Roald Dahl
En el atardecer de un caluroso día de verano, Klausner salió a toda prisa
de su casa y, tras recorrer el pasillo lateral que la circundaba, atravesó el
jardín del fondo, dirigiéndose a un cobertizo de madera que había allí. Entró y
cerró la puerta a sus espaldas.
La única habitación que constituía la cabaña estaba sin
pintar. Adosada a una de las paredes, en el lado izquierdo, había una larga
mesa de trabajo y sobre ella, entre un revoltijo de cables, baterías y pequeñas
herramientas de precisión, había una caja negra, de casi un metro de largo,
parecida al ataúd de un niño. Klausner se dirigió a la caja, que tenía la tapa
levantada, y empezó a hurgar en su interior, entre una masa de tubos plateados
y cables de diferentes colores. Cogió una hoja de papel que había sobre la mesa
y la revisó con meticulosidad; miró de nuevo el interior de la caja y empezó a
maniobrar por encima de los cables, tirando con suavidad de ellos a fin de
comprobar las conexiones. De vez en cuando consultaba el papel, y de nuevo
manipulaba en la caja para comprobar cada cable. Así transcurrió
aproximadamente una hora.
Entonces dirigió la mano al exterior de la caja, en cuyo
frente había tres diales, que comenzó a hacer girar, sin dejar de observar al
mismo tiempo el mecanismo del interior. Mientras lo hacía, hablaba para sí,
moviendo la cabeza, a veces incluso sonriendo; sus manos se movían sin cesar,
los dedos recorrían ágiles el interior de la caja. Cuando algo era delicado o
difícil, su boca adquiría las más curiosas y retorcidas formas, y murmuraba:
–Sí… sí… Y ahora éste… Sí, sí… Pero ¿es correcto? Es…
¿dónde diablos está mi diagrama?… Ah… sí… Desde luego… Sí, sí, eso es… Y ahora…
Bien… Sí… Sí, sí, sí…
Su concentración era intensa, y sus movimientos rápidos.
Trabajaba con urgencia, con intensidad y excitación contenidas.
De pronto oyó ruido de pasos sobre la grava del sendero,
se enderezó y se volvió con rapidez hacia la puerta, que se abría en aquel
momento para dar paso a un hombre alto. Era Scott. Simplemente Scott, su
médico.
–Bien, bien –comentó al entrar–. Conque es aquí donde
pasa oculto las veladas.
–Hola, Scott –saludó Klausner.
–Pasaba por aquí y decidí entrar para ver cómo sigue. No encontré
a nadie en la casa y me acerqué hasta aquí. ¿Cómo está su garganta?
–Bien, muy bien.
–Ya que estoy aquí le echaré un vistazo.
–No se moleste, estoy bien, estoy perfectamente.
El doctor empezó a percibir cierta tensión en el lugar.
Miró la caja negra y después observó al hombre.
–Lleva puesto el sombrero.
–Oh… es verdad –Klausner se lo quitó y lo dejó sobre la
mesa. El médico se acercó más, inclinándose para mirar el interior de alta la
caja.
–¿Qué es? –dijo– ¿Una radio?
–No, un pequeño experimento.
–Parece muy complicado.
–Lo es.
Klausner parecía tenso y distraído.
–¿De qué se trata? –preguntó el médico–. Es un artefacto
bastante impresionante, ¿no?
–Es sólo una idea.
–¿Sí?
–Tiene que ver con el sonido, eso es todo.
–¡En el nombre del cielo! ¿No tiene ya suficiente durante
todo el día con su trabajo?
–Me gusta el sonido.
–No lo dudo.
El médico fue hacia la puerta, se volvió y dijo:
–Bien, no lo entretendré más. Me alegro de que su
garganta ya no le cause molestias.
Pero no salió; se quedó allí mirando la caja, intrigado
por la complejidad de su interior, curioso por descubrir lo que se proponía su
extraño paciente.
–¿Para qué sirve? –preguntó–. Me ha intrigado usted.
Klausner miró primero la caja y después al médico. Se
enderezó y empezó a rascarse el lóbulo de la oreja derecha. Hubo una pausa. El
médico, de pie junto a la puerta, aguardaba sonriente.
–Bien, si le interesa se lo diré.
Se produjo una nueva pausa y el médico se dio cuenta de
que Klausner no sabía cómo empezar.
Empezó a mover los pies, a estirarse el lóbulo de la
oreja, mirando al suelo. Lentamente, explicó:
–Bueno, el caso es… en realidad se trata de una teoría
muy simple. Como usted sabe, el oído humano no puede oírlo todo; hay sonidos
que son tan bajos o tan altos que no podemos captarlos.
–Sí –asintió el médico–, lo sé.
–Bueno, hablando en términos generales, no podemos oír
ninguna nota que tenga más de quince mil vibraciones por segundo. Los perros
tienen mejor oído que nosotros y, como sabrá, en el comercio existen unos
silbatos cuya nota es tan aguda que nosotros no podemos oírla, pero los perros
sí.
–Sí, he visto uno –dijo el médico.
–Por supuesto que sí. Subiendo en la escala, hay otra
nota más alta que la de ese silbato… una vibración si lo prefiere, pero yo la
considero una nota. Tampoco podemos oírla. Sobre ella hay otra, y otra más,
elevándose en la escala; una sucesión sin fin de notas… una infinidad de notas…
Por ejemplo, existe una, ojalá pudiéramos oírla, tan aguda que vibra un millón
de veces por segundo, y otra un millón de veces más alta que ésa… y así
sucesivamente, hasta el límite de los números, es decir hasta el infinito,
eternamente… más allá de las estrellas.
Poco a poco Klausner se iba animando. Era un hombrecillo
frágil y nervioso, siempre en movimiento. Su inmensa cabeza se inclinaba sobre
el hombro izquierdo, como si el cuello no fuera lo suficientemente fuerte para
soportarla. Su cara era suave y pálida, casi blanca; los ojos, de un gris muy
claro, lo observaban todo, parpadeando tras unas gafas con montura de acero.
Eran unos ojos desconcertantes, descentrados y remotos. Se trataba de un
hombrecillo frágil, nervioso, siempre en movimiento, minúsculo, soñador y
distraído. Y ahora, el médico, mirando aquella extraña cara pálida, y aquellos
ojos grises, pensó que, en cierto modo, en aquella diminuta persona había una
calidad de lejanía, de inmensidad, de distancia inconmensurable, como si la
mente estuviese muy lejos del cuerpo.
El doctor esperó a que continuara. Klausner suspiró y
unió las manos con fuerza.
–Creo que a nuestro alrededor existe todo un mundo de
sonidos que no podemos oír –prosiguió ahora, con más calma–. Es posible que
allí arriba, en las elevadas regiones inaudibles, se esté creando una excitante
música nueva, con armonías sutiles y violentas, y agudas discordancias. Una
música tan poderosa que nos volvería locos si nuestros oídos estuvieran
sintonizados para captarla… allí puede haber algo… por lo que sabemos, puede
haberlo.
–Sí –admitió el médico–, pero no es muy probable.
–¿Por qué no? ¿Por qué no? –Klausner señaló una mosca
posada sobre un pequeño rollo de alambre de cobre que había sobre la mesa–. ¿Ve
aquella mosca? ¿Qué clase de ruido produce ahora? Ninguno… que nosotros podamos
oír. Pero tal vez esté silbando en una nota muy aguda, ladrando, graznando o bien
cantando una canción. Tiene boca, ¿verdad? ¡Tiene garganta!
El médico miró al insecto y sonrió. Aún estaba junto a la
puerta, con la mano en el picaporte.
–Vaya –dijo–. ¿Así que eso es lo que pretende averiguar?
–Hace algún tiempo creé un sencillo aparato que me probó
la existencia de una serie de sonidos inaudibles. Muchas veces me he sentado a
observar cómo la aguja de mi aparato grababa la presencia de vibraciones
sonoras en el aire sin que yo pudiera oírlas. Quiero oír sonidos, quiero saber
de dónde proceden o qué los produce.
–¿Y esa máquina que tiene sobre la mesa se lo permitirá?
–Puede que sí… aunque ¿cómo saberlo? Hasta ahora no he
tenido suerte, pero he hecho algunos cambios, y esta noche pienso probarla de
nuevo. Esta máquina –exclamó Klausner, tocándola con ambas manos– tiene la
misión de captar las vibraciones sonoras que son demasiado agudas para poder
ser oídas por los humanos, y llevarlas a la escala de tonos audibles. He
conseguido sintonizar la máquina casi como una radio.
–¿Qué quiere decir?
–No es complicado. Digamos que deseo oír el chillido de
un murciélago. Es un sonido muy agudo, unas treinta mil vibraciones por
segundo. La mayoría de nosotros no podemos captarlo. Pero si hubiese un
murciélago revoloteando alrededor de este cuarto y yo sintonizara mi máquina a
treinta mil, oiría el chillido con claridad. Podría oír la nota correcta, fa
sostenido mayor, sí bemol, la que fuera. Pero en un tono mucho más bajo,
¿comprende? El médico miró la larga caja negra en forma de ataúd.
–¿Y la probará esta noche?
–Sí.
–Bien, le deseo suerte –miró su reloj–. ¡Dios mío! Debo
irme en seguida. Adiós, y gracias por contármelo. Ya volveré en otro momento
para que me diga el resultado.
El médico salió, cerrando la puerta tras sí.
Klausner siguió trabajando durante un rato con los cables
de la caja negra, después levantó la cabeza y, con un susurro bajo y excitado,
dijo:
–Ahora a probarla de nuevo. Esta vez hay que sacarla al
jardín… así quizá… quizá… la recepción será más clara… Ahora la levanto un poco…
cuidadosamente… ¡Dios mío, cómo pesa!
Al llegar con la caja hasta la puerta se dio cuenta de
que no podría abrir con las manos ocupadas. Depositó de nuevo la caja a sobre
la mesa, abrió la puerta y después, con gran esfuerzo, la llevó hasta el
jardín, colocándola con sumo cuidado sobre una pequeña mesa de madera que había
en el césped. Volvió al cobertizo para coger unos auriculares, los conectó a la
máquina y se los colocó. Los movimientos de sus manos eran veloces y precisos.
Estaba excitado, y respiraba rápida y pesadamente por la boca. Siguió hablando
consigo mismo, con pequeñas palabras reconfortantes y animosas, como si tuviera
algún temor… de que la máquina no funcionara o de lo que podía suceder en caso
de hacerlo.
Permaneció en el jardín, junto a la mesa de madera, tan
pálido, diminuto y delgado como un niño prematuramente envejecido, tísico y con
gafas. El sol se había puesto, no hacía viento y el silencio era absoluto.
Desde donde estaba podía ver, al otro lado del muro que separaba su jardín del
de la casa vecina, a una mujer que caminaba con una cesta llena de flores
colgada del brazo. La miró durante un rato, aunque sin pensar para nada en
ella. Después se volvió hacia la caja que reposaba sobre la mesa y presionó un
botón de la parte delantera. Puso la mano izquierda sobre el control de volumen
y la derecha sobre el dial que hacía correr la aguja por el disco central,
parecido al de longitudes de onda de una radio. El disco estaba graduado en
muchos números en series de bandas, empezando con el 15.000 y subiendo hasta
1.000.000.
Se inclinó sobre la máquina, la cabeza torcida hacia un
lado en una tensa actitud de escucha. Su mano derecha empezó a hacer girar el
dial; la aguja recorría lentamente el disco, tan lentamente que casi no la veía
moverse. A través de los auriculares pudo oír un débil y espasmódico chasquido.
Por debajo de este ruido, oyó un zumbido distante producido por la misma
máquina, pero eso era todo. Mientras escuchaba, tuvo una curiosa sensación;
sintió como si sus orejas se fuesen alejando de la cabeza y cada apéndice
estuviera conectado a la misma por un delgado cable, rígido como un tentáculo,
que se iba alargando y elevándose hacia una zona secreta y prohibida, una
peligrosa región ultrasónica donde los oídos jamás habían penetrado y tampoco
tenían derecho a hacerlo.
La pequeña aguja se deslizaba lentamente por el disco, y
de pronto oyó un grito, un impresionante grito agudo; se sobresaltó y se agarró
con fuerza a la mesa. Miró a su alrededor como si esperara ver a la persona que
había gritado. No había nadie a la vista excepto la vecina en el jardín, y ella
no lo había hecho. Estaba inclinada sobre unas rosas amarillas, que cortaba y
ponía en su cesta.
Lo oyó de nuevo, un grito sin voz, inhumano, agudo y
corto, claro y helado. La nota poseía en sí misma una calidad metálica menor,
como jamás había escuchado. Klausner miró a su alrededor buscando
instintivamente la causa de aquel ruido. La vecina era el único ser vivo a la
vista. La vio inclinarse, apoderarse del tallo de una rosa con los dedos de una
mano y cortarlo con unas tijeras. Oyó nuevamente el grito.
Llegó en el preciso instante en que el tallo de la rosa
era cortado.
La mujer se enderezó, dejó las tijeras de poda en la
cesta, al lado de las rosas, y se dio la vuelta para marcharse.
–¡Señora Saunders! –gritó Klausner, la voz temblorosa por
la excitación– ¡Señora Saunders!
Mirando a su alrededor, la mujer vio a su vecino inmóvil
sobre el césped; una persona pequeña y fantástica con un par de auriculares en
la cabeza, haciéndole señas con el brazo y llamándola con voz tan aguda y
potente que la alarmó.
–¡Corte otra! ¡Por favor, corte otra en seguida!
Ella se le quedó mirando.
–Pero, señor Klausner –preguntó–, ¿qué ocurre?
–Por favor, haga lo que le pido. ¡Corte otra rosa!
La señora Saunders siempre había pensado que su vecino
era una persona un tanto especial. Pero ahora, al parecer, se había vuelto
completamente loco. Se preguntó si no sería mejor echar a correr hacia la casa
y llamar a su esposo, pero decidió que Klausner no era peligroso y le siguió la
corriente.
–Con mucho gusto, señor Klausner.
Sacó las tijeras de la cesta, se inclinó y cortó otra
rosa.
De nuevo Klausner oyó aquel terrible grito sin voz; le
llegó otra vez en el momento exacto en que el tallo de la rosa era cortado. Se
quitó los auriculares y corrió hacia el muro que separaba los dos jardines.
–Muy bien –dijo–. Es suficiente, no corte más, por favor,
no corte más.
La mujer se le quedó mirando, con una rosa amarilla en
una mano y las tijeras en la otra.
–Le diré algo, señora Saunders, algo que usted no creerá
–puso las manos sobre el muro y la miró fijamente a través del grueso cristal
de sus gafas–. Acaba de cortar un ramo de flores; y con unas afiladas tijeras
ha cortado los tallos de cosas vivas, y cada se rosa que usted ha cortado ha
gritado de un modo terrible. ¿Lo sabía, señora Saunders?
–No –respondió ella–, la verdad es que no lo sabía.
–Pues es cierto, las oí gritar. Cada vez que usted cortó
una, oí su grito de dolor. Un sonido muy fuerte, aproximadamente unas ciento
treinta mil vibraciones por segundo. Usted no puede oírlas, pero yo sí.
–¿De veras, señor Klausner? –murmuró la mujer, dispuesta
a huir hacia la casa al cabo de cinco segundos.
–Quizá objete usted que un rosal no tiene sistema
nervioso con el que sentir, ni garganta con la que gritar, y tendrá toda la
razón. No dispone de ellos, por lo menos no iguales a los nuestros. Pero –se
inclinó más sobre el muro y habló en un violento susurro– ¿cómo sabe, señora
Saunders, que un rosal no siente el mismo dolor cuando alguien corta su tallo
en dos, que usted sentiría si alguien le cortara la muñeca con unas tijeras?
–Sí, señor Klausner, sí… Buenas noches.
Dio media vuelta y corrió velozmente hacia el interior de
su casa.
Klausner volvió a la mesa, se colocó los auriculares y se
quedó un rato escuchando. Aún se oía el suave chasquido y el zumbido de la
máquina, pero nada más. Se inclinó y arrancó una pequeña margarita. La cogió
entre el pulgar y el índice y suavemente la fue doblando en todas direcciones
hasta que el tallo se partió.
Desde el momento en que empezó a tirar de ella hasta la
rotura del tallo, pudo oír –muy claramente a través de los auriculares– un
suave y agudo quejido, curiosamente inanimado. Repitió el mismo proceso con
otra margarita. Escuchó nuevamente el grito, pero ahora ya no estaba seguro de
que expresara dolor. No, no era dolor, era sorpresa. ¿O no lo era? En realidad
no expresaba ninguno de los sentimientos o emociones conocidos por los seres
humanos. Era un grito neutro, sin emoción, que no expresaba nada. Con las rosas
había oído lo mismo, se había equivocado al decir que era un grito de dolor.
Probablemente una flor no lo sentía. Sus sensaciones eran un completo misterio.
Se levantó y se quitó los auriculares. Estaba ya muy oscuro y podía ver puntos
de luz brillando en las ventanas de las casas que le rodeaban. Levantó la caja
negra con cuidado y la llevó de nuevo al interior del cobertizo, dejándola
sobre la mesa. Después salió, cerró la puerta y se fue hacia la casa.
A la mañana siguiente Klausner se levantó al amanecer, se
vistió y fue directamente al cobertizo. Cogió la máquina y la sacó al exterior,
llevándola con ambas manos y caminando inseguro bajo su peso. Cruzó el jardín,
la verja de entrada y la calle en dirección al parque. Allí se detuvo, miró a
su alrededor y dejó la máquina en el suelo, cerca del tronco de un árbol.
Rápidamente regresó a su casa, sacó el hacha de la carbonera y, volviendo al
parque, la dejó en el suelo junto al árbol.
Miró de nuevo a su alrededor, escrutando nerviosamente en
todas direcciones a través de los gruesos cristales de sus gafas. No había
nadie. Eran las seis de la mañana.
Se colocó los auriculares y conectó la máquina. Durante
un momento escuchó el débil y familiar zumbido; después levantó el hacha, tomó
impulso con las piernas abiertas, y la clavó con tanta fuerza como le fue
posible en la base del tronco del árbol. La hoja penetró profundamente en la
madera y se quedó allí. En el momento mismo del impacto, a través de los
auriculares oyó un ruido extraordinario. Era un ruido nuevo, distinto, un
bronco, inarmónico e intenso ruido, un sonido sordo, grave, quejumbroso; no
corto y rápido como el de las rosas, sino prolongado durante casi un minuto,
más fuerte en el instante en que clavó el hacha, y debilitándose gradualmente
hasta desaparecer.
Al hundirse el hacha en la carne del tronco, Klausner se
quedó horrorizado; después, suavemente, asió el mango del hacha, la desprendió
y la dejó caer al suelo. Pasó los dedos por la herida y trató de cerrarla,
mientras decía:
–Árbol… amigo árbol… Lo siento, lo siento mucho… pero
cicatrizará, cicatrizará perfectamente…
Por un momento se quedó allí, con las manos sobre el
inmenso tronco; de pronto se dio la vuelta y salió corriendo del parque, cruzó
la calle y entró en su casa. Fue hacia el teléfono, consultó la guía, marcó un
número y esperó. Oprimía con fuerza el auricular con la mano izquierda y daba
con la derecha golpes impacientes sobre la mesa. Oyó el zumbido del teléfono y
después su chasquido al ser descolgado el auricular al otro extremo del hilo.
La voz somnolienta de un hombre dijo:
–Diga.
–¿El doctor Scott?
–El mismo.
–Doctor, tiene que venir inmediatamente. Dése prisa, por
favor.
–¿Quién llama?
–Klausner. ¿Recuerda lo que le conté ayer por la tarde
acerca de mis experimentos con el sonido y cómo esperé que podría…?
–Sí, sí, claro, pero ¿qué ocurre? ¿Está usted enfermo?
–No, no lo estoy, pero…
–Son las seis y media de la mañana, y me llama sin estar
enfermo…
–Por favor, venga, venga en seguida, quiero que alguien
más lo oiga. ¡Me estoy volviendo loco! No puedo creerlo…
El doctor captó en la voz del hombre la nota frenética y
casi histérica que solía oír en las voces de la gente que le llamaba para
decir: “Ha ocurrido un accidente, venga en seguida”. Lentamente, dijo:
–¿Quiere que me levante y vaya inmediatamente?
–Sí, en seguida, por favor.
–Está bien, ahora voy.
Klausner se sentó junto al teléfono y esperó. Trató de
recordar el grito del árbol, pero no lo logró. Pudo recordar únicamente que
había sido enorme y espantoso y que le había hecho sentirse enfermo de horror.
Trató de imaginar el ruido que produciría un ser humano anclado en tierra si
alguien le clavaba deliberadamente una pequeña hoja puntiaguda en una pierna,
de tal modo que le cortase profundamente y le quedara clavada. ¿El mismo ruido
quizá? No, muy distinto. El ruido del árbol era peor que cualquiera de los
sonidos humanos conocidos, debido a su terrorífica y obscura calidad atonal.
Empezó a pensar en otras cosas vivas y se imaginó un campo de trigo, un campo
de trigo de semillas erguidas, amarillo y vivo, y una segadora que lo cruzaba,
cortando los tallos, quinientos por segundo, un segundo tras otro. ¡Oh, Dios!
¿Cómo sería aquel ruido? Quinientas plantas de trigo gritando a la vez, y un
segundo después otras quinientas cortadas y gritando, y… “No –pensó–, no iré
con mi máquina a un campo de trigo, no volvería a probar el pan”. Pero ¿y las
papas, las coles, las zanahorias, las cebollas? ¿Y las manzanas? No, con las
manzanas no hay problema; cuando están maduras caen solas. Si a las manzanas se
las deja caer en vez de arrancarlas de la rama no ocurre nada. Pero con las
verduras es distinto. Las papas, por ejemplo, debían de gritar, lo mismo que
las zanahorias, las cebollas o las coles…
Oyó el pestillo de la puerta del jardín, se levantó de un
salto, salió y vio al médico acercarse por el sendero, con el pequeño maletín
negro en la mano.
–Bien –dijo éste–, qué ocurre.
–Venga conmigo, doctor, quiero que lo oiga. Le llamé a
usted ya que es el único a quien se lo he contado. Está al otro lado de la
calle, en el parque. ¿Quiere venir?
El doctor lo miró; Klausner parecía más calmado. No había
signos de locura o de histeria, estaba únicamente excitado.
Cruzaron la calle, se adentraron en el parque y Klausner
lo acompañó hasta el pie de la gran haya donde había dejado el hacha y la caja
negra de la máquina.
–¿Para qué la trajo aquí? –preguntó el médico.
–Necesitaba un árbol y en el jardín no hay.
–¿Y el hacha?
–Ya lo verá usted. Ahora, por favor, póngase los
auriculares y escuche con atención. Luego explíqueme claramente lo que haya
oído. Quiero estar seguro…
El médico sonrió y se puso los auriculares.
Klausner se inclinó y encendió con un gesto el
interruptor del tablero de la máquina; después asió el hacha y tomó impulso con
las piernas abiertas, dispuesto a golpear. Se detuvo y le dijo al médico:
–¿Puede oír algo?
–¿Si puedo qué?
–Oír algo.
–Un zumbido.
Klausner permaneció inmóvil, con el hacha en la mano,
esforzándose en golpear, pero el pensamiento del ruido que emitiría el árbol le
hizo detenerse de nuevo…
–¿Qué espera? –dijo el médico.
–Nada –contestó Klausner.
Levantó el hacha y la clavó en el árbol. Antes de
hacerlo, hubiera podido jurar que había notado un movimiento en el suelo, justo
donde se hallaba. Sintió un ligero temblor en la tierra bajo sus pies, como si
las raíces del árbol estuviesen en movimiento bajo la superficie. Sin embargo,
era demasiado tarde para corregir el impulso; la hoja golpeó el árbol y se
hundió profundamente en la madera. En aquel momento, en lo alto, sobre sus
cabezas, el chasquido de la madera al astillarse y el sonido susurrante de las
hojas al rozar entre sí les hizo mirar hacia arriba.
–¡Cuidado! ¡Corra, hombre, corra! ¡Aprisa! –gritó el
médico.
Se había quitado los auriculares y se alejaba a toda
velocidad, pero Klausner se quedó allí, fascinado, mirando la gran rama, de
casi dos metros de largo, que se inclinaba lentamente, partiéndose por su punto
más grueso, donde se unía al tronco del árbol.
La rama se vino abajo con un crujido y Klausner saltó
hacia un lado en el momento preciso en que aquélla llegaba al suelo, cayendo
sobre la máquina, haciéndola pedazos.
–¡Cielos! –gritó el médico–. ¡Sí que la tuvo cerca, creí
que le caía encima!
Klausner miraba al árbol, con la cabeza ladeada y una
expresión tensa y horrorizada en su cara pálida. Lentamente, fue hacia el
tronco y arrancó el hacha con suavidad.
–¿Lo ha oído? –dijo con voz casi inaudible, volviéndose
hacia el médico.
Éste, que aún estaba sin aliento por la carrera y el
sobresalto, preguntó.
–¿El qué?
–Por los auriculares. ¿Oyó usted algo cuando el hacha
golpeó?
El médico empezó a rascarse la nuca.
–Pues –dijo–, de hecho… –se calló y frunció ligeramente
el labio superior–. No, no estoy seguro, no puedo estar seguro. No creo que
llevara puestos los auriculares más de un segundo después que usted clavó el
hacha.
–Sí, pero ¿qué oyó usted?
–No lo sé. No sé lo que oí. Probablemente el ruido de la
rama al partirse –añadió rápidamente, casi con irritación.
–¿Qué le pareció que era? –Klausner se inclinó
ligeramente y miró con fijeza a su interlocutor–. Exactamente, ¿qué le pareció
que era?
–Al demonio –repuso el médico–. No lo sé. Estaba más
interesado en quitarme de en medio. Dejémoslo, ¿quiere?
–Doctor Scott, ¿qué-le-pareció-que-era?
–Por el amor de Dios, ¿cómo puedo saberlo, con medio
árbol viniéndoseme encima y teniendo que correr para salvarme?
El médico parecía nervioso, y Klausner se daba cuenta de
ello. Se quedó muy quieto, mirándolo fijamente, y durante casi medio minuto no
dijo nada.
El otro movió los pies e hizo un gesto como para irse.
–Bueno –dijo–, es mejor que nos vayamos.
–Oiga –dijo el hombrecillo, y su cara pálida se cubrió de
rubor–. Oiga –repitió–, hágale una sutura –señaló la última herida que el hacha
había abierto en el tronco–. Hágasela en seguida.
–No sea absurdo –dijo el médico.
–Haga lo que le digo. Una sutura.
Klausner sostenía con fuerza el hacha, y hablaba en voz
baja, con tono extraño, casi amenazador.
–No sea absurdo –dijo tajante el médico–, no puedo hacer
suturas en la madera. Vamos, será mejor que nos vayamos.
–¿No se pueden hacer suturas en la madera?
–No, claro que no.
–¿Trae yodo en el maletín?
–Sí, ¿por qué?
–Pinte el corte con yodo. Escocerá, pero no puede
evitarse.
–Vamos –dijo el médico, y de nuevo trató de marcharse–,
no seamos ridículos. Volvamos a su casa y…
–Pinte-el-corte-con-yodo…
El médico dudó. Observó cómo las manos de Klausner se
crispaban en tomo al mango del hacha. Decidió que su única alternativa era
alejarse a toda prisa, pero desde luego no iba a hacer una cosa así.
–Está bien –dijo–, lo pintaré con yodo.
Recogió su maletín negro, que se hallaba más allá, a unos
diez metros, apoyado en un árbol; lo abrió, y extrajo la botella de yodo y una
bola de algodón. Fue hacia el tronco, destapó la botella y empapó el algodón
con el yodo. Se inclinó sobre la herida y empezó a pintarla. Miraba de reojo a
Klausner, que permanecía inmóvil con el hacha en la mano, observándolo.
–Asegúrese de que penetre bien.
–Sí –asintió el médico.
–Ahora pinte la otra herida, la que está encima.
El médico hizo lo que Klausner le decía.
–Bueno –dijo–, ya está –se levantó y examinó con
expresión grave su obra–. Esto le hará bien.
Klausner se acercó y examinó detenidamente las dos
heridas.
–Sí –dijo, asintiendo despacio con la enorme cabeza–, sí,
quedará bien –dio un paso atrás–. ¿Vendrá mañana a darle una ojeada?
–Oh, sí –dijo el médico–, desde luego.
–¿Y le aplicará más yodo?
–Si veo que hace falta sí.
–Gracias, doctor –dijo Klausner, entusiasmado.
Asintió de nuevo con la cabeza, y soltó el hacha y, de
pronto sonrió. Era una sonrisa extraña y excitada. De inmediato, el médico fue
hacia él y, cogiéndole amablemente por el brazo, le dijo:
–Vamos, debemos irnos ahora.
Se pusieron a caminar en silencio, juntos, con cierta
rapidez, a través del parque, cruzando la calle, de regreso a casa.
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