martes, 31 de enero de 2023

Trece, no más

Víctor Roura

 

A las once de la noche en punto marco su número telefónico.

–Tengo ganas de darte trece besos en la espalda –digo, cuando ella contesta.

–Lo prefiero en el meñique de la mano izquierda –dice, amablemente.

En todo caso, pienso, en tres dedos del pie derecho, pero no se lo digo.

–Tres en el acromión –propongo.

Ella está escuchando música de Luis Eduardo Aute.

–Nunca me han dejado un beso en la zona del apófisis coracoides…

Le digo que lo lamento.

–¿En el cóndilo, ya? –pregunto.

–Una vez, no es tan excitante.

–A mí me turba cuando me acarician la fosa olecraniana –digo.

Hace una pausa. Me la imagino imaginándose mi goce.

–En la parte donde está situado el cúbito, si me dan un beso, me pasa una cosa curiosa…

–Yo siento una especie de cosquillas.

–No, no, a mí me espabila, me adormila, me hace buscar el descanso.

–A mí me sucede igual pero cuando recibo un beso en el troquín.

–Tenemos sensibilidades diferentes.

–¿No te gusta en el troquín? –pregunto, desconcertado.

–Me mueve la risa, involuntariamente.

–No sabes de felicidades súbitas.

–¿Qué sabes tú de eso si nunca te han besado en el área del astrágalo?

Me quedo callado. Desconozco el secreto de dicha zona.

–Pero sé del placer de las cuñas –digo.

–Todo el mundo –dice.

Me sonrojo, pero ella para mi fortuna lo ignora.

–Si a esas vamos, te confieso que donde más me gusta ser besada es en la franja muscular del sartorio –dice.

Lo suponía, no sé por qué.

–Si bien no se le pide nada al tensor de la fascia lata –sugiero.

Hace otra pausa.

–No –dice.

Me asombra su indisciplina pasional.

–¿Por qué? –interrogo.

–No me gustan las medias tintas.

–Bueno, es el comienzo.

–De una vez del semitendinoso hacia arriba, de manera compacta.

–Voy con calma.

–Tampoco soy una acelerada.

–No estoy diciendo eso.

Ya no oigo música. Aute ha terminado su concierto.

–No sé por qué te vas hacia la pierna si tu debilidad se encuentra en el cuello –digo.

Interpreto su silencio.

–A ti no se te puede besar en el esplenio porque eres incapaz de detener al seductor.

No dice nada. Vuelve a callar.

–Y si de ahí nos vamos al trapecio, cierras los ojos…

Escucho su respiración, mas no dice nada.

–No se diga si luego, bruscamente, paso del trapecio a la escápula…

Me empieza a preocupar su larga pausa.

–…Y me deslizo hasta el sóleo sin desatender las zonas intermedias…

–¡No prosigas! –grita.

Inicia de nuevo Luis Eduardo Aute. Tiene casetera automática, por lo visto.

–No sigas, por favor –insiste.

Ya no hablo del trocante mayor. Subo mis pies a la mesita de centro.

–Detente, por el amor de… –dice, con la voz desarticulada.

Miro hacia arriba. Una mosca vuela alrededor.

–¿Pides sólo trece besos en la espalda? –interroga, con lentitud.

–No más –afirmo.

Aute canta qué terriblemente absurdo/ es estar vivo/ sin el alma de tu cuerpo/ sin tu latido.

Son las once y diecisiete minutos. Colgamos. Dejo la puerta abierta para que ella no tenga necesidad de tocar. Pongo las cervezas en el congelador.

La mosca sigue su vuelo, imperturbable.

 

El paso del Yabebirí

Horacio Quiroga

 

En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque “Yabebirí” quiere decir precisamente “Rio-de-las-rayas”. Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar renqueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pescaditos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pescaditos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los pescados quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

–¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:

–¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?

–¡Ahí viene! –gritó el zorro de nuevo–. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!

–¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! –contestaron las rayas–. ¡Pero lo que es el tigre, ese no va a pasar!

–¡Cuidado con él! –gritó aún el zorro–. ¡No se olviden de que es el tigre!

Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.

Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso; y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.

Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.

–¡El tigre! ¡El tigre! –gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.

En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.

Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si le hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola.

El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:

–¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!

–¡No salimos! –respondieron las rayas.

–¡Salgan!

–¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!

–¡Él me ha herido a mí!

–¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte!¡Aquí abajo está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!

–¡Paso! –rugió por última vez el tigre.

–¡NI NUNCA! –respondieron las rayas.

(Ellas dijeron “ni nunca” porque así dicen los que hablan guaraní, como en Misiones.)

–¡Vamos a ver! –bramó aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto.

El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.

Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:

–¡Fuera de la orilla! –gritaban bajo el agua–. ¡Adentro! ¡A la canal!¡A la canal!

Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, al tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas…

Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.

El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.

Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.

Pero aunque habían vencido al tigre las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más… Y ellas no podrían defender más el paso.

En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó:

–¡Rayas! ¡Quiero paso!

–¡No hay paso! –respondieron las rayas.

–¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! –rugió la tigra.

–¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! –respondieron ellas.

–¡Por última vez, paso!

–¡NI NUNCA! –gritaron las rayas.

La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al bramido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:

–¡Parece que todavía tenemos cola!

Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.

Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era este: pasar el río por la otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas.

–¡Va a pasar el río aguas más arriba! –gritaron–. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!

Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.

–¡Pero qué hacemos! –decían–. Nosotras no sabemos nadar ligero… ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!

Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente, dijo de pronto:

–¡Ya está! ¡Qué vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!

–¡Eso es! –gritaron todas–. ¡Que vayan los dorados!

Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.

A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.

Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba, saltaba en el agua, hacía volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco se podía ir a comer al hombre.

Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entrar en el monte.

¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:

–¡Ya sabemos lo que es. Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. Van a venir todos los tigres y van a pasar!

–¡NI NUNCA! –gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.

–¡Si, pasarán, compañeritas! –respondieron tristemente las más viejas–. Si son muchos acabarán por pasar… Vamos a consultar a nuestro amigo.

Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río.

El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso de los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida, y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:

–¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán…

–¡No pasarán! –dijeron las rayas chicas–. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!

–¡Si, pasarán, compañeritas! –dijo el hombre hablando en voz baja:

–El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas… pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los pescados… y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.

–¿Qué hacemos entonces? –dijeron las rayas ansiosas.

–A ver, a ver… –dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo–. Yo tuve un amigo… un carpinchito que se crio en casa y que jugaba con mis hijos… Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí… pero no sé dónde estará…

Las rayas dieron entonces un grito de alegría:

–¡Ya sabemos! ¡nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar a buscar enseguida!

Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.

Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre.

Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron:

–¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!

Y el ejército de dorados voló enseguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.

No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.

Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.

Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.

–¡Paso a los tigres!

–¡No hay paso! –respondieron las rayas.

–¡Paso, de nuevo!

–¡No se pasa!

–¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no dan paso!

–¡Es posible! –respondieron las rayas–. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!

Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:

–¡Paso pedimos!

–¡NI NUNCA!

Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos, manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.

El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares…pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban atenderse y bramar en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres.

Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.

Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:

–No podemos resistir dos ataques como este. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan enseguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!

Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.

Las rayas fueron entonces a ver al hombre.

–¡No podremos resistir más! –le dijeron tristemente las rayas. Y aún algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.

–¡Váyanse, rayas! –respondió el hombre herido–. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!

–¡NI NUNCA! –gritaron las rayas en un solo clamor–. Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!

El hombre herido exclamó entonces, contento:

–¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!

–¡Si, ya lo sabemos! –contestaron las rayas entusiasmadas.

Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado, se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va a saltar, rugieron:

–¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!

–¡NI NUNCA! –respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres bramaban de dolor; pero nadie retrocedía un paso.

Y los tigres no solo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerza.

–¡A la isla! ¡vamos todas a la otra orilla!.

Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.

Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.

El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez de un rayo.

Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.

–¡Bravo, bravo! –clamaron las rayas, locas de contento–. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!

Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola.

Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contentos.

En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano, le gustaba tenderse en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los pescados, que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.

 

lunes, 30 de enero de 2023

Por beber una copa de oro

Ricardo Palma

 

El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dio el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

–Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

–¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los cálices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.

Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz, cometieron sacrílegas profanaciones.

Pero en medio de la danza y la algazara, la voz del ministro del Altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible, gritándoles:

–¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!

La sacrílega orgía se prolongó hasta media noche, y al fin, rendidos de cansancio, se entregaron al sueño los impíos.

Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los arroyos vecinos.

¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos.

Hoy (1880) es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto, con trescientos cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son de escasa vegetación. El agua de sus arroyos es ligeramente salobre y malsana para los viajeros.

Entre las ruinas, y perfectamente conservada, encontrose en 1804 una efigie del Señor de la Exaltación, a cuya solemne fiesta concurren el 14 de septiembre los creyentes de diez leguas a la redonda.