María Luisa Bombal
No
me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman
proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro.
Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua.
Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa
arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como con brazos
de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me
besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.
A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos
alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo inútilmente,
ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones y busco mil objetos,
sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me despierta, por fin.
Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera
olvidada sobre el velador.
Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza,
para no volver sino al anochecer.
Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no
cesa de protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros maridos.
No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi candor.
Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata
y aguzo el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a
quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido secuestrados por
la bruma…
¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya
empieza a incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar
una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue atenuar la
niebla.
Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo tan si
quiera el gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí,
la casa permanece totalmente oscura.
Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo
una exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La miro.
Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus pómulos se ha suavizado
y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba que los seres embellecieran cuando
reposan extendidos. Regina no parece ahora una mujer, sino una niña, una niña muy
dulce y muy indolente.
Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados
donde toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras y
cigarrillos femeninos.
De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.
Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a
la casa. Veo moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas
precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de antorchas.
Oigo el jadeo precipitado de los perros.
–¿Buena suerte? –interrogo con júbilo.
–¡Maldita niebla! –rezonga Daniel, por toda respuesta.
Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a
mis pies. Se alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos
mutilados, embarrados.
El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza
aún caliente y que destila sangre.
Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos
se alejan riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel vergonzoso
trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de indignación. Cuando
él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.
Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al
levantarlos de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y
de su pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y fuerte.
Le sonrío turbada. Entonces él levantándose de un salto, penetra en la casa sin
volver la cabeza.
La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya
hizo desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la terraza.
Anoche soñé que, por entre las rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba
lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos
de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo
deshacía todo, todo… Sólo, en medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina,
con su mirada de fuego y sus labios llenos de secretos.
Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detrás
de la espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la siento
pesar en la atmósfera.
La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender
todos los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos amontonamos,
entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de pesado cristal, nos
entibia las venas; su calor nos va trepando por la garganta hasta las sienes.
Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra
casa el oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra
vendrá con nosotros al campo.
Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como
una quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los labios una
sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi marido. No sé por qué me
siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar de sonreír.
Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda
las almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre las
sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la sensación de
que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro la ventana.
Me inclino hacia fuera y es como si no cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando
los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad tibia intimidad de
un cuarto cerrado.
Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre
los ojos.
–Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?
–Haz lo que quieras –murmura y de nuevo recuesta pesadamente
la cabeza en la almohada.
Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí
de la hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar calle
arriba.
La tristeza refluye a la superficie de mi ser con toda
la violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:
–Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa
al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los
trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto.
–Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa
al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los
trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto.
Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los periódicos locales. Después
de comer me divertiré en provocar pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo
desatinadamente las brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que
se ha agotado todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras
contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo, y
dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate
todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje
y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.
Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.
No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adonde? La
muerte me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento
capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.
Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza.
Como en pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad
de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas gotas.
La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma
en vaho, baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa que
es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía. Levanto
la cabeza.
Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven;
unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas, levemente arqueada,
presta a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un vago, pero
envolvente calor.
Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba
y que le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él entonces
me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas cesen de mirarme.
Ando, pero ahora un desconocido me guía. Me guía hasta
una calle estrecha y en pendiente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo
un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de una cadena
enmohecida.
Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano
tibia busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble; nuestros
pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga escalera, sin que necesite
apoyarme en la baranda, porque el desconocido guía aún cada uno de mis pasos. Lo
sigo, me siento en su dominio, entregada a su voluntad. Al extremo de un corredor,
empuja una puerta y suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que,
de pronto, se ilumina.
Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas
le comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica. Todo
el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la neblina pueden
aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este
cuarto un solo átomo de muerte.
Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho
una suave presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer
en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo. Él
entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica. Sospecho que ningún
sentimiento abriga secretos para él. Se aleja simulando a su vez querer tranquilizarme.
Quedo sola.
Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies
descalzos. Él está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello
castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en
una aureola de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas.
Su frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave
sencillez de su actitud le confiere como una segunda desnudez.
Casi sin tocarme, me desata los cabellos y empieza a quitarme
los vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta
aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo
en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi cuerpo ansía,
por fin, su parte de homenaje.
Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama.
Él se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y
este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo
y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo,
como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas.
¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!
Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me
lo tiende sonriente, oprimo a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara.
Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor
de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.
Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho.
Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite
incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extiende en
ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho,
lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y
siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento
agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su
fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.
Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al
hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia,
me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube
algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me
es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga
que pesa entre mis muslos.
Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado.
Es plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme
sobre sus labios para sentirlo. Advierto que prendida a una finísima, casi invisible
cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita trivial,
de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne toda se enternece
ante este pueril detalle. Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo
sin despertarlo. Me visto con sigilo y me voy.
Salgo como he venido, a tientas.
Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles
y todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza, remonto
avenidas. Un perfume muy suave me acompaña; el perfume de mi enigmático amigo. Toda
yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si él anduviera aún a mi lado o
me tuviera aún apretada en su abrazo o hubiera deshecho su vida en mi sangre, para
siempre.
Y he aquí que estoy extendida al lado de otro hombre dormido.
–“Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo solamente
que no sepas nunca nada de cuanto me ha ocurrido esta noche…”
¿Por qué, en otoño, esa obstinación de hacer constantemente
barrer las avenidas?
Yo dejaría las hojas amontonarse sobre el césped y los
senderos, cubrirlo todo con su alfombra rojiza y crujiente que la humedad tornaría
luego silenciosa. Trato de convencer a Daniel para que abandone un poco el jardín.
Siento nostalgia de parques abandonados, donde la mala hierba borre todas las huellas
y donde arbustos descuidados estrechen los caminos.
Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente
marcadas bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes, al reír.
Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto verde. La carne se me
pega a los huesos y ya no parezco delgada, sino angulosa. Pero, ¡qué importa! ¡Qué
importa que mi cuerpo se marchite, si conoció el amor! Y qué importa que los años
pasen, todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez… Tan sólo con un recuerdo
se puede soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin cansancio,
los mezquinos gestos cotidianos.
Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo
encontrar hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de
una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca lo encuentre. No
importa; el mundo me parece lleno de posibilidades, en cada minuto hay para mí una
espera, cada minuto tiene para mí su emoción.
Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente
como un hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, toda una larga noche,
he vivido del calor de otro hombre. Me levanto, enciendo a hurtadillas una lámpara
y escribo:
“He conocido el perfume de tu hombro y desde ese día soy
tuya. Te deseo. Me pasaría la vida, tendida, esperando que vinieras a apretar contra
mi cuerpo, tu cuerpo fuerte y conocedor del mío, como si fuera su dueño desde siempre.
Me separo de tu abrazo y todo el día me persigue el recuerdo de cuando me suspendo
a tu cuello y suspiro sobre tu boca”.
Escribo y rompo.
Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo
el presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre mí en veinticuatro
horas. Me paso el día en una especie de exaltación. Espero. ¿Una carta, un acontecimiento
imprevisto? No sé, a la verdad.
Ando, me interno monte adentro y, aunque es tarde, acorto
el paso a mi vuelta. Concedo al tiempo un último plazo para el advenimiento del
milagro. Entro al salón con el corazón palpitante.
Tumbado en un diván, Daniel bosteza, entre sus perros.
Mi suegra está devanando una nueva madeja de lana gris. No ha venido nadie, no ha
pasado nada. La amargura de la decepción no me dura sino el espacio de un segundo.
Mi amor por “él” es tan grande que está por encima del dolor de la ausencia. Me
basta saber que existe, que siente y recuerda en algún rincón del mundo…
La hora de comida me parece interminable.
Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar
a mis anchas. ¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tarde, por ejemplo, dejé
en suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.
Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional
partida de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para buscar entre
las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente, despuntan como dos estrellas
y yo permanezco entonces largo rato sumida en esa luz. Nunca como en esos momentos
recuerdo con tanta nitidez la expresión de su mirada.
Hay días en que me acomete un gran cansancio y vanamente
remuevo las cenizas de mi memoria para hacer saltar la chispa que crea la imagen.
Pierdo a mi amante.
Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento
que derrumbó tres nogales e hizo persignarse a mi suegra lo indujo a llamar a la
puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy subido.
Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces él me cargó en sus brazos
y me llevó así desvanecida, en la tarde de viento… Desde aquel día no me ha vuelto
a dejar.
El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente
mañana de sol. Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero con calma,
luego, con fiebre… porque tengo miedo de hallarlo. Una gran esperanza ha nacido
en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad de mis esfuerzos. Ya no hay duda posible.
Lo olvidé una noche en casa de un desconocido. Una felicidad tan intensa me invade,
que debo apoyar, mis dos manos sobre el corazón para que no se me escape; liviano
como un pájaro. Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos une para
siempre. Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero de paja.
Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques,
empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.
Trato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando
que puedo imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva
perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin poderlas abrir.
Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial.
La familia se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es
agriamente censurada.
Como para compensar la indiferencia en medio de la cual
se efectuó hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos
y una gran comida con numerosos brindis.
En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con
la mía.
Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de
repetirlo en voz alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.
Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque.
De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y
el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que un
vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse
bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente, donde cada uno
de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente
los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que
al traer a nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo
piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas atolondradas y
escurridizas.
Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé
a lo lejos, entre la niebla, venir silencioso como una aparición, un carruaje todo
cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre los árboles
y la hojarasca sin provocar el menor ruido.
Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando
en mi desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.
El carruaje avanzó lentamente hasta arrimarse a la orilla
opuesta del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron,
sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.
Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis
nervios lo presentían.
Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces,
asomarse e inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.
Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno
de mi amante.
Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie
de grito ronco, indescriptible. Él debió ver la angustia pintada en mi semblante,
pues, como para tranquilizarme, esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán
de la mano. Luego, reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.
El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera
tiempo para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si
se lo hubiera tragado la niebla.
Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara
estupefacta. La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre
el agua, estaba inmovilizada detrás de mí.
Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité,
frenética:
–¿Lo viste, Andrés, lo viste?
–Sí, señora, lo vi –asintió tranquilamente el muchacho.
–¿Me sonrió, no es verdad Andrés, me sonrió?
–Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua,
no se vaya a desmayar –dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.
Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas
que el otoño recostaba sobre el estanque…
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