J. G. Ballard
Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el
conde Axel abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó
que conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta
de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo
Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a
inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba
los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart
en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los traslúcidos
pétalos.
El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros
bajo la terraza, llegando hasta un lago en miniatura cruzado por un puente
blanco que conducía a un menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se
aventuraba más allá del lago. La mayor parte de las flores del tiempo crecían
en un pequeño arriate justamente bajo la terraza, amparadas por el alto muro
que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde podía ver por encima del
muro la llanura que había más allá; una gran extensión de terreno abierto que
avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde ascendía suavemente antes de
perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por todas partes, y su monótono
vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia de la villa. Aquí, en el
jardín, el aire parecía más brillante y el Sol más cálido, mientras que en la
llanura estaba siempre pálido y remoto.
Como de costumbre, antes de empezar su usual paseo
vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la llanura hasta la última
elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un escenario por los rayos
del Sol vespertino.
Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart
llegaban a él procedentes de las graciosas manos de su esposa, vio que las
primeras filas de un enorme ejército se movían lentamente en el horizonte. A
primera vista le pareció que avanzaban ordenadamente, pero en una inspección
más detallada pudo comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y
confuso tropel de gente hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos
soldados de raídos uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana.
Algunos lo hacían dificultosamente, bajo pasadas cargas suspendidas de toscos
yugos que rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera,
ayudando con sus manos el girar de las ruedas. Sólo unos cuantos caminaban
libres, pero todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz
del huidizo Sol.
La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible;
sin embargo, Axel siguió observando, con expresión fría y vigilante, hasta que
se hizo claramente perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por
último, cuando la luz del día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzo la
cresta de la primera ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la
terraza y descendió a pasear entre las flores del tiempo.
Las flores crecían a una altura de dos metros; sus
delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían una docena de hojas. Al
extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del tamaño de una copa. Los
opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de cristal. Su brillantez
diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas ligeramente por la brisa
vespertina, refulgían como lanzas de fuego.
Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los
examinaba cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en su
búsqueda de algún nuevo brote.
Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano
al muro, se quitó los guantes y la arrancó con sus fuertes dedos.
Cuando llevaban la flor a la terraza, ésta comenzó a
centellear y a deshacerse, y la luz procedente del corazón fue desvaneciéndose.
Lentamente, el cristal también empezó a disolverse, y sólo los pétalos de
alrededor permanecían intactos. El aire que rodeaba a Axel se tomó brillante y
vívido. En un instante, la tarde pareció transformarse, alternando sutilmente
sus dimensiones de tiempo y espacio. El oscurecido pórtico de la casa quedó
despojado de su pátina, y relumbraba con una espectral blancura, como surgido
repentinamente de un sueño.
Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por
encima del muro. Sólo el lejano borde del horizonte estaba iluminado por el
Sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi una cuarta parte del
camino de la llanura, había retrocedido ahora hasta el horizonte. Todos habían
vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo, y ahora parecían
inmóviles.
La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta
adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados
alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado centelleo tembló por un
instante desde el centro y se extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió
derretirse la flor como una gota de rocío en su mano.
El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa,
extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura, fusionando el horizonte con
el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las flores del tiempo no
reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del bosque embalsamado.
Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores
que aún quedaban; después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza
arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por las baldosas.
–Qué hermoso atardecer, Axel –habló la mujer, conmovida
como si fueran obra de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire.
Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo
recogido por detrás con un broche de piedras montadas en plata. El vestido,
escotado, revelaba un largo y delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la
examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su brazo y juntos bajaron las
escaleras hasta el jardín.
–Uno de los más largos atardeceres de este verano
–confirmó Axel, añadiendo–: arranqué una flor perfecta, querida. Una joya. Con
suerte nos servirá para varios días –frunció el entrecejo y miró
involuntariamente al muro–. Cada vez parecen estar más cerca.
Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con
efusión. Ambos sabían que el jardín del tiempo estaba muriendo.
Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba),
el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo.
Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma
había alcanzado la mitad de la llanura, extendiéndose como una masa
ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces traídos por el aire, un hosco
ronroneo pleno de lamentos y gritos. Afortunadamente su mujer estaba ante el
clavicordio y los maravillosos contrapuntos de una fuga de Bach se esparcían a
través de la terraza, ocultando otros ruidos.
Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida
en cuatro grandes declives, y la cresta de cada uno de ellos era visible en la
declinante luz. Axel se había prometido que nunca los contaría, pero el número
era demasiado pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de
referencia en el avance del ejército.
Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e
iba camino de la segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los
primeros. Mirando a izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo
apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que
formaba el cuerpo total de la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero
centro no era visible todavía y Axel estimaba que cuando este, por fin,
alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno sin hollar.
Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo
aquello era una maraña amorfa y sin coordinación. No había estandartes,
banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba
sin tregua.
Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron
en lo alto de la segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que
más asombró a Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco
tiempo. Las figuras se veían mucho más grandes que la vez anterior.
Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una
flor del tiempo del jardín y la arrancó del tallo. Ésta despidió su compacta
luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor se redujo a una perla helada en
su mano miró hacia la llanura y vio con alivio que el ejército había
retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el horizonte estaba mucho
más cerca que cuando arrancó la flor; lo había confundido con la primera
cresta.
Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le
dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo
todo lo posible para disipar su preocupación.
Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al
jardín del tiempo.
–¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores
todavía!
Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa
de su mujer para tranquilizarlo. La entonación con que ella había pronunciado
la palabra “todavía” revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho,
restaba una escasa docena de flores de los cientos que habían crecido en el
jardín, y en su mayor parte eran sólo capullos. Solamente tres o cuatro habían
alcanzado la plenitud. Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir
si debía arrancar primero las flores desarrolladas o dejarlas para el final.
Estrictamente, sería mejor dar tiempo suficiente para que los capullos crecieran
y maduraran, y este beneficio se perdería si retenía las flores formadas hasta
el final, como deseaba hacer para la última acción defensiva. Se dio cuenta,
empero, que en cualquier caso era lo mismo; el jardín moriría pronto y las
pequeñas flores requerían más tiempo para crecer que el que él podía
otorgarles.
Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos
reflejados en las oscuras aguas. Amparado por el “pavillon” por un lado y el
muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro, y la llanura, con su
alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual había despertado
felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su esposa y la atrajo
hacia sí cariñosamente, dándose cuenta de que no la había abrazado desde hacía
años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía recordar, como si fuera
ayer, cuando la trajo a vivir a la villa.
–Axel –le preguntó su mujer, con repentina seriedad–.
Antes que el jardín muera… ¿puedo arrancar yo la última flor?
Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la
cabeza.
Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las
flores que quedaban, dejando sólo un pequeño capullo que crecía justamente bajo
la terraza, destinado a su esposa.
Había cogido las flores al azar, rehusando contarlas o
racionarlas y arrancando dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La
horda había alcanzado la segunda y tercera crestas; nublaba el horizonte. Desde
la terraza, Axel podía ver con claridad la revuelta turba bajando por la
depresión hacia la cresta final, y de cuando en cuando los sonidos de sus voces
llegaban hasta él, mezclados con gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las
carretas de madera daban tumbos por todos lados sobre sus ruedas y los
conductores luchaban por controlarlas. Por lo que podía distinguir Axel, ni un
solo miembro de la multitud estaba enterado de la dirección que llevaban. Más
bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el terreno, pisando los talones a la
persona que iba delante. Sin motivo que aducir, Axel tenía la vaga esperanza de
que el verdadero núcleo, bajo el lejano horizonte, pudiera cambiar de dirección
y la multitud alterara su curso gradualmente, desviándose de la villa, y
retrocediera en la llanura como una resaca en el mar.
En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del
tiempo, la avanzadilla de la chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba
hormigueante ante ella. Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos
florecitas que quedaban; sólo conseguirían hacerlos retroceder un corto trecho
en el próximo atardecer. Los tallos de cristal a los que arrancó las flores se
alzaban en el aire, pero todo el jardín había perdido su lozanía.
Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando
sus manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías.
Caminó lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros
cuidadosamente; después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la
puerta tras él. Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa
que limpiaba sus ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos.
Al atardecer, cuando el Sol declinaba por detrás de la
casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no habían cruzado palabra en todo
el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala de música, la llamó.
–Esta noche cogeremos las flores juntos, querida –anunció
lentamente–. Una para cada uno.
Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos
seiscientos metros el rugir de la chusma avanzando hacia la casa.
Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor
que un zafiro. A medida que éste iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera
pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de nuevo.
Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia
la villa, contando las seis columnas del pórtico; después, se fijó en la
plateada superficie del lago que reflejaba la última luz del atardecer, y en
las sombras que se cruzaban entre los árboles y se extendían por el crespo
césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su mujer habían visto
sucederse, cogidos del brazo, tantos y tantos veranos.
–¡Axel!
Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces
bramaban a veinte metros escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la
valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos.
La condesa corrió hacia él cuando una nueva oleada retumbó a lo largo del muro.
Después, una pesada baldosa cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en
una de las ventanas del invernadero.
–¡Axel!
La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella
había ladeado con su hombro.
–¡Rápido, querida, la última flor!
La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó
la flor limpiamente y la protegió entre las palmas de sus manos.
Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su
sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los
asustados ojos de su mujer.
–Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la
última de sus fibras.
Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el
griterío de afuera aumentó. La multitud estaba golpeando la verja de hierro y
toda la villa temblaba ante este impacto.
Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa
elevó sus manos como si liberase un invisible pájaro; después, en un acceso
final de valor, tomó las manos de su esposo con una sonrisa radiante que se
desvaneció rápidamente.
–¡Oh Axel! –lloró.
Como una espada, la oscuridad descendió súbitamente sobre
ellos.
Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos
del muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo
largo de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo
que antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea
humana. El lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados
y el viejo puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de
la pradera, cubriendo los senderos.
La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi
toda la multitud cruzaba rectamente por el césped, desviándose de la destruida
villa; pero uno o dos de los más curiosos treparon y buscaron entre su armazón.
Las puertas habían sido sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados.
En la sala de música se veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de
sus teclas aún reposaban entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos
por el suelo, fuera de sus estantes, y los lienzos habían sido acuchillados,
cubriendo con sus tiras el suelo.
Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa
cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones
por el seco lago, por la terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte
norte. Sólo una zona soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza,
entre el derruido balcón y el muro, había unos matorrales espinosos de unos dos
metros de altura. El punzante follaje formaba una masa impenetrable y la gente
pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado
ocupados buscando su camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de
los matorrales espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra,
miraban alrededor desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras
representaba a un hombre con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un
bastón en una mano. Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro
era suave y sereno. En su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos
tan suaves que casi eran transparentes.
Cuando el Sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a
través de una cornisa rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas,
iluminó la piedra gris de tal manera que, por un fugaz momento, ésta fue
indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida carne de los originales de las
estatuas.
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