Alfonso Reyes
Ya se entiende que el
perfecto gobernante no era perfecto; estaba lleno de pequeños errores para que
sus enemigos tuvieran dónde morder. De este modo, todos vivían contentos.
El
pueblo tampoco era perfecto: lleno estaba de extraños impulsos de rencor. Cada
año, el gobernante entregaba a la cólera popular una víctima propiciatoria por
todos los errores del año.
Había
dos ministros: uno de la guerra otro de la paz. El ministro de la guerra era
muy prudente y metódico, porque en esto de declarar la guerra hay que irse con
pies de plomo, y en esto de administrarla, con manos de araña. El ministro de
la paz era muy impetuoso y bárbaro, a fin de dar a los pueblos ese equivalente
moral de la guerra, sin el cual, durante la paz, los pueblos desfallecen.
El
gobernante procuraba que todas las ruedas de su gobierno giraran sin cesar,
porque el uso gasta menos que el abandono. De tiempo en tiempo, al pasar por
las alcantarillas, dejaba caer algunas monedas, que luego distribuía entre los
que habían bajado a buscarlas.
Un
día advirtió el gobernante que los funcionarios no cumplían con eficacia sus
cargos: el servicio público era para ellos cosa impuesta, ajena. Entonces dejó
que los funcionarios se organizaran en juntas secretas y sociedades
carbonarias, con el fin de mandarse solos.
Desde
aquel día, el servicio público tuvo para los servidores del Estado todo el
atractivo de un complot. Ellos encontraron en el desempeño de sus deberes los
deleites de los Siete Pecados, y el pueblo prosperaba, dichoso.
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