Gérard Klein
La
noche estaba a punto de caer y se mantenía apenas en equilibrio en la orilla
del horizonte, lista para cerrarse como una gigantesca tapa sobre la población,
y para extender en su caída el manto de las estrellas. Las cortinas metálicas
caían como párpados que se cerraran, sobre las vitrinas de las tiendas. Las
llaves eran introducidas en las cerraduras y hacían chillar los picaportes. El
día había terminado. Una lluvia de pisadas golpeaba contra
el asfalto polvoso de las calles. Fue entonces que la noticia se extendió por
el pueblo, saltando de boca a oído, mostrándose en ojos asustados o
desconcertados, murmurando a través de los alambres de cobre del teléfono o a
través de los bulbos de los aparatos de televisión.
“Repetimos que no hay peligro” –escuchó Marion a través de la
bocina del aparato de radio. Estaba sentada en la cocina de su casa, con las manos
en las rodillas, mirando a través de la ventana el césped recién cortado, la
barda blanca del jardín y, más allá, el camino. “Los residentes de las zonas
contiguas al parque deben permanecer en su casa, para no interferir con los
movimientos de los especialistas. Esta cosa que ha llegado de otro planeta no es
hostil a los seres humanos. Este es un día histórico, este día en que podemos
dar la bienvenida, como invitado de honor, a un ser de otro mundo, un ser que indudablemente nació,
en opinión del eminente profesor que se encuentra a mi lado en este momento,
bajo la luz de otro sol.”
Marion se levantó y abrió la ventana. Aspiró el aire cargado con el
aroma del pasto, ligeramente húmedo, cargado con mil afilados cuchillos de
frío, y miró hacia la calle, hacia el punto oscuro y distante donde se desprendía de los acantilados
de los edificios más altos del pueblo, y se esparcía entre los prados y las
casas de ladrillo. Frente a cada casa ardía una luz en la ventana y detrás de cada
una de las ventanas, Marion pareció adivinar una sombra que esperaba. Y estas
sombras inclinadas sobre el alféizar de cada ventana fueron desapareciendo una
a una, al compás de las pisadas de los hombres que llegaban de la calle, de las
llaves que se introducían en cerraduras bien aceitadas, y de puertas que se
cerraban. Con cada portazo una familia más dejaba afuera las inquietudes del
día agonizante y de la noche recién nacida.
“No le sucederá nada”, se dijo Marion a sí
misma, pensando en Bernard, que estaría cruzando en esos momentos el parque, si
tomaba, como de costumbre, el camino más corto y más fácil. Se miró en el
espejo y se tocó el cabello negro. Era pequeña y ligeramente regordeta, suave
como helado de vainilla a punto de derretirse.
“No le sucederá nada”, se repitió Marion,
mirando hacia el parque, entre los tableros de ajedrez iluminados de los
edificios altos del frente. Los árboles formaban una masa compacta de
oscuridad, sólo interrumpida por la luz de los faros automovilísticos que pasaban.
“Probablemente tomó otra ruta”.
A pesar de sí misma, se imaginó a Bernard
caminando por los senderos de grava del parque, con paso ligero, entre las
sombras recortadas de los tejos y el suave temblor de los álamos, bajo la tenue
luz de la luna, evitando las pequeñas bardas que rodeaban los prados, como
pestañas de acero. Se lo imaginó con un periódico en la mano, silbando quizás,
o fumando una pipa medio quemada, y lanzando pequeñas bocanadas de humo
delicado, con los ojos entrecerrados, su actitud levemente insolente, como si
se sintiera capaz de enfrentarse al mundo entero. Y una gran garra negra se
movía entre los arbustos, o un largo tentáculo se desenrollaba en el fondo de
una fuente, listo para lanzarse por los aires como un látigo a punto de
golpear. Vio todo esto con los ojos cerrados y estuvo a punto de gritar de
terror; pero no hizo nada porque era sólo una ilusión provocada por las
palabras llenas de confianza que le llegaban a través de la radio.
“Se han tomado todas las precauciones necesarias.
Las entradas del parque están siendo vigiladas. Los últimos peatones han sido
escoltados individualmente hasta la puerta misma del parque. Sólo les pedimos que eviten hacer ruido y, de
preferencia, que no enciendan luces en los alrededores del parque, para no
asustar a nuestro visitante del otro mundo. Aún no se logra hacer contacto con
este ser de otro planeta. Nadie puede decir
qué forma tiene, o de cuántos ojos dispone. Pero estamos aquí a la entrada del
parque mismo y los mantendremos constantemente informados. Junto a mí se
encuentra ahora el profesor Hermant, del Instituto de Investigaciones
Espaciales, quien les comunicará los resultados de sus observaciones
preliminares. Profesor, voy a cederle el micrófono…”
Marion pensó en esa cosa del espacio, ese
ser, acurrucado y solitario en un rincón del parque,
encogido sobre la tierra húmeda, temblando de frío
bajo este viento extraño –tal vez mirando a través de un hueco en los arbustos,
hacia el cielo con sus estrellas nuevas, desconocidas para él– sintiendo cómo
la tierra temblaba con las pisadas de los hombres que lo iban rodeando, el
palpitar de los motores y, más allá, el rumor subterráneo de la ciudad.
“¿Qué haría yo en su lugar?, se preguntó
Marion. Y comprendió que todo saldría bien,
porque esa voz que le llegaba de la radio
era solemne y segura, como la voz de un sacerdote en los servicios dominicales,
que apenas rompía el silencio.
Sabía que los hombres avanzarían hacia aquella criatura temblorosa, a la luz de las lámparas
sordas, y que el ser extraterrestre esperaría, tranquilo y confiado, a que ellos extendieran sus manos y le hablaran.
Entonces él acudiría hacia ellos temblando todavía de inquietud hasta que,
escuchando sus voces incomprensibles –como ella había escuchado la de Bernard
un año antes– comprendería de pronto.
“Nuestros instrumentos apenas han arañado
la superficie de los espacios inmensos que nos rodean” estaba diciendo el
profesor. “Imagínense, en este momento mismo en que les estoy hablando, vamos
navegando por el espacio cósmico, entre las estrellas, entre nubes de hidrógeno…”
Se detuvo a tomar aliento. “Por lo tanto,
cualquier cosa podría estarnos esperando más allá de esa misteriosa puerta que
llamamos el espacio. Y ahora nos encontramos que un ser de otro mundo ha
empujado esa puerta y ha pasado por ella. Hace apenas una hora y cuarenta y siete
minutos, una nave espacial aterrizó silenciosamente en el parque de esta ciudad.
Había sido localizada una hora y media antes, cuando penetró en las capas superiores
de la atmósfera. Parece ser de tamaño pequeño. Todavía es demasiado prematuro para
hacer conjeturas sobre su sistema de propulsión. Mi distinguido colega, el
profesor Li, es de la opinión de que el aparato puede haber sido impulsado por
efecto de una asimetría espacial orientada: pero las investigaciones que se han
hecho en ese sentido…”
“–Profesor –interrumpió el anunciador–,
algunas personas han ofrecido la idea
de que no sea una nave, sino simplemente una criatura capaz de moverse entre
las estrellas. ¿Qué
piensa de esa teoría?”
“Bueno, aún es
demasiado pronto para dar una opinión definitiva. Nadie ha visto aún el objeto,
y todo lo que sabemos es que parecía capaz de dirigir su vuelo y controlar su
descenso a la superficie. Ni siquiera sabemos si en realidad
contiene o no un ser vivo. Es posible que se trate sólo de una máquina, una
especie de robot, si prefieren. Pero,
en cualquier caso, contiene un mensaje del más elevado interés científico. Éste
es el más grande acontecimiento científico que ha tenido lugar en nuestro
planeta, desde que nuestros más remotos antecedentes descubrieron el fuego. Ahora sabemos que ya no estamos solos en la
inmensidad estrellada del universo. Para dar respuesta a su pregunta: francamente,
yo no creo que una criatura viviente, en el sentido que usted lo dice, pudiera
sobrevivir a las condiciones del espacio exterior: la ausencia de atmósfera, de
calor y de gravedad, y a la destructiva radiación cósmica.”
“Profesor, ¿cree usted que haya algún tipo de peligro?”
“Francamente,
no. Esta
cosa no ha mostrado ninguna intención hostil. Simplemente ha permanecido en un
rincón del parque. Me asombra la
rapidez con que se han tomado todas las precauciones necesarias, pero no creo
que se logre nada con ellas. Me preocupa más la posible reacción de la gente
cuando se enfrente a un ser absolutamente extraño. Por eso es que
pido a todas las personas que se mantengan tranquilas, calmadas, sin importar
lo que pase. Las autoridades científicas
tienen controlada la situación. Nada desafortunado puede suceder…”
Marion tomó un
cigarrillo del cajón y lo encendió con torpeza. Era algo que no había hecho en años,
tal vez
desde el día en que cumplió quince.
Inhaló el humo y tosió. Sus dedos estaban temblando. Sacudió de su vestido
un poco de ceniza blanca.
“¿Qué
vamos a cenar esta noche?” –preguntó en voz alta, reprochándose su nerviosismo–. Pero no tuvo valor para sacar un sartén del
armario, o para abrir siquiera el refrigerador.
Apagó
la luz, y volvió a la ventana. Mientras
aspiraba el humo de su cigarrillo con la ansiedad de una niña, trató de
escuchar el sonido de pisadas en el camino. Pero sólo se escuchaban las voces
de las casas tranquilas, una insinuación de música lejana, todo ahogado como el
rumor de las abejas en una colmena, y el sonido monótono de la voz del aparato
de radio.
“Ten calma”, se dijo en voz alta, mordiéndose los labios. “Miles de personas
han cruzado el parque esta noche y nada les ha sucedido. Y nada le sucederá a
él. Cosas así nunca suceden a personas que tú conozcas, sólo a rostros grisáceos,
con nombres extraños, mencionados en los periódicos.”
El reloj dio
las ocho.
“Podría
hablarle por teléfono a la oficina”,
pensó Marion. “Tal vez
estará allí y se quedará hasta tarde.”
Pero no tenía
teléfono y eso significaba tener que ponerse un abrigo, salir a la oscuridad y
correr a través del frío, para entrar en un café lleno de rostros curiosos,
para desenganchar esa pequeña bestia negra del teléfono, y hablar con voz extraña y metálica, mientras oprimía un pañuelo en el
bolsillo. Eso era lo que debería hacer. Eso era lo que haría una mujer valerosa
e independiente. Pero ella no era –se confesó llena de vergüenza–
ni valerosa ni independiente. Todo lo que podía hacer era esperar y mirar hacia
la ciudad, con los ojos llenos de pesadillas.
“Gracias,
profesor” estaba diciendo la radio. “Nos
encontramos ahora a no más de cuatrocientos metros del lugar donde se ha
ocultado esta criatura. Los hombres de las brigadas especiales se mueven
lentamente hacia allá, estudiando cada centímetro cuadrado de terreno. Yo no puedo ver nada todavía… oh, sí, una forma
negra, vagamente esférica, en el otro lado del estanque, quizás un poco más
alta que un hombre. Está realmente muy oscuro, y… el parque está absolutamente
vacío. El embajador de las estrellas se encuentra ahora completamente solo,
pero no se preocupen, que muy pronto podrán conocerlo…”
Marion dejó caer su cigarrillo y contempló
cómo se quemaba sobre el mosaico limpio de la cocina. Bernard no estaba en el parque. Quizás caminaba
ahora hacia él, o quizás andaba caminando cerca de la barda del parque,
tratando de espiar al visitante de las estrellas. En quince minutos llegaría,
sonriente, con el cabello brillándole por el rocío microscópico de la noche.
Entonces la
vieja angustia surgió de alguna caverna interior, húmeda y morada. “Pero, ¿por
qué no se mueven más aprisa?”, pensó, imaginando a los hombres que trabajaban en la oscuridad, que medían, sopesaban, analizaban, se movían silenciosos a través de la
noche, como topos sobre la tierra. “¿Por qué no avanzan con más rapidez, si no hay peligro?”
Y entonces se
le ocurrió que tal vez estaban ocultando algo tras la tranquila pantalla del locutor
y tras
las palabras llenas de confianza. Pensó
de pronto que quizás estaban temblando mientras hablaban,
que tal vez sus manos rodeaban convulsivamente el
micrófono, mientras su voz pretendía que estaban confiados y seguros de sí
mismos. Quizás sus rostros estaban horriblemente pálidos a pesar del brillo rojizo de las linternas. Se dijo a sí misma que ellos
no sabían más acerca de las cosas que podrían andar flotando en el espacio más
allá de la atmósfera terrestre, de lo que ella misma sabía. Y
pensó que ellos no harían nada por Bernard,
que sólo ella podría hacer el último gesto en su favor, aunque no podía imaginar
siquiera cuál podría ser éste: quizás correr a encontrarlo, arrojarle los brazos al
cuello y oprimirse contra él; quizás arrebatárselo a esa horrible criatura de
las estrellas… o, quizás, simplemente llorar sobre una silla de cocina, de
metal blanco, y esperar inmóvil, como una silueta recortada de
papel negro.
Era incapaz de pensar en nada más. Ya no
quería escuchar la voz de la radio, pero no se atrevía a apagar el aparato por
temor de quedarse todavía más sola. Tomó una revista y la abrió
caprichosamente, pero nunca le había gustado leer, y ahora tendría que ir
leyendo letra por letra, de tan borrosa que tenía la mirada. Y, de cualquier
modo, las palabras no tenían ningún
sentido para ella en ese momento. Trató de ver las ilustraciones, pero las vio
como si lo hiciera a través de una gota de agua, o de un prisma, transparente, extrañamente dislocado, roto en pedazos imposibles de
unir.
Entonces escuchó un paso; se levantó, corrió
a la puerta, la abrió y se asomó hacia la noche, hacia el césped brillante y húmedo. Escuchó,
pero las pisadas acallaron repentinamente,
se
detuvieron, avanzaron y desaparecieron
del todo.
Volvió
a la cocina y el sonido de la radio le pareció insoportable. Bajó el volumen y
oprimió el oído contra la bocina, escuchando a través de la cortina
de su cabello, aquella minúscula voz, aquel insecto
que golpeaba contra la membrana vibratoria.
“Cuidado”,
dijo una voz en el extremo opuesto de un
largo tubo de vidrio tembloroso, “algo está sucediendo. Creo que la criatura se está
moviendo. Los especialistas están, quizás, a unos doscientos metros de ella, no más.
Oigo una especie de voz. Quizás el ser de otro mundo
está a punto de hablar… está gritando… su voz parece casi humana…
como un largo suspiro… voy a dejar que la escuchen ustedes.”
Marion oprimió
la oreja contra el aparato
mientras
el cabello parecía adherírsele a la piel. Escuchó una serie de “clics”, un
largo rumor sin palabras, un agudo silbido y después el silencio. Entonces la
voz pareció surgir de las profundidades del micrófono, apenas audible, profunda
como la pesada respiración de una persona que duerme.
“MA-RION”,
dijo la voz, acurrucada en el hueco del micrófono, acurrucada en un oscuro
rincón del parque.
Era la voz de Bernard.
Se puso de pie de un salto y la silla se
tambaleó y cayó ruidosamente al suelo.
“MA-RION”,
murmuró la extraña voz
familiar. Pero ella no la escuchó ya. Iba corriendo por el camino, dejando tras de sí la
puerta abierta de par en par y toda su mortal angustia. Pasó corriendo frente a
dos casas, se detuvo un momento, sin aliento y temblando de frío. La noche
estaba en todas partes. Cabellos de luz
apenas se escapaban entre las persianas cerradas de las casas. Las luces
de la calle habían sido apagadas. Empezó
a caminar por el centro del camino, donde era menos probable que tropezara con
una piedra o cayera en un charco.
Un desusado silencio pendía sobre el
vecindario, enfatizado de vez en cuando por un ladrido distante, o el rugido
metálico de un tren. Encontró a un hombre que iba cantando mientras caminaba,
negro como una estatua tallada en antracita. Estaba a punto de detenerlo para
pedirle que la acompañara, pero al acercarse a él se dio cuenta de que estaba
borracho, y prefirió sacarle la vuelta.
Le pareció que se
encontraba perdida en una ciudad hostil, aunque conocía cada una de
aquellas casas y había criticado un centenar de veces las cortinas de cada
ventana, mientras caminaba con Bernard a la luz del día. Corrió entre los altos edificios como si lo hiciera entre muros de árboles que se cerraban en torno a ella, en una espesa selva. Estaba segura de que si se detenía, escucharía a sus
espaldas
la respiración de alguna fiera salvaje. Iba cruzando un lugar
desierto, un claro de concreto, que la noche había techado con un dosel salpicado
de agujeros, que eran las estrellas. Llegó hasta la orilla del parque y empezó
a correr a lo largo de la verja, contando los barrotes.
Sus tacones golpeaban el asfalto con el
claro sonido de un martillo que diera contra las teclas de un piano. El temor
corría por su piel como un ejército de hormigas. Contuvo el aliento. La luna
tendió una sombra tenue e impalpable sobre ella.
Ella se dio la vuelta, con su falda
girando a su alrededor. No había nada tras ella sino la hilera de muros
nocturnos, sin forma ni color, como grandes seres de obsidiana que devoraran
toda luz y todo color, para convertir la noche en un golfo de negrura y la
orilla de la acera en una cuerda floja a lo largo de la cual iba corriendo ella,
sin peso alguno, adormecida de angustia y de frío. Estaba a solas con la noche.
Una mano le tocó el brazo y la hizo girar.
Ella lanzó un grito. La mano la soltó y ella retrocedió hacia la verja del parque y apretó los
hombros contra los barrotes, levantando
las manos.
–Lo siento, señora –dijo el policía, con
una voz pesada y seria que resultó extrañamente tranquilizante–. Se pidió a
todos que se quedaran en casa. ¿No tiene usted radio?
–Sí –murmuró Marion con gran esfuerzo, sin moverse, sin respirar,
sin siquiera mover los labios.
–¿Quiere
que la lleve a su casa? No hay mucho peligro aquí, pero… –Vaciló.
Su rostro se veía pálido en la oscuridad. Un tic saltaba a intervalos regulares en su
mejilla–…
Un hombre acaba de caer, y sería mejor…
–Bernard –dijo Marion, con sus dedos
extendidos sobre los pliegues de su vestido.
–No fue nada bonito –murmuró el policía–. Sería mejor si viniera
usted conmigo. Y ahora, esa cosa está
gritando. Dése prisa, señora. Tengo que terminar mis rondas. Espero que no viva
lejos.
Casi nunca hago trabajo de patrulla, comprenda. Pero estamos escasos de hombres esta noche.
Con la punta del zapato aplastó un
cigarrillo a medio fumar, hinchado por el agua; el papel se rompió y el tabaco
se esparció.
–Mi esposo –dijo Marion.
–Ande, vámonos. La está esperando en su casa.
–No –dijo Marion, sacudiendo la cabeza, y el cabello le cayó sobre el rostro como una fina red negra –.
Está allí en el parque. Yo lo oí.
–No hay nadie en el parque –el tic apareció
de nuevo, deformando la mejilla del hombre. Marion vio que le temblaba
ligeramente la mandíbula. Su mano izquierda frotó el cuero del cinturón y su
mano derecha acarició la pulida cacha de su revólver. Estaba más asustado que
ella. Tenía miedo de lo que pudiera sucederle.
–¿Es que no comprende? –gritó ella–. ¿No
se da cuenta?
Se arrojó contra él y lo tomó de los
brazos. Hubiera querido clavar las uñas en aquel rostro pálido y tembloroso, en
aquella fachada humana, tan blanca como las fachadas de la ciudad eran oscuras.
–Mi esposo está allí, llamándome. Oí su
voz por radio. ¿Por qué no me deja en paz?
Sin advertencia alguna, sintió que las
lágrimas le rodaban por las mejillas.
–¡Oh, déjeme ir! –gimió.
Se irguió momentáneamente sobre las puntas
cuadradas de sus relucientes zapatos de piel negra.
–Tal vez –dijo vacilante–. Quizás. No sé –entonces,
con mayor gentileza, agregó–: Lo siento, señora. Venga conmigo.
Caminaron a lo largo de la verja. Ella iba
corriendo sobre la punta de los pies, delante de él, y se detenía a esperarlo
cada cuatro o cinco pasos.
–Dese prisa –le dijo–. ¡Por Dios santo,
apúrese!
–No haga tanto ruido, señora. Ya no está
usted muy lejos, y parece que tiene oídos agudos. No tardaremos en escucharlo.
–Ya lo sé –dijo ella–. Es la voz de mi
marido.
Él la miró fijamente, en silencio.
–Se lo comió –explicó ella–. Lo sé. Lo vi.
Tiene grandes dientes puntiagudos hechos de acero. Los oí cerrarse. Fue terrible.
De pronto empezó a llorar otra vez. Su cuerpo
fue estremecido por los sollozos.
–Cálmese. Nada va a sucederle a usted.
–No –admitió ella–. Ya no.
Pero su voz era rota por el hipo, y las
lágrimas nublaron sus ojos mientras corría. Resbaló y uno de sus zapatos salió
volando por los aires. Ella lanzó una patada al aire para librarse del otro
zapato y continuó corriendo ya sólo en medias.
De pronto oyó la voz del monstruo y vio
los labios de Bernard moviéndose. Era un sonido prolongado y tranquilo, nada
aterrorizante, pero tan débil que ella hubiera querido ahuecar su mano y
protegerlo así del viento.
Vio a los hombres de uniformes oscuros,
que guardaban la entrada del parque. Se quedó inmóvil y esperó mientras había
un intercambio de preguntas y una serie de respuestas en murmullos, con los
labios apretados. Entró al parque. Vio la telaraña de alambres de cobre que
habían tejido, alambres relucientes que rodeaban aquella cosa extraña que
hablaba con la voz de Bernard. Sintió la humedad del césped bajo sus pies.
–¿Quién es usted? –murmuró una voz.
–Vine a… –empezó, pero oyó la voz en la
distancia.
–MA-riON, MA-riON.
–¿No lo oye? –exclamó.
–He estado oyendo eso durante una hora –dijo
el hombre.
Dirigió el rayo de luz de su linterna
hacia Marion. Sus dientes y los botones de su uniforme brillaron. Su delgado
bigote daba a su boca la expresión de una eterna sonrisa. Pero sus ojos se veían,
ahora, desesperados.
–Hace sonidos humanos. Palabras terrenales
que tomó de ese pobre tipo al que pescó… palabras sin ninguna coherencia o
sentido. Al principio pensamos que era un hombre el que gritaba. Entonces
comprendimos que ningún hombre en el mundo tiene una voz como esa.
–Es la voz de Bernard –dijo ella–. Bernard
es mi marido. Cumpliremos un año de casados el mes próximo.
–¿Quién es usted? ¿Cómo se llama?
Se dejó caer en el césped y se cubrió la
cabeza con los brazos para dejar de oír la voz.
–Marion –repetía la voz insistentemente.
No podía ser la voz de un hombre. Era
demasiado penetrante. Parecía venir del fondo de un pozo o del interior de un
horno. Flotaba a lo largo del suelo y parecía salir de la tierra, como la voz
de las plantas o la voz de los insectos o la voz de una serpiente que se desliza
sobre el pasto húmedo.
–Casi parece que estuviera esperando a
alguien –dijo el hombre. Se sentó junto a ella–. Dígame su nombre.
–Es a mí a quien llama –dijo–. Tengo que
ir con él.
–No se mueva. ¿Cómo se llama usted? ¿Qué
está haciendo aquí, con ese vestido, en una noche como ésta?
–Marion –murmuró–. Marion Laharpe. Ese era
mi nombre.
Pensó en su nombre, en esa frágil burbuja
que flotara en el tiempo que se había necesitado para poner un anillo en su
dedo; que flotaba otra vez en el tiempo que se había necesitado para correr
hacia un parque invadido por la noche.
–Mi marido fue… –vaciló, pero después se decidió–
devorado por esa cosa. Él me está llamando y yo debo ir con él.
–No se excite –dijo el hombre. Su angosto bigote
se estremeció–. Nadie ha sido devorado. Y aunque lo hubiera sido, ¿cómo puede
estar segura de que era su marido?
Pero su voz se estremeció, cuarteada como
un muro a punto de venirse abajo. Tenía cierta cualidad de incertidumbre,
piedad y miedo, todo ello mezclado y dominado por la furia.
–No mienta –dijo Marion–. Yo reconozco su
voz, y ese policía que vino conmigo dijo que un hombre había sido devorado. Él tenía
que cruzar el parque y no vino a casa. Y acabo de oír la voz por radio hace un
momento, y me estaba llamando. Un millón de personas oyeron esa voz. No puede
usted decir que no es cierto.
–No –dijo él–. Le creo –su voz pareció desmayarse
y morir, con las sílabas danzando como cenizas en la expiración de aire de sus
pulmones–. No pudimos hacer nada. Cerramos las puertas demasiado tarde. Lo
vimos salir de un sendero y en ese momento la cosa se arrojó sobre él, cubriéndolo.
Sucedió muy rápido. Lo siento. Si hay alguna forma en que pueda ayudar…
Entonces su voz se endureció.
–Vamos a matar a esa cosa. Yo sé que eso
no devolverá la vida a su marido, pero quise decírselo. No vamos a tomar ningún
riesgo innecesario. Mire.
Los largos tubos de los lanzallamas
brillaron como lenguas en el pasto, como dientes sanos en una boca podrida.
Estaban sobre el pasto, del otro lado de aquella brillante red de alambres eléctricos.
Y junto a cada aparato un hombre parecía dormir, pero de vez en cuando un
estremecimiento corría por su espalda y volvía la cabeza como tratando de mirar
a través de las altas yerbas y las hojas de arbusto, y de penetrar en esa zona
hostil, tan expuesta a una emboscada, que había frente a él.
–No –dijo Marion en voz alta–. No la
toquen. Estoy segura de que es Bernard.
El hombre sacudió la cabeza de un lado a
otro.
–Lo siento, pero él está muerto, señora. Vimos
cómo sucedía. El monstruo quizás está repitiendo sus últimas palabras, una y
otra vez, mecánicamente. Murió pensando en usted, eso es cierto. El profesor se
lo puede explicar mejor que yo.
–El profesor –dijo Marion–. Lo oí. Dijo
que no había peligro, que debíamos conservar la calma, que él sabía lo que
estaba haciendo, y que era un acontecimiento histórico y…
–Es humano, como el resto de nosotros. Gritó
cuando esa cosa atacó a su esposo. Dijo que no comprendía. Dijo que había
estado esperando su vida entera a un amigo de las estrellas. Dijo que hubiera
preferido ser devorado él mismo, que haber visto eso.
–Se calló –dijo ella con amargura–. Dijo
que todo estaba bien. Dijo que no debíamos perder la cabeza, y él sabía que
Bernard…
–Hizo lo que pensó que era mejor. Ahora
dice que tenemos que borrar a esa bestia de la faz de la tierra y mandarla al
infierno. Ha mandado buscar un gas.
–Marion –llamó suavemente la voz sin labios,
la voz sin dientes de marfil, sin lengua carnosa, la voz procedente de más allá
de los relucientes tubos de cobre.
–Quiero hablar con él –dijo Marion
rompiendo el silencio–. Estoy segura de que es Bernard y que me comprenderá.
–Muy bien. Hemos tratado eso también. Pero
no contesta.
Tomó el micrófono entre los dedos, como
una piedra curiosamente pulida por el mar.
–Bernard –murmuró en un suspiro–. Bernard,
aquí estoy.
Su voz brotó del altoparlante como agua de
una fuente, extrañamente alterada, destilada. Rebotó de los troncos de los
árboles y se esparció entre las hojas, corrió por las ramas como ruidosa savia,
se deslizó entre los retoños y las hierbas que cubrían los hoyos del piso. Inundó
el césped, humedeció los arbustos, llenó los caminos y alteró la superficie del
estanque con ondas imperceptibles.
–Bernard. ¿Me oyes? Quiero ayudarte.
Y la voz contestó:
–Marion. Te estoy esperando. Te he estado
esperando por tanto tiempo, Marion.
–Aquí estoy, Bernard –contestó, y su voz
se volvió ligera y fresca. Saltó sobre la caja de arena de los niños, se
deslizó entre los columpios, el tiovivo, los sube y baja, entre los anillos y
el trapecio que colgaban de las barras.
–Me está llamando. Tengo que ir –dijo.
–Es una trampa –dijeron varias voces a sus
espaldas–. Quédese aquí. No hay nada humano en eso.
–Qué me importa. Es la voz de Bernard.
–Miren –dijo alguien.
Un intenso rayo de luz, procedente de un
reflector, perforó el aire negro como una tangible barra de luz. Y vio una masa
de oscuridad, brillante, burbujeante, espumosa, hecha de apilamientos de
grandes burbujas que cubrían la superficie de una esfera de carbón viscoso y
suave. Era una esponja viviente de azabache, una esponja que respiraba y
tragaba.
–Es suciedad del espacio –determinó la
solemne voz del profesor, atrás de ella.
–Allí voy, Bernard –dijo Marion. Soltó el
micrófono y se lanzó hacia adelante. Eludió las manos que trataban de detenerla
y empezó a correr por el camino cubierto de grava. Saltó sobre la telaraña de
alambres de cobre y pasó entre las brillantes lenguas de los lanzallamas.
–Es una trampa –gritó una voz a espaldas
de ella–. Vuelva acá. La criatura ha absorbido algunos de los conocimientos de
su esposo. Los está usando, como carnada. Vuelva acá. Eso no es humano. No
tiene rostro.
Pero nadie la siguió. Cuando volvió la cabeza
vio a los hombres de pie, con los lanzallamas en la mano. La veían
horrorizados, con los ojos y los dientes brillando con la misma luz metálica de
los botones de sus uniformes.
Marion dio vuelta al estanque. Sus pies
golpeaban el piso de cemento con suaves sonidos apagados. Después sintió el
contacto fresco y acariciante del césped, otra vez.
Se preguntó, mientras corría, qué iba a
suceder, qué sería de ella, pero se dijo a sí misma que Bernard sabría eso por
ella, que lo había sabido siempre, y que era mejor así. La estaba esperando más
allá de esa puerta negra a través de la cual su voz salía con tanta dificultad,
y estaba a punto de reunirse con él.
Un recuerdo acudió de pronto a su mente. Una
frase leída o escuchada, una idea cosechada y guardada, que esperaba ser sacada
a la luz y saboreada ese día. Era algo como: los hombres no son sino conchas
vacías, algunas veces frías y huecas como casas abandonadas; y algunas veces,
habitadas y perseguidas por esos seres que llamamos vida, celos, alegría,
temor, esperanza y tantos otros. Entonces no había ya más soledad, nunca.
Y mientras corría, exhalando un aliento
tibio que se condensaba en una delicada pluma de vapor, mientras miraba hacia
los rostros pálidos y preocupados de los soldados, de los cuales se alejaba a
cada paso que daba, empezó a pensar que esta criatura había cruzado el espacio
y había buscado un nuevo mundo, porque se sentía desesperadamente hueco e inútil
en sí mismo, porque ninguno de esos seres intangibles lo perseguía, y que ahora
ella y Bernard tal vez vivirían en el centro de su mente, tal como la
confianza, la preocupación, el silencio y el aburrimiento viven en el corazón y
la mente de los hombres. Sólo esperaba que ellos le darían la paz, que serían
dos tranquilas lucecitas que iluminarían las profundidades, en forma de panal,
de su enorme cerebro desconocido.
Se estremeció y se echó a reír.
–¿Cómo se sentirá ser devorada? –se preguntó
a sí misma.
Trató de imaginarse una cucharada de
helado que se disuelve entre sus labios, que se desliza por su garganta y se
queda en la oscura tibieza de su estómago.
–Bernard –gritó–. Aquí estoy.
Oyó a los hombres que gritaban a sus espaldas.
–Marion –dijo el monstruo con la voz de
Bernard–. Tardaste tanto tiempo…
Ella cerró los ojos y se lanzó hacia
adelante. Sintió que el frío se deslizaba de su piel y se separaba de ella como
una prenda de vestir que se hubiera quitado. Sintió que se transformaba. Su
cuerpo se estaba disolviendo, sus dedos se abrían, se estaba expandiendo dentro
de aquella enorme esfera, húmeda y tibia, cómoda y, se dio cuenta entonces,
buena y generosa.
–Bernard –dijo ella–, vienen tras nosotros
para matarnos.
–Lo sé –dijo la voz, muy cercana ahora y
ya tranquilizante.
–¿No podemos hacer nada… huir?
–Él tendrá que decidirlo –dijo–. Empiezo a
conocerlo. Le dije que debíamos esperarte. No sé exactamente qué se propone
hacer. Volver al espacio, quizás… Escucha…
Y así, apretados uno contra el otro,
dentro de una cueva de carne, rodeada por todos aquellos árboles, ese extraño
césped, y esa luz hostil que penetraba como un bisturí en aquella palpitante
masa de azabache, oyeron las pisadas que se acercaban, claras, firmes, de los
asesinos humanos que los rodeaban, con los dedos en los gatillos de sus
lanzallamas de cobre, con el rostro cubierto por máscaras, listos para esparcir
un letal rocío grisáceo… una rama rota, un rumor líquido, un juramento ahogado,
un clic metálico…
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