autobús. Por fin llegó el enorme vehículo,
y como me encontraba entre los primeros de la cola y en aquella parada se iniciaba
el trayecto, tuve la suerte de poder ocupar uno de los incómodos asientos, cuyo
insuficiente espacio tuve en seguida que defender contra el intento de invasión
de una mujer obesa que, experta en estas lides, trató sin éxito de aprovecharse
de la ventaja adquirida en el primer momento. Bastó una pequeña indicación pronunciada
en un tono muy seco y lleno de autoridad para que se retirase a su territorio. Pero
me hizo renunciar de todos modos a mi propósito de aprovechar el rato para leer
el periódico que, precavido, había llevado conmigo. Tratar de abrirlo en tan poco
espacio me pareció inútil. Pronto quedaron atestados los pasillos y me sentí aliviado
al pensar que me había librado de los apretujones.
Al llegar al punto donde tenía que bajar para cambiar
de línea me levanté para salir, pero entre las dificultades que experimentó mi vecina
de asiento para hacerse a un lado, y el obstáculo que suponían un hombre de cierta
edad y notable vigor más una chica con aspecto de oficinista que, en cuanto vieron
que me ponía en pie, iniciaron un sordo combate por ocupar la plaza que yo iba a
dejar vacía, no logré llegar a tiempo a la salida y cuando quise bajar ya estaban
las puertas cerradas y el vehículo en marcha. Iba a protestar pero me di cuenta
de que hubiera sido inútil, de modo que en lugar de obedecer a mi primer impulso
–exigir que el autobús se detuviera y que me abrieran las puertas– aguardé pacientemente
la otra parada.
Tuve que andar un rato hasta el lugar donde debía tomar
el segundo autobús. Llegó, muy lleno, y de no ser porque nada en el mundo me hubiera
hecho perder una cita y esa mañana tenía un compromiso a primera hora, habría caminado
el buen trecho que me separaba todavía de mi destino. De modo que, por usar una
frase que entonces no habría empleado –ahora, en cambio, encuentro a veces cierto
encanto en expresiones que no son precisamente nobles–, hice de tripas corazón y
subí. De hecho me hicieron subir las ocho o diez personas que aguardaban conmigo.
Las primeras sensaciones de esta nueva experiencia fueron francamente desagradables.
Perdí el periódico no sé todavía cómo y resolví que esa misma noche le pediría a
Adela que me perdonase por negarme a cumplir mi palabra y haber decidido no abandonar
la comodidad –relativa por los atascos, sí, pero comodidad al fin y al cabo– del
coche.
Pero me equivocaba, porque allí empezaba una extraña
historia de amor por los vilipendiados transportes públicos. En medio de mi sofoco
–quería pagar mi billete pero no había manera– noté de repente un contacto que no
era como los demás. Aparte de sendos codos que se me clavaban el uno en el costado
izquierdo y el otro en las vértebras dorsales, y del peso oprimente de un tipo robusto
que me aplastaba contra el afilado canto del bolso de alguna señora que debía de
encontrarse a mi espalda, el blando pecho de una joven de unos veintitantos años
se apoyaba en mi brazo derecho. En cuanto lo percibí, logré olvidar todo lo demás.
Del mismo modo que por medio de un teleobjetivo puedes enfocar un punto hasta lograr
que el objeto que te interesa fotografiar aparezca nítidamente en el visor destacando
por encima del difuso contorno que, aunque sigue estando allí, se ha borrado del
encuadre, aquella sensación era tan fuerte que las demás desaparecieron. Todo mi
ser se embebió en aquella inesperada emoción.
Duró unos diez minutos. Ella salió por la puerta de
entrada –creo que sin haber pagado el billete– y yo hice lo mismo –también sin pagar;
siempre fui rápido a la hora de aprender lecciones– cuando me llegó el turno. Durante
todo aquel día estuve ligeramente excitado y me mostré –contra mi costumbre– exageradamente
impaciente con mis empleados. No tuve por fortuna que tomar ninguna decisión importante,
y mi estado de ánimo no se reflejó en la marcha del negocio. Por la tarde, al terminar
la jornada, sentí deseos de repetir la experiencia. Pero no era tan fácil como me
había parecido y no tuve suerte en ninguno de los dos autobuses. Mientras conducía
hasta mi casa me sentí terriblemente fastidiado. Puse la radio y traté de olvidarlo.
Luego estuve muy poco amable con la pobre Adela cuando con cara radiante me preguntó
si no me había parecido que resultaba tan práctico como el coche y hasta más descansado,
y salí al jardín, donde un arriate de rosas –mi flor favorita, pues me fastidian
las plantas exóticas– pagó mi malhumor.
A la mañana siguiente volví a la parada arrastrado por
esa misma fuerza que empuja al jugador novato que tras haber ganado en su debut
se niega a aceptar la primera derrota, convencido de que es un hombre de suerte
y el triunfo no se le puede escapar. Los minutos que transcurrieron hasta que se
presentó la buscada oportunidad fueron terribles. El fracaso me hacía pensar que
era un imbécil, que estaba comportándome como un crío y que aquello no me llevaba
a ninguna parte. Pero estas acerbas autocríticas cesaron repentinamente en cuanto
me sentí rozado por las nalgas de una mujer a la que había visto entrar –debía de
tener cinco o seis años menos que yo: era madura, y su pelo teñido de rubio me hizo
pensar en las profesionales– pero que ahora no podía ver pues estaba situada casi
directamente contra mi espalda. De nuevo mi sensibilidad se concentró en el punto
que recibía el muelle contacto sometido a mil variaciones por las sacudidas de los
baches, las inclinaciones de las curvas, y la fuerza de la inercia en los acelerones
y frenazos del autobús. No quería detenerme a analizar nada. En aquellos momentos
no hubiera podido hacerlo ni siquiera empeñándome. Una viscosidad amarga me llenaba
la boca, todo mi cuerpo se puso a sudar y cada nuevo embate de la oleada de carne
me embriagaba de vértigo.
Molesto conmigo mismo, decidí pasado un tiempo curarme
del vicio que tanta inquietud me producía aumentando la frecuencia de mis visitas
a Ole, una chica de alterne cuyo mayor atractivo era que al principio se había negado
a acostarse conmigo y que sólo llegó a hacerlo después de haberme obligado a emplear
todos mis recursos de conquistador. Ella debió de notarme algo porque un día me
dijo que estaba raro. Quiso romper –era así, orgullosa, y por otro lado sabía que
no tardaría mucho en encontrar otro amigo generoso–, y gracias a este estímulo seguí
con ella y volví a utilizar el coche durante unos meses, con lo cual llegué a considerar
el episodio de los autobuses como una extraña anécdota sepultada ya para siempre
en el pasado. Hasta que un día, y sin saber por qué, volví a las andadas.
A diferencia de lo que ocurría en la primera época,
cuando mi grado de intervención se limitaba a esperar que el azar depositara una
mujer a mi lado, esta vez mis exigencias eran tan perentorias que en cuanto subía
me dedicaba a buscar un cuerpo que prometiera la ansiada ebriedad. A veces, el recuerdo
de aquellas brutales emociones me asaltaba mientras estudiaba un balance, y acabé
por empezar a salir de la oficina a media jornada para desplazarme sin rumbo fijo
por toda la ciudad. Actuaba como un gourmet, eligiendo los trayectos y horarios
en los que más posibilidades había de encontrar el tipo que en cada momento me apetecía.
Sin duda, las horas que mayor abundancia y variedad ofrecían eran las que coincidían
con los desplazamientos de los oficinistas y las de las entradas y salidas de los
colegios e institutos, y a fin de aprovecharlas modifiqué ligeramente el horario
de mi propia empresa, ajustándolo mejor al de las otras. La medida, por cierto,
fue muy bien acogida pues era una vieja reivindicación de los empleados. El negocio
seguía su marcha sin mí y solamente el hombre de confianza que se encargaba de la
gerencia se atrevió a hacer una insinuación relacionada con mis ausencias el día
en que, un poco alarmado, vino a verme con unas cifras que delataban una leve reducción
en el ritmo de nuestro crecimiento. Aunque, con suma cautela, llegó a insinuar que
en tal situación el único remedio era conseguir que todo el mundo redoblara sus
esfuerzos, yo repliqué que estábamos empezando a notar la crisis que había afectado
a nuestro mercado y que difícilmente podíamos nosotros resolver tales problemas.
Como torció el gesto, añadí que estaba pensando en una nueva modalidad de expansión
y que, si las conversaciones que había iniciado con unos clientes extranjeros daban
buen resultado, pronto nos colocaríamos a la cabeza del sector, quedando así a cubierto
de una por otro lado improbable prolongación del momentáneo bache.
No había, desde luego, conversaciones con nadie, pero
logré tranquilizarle y, sorprendentemente, tranquilizarme a mí mismo, pues debo
reconocer que en algunos momentos de serenidad también yo me había dado cuenta de
esas dificultades. Los hechos demuestran que no fui el único hombre de empresa que
pensó así en aquel entonces. Por otro lado, aun sin la exacerbación desenfrenada
que tiraba de mí hacia otros terrenos, tampoco hubiera sabido reaccionar.
Visité barrios que nunca había pisado y arrabales de
solados de cuya existencia no tenía noticia, y me convertí en un experto que conocía
mejor que nadie la red de autobuses de mi ciudad, las diversas líneas, y los rincones
y pasillos que, en cada uno de los diversos modelos de la flota, más propicios eran
para mis fines. Es más, gracias a esta pasión logré superar momentáneamente mi claustrofobia,
y también llegué a utilizar el metro. A la primera fase de rechazo y extrañeza siguió
otra de aceptación y disfrute. Sin embargo, fue entonces sobre todo cuando me puse
a meditar sobre mis impulsos. Su carácter inacabado fue lo primero que me llamó
la atención. Porque era desconcertante que ejerciera tal dominio sobre mí una forma
de relación que excluía no sólo el orgasmo sino incluso el contacto de piel a piel.
Llevado del afán de experimentación, se me ocurrió un día pedirle a Ole que viajara
conmigo en autobús, sin explicarle los motivos. Aunque a regañadientes, porque no
comprendía qué podía impedirnos coger un taxi, accedió. Mi idea era utilizarla para
excitarme durante el viaje y luego ir al apartamento y acostarme con ella con la
esperanza de que esta variación me colmara. Pero fue un fracaso. Una vez en marcha,
su cuerpo no me atraía en absoluto y me dediqué a buscar otras presas con la mirada.
A falta de otra cosa mejor inicié unas primeras escaramuzas con una mujer que no
me gustaba nada, y lo curioso es que encontré mayor encanto en aquellos roces robados
que en los generosos abrazos de mi amante, a la que dejé plantada y hecha una furia
en el portal.
Otro aspecto cuya explicación se me escapaba era cuál
podía ser el motivo de que la excitación se acentuara en razón inversa al número
de prendas que mediaban entre mi cuerpo y el de la mujer. Nada era lógico. La única
posible explicación que se me ocurre es la que me sugirió una charla que sostuve
con un amigo de la adolescencia con el que un día coincidí por casualidad. La conversación
en sí me decepcionó profundamente debido al fracaso con que chocaron mis esfuerzos
por disfrutar de la nostalgia de nuestros recuerdos comunes. Cada vez que yo rememoraba
en voz alta una anécdota de aquellos días que para mí habían sido imborrables, él
me miraba como si estuviera viendo un fenómeno de circo, y bien porque prefería
olvidar, o porque no guardaba recuerdos, o porque cada uno de nosotros vive las
cosas a su modo y lo que dejó en mí una huella pasó por él sin quedar grabado, la
cuestión es que ni por un momento llegó a sintonizar con mis evocaciones. A pesar
del desengaño, que en algunos momentos se transformó en bochorno pues su falta de
reacción hizo que me sintiera como un necio, el encuentro me sirvió para regresar
a una época de mi vida en la que, aparte de la fervorosa actividad masturbatoria,
mi sexualidad se concentraba en los roces, contactos y apretones a los que nos entregábamos
con verdadera fruición mis amigos y yo en los bailes de los domingos. Eran los tiempos
en que las chicas, no es culpa mía, se llamaban Cucú y Tati y cosas parecidas, y
todas eran muy monas. Tanto, que en cuestión de unas semanas nos hicieron perder
todo interés por los partidos de fútbol y las peleas a pedradas que hasta entonces
habían constituido la definición misma de la libertad propia de los veraneos; en
cuanto aparecieron ellas nos dedicamos con el mismo desenfreno al coqueteo y el
bolero. Tras aquel primer verano conseguimos prolongar la inusitada fiesta durante
el curso gracias a la espléndida terraza y al amplio comedor de Miguel, y al tocadiscos
que yo aportaba. Solían faltar chicas y había verdaderas peleas por conseguir pareja.
Ahora que me acuerdo, es posible que Alberto no tuviese muchas ganas de recordar
esas dulces fechas porque era muy tímido y acabó convirtiéndose pronto en un escasamente
animoso precedente de lo que ahora se llama disc-jockey. A veces alguna de las habituales
se presentaba con una amiga que pronto acaparaba la atención de todos. Pili fue
una de ellas, y, durante tres meses, el amor de mi vida. Pero esa Semana Santa conocí
a Toni y pronto olvidé a su predecesora. Porque Toni era otra cosa. En lugar de
empeñarse en plantarte la mano en la cara anterior del hombro derecho –que era lo
que, a fin de mantener las distancias, solían hacer las otras–, sabía deslizártela
hasta la nuca para contribuir con su esfuerzo a estrechar el abrazo. Toni era bonita
y generosa, y tan caliente como yo. Hubo un día en que nos llamaron la atención,
pues los demás no creían aceptable el espectáculo que estábamos dando. No tuvimos
más remedio que frecuentar a partir de entonces bailes públicos bastante cochambrosos
y con orquestas de pueblo o discos de mal gusto, pero a nosotros no nos importaba
lo más mínimo. Era todo tan febril que algún domingo por la noche, al llegar a casa,
tenía que ir directamente al lavabo para vaciar mi dolorido miembro y cambiarme
el pringoso calzoncillo.
Pero sabía que todo esto no explicaba nada pues, en
cualquier caso, no hacía más que añadir otro problema. Y rápidamente tuve que olvidarme
de todos estos aspectos de la cuestión porque surgió un inconveniente que me devolvió
otra temporada al coche y a la oficina. Ocurrió durante una de esas excursiones
que realizaba a media jornada. Salí del trabajo y tomé un metro. Me dirigí hacia
una parada que a esa hora recogía a las chicas de un instituto de enseñanza media.
Anteriormente había comprobado que los colegios caros proporcionaban pocos – y remilgados–
pasajeros para este tipo de transporte, y siempre prefería probar fortuna con los
centros estatales. Tal como había calculado, en seguida se cargó el vagón de una
generosa remesa de estudiantes. Yo iba en pie al lado de la puerta, estudiando la
situación, y pasé hacia el interior con la avalancha de la estación siguiente. Mientras
avanzaba vi una chica que iba sola –los grupos de estudiantes no suelen ser favorables–
y se había situado en el hueco que se forma en el extremo anterior del vagón, junto
al volumen de la cabina del conductor. Se trata de una zona más estrecha y oscura
que he visto utilizar muchas veces a las parejas que no quieren interrumpir sus
besos durante el viaje. Esa tarde habían buscado refugio allí –pues a ese rincón
no llegan los oleajes y mareas que produce el movimiento de entradas y salidas en
las estaciones– dos ancianas, un hombre con aspecto de representante de comercio,
y un viejo y un muchacho enfundados en sendos monos, que habían depositado en el
suelo una caja metálica de herramientas y un rollo de tubería de plomo. Nos acercamos
simultáneamente un parlanchín grupo de jovencitas y yo. Me colé antes de que me
taponaran el acceso al rincón y me puse al lado de la chica solitaria que había
avistado antes. Estaba de espaldas a mí, mirando hacia la oscuridad del túnel. Su
pelo suelto y rizado le llegaba casi hasta la cintura. Llevaba un jersey tejido
evidentemente a mano y unos pantalones azules de recio algodón. Me apoyé contra
la pared y aproveché el primer frenazo para entrar en contacto. Debo decir que,
por mucho que pueda parecer lo contrario, siempre me guie por una ética estricta
y que poco a poco había llegado a crear todo un lenguaje de acercamiento que me
permitía leer si existía, y hasta qué punto, un grado de consentimiento por parte
de la mujer en cuestión. Aunque no al primer síntoma, siempre acababa retirándome
si alguien me daba a entender que no aceptaba el acercamiento, y sólo si contaba
con una aceptación tácita me atrevía a seguir. Cuando el metro aceleró de nuevo,
ella se separó. Este tira y afloja inicial es de lo más corriente, y no cambié de
planes. Volví a acercarme hasta rozar suavemente su pantorrilla con la mía y –antes
de darle tiempo a separarse– retrocedí otra vez. Es frecuente en estos casos que
sea la mujer quien toma a continuación la iniciativa, dejándose caer aprovechando
una aceleración y no recuperando el equilibrio cuando la velocidad constante lo
permitiría. No ocurrió así en este caso, pero no me desanimé. Algunas son muy tímidas
y otras prefieren que sea el hombre quien cargue con toda la responsabilidad. Mi
posición se vio mejorada cuando, en la siguiente estación, entró más gente de la
que salió y el grupo de estudiantes fue empujado hacia el interior del hueco, con
la consiguiente reducción de espacio vital para los que ya lo ocupábamos antes.
Al arrancar de nuevo el metro, forcé las cosas. Fue entonces cuando la chica, una
cría de unos quince años que ya tenía sin embargo unas estimables caderas, se volvió
hacia mí y, mirándome a los ojos, me dijo: –ya está bien, ¿no?
Me quedé sin habla, francamente desconcertado, pero
eso duró solamente una fracción de segundo; reaccioné, y dije en voz alta, sin dirigirme
a nadie en especial pero consciente de que todo el mundo se había vuelto a mirarnos:
–Pero, ¿qué se habrá creído la mequetrefe? Y a continuación,
más bajito para que no me oyeran las ancianas, y dirigiéndome a los demás: – ¡La
muy puta! ¡Encima!
El viejo del mono me miró mostrándose conforme con mi
opinión y el aprendiz castigó a la chica con una mirada tan despectiva que ella
no pudo resistirlo más, se abrió paso entre las estudiantes y desapareció.
Mis palabras despertaron de su modorra a los ocupantes
del referido rincón y, muy a pesar mío –pues aunque era yo quien había sugerido
el tema y encauzado el tono, no sentía nada de lo que había dicho y me apenaba el
azoramiento de la pobre muchacha–, se inició una mezquina conversación en la que
todo el mundo quiso aportar su escandalizado comentario ante la espantosa degeneración
de las costumbres de la juventud. Siguiendo la misma táctica que yo había adoptado
al principio, los integrantes de esta improvisada y deleznable tertulia solicitaban
con sus ojos y sus palabras mi complicidad, y también a mí acabó por hacérseme insoportable
la situación. Bajé en cuanto pude.
Tuve una reacción desproporcionada –abstinencia absoluta
durante varios meses– y luego sobrevino la crisis. Mi empresa había empezado sin
capital digno de tal nombre su última fase de expansión, y ahora que el dinero se
había puesto muy caro y la demanda estaba estrangulada, las dificultades amenazaban
hundirla. El gerente aprovechó la primera oportunidad que tuvo para dejarme, y sin
él no me sentí con fuerzas ni siquiera para seguir los consejos de los amigos que
me sugerían una suspensión de pagos antes de que fuera demasiado tarde. Dejé simplemente
que siguiera degenerando, y procuré consolarme contemplando los berrinches de Lourdes
cada vez que yo decidía, por ejemplo, poner en venta el chalet de alta montaña o
suprimir alguno de los gastos que le permitían a ella mantener sus relaciones con
la buena sociedad.
Cuando los bancos perdieron por fin la paciencia y tuve
que enfrentarme a mi nueva situación, una de esas tardes en las que se suponía que
me dedicaba a estudiar algún modo de salir del caos me sentí tan harto de todo que
me fui. El impulso era tan poderoso que dediqué todo el resto del día a recorrer
la ciudad como en los viejos tiempos. Mi única preocupación era encontrar un cuerpo
contra el que apretar el mío, una nalga, un pecho, aunque sólo fuera un brazo. Y
olvidé, como siempre, todo lo demás. Porque la tensión de la búsqueda disipa todas
las demás brumas y el éxtasis del logro no admite más compañía que el ya mencionado
pavor. Me sentía un hombre nuevo. En pocas semanas capeé el temporal y restablecí
cierto equilibrio que, aunque no bastara para las ambiciones de Lourdes, a mí me
resultaba suficiente. Pero parece que cuando se emprende un camino como el que yo
tomé hace ya unos años todo puede precipitarse cuando menos te lo esperas por senderos
inesperados. Tal como había imaginado en los primeros momentos, estaba deslizándome
por una pendiente y llegaría un día en el que no podría volver atrás. Lo que no
sabía es que no iba a importarme; es más, que aceptaría con gusto precipitarme hacia
lo que el azar me deparase, libre de toda nostalgia por un pasado lleno de sosiego
pero también de aburrimiento.
Iba de regreso a casa pero cambié de idea porque mi
lubricidad parecía aquella noche insaciable. Encontré el andén del metro bastante
lleno debido a que, según oí comentar, se había producido un accidente algunas horas
antes y todavía no funcionaba la línea con regularidad. Nada podía hacerme suponer
cómo terminaría aquel viaje. La mujer debía de tener unos treinta años y, aunque
iba hablando con unas compañeras de trabajo, consintió –o así me lo pareció– los
primeros roces. Tampoco se retiró cuando notó el contacto insistente de mi muslo
contra sus nalgas. Poco a poco fui envalentonándome y giré en sentido contrario
para situarme frontalmente contra su espalda. Ya no pensaba en controlarme ni mantener
ninguna precaución. Después, repentinamente, se apartó de mí. Intenté acercarme
otra vez, sin éxito. Me pareció que me miraba de soslayo –hasta entonces no había
podido verme– y me enfureció lo que interpreté como un estúpido arrepentimiento
culpable que llegaba cuando ya era demasiado tarde. A la siguiente parada bajó con
una de las amigas y yo, contra lo acostumbrado, bajé también, vi cómo se despedía
y me fui tras ella sin preguntarme por qué lo hacía. Tomó una calle mal iluminada
y luego atravesó un solar que los vecinos utilizaban como aparcamiento. Yo la seguí
a cierta distancia. El extremo del aparcamiento al que se dirigía estaba muy oscuro.
Aceleré el paso hasta alcanzarla. Creo que en cuanto oyó mis pasos se asustó. La
cogí entre mis brazos y ella soltó un grito que quedó sofocado porque su boca había
quedado aplastada contra mi abrigo. No recuerdo demasiado bien lo que sigue. Soltó
un par de gritos mientras luchaba por zafarse de mi brazo, la sujeté con todas mis
fuerzas con una mano mientras con la otra le abría la chaqueta, volvió a gritar
y yo me agarré a su cuello. Una farola. Edificios en construcción. Un gañido. Todavía
lo apretaba con firmeza cuando su cuerpo cayó como un saco.
Dicen que la vida siempre nos depara sorpresas, y creo
que jamás estaré preparado para encajarlas y que por consiguiente no puedo aspirar
más que a procurar no olvidarme de que, tarde o temprano, me sobrevendrá alguna,
y que tampoco ésta será la última, pues ése es lugar reservado para la muerte. Al
horror que sentí aquella noche le sucedió un pánico mucho más intenso ante las posibles
consecuencias. Aunque iban transcurriendo los días y la policía parecía no poseer
la menor pista sobre la muerte de la mujer estrangulada, vivía yo en perpetuo desasosiego.
Así las cosas, Lourdes tuvo una inesperada iniciativa. Una tarde se presentó en
mi despacho –ahora yo regresaba a casa directamente a la salida de la oficina, y
en coche– para decirme que acababa de discutir con su padre la situación de mi empresa.
El viejo me proponía una salida que permitiera a su hija mantener cierta posición
pese al inminente desastre. El plan, muy bien concebido, consistía en su quiebra
fraudulenta seguida por una rápida huida al extranjero, a una ciudad norteamericana
donde me esperaba el bien remunerado puesto de director comercial de la división
de plásticos de la empresa de mi suegro. En otro momento mi orgullo hubiera podido
jugarme una mala pasada, pero en mis circunstancias aquello no era un clavo ardiendo
sino un salvavidas de lujo, y me agarré a él.
Pero lo más curioso de todo es que, quizá por lo apurado
que estaba, sentí incluso cierto agradecimiento hacia Lourdes, y una vez en el extranjero
me encontré sin saber cómo montado en su grupa y atizándole con verdadero gusto
unos buenos cachetes en las nalgas. No sé cuánto puede durar esta nueva situación,
pero no importa. Estoy divirtiéndome muchísimo. Ah, y Adela tiene novio, un jovencito
que tras haber terminado sus estudios de ingeniería ha empezado a trabajar en la
industria de armamentos.
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